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Bienvenidos a Skyland
Enero de 2008: antes y después
Las casas ardían en el pueblo de Timboroa. Se estrenaba el año 2008 y la nueva vida de Geoffrey Mutai apenas empezaba. A sus veintiséis años, acababa de firmar su primer contrato con un representante y estaba en pleno período de entrenamiento para su primera maratón «fuera». «Fuera» significaba cualquier lugar que no fuese África. «Fuera» era donde estaban las oportunidades y la posibilidad de ganar dinero. Llevaba años luchando para llegar hasta aquí. Este empeño le había costado decenas de miles de horas de entrenamiento e innumerables sinsabores. Y ahí estaba, a dos meses de su debut en la maratón de Mónaco, en un pueblo llamado Timboroa, donde las casas ardían.
El país entero se estaba desgarrando tras unas disputadas elecciones generales, pero la violencia era particularmente intensa en la provincia del valle del Rift, el corazón de la comunidad de corredores kenianos, donde los kikuyus, cuyo candidato, el actual presidente Mwai Kibaki, se había negado a abandonar el poder, se enfrentaban a los kalenjins, cuyo aspirante preferido había sido víctima de lo que estos consideraban un fraude electoral.[1] Timboroa se encontraba en el epicentro de la crisis.
Mutai llegó ese día en bicicleta. Aún era un atleta desconocido, pero acababa de ganar una carrera local en la que el primer premio era esa bicicleta. Ahora, en lugar de caminar los 40 kilómetros que separaban su aldea natal de Equator, donde vivían sus abuelos, de la base de entrenamiento, en las montañas, podía desplazarse en bicicleta. Pedaleaba de vuelta a Equator cuando atravesó Timboroa.
Vio grupos de kikuyus armados con pangas (machetes) que iban de edificio en edificio: estaban cazando kalenjins, el pueblo al que pertenecía Geoffrey. No había manera de que pudiese dar media vuelta y volver por donde había venido, porque ya lo habían visto. Aterrado, decidió acercarse a los milicianos. Pensaba que iba a morir.
Aunque Mutai estaba desarmado, tenía dos armas que desplegó en ese momento de peligro. Hablaba con fluidez la lengua kikuyu, gracias a que había estudiado varios años en una escuela situada en Rongai, a una cierta distancia hacia el sur, con una mayoría de compañeros kikuyus. Y, a pesar de sus veintiséis años, tenía cara de niño. Al aproximarse al grupo de hombres con machetes, se bajó de la bicicleta, agachó la cabeza y les habló suavemente en su lengua materna. Les contó que estaba estudiando en la escuela y solo intentaba volver a casa con sus padres. Un policía fuera de servicio que andaba por allí oyó la conversación e intervino para convencerlos de que lo dejasen pasar, cosa que acabaron haciendo.
Mutai siguió su camino, con la cabeza gacha y la bicicleta a rastras. Cuando pasó el peligro, se volvió a montar en ella y salió disparado hacia la granja de su abuelo. Su familia se estremeció al ver que Geoffrey llegaba por aquella dirección. Le contaron las noticias: ese mismo día habían matado a un joven kalenjin en Timboroa. Mutai sintió un escalofrío que aún perdura. Sigue teniendo muy presente la visión y el olor de esas casas en llamas. «Fue como un sueño —dijo—. No es algo que me guste recordar.»
Mutai llegó a un mundo al mismo tiempo antiguo y moderno.[2] El primogénito de los once hijos de Andrew y Emmy Koech, nació en una casa de una sola habitación, techo bajo y tejado de hojalata en Equator, una aldea situada a más de 2.500 metros de altitud, dos o tres kilómetros al sur de la propia línea del ecuador.
Durante las primeras horas en la vida de Geoffrey, en la noche del 7 de octubre de 1981,[3] sus abuelos recitaron en voz alta los nombres de antepasados muertos hacía tiempo tratando de que se calmase, como era costumbre entre los kipsigis. Cuando su abuela pronunció uno de los nombres, el bebé dejó de llorar y estornudó: era la señal de que había encontrado a su alma gemela. Nadie en la familia recuerda hoy el nombre del antepasado que hizo que el niño dejase de berrear esa noche, y además, añade Mutai: «Soy cristiano, no creo en esas tradiciones».
Sin embargo, una parte de sus orígenes es inextinguible. Los kipsigis son una subtribu de los kalenjins, parte de una familia nilótica de tribus que se extendieron desde el valle del Nilo hace siglos y ahora dominan por completo las carreras de larga distancia.
En términos geográficos, se dice que los kalenjins proceden del «valle del Rift». Pero cuando la gente habla del valle del Rift en Kenia puede referirse a varias cosas distintas. La expresión se refiere tanto a un accidente geológico —la grieta física en la corteza terrestre que divide Kenia de norte a sur— como a una entidad política que agrupa territorios situados al oeste de la escarpadura. La mayoría de las veces, la expresión se emplea para hacer referencia a las tierras de los kalenjins: unos terrenos elevados, exuberantes y fértiles, propicios para la agricultura.
Es un asunto delicado.[4] Estas tierras fueron en otra época territorios de pasto de los masáis, y los kikuyus también se establecieron en ellas. En la violencia que siguió a las elecciones de 2007-2008, en la que Mutai se vio envuelto sin buscarlo, muchos observadores interpretaron las luchas entre los kikuyus y los kalenjins como el resultado no solo de un enfrentamiento político, sino también de una disputa territorial que venía de lejos.
Para complicar aún más las cosas, la tribu de los kalenjins está compuesta por varias subtribus, como las de los nandis, los keiyos, los kipsigis, los marakwets y los pokots. Hasta el final de la presencia británica en Kenia, en los años sesenta, solo dos de estas tribus vivieron permanentemente en la sierra: los nandis y los kipsigis, el grupo de Mutai. Las otras subtribus ocupaban el valle, más de mil metros por debajo, donde el clima era más cálido, y subían a la sierra un par de veces al año para que su ganado pastase allí. Un número importante de personas trabajaba también para los colonos en la sierra. Cuando se fueron los británicos y el gobierno keniano aprobó una nueva ley de tierras, a los kalenjins que vivían en el valle se les otorgó el derecho de reclamar parcelas de terreno en las tierras altas, más fértiles. La mayoría aprovechó la oportunidad para instalarse por encima de la escarpadura.[5]
Esta es una parte de Kenia que pocos turistas visitan. No hay reservas naturales, playas ni espectáculos de guerreros vestidos con sus trajes tradicionales, pero es hermosa. Los colores que dominan son el anaranjado (los caminos de tierra, el sol) y el verde (la exuberante maleza tras una lluvia torrencial, los juncos). Ofrece unas panorámicas inolvidables. Si uno observa el horizonte a la caída del sol desde Nyaru, en la escarpadura occidental, tiene unas vistas que se extienden decenas de kilómetros hacia el este y el sur. Los pájaros describen círculos sobre las corrientes térmicas junto a los dentados acantilados, y las sombras de las nubecillas altas motean el fondo del valle como manchas de tinta. Uno recuerda entonces que este es el mismo valle desde el cual, milenios atrás, un grupo de hombres y mujeres comenzó su andadura hacia todos los rincones del globo, el mismo valle del que han surgido los mejores corredores del planeta.
Aunque el paisaje es idílico y el terreno es rico, la mayoría de la gente aquí es pobre. Luchan por sobrevivir. Si visitamos Eldoret, el corazón de la región, donde muchos de los atletas más famosos, incluido Mutai, han comprado caras mansiones, nos daremos cuenta del caos cotidiano. Entre el ajetreo y el desbarajuste, es tan probable acabar atropellado por un carro tirado por un burro como por un flamante todoterreno japonés. El lugar parece al mismo tiempo en ruinas y lleno de vida. Los niños de la calle esnifan pegamento y piden dinero. Se puede comprar prácticamente cualquier cosa, incluidos repuestos de automóvil de imitación fabricados en China o eritropoyetina sintética (la hormona que acelera la producción de glóbulos rojos y que ha protagonizado varios escándalos de dopaje recientes). Los bares están muy animados.
Circula una historia sobre el banco más antiguo de Eldoret, que es actualmente la sede de una sucursal de Barclays. La historia dice que, cuando los primeros colonos británicos se instalaron en Eldoret, decidieron que necesitaban un sitio donde poner a buen recaudo su dinero, por lo que hicieron traer en carro desde Nairobi una pesada caja fuerte. Sin embargo, cuando llegó el momento de bajarla del carro, los hombres encargados de la tarea no soportaron el peso, la caja se les resbaló y se hundió en una zona encharcada del terreno. Viendo que sería difícil sacar aquel monstruo de metal del barro, se decidió que el lugar donde había acabado la caja fuerte era tan bueno como cualquier otro para construir el banco: los trabajadores simplemente erigieron paredes de ladrillos alrededor de la caja. Es posible que el relato, del que existen un par de versiones, sea una exageración. Pero, sea como fuere, algo de cierto encierra la historia. Eldoret es la clase de pueblo donde la gente se apaña como puede.
Aunque muchos corredores y corredoras se han comprado casas allí, casi todos proceden de pequeñas aldeas rurales. Mutai es uno de ellos. Su abuelo, Rakrui, se trasladó a Equator en la última etapa del dominio colonial para trabajar para una familia británica como mecánico y manitas. Cuando los británicos salieron del país, Rakrui se quedó allí con su mujer, Esther. Los abuelos de Mutai aún trabajan en su granja, a unos tres kilómetros de la pequeña hilera de tiendas que bordean la calle principal. Es un lugar privilegiado, en lo alto de una ladera, con campos en los que cultivan maíz, patatas, zanahorias y repollos. Aún no ha llegado allí la red eléctrica, aunque Mutai confía en utilizar su influencia para conseguirlo.
Tanto Rakrui como Esther tienen grandes agujeros en los lóbulos de las orejas, producto de haber llevado en la adolescencia pendientes de tamaño cada vez mayor, como era tradición entre los kalenjins.[6] Esther también luce elaborados tatuajes en las mejillas. Rakrui tiene más de noventa años y ha trabajado de sol a sol durante siete décadas. Tiene problemas de audición, camina con bastón y lleva unas gafas endebles que parecen hechas con una antigua percha, pero aún se pasea por la granja sin ayuda y sube escalones como si tuviera la mitad de su edad.
En el pueblo, al abuelo de Mutai se le conoce como Muzungu, el hombre blanco. Obviamente, no es blanco. Su nieto dice que se ganó el apodo no solo a causa de sus antiguos patrones sino por su flema y su sentido de la justicia, tan británicos.
«Es noble —relata Geoffrey—. No se le puede ocultar nada. Es honesto. Si alguien acude a él para quejarse, le contesta: “No”. Detesta las mentiras.»[7]
Mutai cuenta que siempre fue feliz en Equator. A pesar de la humildad de sus orígenes, nunca le faltó comida, cobijo y cariño. Iba y volvía corriendo de la escuela, que estaba a varios kilómetros carretera arriba. Jugueteaba en la granja. Sus abuelos dicen que lo adoraban «como a un hijo».
Sin embargo, esta infancia dichosa se hizo añicos cuando sus padres decidieron trasladar a la familia a un pueblo llamado Rongai, a muchos kilómetros de distancia de Equator hacia el sur, hacia Nakuru. Poco después, su padre perdió su trabajo en una fábrica textil. La familia pasó penurias. No tenían dinero más que para sobrevivir. Mutai dice que durante mucho tiempo no pudo dormir en la casa familiar porque no había espacio suficiente: lo acogieron los vecinos.
El pueblo de Rongai era un callejón sin salida: maldito, según recuerda Mutai, por la plaga de alcoholismo que asuela regiones enteras de la Kenia rural. Según cuenta Mutai, «No tenía nada bueno … Se había perdido cualquier motivación … Cuando terminaba la escuela, uno simplemente se quedaba en casa. Muchos de los jóvenes bebían y bebían. Si eras joven, solo querías casarte y quedarte allí. No viajar, ni hacer ninguna otra cosa. Cuando vuelvo por allí, veo a todos esos hombres mendigando para beber».
Geoffrey viajaba de Rongai a Equator cada vez que tenía ocasión, para estar con sus abuelos. Sus padres siempre acababan diciéndole que volviese a casa. Durante este período, no era la apatía de sus coetáneos lo único que lo incomodaba, sino también la relación con su padre. Mutai decía que su padre, frustrado con su propia suerte y enfadado con el mundo, le pegaba a menudo. A veces, las ofensas por las que Geoffrey recibía castigo eran triviales. Por ejemplo, cuando preguntó si podría construir una caseta donde dormir, para dejar de ir a casa de los vecinos, su padre lo interpretó como un desafío a su autoridad y lo castigó por su insolencia. En ocasiones las palizas eran tan brutales que Mutai huía a casa de sus abuelos. Nunca respondió a la violencia. Siempre salía corriendo.
En plena adolescencia, bajo estas múltiples presiones, Mutai empezó a beber con otros chicos de su edad. Tiene vagos recuerdos de mañanas vergonzosas en que se despertaba en casas extrañas y no sabía dónde estaba. Su rendimiento académico se resintió. Tardó cuatro años más de lo normal en terminar la escuela primaria.
A pesar de estas dificultades, o quizá precisamente por ellas, Mutai también descubrió que poseía un talento especial para correr. Aparte de él, había pocos niños kalenjins en su escuela, y casi ningún atleta de larga distancia. Ninguno de sus compañeros de clase entendía por qué a Geoffrey le gustaba flagelarse dando veinticinco vueltas a la pista en una carrera de 10.000 metros. Pero a Mutai le encantaba la sensación, incluso cuando corría solo. Había algo «en su sangre» que le incitaba a correr, decía.
A los dieciocho años, una vez completada por fin la escuela primaria, y seguro de que no había dinero para que pudiera seguir estudiando, volvió a Equator, se alojó en casa de Rakrui y empezó a trabajar en la granja y a llevar una vida sana. Su abuelo le cedió una pequeña parcela de terreno y lo animó a que se construyese su propia casa en ella. (La modesta cabaña de una sola habitación aún sigue en pie.) Cuando Mutai vivía en Rongai, pensó: «Este es el fin de mi vida»; pero, al volver con sus queridos abuelos, se dio cuenta de que había otras posibilidades. Empezó, en sus propias palabras, «a centrarse».
En Equator, Mutai salía a correr todas las mañanas, aunque ahora dice que no sabía que sus sesiones de entrenamiento serían el germen de una lucrativa carrera profesional. Cuenta que simplemente experimentaba alegría al correr, un placer vinculado a una infancia que transcurrió subiendo y bajando las cuestas que llevaban a la granja. (Estos recuerdos parecen estar, como mínimo, teñidos de cierto romanticismo. Mutai era un joven ambicioso —recuerda cómo, al ver los aviones cruzar el cielo, pensaba: «Algún día…»— y es probable que sí supiera que podía ganarse la vida corriendo. Al menos otro atleta profesional procedía de la aldea de su abuelo.)
En cualquier caso, Mutai afirma que el dinero nunca ha sido su principal motivación. Recuerda haber ido al pueblo a ver las Olimpiadas de Sidney por televisión, y asistir al emocionante duelo entre Haile Gebrselassie y Paul Tergat en la final de los 10.000 metros. Mientras los dos mejores corredores de su generación se batían hasta la línea de meta en un estadio iluminado por los destellos de las cámaras, Mutai recuerda que él empezó a sudar de verdad.
Sus entrenamientos se volvieron más regulares. En 2001 corría con un amigo llamado Josphat Keiyo, un hombre bien parecido y de voz suave que aún entrena con Mutai. Empezó a competir en varias carreras de obstáculos y de larga distancia para corredores júnior, con buenos resultados. Ese mismo año lo seleccionaron para el equipo que representaría a Kenia en el Campeonato Africano Júnior de Atletismo, en Isla Mauricio, pero no pudo viajar al campeonato por no disponer de certificado de nacimiento. Mutai estaba desolado, pero ¿qué podía hacer?
Este es solo uno de los muchos momentos en los que parecía que se esfumaba su sueño de una carrera en el atletismo. En 2005, ya en la veintena, Mutai aún no se había unido a ningún equipo de entrenamiento, y su progreso se estancó. Pensó en abandonar el deporte por completo. No había atletas en su familia y sus padres estaban deseando que hiciese carrera en algún tipo de oficio o negocio. Cuando sufrió una grave lesión en el gemelo, un amigo le consiguió trabajo talando árboles y cavando agujeros para Kenya Power: una tarea matadora.
Sin embargo, fue durante su peor época cuando se convenció más que nunca de que correr sería su vida. Recuerda que, mientras trabajaba como leñador, vio otra competición de atletismo en la televisión de un bar y volvió a sentir lo que había experimentado al ver a Tergat y Gebrselassie luchar codo con codo en Sidney. «Fue como… sentir que podía volar», contó Mutai.
Cuando venció su contrato de seis meses con Kenya Power y no se lo renovaron, tomó una decisión: se incorporaría como fuese a un grupo de entrenamiento, a cualquier grupo, y haría realidad su ambición.
Mutai acabó en Kapng’tuny, una minúscula y desolada aldea en las montañas al sudeste del Bosque Quemado, en una zona conocida como Skyline. Los atletas la llaman «Skyland» («Tierra del cielo»).
La aldea está a veinte minutos en coche de la carretera de asfalto más cercana y se encuentra a casi 2.700 metros sobre el nivel del mar. En la época colonial su nombre era Kapsasmith, en honor de un inglés llamado Smith, propietario del caserío. Ahora, la antigua granja de Smith es la escuela de primaria y la aldea ha cambiado su denominación. Los locales lo pronuncian «kapen-gue-tun», que significa «el lugar de los leones».
De todas formas, es poco probable ver un león. Lo que sí hay es una calle principal cubierta de hierba y sin pavimentar, y dos hoteles con los cristales de las ventanas rotos. Los difuntos establecimientos llevan los nombres de Hotel Popular Joint y Fivestar Hotel. Otras de las vistas son: un poshomill aún en funcionamiento, donde se muele maíz para producir ugali, el hidrato de carbono pegajoso y rico en almidón que alimenta a la Kenia rural; una tienda de ultramarinos donde se puede comprar desde una llave inglesa a una Coca-Cola; y una carnicería bien surtida y llena de moscas. A poca distancia hay un humilde restaurante que sirve excelentes chapattis (tortitas de estilo indio que los kenianos suelen tomar con el té). Por las tardes, varios hombres en edad de trabajar se presentan en el pueblo borrachos procedentes de los alrededores, oliendo a bus’aa y chang’aa, los licores locales.
También es habitual ver allí a algunos de los mejores corredores de larga distancia del mundo. Skyland es un lugar mágico para entrenar: no demasiado caluroso, ni siquiera cuando brilla el sol, y fresco por las noches. Está a mayor altitud que la mayoría de las pistas de entrenamiento en Kenia, cuenta con decenas de kilómetros de carreteras duras e irregulares, y está rodeado de cuestas exigentes. Y lo que es más importante, está lejos de todo. Hay pocas distracciones. El pueblo grande más cercano, Eldoret, está a una hora en coche. Y, en cualquier caso, la mayoría de los atletas no tienen coche.
Cuando Mutai se incorporó al grupo de entrenamiento de Kapng’tuny, lo lideraba William Kiplagat, un atleta veterano que había ganado maratones en Rotterdam y Amsterdam. El grupo no tenía entrenador. A diferencia de un número cada vez mayor de grupos de entrenamiento en las tierras de corredores de Kenia, que emplean entrenadores profesionales y son administrados y financiados por grupos de representación europeos, los corredores veteranos de Kapng’tuny establecían sus propios calendarios. Había poca disensión. Kiplagat poseía una mejor marca personal de 2:06:50, obtenida en el maratón de Amsterdam en 1999. Por aquel entonces, recuerda Mutai, «dos cero seis significaba que eras un atleta fuerte». Su programa de entrenamiento era el producto de un siglo de conocimiento sobre las carreras.
La que puede considerarse la innovación más importante en el ámbito del entrenamiento de larga distancia llegó de la mano de varios finlandeses de principios del siglo XX. El gran Paavo Nurmi trabajó con su entrenador, Lauri Pihkala, para diseñar un patrón efectivo de entrenamiento de intervalos —intercalando series de ritmo rápido con breves pausas— así como con carreras más largas. Hasta entonces, los corredores habían entrenado básicamente corriendo o caminando largas distancias a un ritmo constante. El éxito de los métodos de Nurmi fue evidente: a lo largo de su extraordinaria carrera, derrotó a todos sus rivales en las distancias que van de los 1.500 metros a la maratón. Es el único hombre en la historia que ha sido simultáneamente plusmarquista mundial de la milla, los 5.000 y los 10.000 metros.
Las ideas fundamentales de la filosofía de Nurmi siguen vigentes a día de hoy. Los programas de entrenamiento de los mejores corredores del mundo contienen una combinación de trabajo de velocidad y carreras largas. Pero, aunque el entrenamiento no ha variado en lo esencial desde la era de los «finlandeses voladores», su intensidad y nivel sí que han cambiado radicalmente. Estos cambios se han producido en oleadas. En los años treinta, el entrenador sueco Gösta Holmer introdujo pequeñas variaciones en el método de entrenamiento de intervalos para que fuera más personalizado: el corredor variaría el ritmo a lo largo de la carrera en función de sus propias sensaciones. Este tipo de trabajo por intervalos acabaría recibiendo el nombre de Fartlek, o «juego con la velocidad».
El gran campeón checo Emil Zátopek llevó esta idea a otro nivel, al acumular un enorme volumen de trabajo de velocidad de alta intensidad, a veces calzando botas militares y cargando en alguna ocasión con su mujer a la espalda para incrementar la potencia (un método que no consiguió ganar adeptos). Zátopek no era el atleta más elegante (corría, en palabras de un periodista, «como un hombre luchando contra un pulpo sobre una cinta transportadora»), pero su éxito fue sobresaliente: en las Olimpiadas de 1952 ganó tres medallas de oro, en los 5.000 metros, los 10.000 metros y la maratón (la primera vez que corría esa distancia).
En los años cincuenta y sesenta, el entrenador neozelandés Arthur Lydiard le dio la vuelta a la filosofía de Nurmi y se aseguró de que sus atletas acumulasen una enorme «base» de kilómetros antes siquiera de pensar en el trabajo de velocidad. Consideraba imprescindible que los corredores de élite corriesen habitualmente más de 150 kilómetros a la semana, todo a ritmos inferiores a los de carrera. Esto acondicionaba el corazón y los músculos para los rigores de la competición, tanto si el atleta era un campeón de los 800 metros como un maratoniano. La estrategia de Lydiard se conoce también como LSD (Long Slow Distance, o Larga Distancia Lenta), pero la expresión no describe con exactitud su enfoque. A medida que avanzaba el programa de entrenamiento, sus atletas iban intercalando carreras más rápidas y trabajo en cuestas con otras carreras más largas, pero quería que partiesen de una base sólida.
Durante esa misma época, el excéntrico entrenador australiano Percy Cerutty propuso su innovador enfoque conocido como «estotano» (un feo neologismo creado al combinar «estoico» y «espartano»). Estaba obsesionado con la condición física de los corredores, y su técnica de entrenamiento característica era hacerlos subir y bajar cuestas o correr sobre arena para «entrenar la resistencia». También creía que un corredor necesitaba un «tronco fuerte» (lo que ahora se conoce como fuerza base). Cerutty tenía algunas ideas extravagantes (por ejemplo, no creía en el calentamiento), pero sus métodos funcionaban: sus corredores batieron treinta récords del mundo.
El enfoque actual de los africanos del este es una combinación de ideas de Lydiard, Zátopek, Nurmi y Cerutty con su propia filosofía autóctona. Los corredores de élite recorren por lo general 200 kilómetros o más a la semana, y entrenan al menos dos veces al día, seis días a la semana. Hay variaciones dentro de este formato: algunos corredores entrenan tres veces al día cuando están acumulando su base de kilómetros, y otros entrenan también los domingos. Todos ellos duermen una cantidad extraordinaria de horas. (Lornah Kiplagat asegura dormir dieciséis horas al día cuando está en pleno entrenamiento.) Muy pocos trabajan en el gimnasio para ganar fuerza base; correr les basta como preparación.
El sistema keniano está diseñado para mejorar a la vez la velocidad y la resistencia. Uno de los ejercicios favoritos de los kenianos es la «carrera en progresión»: una sesión de entrenamiento de larga distancia que empieza lentamente y termina a ritmo rápido. Pero lo que de verdad distingue al maratoniano de élite moderno de sus predecesores es su elevado volumen de trabajo de alta intensidad. En la actualidad es habitual que los mejores atletas completen en una sola sesión de trabajo de velocidad diez series de 2.000 metros (un total de 20 kilómetros, casi media maratón). Los hombres que ganan dinero corriendo la maratón hoy en día son rápidos, desde luego. Mientras que los maratonianos de épocas pasadas habrían tenido dificultades en distancias más cortas en pista, la mayoría de los atletas de la generación actual de campeones podrían haber realizado carreras excelentes en los 5.000 metros.[8]
En Kapng’tuny, Mutai se alojó en el sitio más barato que encontró y se dejó la piel entrenando. Normalmente estaba sin blanca. La vida no era fácil, pero no dejó que las privaciones materiales lo detuvieran. Recuerda que se decía a sí mismo: «Nadie tiene nada al nacer. Tu padre nació sin nada. Levántate. Trabaja».
El campamento estaba a más de treinta kilómetros de Equator. Cuando llegaba el fin de semana, Mutai iba de un sitio a otro caminando, incluso durante la estación de lluvias, cuando en algunos lugares el barro le llegaba por encima de las rodillas. Poco después se trasladó a un alojamiento compartido con otros atletas jóvenes. Una de las habitaciones en las que vivió durante este período daba directamente a la puerta del único club nocturno de Kapng’tuny, una sauna con tejado de hojalata llamada Club 2000. Los fines de semana ganaba dinero vendiendo verduras de la granja familiar. Todo lo que obtenía lo gastaba en el alquiler y en comida. Durante esta época difícil repetía una plegaria: «Por favor, Dios, haz que llegue mi día».
La palabra paciencia significa tanto «esperar» como «padecer». En sus primeros meses en Kapng’tuny, Mutai necesitó hacer ambas cosas. Aún arrastraba lesiones que lo habían lastrado unos años atrás. Sus padres seguían insistiendo para que dejase el deporte. Mutai no daba su brazo a torcer, pero correr empezó a parecer más un empeño que un destino. Había noches en que lloraba en la cama porque su cuerpo no podía soportar el ritmo que le marcaba su ambición.
Sin embargo, junto a estas presiones estaba el sencillo placer de correr con un grupo de cuarenta o cincuenta hombres, dos o tres veces al día: la camaradería, las bromas, los apodos, los consejos. En los largos tiempos muertos entre las sesiones de entrenamiento, tomaban el sol e intercambiaban historias bebiendo té. Estos colegas, recuerda Mutai, llegaron a ser sus hermanos.
En 2007, tras dos años siguiendo un programa de entrenamiento constante, su estado de forma mejoró. Ya era capaz de seguir el ritmo de los más fuertes del grupo de Kapng’tuny. Cuando se enteró de que había una carrera sobre carretera cerca de su pueblo natal, se apuntó y la ganó. Con la bicicleta que recibió como premio, pudo competir en eventos a los que no habría llegado a pie. Ese año también conoció a una chica de su aldea, una mujer dulce y reservada llamada Beatrice, con la que se casó. Al final de ese año se inscribió a la maratón de Kass, en Eldoret, un evento prestigioso que los representantes europeos seguían de cerca.
Mutai recuerda cómo, tras despertarse en Eldoret el día de la carrera con otros atletas que habían viajado desde Kapng’tuny, no vieron ningún sitio abierto donde desayunar. Aún quedaba un buen rato para que amaneciese. Finalmente, encontraron a un hombre que vendía té y pan en la calle. Los otros atletas se mostraron reticentes ante el vendedor callejero, pues pensaban que sus productos les sentarían mal, pero Mutai insistió. Los convenció de que, si no comían lo que este les vendía, no comerían nada en absoluto. Resultó ser una sabia decisión: no vieron ningún otro puesto de comida antes de subir al autobús oficial que los llevó a la línea de salida de la carrera.[9]
Horas más tarde, con algo de comida en el estómago, Mutai corrió un extraordinario debut a gran altitud (2 horas y 12 minutos), que le sirvió para quedar en segundo lugar. Un representante holandés llamado Gerard van de Veen lo vio correr. A su lado tenía a Wilson Kigen, un atleta muy sociable representado por Van de Veen que también pertenecía al grupo de entrenamiento de Mutai en Skyland.
«¡Ese es mi chico!», le gritó Kigen a Van de Veen cuando Mutai voló hasta la segunda plaza.
Van de Veen estaba impresionado. No solo porque Mutai hubiese obtenido una buena marca, sino porque poseía un estilo fácil y eficiente. Ese fue el comienzo de la relación profesional entre Mutai y su representante holandés. Firmaron un contrato el día siguiente a la carrera. Van de Veen, que había visto que a Mutai se le daban bien las cuestas, lo inscribió en la maratón de Mónaco, una carrera montañosa, en marzo de 2008.
«Ese fue el día —decía Mutai en referencia a la maratón de Kass—. Mi vida comenzó entonces.»
Y su vida estuvo a punto de acabar un mes más tarde, a manos de la turba en Timboroa. Una vez que pasó el susto de ese incidente, Mutai sintió rabia. Se había esforzado mucho para tener una oportunidad en la maratón de Kass y había encontrado un representante que podría ayudarle a ganar mucho dinero corriendo. Ahora reinaba la confusión en el país. Cientos de personas habían muerto, y había cientos de miles de desplazados de sus hogares. Había llegado lo que los kenianos, eufemísticamente, conocían como período «postelectoral» y con él parecía que se esfumaban las posibilidades de que Mutai pudiera sacarle partido a su talento.
Incluso entrenar se volvió peligroso. En las sesiones largas, los atletas no sabían con quién se cruzarían. El maratoniano Wesley Ngetich murió a causa de una flecha envenenada durante el período de violencia. Luke Kibet, campeón mundial de maratón, sufrió una grave lesión al recibir el impacto de una piedra.
Por fin, la violencia cesó. El 28 de febrero de 2008, Mwai Kibaki y Raila Odinga, los dos rivales políticos protagonistas de la crisis postelectoral, firmaron un pacto para compartir el poder. Aunque la convulsa situación del país había interrumpido su entrenamiento, Mutai viajaría a Mónaco para competir en su primera maratón fuera. Estaba ebrio de emoción.
Todo era nuevo para él. Para empezar, tenía que tomar tres vuelos para llegar a Mónaco. Nunca había subido a un avión. Mutai recuerda que, al llegar a la pequeña terminal del aeropuerto de Eldoret, pensó que toda la gente que había allí no cabría en su vuelo a Nairobi. Solo había visto los aviones desde el suelo, y a esa distancia parecían increíblemente pequeños. En la terminal había decenas de personas a su alrededor; demasiadas, calculó, como para que todos tuviesen asiento. Temiendo que no dejasen entrar a los últimos en llegar, se abrió paso hasta la cabeza de la cola para embarcar.
Luego llegó el aterrizaje de la última escala del viaje, en el aeropuerto de Niza-Costa Azul. La pista de aterrizaje se encuentra sobre una lengua de tierra en la costa meridional de Francia. Cuando el avión se aproximaba a la pista sobrevolando el mar Mediterráneo, Mutai pensó que aterrizaría en el agua, y se preparó para la sacudida y el chapoteo.
Y por fin llegó a Mónaco, un lugar que a Mutai le pareció absurdo. La gente conducía por túneles y trataba a sus perros en hospitales. Las casas estaban todas apiladas en la ladera de la montaña. Incluso el estadio de fútbol Luis II, donde terminaba la maratón, estaba de alguna manera construido sobre otro edificio. Mutai se partía de risa. «¿Cómo construyeron esas casas? —recuerda que pensó—. ¿Cómo se les ocurrió darle ese aspecto al sitio? ¡Era increíble!»
A medida que se acercaba la carrera, Mutai se fue sintiendo más preparado. Se negó a seguir cargando con el peso de la violencia postelectoral, de sus muchos años de esfuerzos, o de su adolescencia infeliz. Ahí estaba él, en ese extraño lugar donde los muzungus ricos vivían apiñados, y tenía una oportunidad de cambiar su suerte.
El día de la maratón, Van de Veen estaba allí para acompañarlo. Su representante siguió la carrera desde el vehículo de la organización. Según Van de Veen, Mutai hizo que el recorrido montañoso, de ida y vuelta a Ventimiglia, en Italia, pareciese fácil. Corrió a ritmo constante durante la primera mitad, después hizo dos cambios de ritmo: uno a los 30 kilómetros y otro a los 35. Con ellos dejó atrás a sus rivales, que tuvieron la mala fortuna histórica de enfrentarse a un debutante que iniciaba una carrera extraordinaria. Mutai ganó la prueba con 2:12:40. La dotación del premio era de 4.000 euros. Su vida como atleta internacional acababa de comenzar.