4
Las luces de la gran ciudad
1976, 1896 y demás
El deporte al que Mutai accedió en Mónaco, la maratón urbana profesional, había echado a andar hacía apenas treinta y dos años, en una mañana fresca y luminosa en Manhattan, cuando un estadounidense guapo y enjuto, con una melena rubia al viento, entró al galope en Central Park. Era la hora del almuerzo del 24 de octubre de 1976. El hombre en cuestión era Bill Rodgers, y la carrera que estaba a punto de ganar era la primera edición de la maratón de Nueva York, que atravesaba los cinco distritos de la ciudad.
Cuando Rodgers llegó al parque y dio sus últimos cientos de pasos hasta la meta en la Tavern on the Green, la multitud que se agolpaba a lo largo del recorrido alcanzaba las doce filas de ancho en algunos lugares, cosa que hacía el camino más estrecho. Rodgers llevaba una camiseta blanca del Gran Boston, pantalones cortos rojos y guantes blancos de mayordomo. Tras él, varios espectadores montados en bicicleta lo seguían de cerca. El coche que había ido abriéndole camino quedó atrapado en el tumulto y Rodgers tuvo que sortearlo. Había sorteado muchos otros obstáculos en las últimas dos horas y nueve minutos: se había dejado la piel subiendo y bajando escaleras, cruzando puentes y saltando baches.
La línea de meta consistía en una pancarta sostenida por dos voluntarios que parecía hecha en casa. Cuando Rodgers la atravesó —levantando los brazos en un gesto que parecía expresar más un temeroso «no disparen», que «soy el campeón del mundo»—, la tela ya había empezado a rasgarse por la mitad. En los segundos posteriores a su victoria, con un tiempo de 2:10:10, Rodgers estrechó una mano tras otra y le hicieron decenas de fotografías. Era el centro de atención y sonreía mostrando toda la dentadura, como una ardilla asustada.
Rodgers tenía muchos motivos para estar contento. No solo había logrado ser campeón de la primera maratón que recorría toda la ciudad de Nueva York, sino que también era el primer ganador «profesional» de la carrera. Sin que lo supiesen la mayoría de los espectadores, que creían que el deporte aún conservaba su carácter amateur, Rodgers había recibido 3.000 dólares por correr en Nueva York. No era mucho, pero menos es nada.
La carrera de 1976 en Nueva York fue la primera maratón en una gran ciudad estadounidense que había pagado para atraer a los corredores más importantes. A pesar de las estrictas reglas que habían establecido los organismos que regulaban el deporte, que prohibían ofrecer remuneración alguna a los atletas, tanto Rodgers como su rival Frank Shorter, medallista de oro olímpico, habían recibido dinero por competir en la carrera neoyorquina. Esto acabó marcando un antes y un después para el deporte. En los años que siguieron a la maratón de Nueva York de 1976, se puso de manifiesto que las antiguas reglas habían quedado obsoletas. Las primas clandestinas que obtenían los maratonianos por participar en las carreras llegaron a ser algo habitual durante los primeros años, y más adelante ganaron cierta aceptación. Se dice que el corredor británico Mo Farah recibió más de un millón de dólares por competir en la maratón de Londres de 2013.[1]
Hay quien piensa que el dinero ha arruinado la maratón, una de las disciplinas olímpicas fundacionales, que «Dollar Bill» Rodgers y sus coetáneos la habían corrompido en cierta medida con su codicia. Se puede detectar el rastro de esta manera ostentosa de entender el asunto en el amateurismo residual que aún hoy existe en la maratón. Este es un deporte en el que la cantidad de dinero que los atletas reciben meramente por participar en las carreras se guarda en celoso secreto. Como reconoció en 2013 Mary Wittenberg, directora ejecutiva de New York Road Runners: «En cierto modo, “profesional” ha acabado siendo una palabra malsonante».
Pero no siempre había sido así. De hecho, cuando Bill Rodgers exigió dinero por correr, estaba entroncando con una historia del deporte mucho más profunda de lo que los estamentos reguladores estaban dispuestos a reconocer. Antes incluso de los primeros Juegos Olímpicos modernos en 1896, cuando la maratón amateur se presentó oficialmente en sociedad, ya había dinero en juego en la carrera. Si recorremos la historia del profesionalismo en la maratón, podemos trazar una línea directa entre sus comienzos, la revolución que experimentó en los años setenta y la generación actual de líderes que hoy prosiguen la ascensión hacia la cumbre del deporte.
No existe un mito de creación mejor en ningún otro deporte. En el año 490 a.C., ante el desembarco persa cerca de Maratón (Grecia), la ciudad envió a Filípides a pedir ayuda al ejército de Esparta. Filípides era un «hemerodromo», un mensajero profesional de larga distancia, y sus hazañas de resistencia eran prodigiosas. Para empezar, se dice que corrió 240 kilómetros en dos días en busca de ayuda. Además, corrió unos 40 kilómetros, desde el campo de batalla junto a Maratón hasta Atenas, para anunciar la victoria griega. Según Luciano, el primer escritor en narrar esta historia, Filípides proclamó ante los expectantes notables atenienses: «Jairete, Nikomen» («¡Alegraos, hemos vencido!»), antes de caer fulminado por el agotamiento.
El relato se incorporó a la tradición popular. Plutarco escribió una historia similar en la que el nombre del corredor era Eucles o Tersipo. (Los detalles eran básicamente idénticos: un hombre recorre una gran distancia, anuncia la victoria y expira). La historia permaneció prácticamente ignorada hasta el siglo XIX, cuando Filípides volvió a ser fuente de inspiración para creaciones artísticas. En 1834 se erigió una estatua del corredor en el jardín de las Tullerías de París obra del escultor francés Cortot. Años después, en 1879, Robert Browning escribió un poema sobre Filípides en el que mató al mensajero en el preciso momento de su triunfo en este tono florido:
Entonces, cuando Persia fue polvo, todos gritaron: «¡A la Acrópolis!
¡Corre, Filípides, una carrera más! ¡Tendrás tu recompensa!
Atenas se ha salvado gracias a Pan. ¡Ve y grítalo!».
Arrojó él su escudo,
corrió como el fuego una vez más,
y toda la extensión entre el campo de hinojo
y Atenas de nuevo fue rastrojos, un campo por el que corre el fuego,
hasta que él anunció: «Alégrense, ganamos».
Como vino que se filtra en la arcilla,
la felicidad que fluía por su sangre le hizo estallar el corazón…
y murió.[*]
En algún momento de la década siguiente, un filólogo francés llamado Michel Bréal leyó el poema de Browning y tuvo una idea. Su amigo, el barón de Coubertin, estaba organizando las primeras Olimpiadas modernas, que se celebrarían en Atenas en 1896. En 1894, a instancias de Bréal, Coubertin propuso que se incorporase al programa olímpico una «carrera de Maratón» para celebrar las hazañas y la trágica muerte de Filípides.
Daba lo mismo que la historia de Filípides fuese una patraña. Luciano era un humorista, no un historiador, y su relato de la heroica carrera de Maratón a Atenas parece ser resultado de la combinación de varias historias. Además, Luciano escribió en el siglo II d.C. No hay ningún registro contemporáneo de la hazaña, ni tampoco la menciona Heródoto, el «padre de la historia» griego, en su relato de la batalla.
No obstante, según Heródoto, al menos parte del mito es cierta. No solo hubo un hemerodromo que luchó en la batalla, sino que, al parecer, sus hazañas fueron el germen de una competición atlética anual. Heródoto escribe que se envió a un corredor llamado Filípides con un mensaje de Atenas a Esparta solicitando ayuda para combatir al ejército persa que se acercaba a la ciudad, ayuda que los espartanos les negaron. Filípides recorrió una distancia de entre 220 y 250 kilómetros por terreno montañoso en menos de dos días: un esfuerzo extraordinario, pero en vano. Heródoto añade que en las montañas partas el mensajero se encontró con el dios Pan, que quiso saber por qué los atenienses habían dejado de organizar fiestas en su honor. Cuando Filípides trasladó este mensaje al pueblo de Atenas, los notables de la ciudad decretaron que se celebrasen en honor de Pan un banquete y una carrera a la luz de las antorchas.[2]
En realidad, lo más probable es que el mito del recorrido entre Maratón y Atenas tenga su origen en la marcha forzada con la que las tropas atenienses cubrieron esa distancia en las horas siguientes a su victoria contra los persas. Tras el éxito en el campo de batalla de Maratón, los generales griegos temían que la armada persa pudiese atacar Atenas desde el oeste. Por este motivo, el ejército volvió a la capital ese mismo día dejándose el pellejo: más de 30 kilómetros con sus armaduras a cuestas. Parece que la marcha duró unas seis o siete horas: otra impresionante hazaña atlética, pero no la que Browning nos vendió.[3]
Los organizadores de las primeras Olimpiadas no estaban dispuestos a permitir que los hechos estropeasen una buena historia. El 10 de abril de 1896 tuvieron su carrera de maratón. Fue el último evento de los Juegos, en los que los griegos no habían conseguido ninguna victoria. Y, aunque Coubertin diseñó las primeras Olimpiadas para promover los ideales amateur y un espíritu lujoso, había una cierta presión para que el equipo local lograse un triunfo. Se dice que el principal patrocinador económico de los Juegos, un hombre de negocios griego llamado Yiorgos Averoff, ofreció una tentadora recompensa si algún compatriota suyo cruzaba la línea de meta en primer lugar: la mano de su hija en matrimonio y una dote de un millón de dracmas.[4]
A las dos de la tarde de un viernes cálido, dieciocho hombres aguardaban en la línea de salida de la carrera de 40 kilómetros. Catorce de ellos eran griegos, pero fue un francés, Albin Lermusiaux, que corría con guantes blancos en honor al rey de Grecia, el que marcó el ritmo en los primeros kilómetros. Poco después de superar los 15 kilómetros, ya le sacaba más de kilómetro y medio al grupo principal de corredores. Cuando llegó al pueblo de Karvati, era tal la ventaja sobre sus rivales que los locales le colocaron en la cabeza la corona de laurel del vencedor. Lermusiaux aceptó sus agasajos. Los griegos tienen una palabra para este tipo de comportamiento: hibris.
A los 30 kilómetros de carrera, el francés se convirtió en el primer corredor en la historia de la maratón olímpica en «darse contra el muro». Sus piernas flojearon y se vio superado por el australiano Teddy Flack. (A Flack lo acompañaba y lo asistía, montando en bicicleta, el mayordomo del embajador británico.) Aproximadamente un kilómetro y medio después, a Flack se le unió el griego Spiridon Louis, que había regulado hábilmente su ritmo de carrera y ahora parecía fresco.
Se cuenta que, más o menos a esa altura de la carrera, una joven le dio a Louis unos gajos de naranja, y que ambos acabarían casándose. (Esta historia, de la que solo consta una única fuente de la época, podría ser un producto más de la factoría de mitos.) Fuera como fuese, Louis corrió el final de la carrera como un hemerodromo iluminado. Justo cuando Louis sacó fuerzas de flaqueza, a Flack lo abandonaron las suyas hasta tal punto que acabó cruzando la línea de meta en ambulancia.
Cuando Louis entró en el estadio de mármol, que 60.000 espectadores llenaban a rebosar, se disparó un cañonazo. El príncipe heredero Constantino y el príncipe Jorge de Grecia se emocionaron tanto al ver que un griego llegaba en primera posición que dieron una vuelta completa a la pista con el inminente ganador hasta que cruzó la meta en 2 horas, 58 minutos y 50 segundos: la primera maratón por debajo de tres horas. En la ceremonia posterior, Louis recibió una medalla de plata y una corona de ramas de olivo. Declinó la oferta de Averoff de casarse con su hija, aunque se dice que sí aceptó la de recibir comida y corte de pelo gratuitos de por vida, así como un nuevo caballo para su carro de parte del rey, para sustituir a su burro. Nunca volvió a participar en una competición.
La versión más popular de la historia del deporte sostiene que la victoria de Spiridon Louis fue la chispa que hizo prender la llama de la maratón moderna. Según esta versión, tras las Olimpiadas griegas, los espectadores que habían asistido al triunfo de Louis difundieron el evangelio de la maratón allá donde fueron.
Pero esta historia no se sostiene desde un punto de vista lógico. Es cierto que un grupo de estadounidenses de entre los que presenciaron la carrera del 10 de abril de 1896 volvieron a Boston y organizaron la maratón que lleva más años celebrándose de manera continuada en todo el mundo (el evento en el que, 115 años después de aquel día soleado en Atenas, la actuación de Geoffrey Mutai haría que la gente se replantease qué tipo de prueba era realmente la maratón). También es verdad que, sin la carrera de Atenas y su posterior trayectoria olímpica, la maratón tal y como la conocemos actualmente —esa excéntrica carrera de 42 kilómetros y 195 metros— no existiría.
Pero la gente ya corría «maratones» antes de que existiesen las Olimpiadas. Y lo hacía por dinero mucho antes de hacerlo en honor a los griegos antiguos. En Inglaterra se tiene constancia de la celebración de carreras entre los sirvientes de casas ricas ya en el siglo XVII. En ocasiones, los patrones ricos hacían apuestas sobre el resultado final, pero otras veces los sirvientes corrían sin necesidad de motivación alguna. Samuel Pepys registró en su diario varias «carreras a pie» por Londres, incluida esta entrada del viernes 10 de agosto de 1660: «Fui a casa para cenar y después, con un agudo dolor de espalda, me desplacé por el río hasta Whitehall, a la residencia del lord Guardián del Sello Privado, y desde allí en carruaje hasta Hyde Park con el señor Moore y Creed, donde asistí a una magnífica carrera a pie de tres vueltas alrededor del parque entre un irlandés y Crow, que había sido en otro tiempo lacayo de milord Claypoole … Crow venció por más de tres kilómetros de diferencia».[5]
Actualmente, una vuelta completa a Hyde Park equivale a unos ocho kilómetros, pero la extensión del parque se ha reducido desde la época de Pepys. Parece que Crow y el irlandés corrieron una buena parte de una maratón por deporte.
El «pedestrismo» —un término que englobaba tanto las carreras como las caminatas— fue popular durante el siglo XIX. De hecho, antes de los Juegos Olímpicos de 1896, ya existía tanto en Estados Unidos como en Europa un animado panorama profesional de carreras de larga distancia. Por ejemplo, en la costa este estadounidense, en las primeras décadas del siglo XIX, atletas de clase trabajadora se retaban a carreras a pie de hasta 20 kilómetros por un premio fijo más lo que consiguieran reunir de las apuestas. En ocasiones, el promotor ofrecía un premio en metálico para cualquier corredor que batiese una marca determinada.[6]
Esas carreras no solo estaban bien pagadas, sino que además gozaban de gran popularidad. En junio de 1835, nueve corredores se dieron cita en la línea de salida del hipódromo de Union Course, en Long Island, para competir por un premio de 1.300 dólares para cualquiera que completase las 10 millas en menos de una hora. La carrera congregó entre 16.000 y 20.000 espectadores y las crónicas cuentan que la carretera entre Brooklyn y el hipódromo era una fila ininterrumpida de carruajes, «desde el humilde carromato hasta la espléndida calesa de cuatro caballos». Al parecer, el organizador de la carrera, un tal señor Stevens, se asustó tanto al ver las sumas de dinero que se estaban apostando que anunció que posponía el evento. Al ver que su decisión estuvo a punto de provocar una revuelta, enseguida se retractó y la carrera finalmente se celebró.[7]
Mientras los atletas corrían por la pista, se hacía sonar una trompeta cada seis minutos para que los espectadores pudieran saber si los corredores iban con retraso, o adelantados, respecto al ritmo necesario para terminar la carrera en una hora (una ingeniosa estrategia que los promotores de las maratones actuales harían bien en emular). Uno de los competidores, Henry Stannard, tuvo la picardía de utilizar a una liebre montada a caballo, que trotaba junto a él, para asegurarse de que estaba siguiendo el plan de carrera que se había trazado. Y, en efecto, Stannard resultó vencedor: fue el único en bajar de la hora. La trompeta final sonó doce segundos después de que hubiese cruzado la meta, pero el griterío de la multitud impidió que se oyese.
Entretanto, en Gran Bretaña se organizaban carreras entre profesionales sobre lo que ahora describiríamos como una distancia «de maratón». El británico Andy Milroy, historiador del atletismo, afirma que los profesionales del pedestrismo habían competido en distancias de 25 millas (40 kilómetros y 234 metros) durante gran parte del siglo XIX. Era, escribe Milroy, «la distancia estándar». Por ejemplo, en 1824, retaron a Robert Skipper, el «campeón de Inglaterra», a un duelo sobre «25 millas de tierra».[8]
Dos décadas después, las competiciones profesionales de esta distancia eran algo habitual. El 23 de mayo de 1844, el Times de Londres informaba de una estas carreras de poco más de 40 kilómetros.
GRAN CARRERA A PIE — El gran duelo pedestre entre George Bradshaw, de Hammersmith, y B. Butler, de Hanwell, tan esperado y que tanto ha dado que hablar, tuvo lugar el martes en Smitham Bottom. Ambos rivales despertaban grandes simpatías entre el público, y pueden sin duda considerarse los más grandes atletas pedestres no solo de esta sino también de cualquier época anterior. Bradshaw se hizo notar hace unos meses en un duelo de 40 kilómetros con el celebrado Robert Fuller, a quien derrotó tras un combate sin par que puso de manifiesto su velocidad, su estilo y su resistencia inquebrantable, hasta el punto de que sus amigos seleccionaron para él un rival como Butler, que en los últimos tres años ha batido a todos sus contrincantes … Butler nunca había participado en una carrera de 40 kilómetros, por lo que el público desconocía cuál era su marca en esa distancia, mientras que Bradshaw, por su parte, la había completado, en su carrera con Fuller, en menos de cuatro horas … La multitud de espectadores que se dieron cita en el lugar fue enorme, y entre ellos había muchos deportistas de renombre. Los atletas pedestres hicieron acto de presencia poco después de las dos en punto, y no se recuerda mayor disparidad entre dos rivales: Butler mide casi metro noventa y posee un físico poderoso, mientras que su oponente apenas pasa del metro setenta y es muy delgado y enjuto. Es lo que en la jerga deportiva se podría denominar «una carrera entre un caballo y una gallina». No se pusieron en marcha hasta las dos y media, momento en que se produjo una preciosa salida. Y, aunque la carrera supuso una enorme decepción para la multitud que se había desplazado hasta tan lejos para presenciarla, en la primera parte de la misma se pudo ver una lucha intensa y reñida. Salvo por alguna que otra pequeña arrancada, durante los primeros 13,5 kilómetros ambos rivales avanzaron codo con codo, y recorrieron los primeros 3 kilómetros en 17 minutos, y los 10, en 53 minutos. Los aplausos de la concurrencia reflejaban lo emocionante del momento. Parecía que cualquiera de los dos contrincantes pudiera llevarse la victoria, y entre los kilómetros 11 y 13 el flujo de las apuestas fue incesante. Una vez superado el kilómetro 13 resultó evidente para los entendidos que Bradshaw se estaba hundiendo, y antes de llegar al kilómetro 14 relajó su velocidad, de manera que Butler se puso en cabeza. A partir de ese momento, pareció —como más tarde se confirmó— que Butler aumentaba su ventaja con cada paso, y en el kilómetro 24 Bradshaw, que había tenido que luchar hasta ese punto con un intenso dolor en el costado, se retiró. Butler completó muy cómodamente el resto de la carrera y terminó los 40 kilómetros con una marca de cuatro horas y media. Había tenido como entrenador al gran Temperance, respetado atleta pedestre, que lo asistió durante la carrera.
En la mayoría de estas primeras carreras de más de 30 kilómetros, los participantes caminaban en lugar de correr. Durante mucho tiempo, correr distancias tan largas se consideró una locura. Pero en la segunda mitad del siglo sucedió algo extraño con el pedestrismo. La distancia y el perfil de las carreras de más renombre crecieron hasta alcanzar proporciones monstruosas. Se convirtieron en pruebas de ultrarresistencia, que en ocasiones duraban hasta seis días, durante los que se recorrían distancias de varios cientos de kilómetros, y que tenían lugar en recintos repletos de gente y de humo, con enormes premios en efectivo, y vigiladas por decenas de policías para evitar que los jugadores de apuestas interfiriesen con los atletas.[9]
Con la llegada de este pedestrismo de ultrarresistencia, muchas de las carreras pasaron a configurarse «al antojo» del atleta, que podía combinar libremente el caminar y el correr en lugar de verse obligado a seguir la regla de «punta y talón» más estricta. Esta evolución llevó a carreras en las que se corrían (sin caminar en ningún momento) distancias de unos 40 kilómetros. En las décadas de 1870 y 1880, los corredores profesionales en Gran Bretaña, Suecia, Alemania, Francia e Italia empezaron a ofrecer actuaciones impresionantes en lo que ahora es, aproximadamente, la distancia de la maratón.
El mejor resultado de estas primeras «maratones» lo consiguió en Inglaterra un corredor aficionado llamado George Dunning. En la pista de Stanford Bridge durante el Boxing Day (26 de diciembre) de 1881, Dunning supo administrar su ritmo de carrera con inteligencia y dejó el récord mundial de las 25 millas en 2 horas, 33 minutos y 44 segundos. Este récord permaneció imbatido durante 22 años, hasta que Len Hurst —una de las primeras estrellas profesionales de la larga distancia, y el primer ganador de la maratón de París, en 1896— lo superó en el campo de deportes de Tee-To-Tum, en Stamford Hill (Londres), en 1903.
Como distancia estándar, las 25 millas tienen sentido porque equivalen muy aproximadamente a la cifra redonda de 40 kilómetros en el sistema métrico. El historiador Andy Milroy también sugiere que una carrera de 25 millas podría haber resultado atractiva para los organizadores de las primeras Olimpiadas porque era la única larga distancia en la que el plusmarquista mundial era un corredor amateur. Pero, sean cuales sean los orígenes de la maratón olímpica, la prueba surgió como producto del circuito profesional de corredores de larga distancia ya existente en la misma medida en que fue la recreación de un mito de la antigua Grecia.
Tras el éxito de la carrera de 1896 en Atenas, la maratón olímpica atravesó una época de crisis. En las Olimpiadas de París en 1900, la maratón se vio lastrada por una mala organización y acusaciones de amaño. A temperaturas que superaban los 37 grados, solo siete de los trece participantes —procedentes de cinco países— que comenzaron la carrera consiguieron completarla. Michel Théato, que representaba a Francia, obtuvo la medalla de oro con un tiempo ligeramente inferior a las tres horas. Poco después de su victoria, la delegación estadounidense acusó a Théato de haber tomado atajos. Los estadounidenses afirmaron que, al ser un panadero parisino, se conocería todas las callejuelas y callejones de la ciudad. En realidad, Théato no era panadero sino ebanista y ni siquiera era francés, ya que había nacido en Luxemburgo. No hay ninguna prueba de que hiciese trampas.
En cambio, en las calamitosas Olimpiadas de Saint Louis en 1904, los organizadores de la maratón no necesitaron ninguna prueba para saber que el ganador se había saltado las normas, ya que este confesó.
Toda la prueba fue un absoluto desastre. En un día de calor asfixiante en pleno agosto en Missouri, por carreteras polvorientas, una caravana de vehículos avanzaba por delante de los corredores, levantando una polvareda que obstruía las gargantas de los participantes. De los 32 inscritos, solo 14 terminaron la carrera. Las condiciones eran tan atroces que uno de los corredores se perforó el esófago antes de alcanzar el ecuador de la carrera.
En un grupo en el que todos los atletas menos cuatro representaban a Estados Unidos, Andarín Carvajal, un cartero cubano de poco más de metro y medio que llevaba una gorra y pantalones recortados, lideró la carrera hasta bien pasado el punto intermedio. Cuenta la leyenda que, en los últimos kilómetros de la carrera, Carvajal, que no había comido en cuarenta horas, asaltó un manzanar y acabó sufriendo retortijones. No sabemos si esto es cierto o no. Sí hay constancia de que Carvajal le robó melocotones a un periodista que cubría la carrera, pero recientemente el historiador George R. Matthews ha puesto en duda la historia del huerto. En cualquier caso, el cubano acabó cuarto.[10]
Fred Lorz, un albañil neoyorquino, a los 15 kilómetros decidió que ya había soportado suficiente polvo y sufrimiento y se subió a un coche. No se apeó hasta la señal de las 20 millas (algo más de 32 kilómetros), cuando el vehículo se averió. Como cuenta John Bryant en The Marathon Makers, Lorz recorrió al trote la distancia restante hasta el estadio, al que entró «sorprendentemente fresco» y donde se lo recibió como vencedor. Siguió con el juego durante un rato, dio la vuelta de honor al estadio y se fotografió junto a Alice, la hija mayor del presidente Theodore Roosevelt. Poco después reconoció la broma y fue descalificado. Tras la Olimpiada, se le impuso una sanción de un año apartado del atletismo. Cuando volvió a la competición, ganó la maratón de Boston en 1905 por sus propios medios.[11]
El vencedor legítimo, Thomas Hicks de Massachusetts, llegó a la línea de meta impulsado por un cóctel de brandy, claras de huevo y estricnina (también conocida como «matarratas»). Terminó la carrera como una marioneta a la que le hubieran cortado los hilos. Una fotografía de Hicks poco después de que los médicos lo reanimasen en el estadio es una de las imágenes deportivas más terroríficas de la historia. Hicks está sentado al volante de un coche, rodeado por un grupo de seguidores con aspecto preocupado. Tiene el rostro pálido y los ojos hundidos. Parece medio muerto, que es exactamente como lo recuerdan las crónicas de la época.
Entre todas estas triquiñuelas, una historia sucedida ese desdichado día de 1904 marcaría el camino hacia el futuro distante del deporte. Dos representantes de Sudáfrica en la prueba, Len Tau y Jan Mashiani, eran hombres de raza negra, miembros de la tribu Tswana procedentes del estado libre de Orange. Al correr la maratón ese día, se convirtieron en los primeros africanos negros en competir en unas Olimpiadas.
Tau y Mashiani estaban en Saint Louis como parte de un repugnante espectáculo «cultural» en la Exposición Universal: un programa de «pruebas atléticas para salvajes» que incluía lanzamiento de piedras y trepa de árboles. En la maratón olímpica, sin embargo, compitieron con aplomo. Mashiani terminó en el puesto decimosegundo, y Tau en el noveno, y se dijo entonces que Tau podría haber acabado mucho más rápido de no haber perdido unos valiosos minutos al ser perseguido fuera del recorrido de la carrera por un perro rabioso.[12]
Después de 1904, la maratón se encontraba en una situación calamitosa. El director de los primeros Juegos Olímpicos estadounidenses, James Sullivan, que había presenciado el final de las maratones de París y Saint Louis, se planteó si era sensato permitir que la carrera continuase, y afirmó que la distancia era «asesina en la práctica». Llegó incluso a crear un comité para discutir el futuro de la disciplina. No hay constancia de que este se llegase a reunir, pero si lo hizo, sus conclusiones son evidentes: la maratón sobrevivió.[13]
Sin embargo, para cuando las Olimpiadas llegaron a Londres en 1908, aún había dudas sobre la conveniencia y el valor como entretenimiento de ver a un grupo de hombres afanarse en distancias tan largas. Otra debacle como la de Saint Louis y París habría relegado la maratón al montón de deportes brevemente olímpicos (una deshonra que desde entonces han padecido pruebas como el juego de la soga y la pelota vasca). Por suerte para todos nosotros, la maratón olímpica de 1908 fue una de las carreras más maravillosas y controvertidas de todos los tiempos.
La longitud del recorrido de la maratón olímpica de Londres de 1908 fue de 42 kilómetros y 195 metros, una distancia extraña que arrastra su propia mitología. Hasta entonces, las «maratones» se habían corrido sobre una distancia de unos 40 kilómetros, pero los organizadores de los Juegos de Londres tenían un gran interés en lograr la aprobación de la familia real. Querían que la carrera partiese del castillo de Windsor y finalizase bajo el palco real en el estadio de White City. Jack Andrews, un miembro del club Polytechnic Harriers, que diseñó la maratón de 1908, contó que la primera propuesta de recorrido acorde con estos requisitos tenía una longitud de algo menos de 39 kilómetros y medio. Pero los Harriers hicieron algunos retoques a su diseño cuando supieron que una carrera profesional tenía la intención de utilizar ese mismo recorrido.[14]
Los organizadores finalmente se decantaron por un recorrido de algo menos de 42 kilómetros, diseñado de manera que comenzase bajo la terraza oriental del castillo de Windsor, para que los niños de la familia real pudiesen presenciar la salida. El recorrido se alargó al añadir una vuelta completa a la pista del estadio para que los atletas pudiesen lucirse antes de llegar a la meta bajo el palco real. Con estos ajustes, la distancia final de la carrera del 24 de julio de 1908 se anunció como «aproximadamente 26 millas y 385 yardas [42 kilómetros y 195 metros]». («Aproximadamente» es la palabra apropiada: John Disley, uno de los cofundadores de la maratón de Londres moderna, comprobó que a la primera «milla» del recorrido de 1908 le faltaban 174 yardas.)[15]
En la línea de salida de la maratón olímpica de 1908 había 55 corredores, en representación de 16 naciones. Entre los contendientes se encontraba el entonces campeón de la maratón de Boston, un canadiense perteneciente a la tribu indígena de los onondagas llamado Tom Longboat, considerado uno de los favoritos. Según la historia de la maratón de John Bryant, cuando Longboat llegó a Windsor para el comienzo de la carrera, vio a una muchedumbre de estudiantes de Eton, con sus sombreros de copa y sus chaqués, y preguntó: «¿Dónde es el funeral?».[16]
El funeral estuvo a punto de ser el suyo. Longboat se desplomó bastante antes de cruzar la línea de meta, y la carrera se convirtió en una competición a tres bandas entre Charles Hefferon, un funcionario de prisiones sudafricano; Dorando Pietri, un pastelero de Carpi, en Italia, y Johnny Hayes, un estadounidense que había sido tunelador del metro y acababa de entrar a trabajar en los grandes almacenes Bloomingdale’s.
Se cuenta que Hayes le comentó a uno de sus rivales en la línea de salida: «Hace calor y la carrera es muy, muy larga, no hagas locuras». Hayes sabía de lo que hablaba. Su vida hasta entonces había sido dura. Inmigrante irlandés de segunda generación en Nueva York, había quedado huérfano cuando sus padres murieron con dos semanas de diferencia. No había dinero para lápidas, y sus hermanos menores terminaron confinados en un orfanato católico. Poco después, Hayes acabó trabajando bajo tierra —excavaba túneles para el metro de Nueva York—, un trabajo más caluroso que una carrera de Windsor a Londres, por muy elevada que fuese la temperatura ese día.
Correr le permitió a Hayes liberarse de ese trabajo pesado y mal pagado. Sus paisanos irlandeses les conseguían «trabajos» honorarios a muchos de los miembros del Irish American Athletic Club (IAAC) de Queens, como Hayes, para que tuviesen tiempo para entrenar. Algunos de los atletas entraban en el Departamento de Policía de Nueva York, pero Hayes, con poco más de metro sesenta, era demasiado bajo para trabajar como policía.[17] En 1905, el IAAC le encontró un puesto en Bloomingdale’s. No se tiene constancia de si Hayes se presentaba realmente al trabajo, pero sí sabemos que por las noches entrenaba en la pista de ceniza situada en la azotea del edificio.[18] Esta nueva situación le dio un buen empujón a su carrera como corredor: en los años que siguieron a su retiro de la tunelación, terminó en el podio de las maratones de Yonkers y Boston.
Como Hayes, Pietri permaneció rezagado en los primeros kilómetros de la carrera. El italiano era un veterano de las carreras de larga distancia en el clima caluroso de su país, y llevaba en la cabeza un pañuelo empapado en vinagre balsámico que de vez en cuando se acercaba a la boca para refrescarse. Mientras corría repetía un mantra en voz baja: vincerò o morirò, venceré o moriré.
En la delantera del grupo hubo varios cambios hasta que el sudafricano Hefferon tomó el control a los 24 kilómetros y logró una ventaja considerable. A tres kilómetros de la meta, Hefferon vaciló al aceptar una copa de champán de un espectador («La bebida me provocó calambres», les contó luego a los periodistas). Pietri lo superó con un acelerón. Hayes, que iba a bastante distancia por detrás de Pietri, también pasó a Hefferon poco después. Sin embargo, la arrancada de Pietri acabó con él, y cuando llegó al estadio —abarrotado con 90.000 espectadores— estaba exhausto. Al entrar en la pista giró en la dirección equivocada y, tras darse cuenta de su error, se desplomó.
Sir Arthur Conan Doyle, el autor de las historias de Sherlock Holmes, cubría la maratón para el Daily Mail. Su reportaje recoge con vívida intensidad el dramático intento de Pietri por terminar la carrera:
¡Cielos, se ha desmayado! ¿Es posible que, llegados a este último momento, se le escape el premio entre los dedos? Todas las miradas se vuelven hacia el oscuro pasaje. Aún no ha aparecido un segundo corredor. Se escuchan suspiros. No creo que, en toda la muchedumbre congregada, haya un solo hombre que desee que la victoria le sea esquiva a este pequeño y valeroso italiano … Gracias a Dios, vuelve a incorporarse: sus cortas piernas rojas se mueven de manera descoordinada, pero golpean el suelo con fuerza, impulsadas por una voluntad suprema. Se oye un gemido cuando vuelve a caer, y aplausos cuando, tambaleándose, se pone de nuevo en pie.
Tras varias caídas consecutivas, intervino el médico de la carrera, Michael Bulger, que masajeó el pecho de Pietri para que su corazón siguiese latiendo. Pero, segundos después de cada desplome, Pietri se volvía a levantar y avanzaba tambaleante unos pocos metros más. En los instantes finales, Pietri recibió la ayuda tanto de Bulger como de Jack Andrew, secretario de la carrera. Una de sus caídas se produjo justo delante de Conan Doyle, que escribió: «Pude atisbar por un momento el rostro demacrado y amarillento, los ojos vidriosos y sin expresión. ¿Estará realmente acabado esta vez?».
Cuando Hayes entró en el estadio en segunda posición, rugió la multitud y la banda empezó a tocar «The Conquering Hero». Pietri aún estaba a unos 15 metros de la meta. Andrew y Bulger prácticamente llevaron en volandas al pequeño italiano hasta que cortó la cinta de la línea de meta: un instante de caos y heroísmo inmortalizado en una famosa fotografía de autor desconocido para la agencia de prensa Topical. Parecía que Pietri había ganado la carrera, pero poco después, tras un recurso de los estadounidenses, fue descalificado por haber recibido ayuda de las autoridades. Se declaró vencedor a Hayes, una decisión poco popular. Pietri también se quejó, alegando que podría haber cruzado la meta por sus propios medios. Pero al día siguiente se hizo justicia cuando el italiano recibió de manos de la reina una copa plateada en reconocimiento a su valor.
Tras leer los reportajes que aparecieron en la prensa de la gran carrera de Londres, el mundo se volvió loco de repente por la maratón. Los atletas olfatearon la oportunidad comercial. Pietri viajó a Nueva York para competir en la carrera que todos querían ver: Hayes con Pietri, segunda parte. Evidentemente, la prueba se celebraría sobre la «distancia de Londres» que había estado a punto de acabar con Pietri: 42 kilómetros y 195 metros. Los promotores estadounidenses decidieron también que la carrera tendría lugar bajo techo, en el Madison Square Garden, y pusieron las entradas a la venta.
La revancha, que se celebró el 25 de noviembre de 1908, fue un éxito de taquilla. Hayes y Pietri dieron 262 vueltas a una pista instalada en el interior del antiguo Garden, en una atmósfera cargada. Un periodista del New York Times describió la escena en la «carrera a pie más espectacular que Nueva York haya presenciado jamás»:
Cuando acabó la carrera, el inmenso pabellón estaba lleno hasta la bandera, con un público en el que se mezclaban todas las clases, desde los famosos a los habituales de los estrenos y las grandes óperas, y la emoción de los seguidores de ambos rivales se transmitió a la enorme concurrencia con tal intensidad que su clamor ahogó el sonido de las bandas de música rivales, una de músicos italianos para Pietri, a quien la multitud se refería constantemente por su nombre de pila, y que por tanto acabó siendo conocido popularmente como Dorando, y otra banda, la del sexagésimo noveno Regimiento, para el atleta irlandés-estadounidense.
Las banderas ondeaban y los partidarios de cada atleta daban gritos de ánimo hasta hacer retumbar el gran anfiteatro, mientras los corredores daban una vuelta tras otra a la pista de 160 metros e inhalaban el polvo y el humo de tabaco al que apestaba el pabellón en la reproducción de su lucha a lo largo de los 42 kilómetros y 195 metros de carretera inglesa en el aire veraniego del pasado junio [sic].
El Times informó de que, tras la conclusión de la carrera, en la que se impuso Pietri, «a punto estuvo de producirse» un altercado.
La fiebre de la maratón había llegado a Estados Unidos. Enseguida se extendería a Europa y Canadá. Durante los dos años siguientes, las competiciones entre corredores de larga distancia llenarían pabellones en Nueva York, Londres y Montreal. Una carrera entre Pietri y el inglés C. W. Gardiner, que tuvo lugar en el Royal Albert Hall de Londres en diciembre de 1909, fue especialmente surrealista. Mientras los atletas daban vueltas diminutas a una pista de poco más de 80 metros de largo cubierta con estera de coco, los espectadores escuchaban a un tenor italiano que los promotores habían contratado para que la duración de la carrera se hiciese «más agradable». Gardiner ganó la carrera de 524 vueltas con un tiempo de 2 horas y 37 minutos. Dorando se retiró tras 482 vueltas con ampollas.[19]
Para Pietri, la fiebre de la maratón debió de ser agotadora. En los seis meses que comenzaron con la revancha contra Hayes en el Madison Square Garden, corrió 22 carreras, muchas de ellas sobre «la distancia de Londres», de las cuales ganó 17. (Ulpiano, su hermano y representante, que se quedaba con el 50 por ciento de sus ganancias, era el responsable de este sádico calendario.)
Sin embargo, en 1910 la pasión por la maratón ya se había extinguido, al menos en Estados Unidos. Franklin B. Morse, un periodista de San Francisco, escribió que la «revancha» definitiva entre Hayes y Pietri celebrada en su ciudad generó tanta expectación como ver a «dos ancianas en una competición de ganchillo de larga distancia».[20] Pero, antes de que pasase la moda, habían sucedido varios hechos importantes en relación con la prueba de la maratón. La «distancia de Londres» de 42 kilómetros y 195 metros ahora se consideraba estándar, y el Comité Olímpico Internacional la consagraría como distancia oficial en 1921.
Además, tanto el público como los atletas empezaron a plantearse hasta dónde llegaban los límites de la resistencia humana. Hubo una curiosa prueba en particular, durante la breve moda de la maratón, que ha pasado prácticamente desapercibida en las historias convencionales del deporte. Fue una «carrera por equipos» sobre la distancia de la maratón, en la que compitieron parejas de atletas que corrían por relevos media milla seguida cada vez.[21] La prueba se celebró en el Madison Square Garden el 29 de noviembre de 1910 y en ella participaron cinco equipos: de Estados Unidos, Finlandia, Canadá, Inglaterra y un dúo franco-sueco. El equipo inglés contaba con Alf Shrubb, plusmarquista mundial de la hora, y el equipo finlandés, con Hannes Kolehmainen, futuro ganador de la maratón olímpica, conocido por la suavidad sedosa de su zancada. Pero fue la pareja estadounidense, integrada por Hans Holmer y William Queal, la que ofreció la actuación más electrizante. Corrieron las primeras 13 millas (20,921 kilómetros) en 58:55, lo que equivale a un ritmo de menos de una hora en la primera mitad de la maratón. En la segunda mitad bajaron ligeramente el ritmo para acabar en 2 horas, 2 minutos y 16 segundos.[22]
Después de este notable evento en el Garden, no hay constancia de que se celebrase en ningún otro lugar del mundo otra maratón por equipos de este estilo. Holmer y Queal aún ostentan el récord de maratón por relevos en pista cubierta, encallado a 136 segundos de la marca mágica de las dos horas.
En la década de 1950, la maratón había vuelto a ser una actividad minoritaria y amateur, sostenida por los Juegos Olímpicos y —en Estados Unidos— por el placer anual de ver a un reducido grupo de atletas competir en las maratones de Yonkers y Boston. Ninguno de los participantes de esas carreras cobraba por correr. Incluso en los años sesenta, cuando comenzó a multiplicarse el número de carreras, la larga distancia seguía teniendo una extraña reputación. Era una actividad minoritaria, para hippies y bichos raros. Bill Rodgers recuerda que Estados Unidos solo comprendía los deportes de «espasmos» (béisbol, fútbol americano, baloncesto), en los que primaba la potencia sobre la resistencia. En cierta medida, aún es así.
Evidentemente, siempre hubo corredores. A principios del siglo XX, las primeras maratones de Boston las corrieron —y las ganaron— tipos de clase trabajadora: herreros, carpinteros, granjeros, molineros. Gracias a su exhibición anual, Boston nunca perdió su cultura corredora. Entretanto, en otros lugares de Estados Unidos —así como en Gran Bretaña, Japón, Finlandia y Alemania— había pequeños grupos de hombres entregados (por aquel entonces eran casi exclusivamente hombres los que competían en larga distancia) que alcanzaban una especie de comunión a través del acto de correr. Pero las carreras por carretera aún no eran un deporte accesible o atractivo para el público en general.
Hubo distintos hechos que contribuyeron a modificar esta percepción, primero en Estados Unidos y después en el mundo entero. En 1968, el doctor Kenneth Cooper publicó un libro influyente y revolucionario titulado Aerobics, en el que argumentaba que el ejercicio aeróbico regular —ya fuese correr, montar en bici o nadar— era bueno para la salud. Después, en 1972, Frank Shorter, un licenciado en Yale procedente de una familia de militares del norte del estado de Nueva York, ganó la medalla de oro en la maratón de los Juegos Olímpicos de Munich. Era el primer estadounidense que lo conseguía desde Johnny Hayes en 1908, pero, a diferencia de la famosa de carrera de Londres, la hazaña de Shorter en Munich se transmitió por televisión.[23]
La maratón comenzó a congregar a grupos de corredores cada vez más grandes. En los años setenta surgió un nuevo deporte llamado jogging que no solo se puso de moda, sino que se convirtió en algo sorprendentemente glamuroso. Bill Bowerman fundó una pequeña compañía de calzado llamada Blue Ribbon Sports en su garaje en Oregón. Más tarde cambiaría su nombre por el de Nike. Entretanto, se publicaron libros como The Complete Book of Running, de Jim Fixx, que vendieron cientos de miles de copias y pasaron semanas en lo más alto de las listas de ventas.[24] Correr ya no era un deporte solo para beatniks escuálidos, sino que se había convertido en un deporte para todo el mundo. Y la maratón, que en otra época se vio como el más imponente de los desafíos, abrió sus brazos.
• • •
La maratón de Nueva York fue el catalizador que convirtió un deporte popular en profesional. Fred Lebow, que fue uno de los cofundadores de la primera maratón de Nueva York en 1970 y acabó siendo su promotor principal, fue una figura central en este proceso. Nacido como Ephraim Fischl Lebowitz en Arad, Rumanía, en 1932, Lebow sobrevivió al Holocausto y escapó de la Rumanía soviética antes de vivir en Checoslovaquia, Irlanda y Kansas City. Finalmente se instaló en Nueva York, donde trabajó en la industria textil en el Garment District de Manhattan.
Lebow era un ardoroso jugador de tenis que competía en torneos de club. Un día, en los años sesenta, su médico le dijo que la razón por la que perdía los partidos importantes era su falta de resistencia. Así que empezó a correr. Al poco tiempo se unió al club de los New York Road Runners, un grupo de varias decenas de hombres y mujeres que corrían alrededor del estadio de los Yankees en el Bronx. En 1980, en una entrevista con el New York Times, explicó que, una vez que empezó a correr, no perdió ningún partido de tenis. «Aunque debo decir —añadió— que no he vuelto a jugar.»
Como muchos de los conversos al jogging que vinieron después, Lebow era un proselitista. Pero en un principio no parecía que su entusiasmo fuese contagioso. La maratón inaugural de Nueva York, en 1970, no derrochó glamour. Solo 127 competidores comenzaron la carrera, que consistió en cuatro vueltas alrededor de Central Park. Lebow, que pagó de su propio bolsillo los dorsales y las bebidas, acabó cuadragésimo quinto de los 55 corredores que finalizaron la carrera. Los espectadores no llegaron a los cien. El ganador —en 2:31:39—fue un bombero llamado Gary Muhrcke, que acababa de trabajar en el turno de noche completo. Su esfuerzo se vio recompensado con un reloj.[25]
Seis años después, un funcionario llamado George Spitz le sugirió a Lebow que la ciudad de Nueva York debería crear un nuevo tipo de maratón para celebrar el bicentenario del país. En lugar de correr alrededor de Central Park —que por aquel entonces era un sórdido foco de delincuencia—, Spitz propuso que la carrera recorriera los cinco distritos de la ciudad. Lebow se mostró escéptico en un principio, al considerar —con razón— que organizar un evento de esa envergadura constituiría un complicado ejercicio de logística. Pero, una vez que se hubo hecho a la idea, engatusó y consiguió ayuda de diversos funcionarios de los distintos distritos. Al poco tiempo, Nueva York tenía una maratón digna de su estatus.
El recorrido de la carrera a través de los cinco distritos no ha variado desde entonces. La maratón parte de Staten Island, en el puente de Verrazano-Narrows, y atraviesa Brooklyn y Queens antes de llegar a Manhattan, pasados los 25 kilómetros. Después de ir hacia el norte por la Primera Avenida, los atletas recorren kilómetro y medio por el Bronx para a continuación volver a Manhattan por el puente de Madison Avenue. La carrera baja entonces por la Quinta Avenida y termina en Central Park, junto a la Tavern on the Green.
Lebow ya tenía un recorrido. Pero si quería que la primera maratón por los cinco distritos fuese algo más que una entretenida carrera panorámica, necesitaba estrellas. Lo cual significaba que necesitaba a Frank Shorter y Bill Rodgers. Shorter había sido campeón olímpico de la maratón en 1972, y medalla de plata en 1976; Rodgers había batido el récord de Estados Unidos al ganar la maratón de Boston en 1975. Lebow contactó con ambos y los dos accedieron a correr. Pero Rodgers puso una condición: quería dinero.
En un principio, Lebow se plantó ante la exigencia de Rodgers. Por una parte, porque se saltaba a la torera las reglas del amateurismo. Pero estaba en juego un principio aún más importante. Como sugiere Cameron Stracher, autor de Kings of the Road, una excelente historia del auge de las carreras en Estados Unidos, «Lebow esperaba que los atletas donasen su tiempo en aras de un bien superior».
Rodgers no lo veía así. Aunque trabajaba como profesor, había dedicado gran parte de su vida adulta a correr. El año anterior, había sido considerado el mejor maratoniano del mundo. (También había recibido 1.000 dólares por correr la maratón de Enschede, en Holanda.) Con o sin reglas, necesitaba ganar algo de dinero con su talento. Finalmente, Lebow cedió. Rodgers obtuvo sus 3.000 dólares y Lebow tuvo su carrera. Shorter, por su parte, recuerda haber recibido 4.000 dólares.
El día de la carrera, Rodgers engrosó su nómina al ganar con un tiempo de 2:10:10, entre caóticas escenas de alegría en Central Park. La maratón fue un éxito sin paliativos, que consiguió entusiastas reportajes en la prensa y el apoyo de las autoridades. Desde 1986, más de un millón de personas han competido en la maratón de Nueva York. Según su propia estimación, la carrera actualmente genera más de 340 millones de dólares en ingresos para la ciudad cada año.[26]
La edición de 1976 se convirtió en una referencia no solo para las futuras maratones de Nueva York, sino para las maratones urbanas en general. En los años siguientes, mientras Rodgers acumulaba victoria tras victoria, los organizadores de otras carreras en el extranjero trataron de tomar prestada un poco de la magia de la maratón neoyorquina. Por ejemplo, la maratón de Berlín, que en otra época había sido una excursión agradable pero anodina a través del bosque de Grünewald, en 1981 recorrió las calles del Berlín Occidental y al hacerlo pasó a integrarse durante un día en la actividad de la ciudad. Tras la caída del Muro en 1989, la carrera modificó de nuevo su recorrido para atravesar también el antiguo Berlín Oriental. En la primera edición de la carrera en que recorrió la ciudad entera, el 30 de septiembre de 1990, tres días antes de que la reunificación alemana se hiciese oficial, muchos corredores lloraron al cruzar la puerta de Brandemburgo.
El efecto más notable de la carrera de Lebow se dejó sentir en Londres. En 1979, Chris Brasher, cofundador de la maratón londinense, había corrido la carrera neoyorquina y quedó impresionado por la experiencia. En un artículo publicado en el periódico The Observer, escribió:
Para creerse esta historia, uno tiene que creer que la raza humana puede ser una única familia feliz, capaz de trabajar unida, reír unida y lograr lo imposible … El pasado domingo, en una de las ciudades más problemáticas del mundo, 11.532 hombres y mujeres procedentes de cuarenta países de todo el mundo, ayudados por más de un millón de personas negras, blancas y amarillas, rieron y aplaudieron y sufrieron a lo largo del mayor festival popular que el mundo haya visto jamás. Me pregunto si Londres podría ser escenario de un festival así. Tenemos el recorrido, un magnífico recorrido … pero ¿tenemos la audacia y la hospitalidad para acoger al mundo?
La respuesta fue «sí». La primera maratón de Londres, que se corrió en 1981, fue un éxito abrumador. Su recorrido, inspirado en buena medida en el de la carrera neoyorquina, atravesaba algunas de las zonas más pobres del sudeste londinense en pleno corazón de la ciudad.[27] Desde la primera edición, la prueba ha crecido espectacularmente. En 2014, más de 125.000 personas se apuntaron en menos de doce horas al sorteo para conseguir alguna de las poco más de 10.000 plazas disponibles.
A medida que estos «festivales populares» fueron surgiendo en las grandes ciudades de todo el mundo, los maratonianos más veloces aumentaron sus exigencias. Fue necesaria la aparición de atletas osados para que las cosas empezasen a cambiar. Al echar la vista atrás, Rodgers dice que le dolieron las críticas que recibió por su batalla contra el «amateurismo vergonzante» que imperaba en su deporte. «Fue muy frustrante —recuerda—. La gente decía: “Los corredores no son atletas, los maratonianos no son atletas…”. Yo siempre pensé que este era un gran deporte y que estaba muy infravalorado. Creo que lo que ha sucedido desde entonces me ha dado la razón.»
En 1973, un año después de que Frank Shorter hubiese ganado el oro en Munich ante millones de telespectadores, quiso viajar desde Florida, donde entrenaba, a Boston para correr la maratón. No le ofrecían dinero por correr, pero Shorter preguntó si Boston le pagaría los costes de desplazamiento: 100 dólares por un billete de avión con la tarifa más barata de estudiante. Los organizadores le contestaron que no y se quedaron sin su atleta. En respuesta a esta racanería, Shorter no corrió la maratón de Boston hasta 1978.
Sin embargo, a finales de los años setenta y principios de los ochenta, varios momentos controvertidos allanaron el camino para la llegada de una nueva era en la maratón profesional. Durante un tiempo había existido una disputa entre el organismo que regulaba el deporte en Estados Unidos, conocido como The Athletics Congress (TAC) y algunos corredores de élite que se habían organizado en la Association of Road Running Athletes (ARRA). El TAC quería cumplir las reglas amateur establecidas por la IAAF y estaba intentando crear un plan —que incluía pagos indirectos a los atletas— para poder hacerlo. La ARRA tenía una idea más sencilla: dejar que los corredores compitiesen por dinero. Lo mismo pensaba Jordache, una empresa fabricante de pantalones vaqueros que patrocinó uno de los eventos definitorios en el desarrollo del deporte.
En la «Maratón Jordache», que se celebró en Atlantic City (New Jersey) en septiembre de 1980, se repartieron 50.000 dólares directamente entre los atletas. Participaron 31 corredores de élite, a pesar de que el TAC advirtió de que cualquiera que participase en la carrera sería apartado de las competiciones internacionales. La carrera en sí fue muy lenta y mediocre desde el punto de vista deportivo, pero los dos ganadores —Ron Nabers en hombres (2:31:06) y Katie McDonald entre las mujeres (3:04:57)— se embolsaron 15.000 dólares cada uno. Hoy en día cuesta entenderlo, pero el mero hecho de que los ganadores recibiesen dinero directamente fue algo revolucionario para mucha gente.
Las grandes maratones tardaron en hacer lo propio. De hecho, antes de patrocinar la carrera de Atlantic City, Jordache había contactado con Fred Lebow y la maratón de Nueva York, y les había ofrecido un total de 250.000 dólares en premios, pero por aquel entonces Lebow estaba intentando entenderse con el TAC y declinó la oferta. Por supuesto, Lebow seguía pagando a los atletas. Lo que estaba en cuestión era hasta qué punto esto se podía hacer público.[28]
George Hirsch, el editor de la revista New York que, junto con Lebow, fue también cofundador de la primera maratón urbana que recorrió los cinco distritos de Nueva York, recuerda que una de las razones por las que los organizadores eran tan reacios a hacer públicos los pagos a los principales atletas era más política que ética. Inicialmente, la ciudad ofreció sus servicios de manera gratuita. Cuando, en 1981, Lebow reveló en un libro que los atletas más importantes llevaban años cobrando por correr, esto supuso un quebradero de cabeza para el alcalde Ed Koch. «Pensó que, si los atletas cobraban, la ciudad también debería hacerlo», recuerda Hirsch. Y eso fue lo que acabó sucediendo. A cambio de la seguridad y otros servicios, la ciudad recibió una pequeña cantidad de dinero de la New York Road Runners. Actualmente, esa cifra se ha disparado: hoy en día, la NYRR le paga a la ciudad alrededor de cuatro millones de dólares cada año.
A comienzos de los años ochenta, los entendidos tenían muy claro que el amateurismo era insostenible. Por ejemplo, en 1981 la ARRA apoyó la Cascade Run-Off, otra carrera por la que se pagaba a los atletas abiertamente. La ARRA exigió que sus atletas pudiesen ganar dinero y participar en las Olimpiadas. Mientras que muchos vieron la carrera de Jordache como una anomalía que era preferible ignorar —Lebow la llamó «feria de los monstruos»—, la Cascade Run-Off provocó una enorme controversia.
La situación era absurda. Si las autoridades se mantenían firmes en su postura según la cual los atletas debían seguir siendo amateurs, muchos de ellos no podrían participar en las Olimpiadas de 1984. Además, si las carreras no pagaban bien a los atletas, lo harían las compañías de calzado deportivo. Con independencia de cuáles fueran los motivos personales de los atletas, Estados Unidos necesitaba que sus mejores corredores estuviesen en condiciones de competir. Ya estaba empezando a perder terreno frente a la Unión Soviética, que apoyaba abiertamente a sus mejores atletas.
Según muchos testimonios, la intervención de Frank Shorter fue crucial para solucionar este problema que parecía irresoluble. Shorter era abogado de profesión, y encontró un vacío legal en la normativa del Comité Olímpico Internacional que le permitió crear un «fondo fiduciario» para poder pagar a los corredores por participar en las carreras. Ese fondo no era más que una manera de guardar las apariencias. Hoy en día, Shorter dice: «La IAAF estaba tratando de encontrar una solución para el problema que suponía el hecho de que el Bloque del Este apoyase económicamente a sus atletas de manera pública. Les dimos la solución … No estoy seguro de que llegasen a comprobar si estábamos cumpliendo con lo establecido».
A medida que transcurrió la década, pagar dinero en premios fue ganando cada vez más aceptación. Y, una vez que Bill Rodgers y otros abrieron camino, Alberto Salazar fue el primer corredor de larga distancia que obtuvo una remuneración considerable por competir en este deporte. Salazar era un muchacho cubano-estadounidense guapo y tenaz. Su padre, José, había combatido junto a Fidel Castro en la revolución cubana, pero abandonó la isla cuando resultó evidente que Castro estaba creando una república atea. Los Salazar huyeron a Miami en 1960, y en 1968 se trasladaron a Wayland (Massachusetts). Durante los entrenamientos, José le gritaba a Alberto: «¡Un Salazar nunca se rinde!».
La fortaleza era la mejor cualidad de Salazar como corredor. Se entrenaba con fervor religioso y competía al límite de lo razonable. Más de una vez acabó hospitalizado tras completar una carrera. Ese tesón dio sus frutos. Salazar ganó tres maratones de Nueva York consecutivas (una de ellas con una marca de récord mundial, 2:08:13, que después se anuló porque, tras medirse de nuevo el recorrido, se vio que le faltaban 148 metros). En 1982 también ganó el famoso «Duelo bajo el Sol» contra Dick Beardsley en la maratón de Boston (una victoria de la que, según cuenta el propio Salazar, nunca se recuperó).[29]
En 1981, Salazar contrató a un agente de IMG, que representaba a muchos de los mejores atletas estadounidenses, y llegó a un acuerdo con Nike por el que percibiría un salario base de 50.000 dólares. Obtendría muchos miles de dólares más si tenía éxito en varias carreras. Por aquel entonces, esa cantidad era más dinero del que cualquier corredor de larga distancia había cobrado de una empresa de calzado.[30]
A medida que la maratón se fue abriendo, también lo hizo la imaginación de los promotores. En 1992, Lebow ofreció un premio de un millón de dólares al primer hombre que bajase de las dos horas en Nueva York. El premio era solo un reclamo publicitario. En aquel momento, el récord mundial era 2:06:50. Era absurdo suponer que alguien rebajaría esa marca en casi siete minutos. Pedirle además que lo hiciese en Nueva York, la más lenta de las grandes maratones, era una fantasía digna de Lewis Carroll. Después de que Lebow anunciase el premio del millón de dólares, Hirsch recuerda que habló con él en privado para decirle que estaba loco, porque había creado un bote que nadie podría nunca reclamar.
«Tú y yo lo sabemos —contestó Lebow—, pero un millón de dólares da para un buen titular, y el público nunca nos tomará en serio mientras este deporte siga siendo amateur.»
Lebow consiguió aparecer en los titulares, pero es probable que algunos no le sentasen muy bien. En Runner’s World, Joe Henderson le recriminó al promotor que hubiese «malvendido el deporte» con una decisión de mal gusto. «¿Acaso alguien le diría a [Michael] Jordan: “Esta es tu oportunidad de ganar un millón de dólares por partido, pero debes anotar 150 puntos para conseguirlo”? —se preguntó—. Por supuesto que no. Jordan gana dinero, muchísimo dinero, por hacer lo improbable, no lo imposible.»
El enfado de Henderson estaba justificado, pero Lebow era un emprendedor tenaz que comprendía una verdad esencial de la maratón: siempre tenía que gritar con más fuerza que otros deportes para hacerse oír. La idea de las dos horas era un truco, ¿y qué? El deporte necesitaba publicidad.
Lebow también entendía que la llegada del profesionalismo a las grandes maratones urbanas no había conseguido que creciese el interés del gran público por las carreras de élite. Lo único que había cambiado era que el dinero que antes se pagaba a escondidas ahora circulaba públicamente (aunque, a fecha de hoy, el público desconoce las sumas que se pagan «públicamente»).
Entretanto, el efecto más importante del profesionalismo fue que aumentase el número de corredores que se inscribían en las maratones. Lo cual, en un juego de suma cero, significaba que disminuía la probabilidad de que el vencedor fuese alguien de casa, como Bill Rodgers o Frank Shorter. De hecho, a medida que transcurrieron los años ochenta y noventa, la cuantía de los premios que ofrecían las mejores carreras en Estados Unidos, Europa y el Lejano Oriente comenzaron a atraer a atletas de todos los rincones del planeta. ¿La contribución más importante del profesionalismo? Tentar a los atletas del este de África, que ahora dominan la disciplina.
Hacía tiempo que África estaba presente en el panorama. El maratoniano estadounidense Kenny Moore recuerda que durante los Juegos Olímpicos de México en 1968 ese dominio quedó patente. Recorridos unos 15 kilómetros de la maratón olímpica, Moore vigilaba de cerca al favorito etíope, Abebe Bikila. No había duda de que el etíope era la principal amenaza. Miembro de la Guardia Imperial de Haile Selassie, había sido el primer africano en ganar un oro olímpico, en las Olimpiadas de Roma en 1960, cuando logró la victoria en la maratón corriendo descalzo. Cuatro años más tarde, en Tokio, repitió la hazaña, pero esta vez calzado.
Pero, en la altitud de México, Bikila arrastraba una lesión y, pasado el kilómetro 15 de la carrera, decidió abandonar. Justo antes de retirarse, le hizo un gesto a su compatriota Mamo Wolde para que se acercase. Moore recuerda cómo ambos mantuvieron una breve conversación en amhárico. Muchos años más tarde, tras una exitosa carrera como periodista en Sports Illustrated, Moore descubrió lo que Bikila y Wolde se habían dicho:[31]
—Teniente Wolde.
—Capitán Bikila.
—No voy a terminar la carrera.
—Lo lamento, señor.
—Pero usted ganará la carrera, teniente.
—¡Sí, señor!
—No me decepcione.
Wolde cumplió su palabra, y Etiopía ganó su tercer oro consecutivo en la maratón.
«Usted ganará la carrera.» Bikila lo dijo como una orden. Pero hoy en día podríamos entenderlo también como una mera descripción de la realidad. Los atletas procedentes del este de África han dominado la larga distancia al menos desde los años ochenta. Su dominio no ha hecho más que intensificarse, en particular en la maratón, y sobre todo en los últimos años. Las quince grandes maratones que se corrieron entre la primavera de 2011 y el otoño de 2013 las ganaron atletas kenianos o etíopes: doce victorias kenianas y tres etíopes.[32] Dentro de este grupo de ganadores de grandes carreras hay hombres —hombres extraños y misteriosos— que quieren ir aún más allá.