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Los soñadores que nos rodean

 

 

Según recuerda Mike Joyner, el sueño de la maratón de dos horas surgió durante una resaca en Tucson (Arizona), en diciembre de 1977. Joyner tenía diecinueve años y estudiaba en la Universidad de Arizona: era alto, delgado, endiabladamente listo y mostraba un completo desinterés por la carrera académica. Según recuerda, sus prioridades por aquel entonces eran el atletismo, perseguir faldas y beber cerveza (no necesariamente en este orden). Había decidido dejar la universidad y presentarse a las pruebas para ser bombero en Tucson.

Una noche, antes de una carrera de 10 kilómetros en la misión católica de San Xavier del Bac, al sur de Tucson, a Joyner «se le fue un poco la mano». Se presentó a la carrera con resaca y corrió con la energía de un gusano de mezcal. Cuando quedaba alrededor de kilómetro y medio, lo alcanzó un estudiante de doctorado de la universidad llamado Eddie Coyle, un buen corredor de carreras cortas, pero alguien a quien Joyner debería haber batido con facilidad si hubiese sido un poco más abstemio.[1]

Después de la carrera, se pusieron a hablar. Coyle estaba haciendo la tesis doctoral en fisiología del ejercicio, bajo la dirección de un científico innovador llamado Jack Wilmore, y buscaba conejillos de Indias humanos para un estudio sobre el «umbral de lactato» en los corredores. Joyner se ofreció voluntario. Unos días más tarde, Coyle conectó a Joyner a unas máquinas mientras corría sobre una cinta rodante.

A Joyner le intrigaba el experimento: quería saber más sobre el proceso y sobre lo que Coyle intentaba probar con él. Desechó su idea de hacerse bombero y siguió en la universidad. Sus notas mejoraron y empezó a concentrarse en la ciencia. Participó en el club de lectura para doctorandos de Wilmore aun antes de obtener la licenciatura, y trabajó como técnico de laboratorio durante las vacaciones. Había encontrado su vocación: quería conocer los secretos del cuerpo de los atletas. La cuestión era: ¿cómo hacerlo? Joyner se dio cuenta de que buena parte de los mejores trabajos en el campo de la fisiología del ejercicio eran obra de médicos escandinavos. Ser escandinavo quedaba fuera de su alcance, pero sí podía hacerse médico. Y eso mismo fue lo que decidió.

La curiosidad de Joyner era —y sigue siendo— insaciable. Mientras estudiaba medicina, quedó fascinado por los umbrales del esfuerzo deportivo y, en particular, por la idea de los límites del corredor. En 1986, antes de haber terminado la carrera, Joyner empezó a reflexionar sobre la maratón de dos horas. Se centró en investigar la manera en que ciertos datos, como el umbral de lactato, la economía de carrera y la capacidad pulmonar (elementos que tienen un efecto limitador sobre la velocidad y la resistencia en carrera), se relacionaban con el rendimiento atlético.[2] ¿Cuánto podría correr un ser humano —se preguntaba—, si reuniese los valores óptimos de umbral de lactato, economía de carrera y capacidad aeróbica? Desarrolló un modelo y obtuvo un resultado sorprendentemente concreto. Dadas unas condiciones ideales y un corredor ideal, Joyner llegó a la conclusión de que la mejor marca en que podría completarse una maratón sería de 1 hora, 57 minutos y 58 segundos.

Redactó sus resultados e intentó encontrar quien se los publicase. Tardó cinco años, pero finalmente su artículo —sometido a revisión por pares y con el correspondiente sello de aprobación— apareció en el Journal of Applied Physiology en 1991. Se convirtió en el documento germinal del debate en torno a la maratón de dos horas y propició una intensa discusión en la comunidad científica y en la de los corredores, que aún continúa a día de hoy. Actualmente, Joyner es profesor de anestesiología y realiza un excelente trabajo desde 1987 en la Clínica Mayo de Rochester (Minnesota), abordando un amplio abanico de temas —desde estudios genéticos a enfermedades cardiovasculares—, pero ninguno está tan relacionado con su nombre como su famoso artículo de 1991. Recibe más preguntas sobre el trabajo dedicado a la maratón de dos horas que escribió cuando aún no se había licenciado, que sobre cualquier otro asunto.

1:57:58. Las implicaciones de esa cifra eran evidentes para cualquiera que tuviera un mínimo interés en las carreras de larga distancia. Significaba que la maratón de dos horas era alcanzable, al menos en teoría. Cuando se publicó el estudio, la maratón más rápida se había corrido en 2:06:50 y la marca de las dos horas se situaba en un territorio imaginario: la Narnia de la larga distancia. Joyner fue la primera persona en aplicar cierto rigor científico a la cuestión de si terminarla en dos horas era realmente posible. Y, en su opinión, sí lo era.

 

 

El debate sobre las dos horas es irresistible, inevitable. Surge cada vez que alguien bate el récord del mundo. En 2003, por ejemplo, Paul Tergat cruzó la línea de meta de la maratón de Berlín en 2:04:55.[3 ]Antes de esa carrera, solo se habían reconocido «mejores marcas mundiales». El tiempo que marcó Tergat, que mejoró en 43 segundos la anterior mejor marca mundial, lograda por Khalid Khannouchi diecisiete meses antes, fue el primer «récord mundial» de maratón reconocido.

En Berlín, en la conferencia de prensa posterior a la carrera, al vencedor le hicieron «la» pregunta. «Creo que los récords están para batirlos, y se puede bajar aún más —dijo Tergat—. Pero lo que sigue siendo imposible es correr una maratón en menos de dos horas.» Entonces, sonrió y añadió: «Quizá el tiempo me demuestre lo contrario».

Al tiempo le gusta llevar la contraria. La historia del atletismo es también una historia de predicciones erróneas. Un buen ejemplo es el caso del australiano John Landy, uno de los mejores mediofondistas de principios de los años cincuenta. En su plenitud, anhelaba convertirse en el primer hombre en bajar de los cuatro minutos en la milla, y muchos creían que tenía la fuerza y el talento para hacerlo. Pero después de varios intentos fallidos, en los que fracasó por dos o tres segundos cada vez, se dio por vencido.

«Es un muro —dijo en abril de 1954—. No volveré a intentarlo.» Pero no lo era. El 6 de mayo de 1954, a pesar de los agoreros pronósticos de los expertos de salón, algunos de los cuales pensaban que un ser humano moriría si intentaba correr una milla en menos de cuatro minutos, un joven médico llamado Roger Bannister la corrió en 3:59:04 en la pista de atletismo de Iffley Road en Oxford (Inglaterra).

El mundo del atletismo avanzaba a toda velocidad. Seis semanas después de que Bannister hiciese historia, el propio Landy pulverizó el nuevo récord del mundo, recorriendo la misma distancia en 3:58 justos. En los años siguientes, las millas por debajo de los cuatro minutos se convirtieron en algo habitual entre los atletas de élite. (En 2011 el quinto chaval de secundaria rompió esa barrera.) La milla en cuatro minutos era una barrera infranqueable hasta que alguien la franqueó. «Après moi —dijo Bannister—, le déluge».

En los próximos años —o décadas, según a quién hagamos caso— caerá otro muro cuando la maratón se corra en menos de dos horas. Hasta que llegue ese momento, seguirá habiendo observadores bien informados que piensen que eso nunca sucederá. Sus opiniones tendrán una base firme. Cuando Tergat afirmó en una rueda de prensa que «sigue siendo imposible» correr una maratón en un tiempo inferior a dos horas, estaba pensando en los extremos a los que había llegado su propio cuerpo para ser capaz de correr en 2:04:55. En ese momento, la idea de correr nada menos que cinco minutos más rápido que su nuevo récord mundial le resultaba inconcebible.

Cinco minutos en una maratón es demasiado tiempo como para que el cerebro se haga a la idea. Pero nadie imagina que se vaya a llegar a la maratón de 1:59:59 de un gran salto. En 2011, Patrick Makau estableció en Berlín un nuevo récord del mundo en 2:03:38. Esa actuación mejoró en 21 segundos los 2:03:59 de Haile Gebrselassie en 2008, que a su vez superó en 27 segundos el récord anterior del propio Gebrselassie en 2007, que había batido la marca de 2:04:55 de Tergat.

Tim Noakes, uno de los mayores expertos mundiales en fisiología del ejercicio y autor del influyente libro Lore of Running, cree que estos avances progresivos guardan relación con la manera en que el cerebro de los atletas de élite se comunica con su cuerpo.[4]

«Cuando empezamos a correr —dice Noakes—, sabemos cuál es el récord del mundo, por lo que no tenemos que correr diez minutos por debajo de esa marca. Nos concentramos únicamente en correr un segundo más rápido que el récord. Ese es el objetivo de nuestro cerebro. Este tipo de programación se produce continuamente, y es de una importancia fundamental.»

Es esa programación la que puede hacer que el cerebro de los atletas de élite imponga limitaciones a su cuerpo, tal y como demostró un brillante experimento reciente. En 2011, casi en la misma época en que Geoffrey Mutai revolucionaba el mundo de la maratón, el profesor Kevin Thompson, de la Universidad de Northumbria, en el nordeste de Inglaterra, reunió a un grupo de entusiastas ciclistas para una prueba en el laboratorio.[5] Los hizo subirse a bicicletas estáticas colocadas frente a sendas pantallas, conectados a sistemas de monitorización del consumo de oxígeno, y les pidió que compitiesen con un avatar suyo generado por ordenador. Previamente, cada uno de los ciclistas había marcado un mejor tiempo personal sobre una distancia de 4.000 metros en la máquina. El avatar contra el que ahora competían representaba esa mejor marca personal.

O eso era lo que creían estos conejillos de Indias. En realidad, Thompson les había mentido y había hecho que el avatar corriese un 2 por ciento más rápido que las respectivas marcas personales, porque quería saber si se podía engañar al cuerpo de un atleta para que su rendimiento fuese superior. Estaba convencido de que, incluso los atletas de talla mundial, que pensaban que estaban regulando su producción de energía hasta el límite, poseían una «reserva» de alrededor del dos por ciento a la que podían acceder si se acertaba con la motivación correcta (o con un pequeño engaño).

Thompson tenía razón. Casi todos los ciclistas terminaron por delante del avatar. Solo cuando les contaron el truco con el que Thompson y sus colegas los habían engañado, algunos comentaron sus sospechas de que la carrera había sido más dura que las pruebas previas. Pero lo que quedó claro es que a la mente se la podía engañar. Todos los ciclistas creían que, cuando habían establecido sus mejores marcas personales, estaban corriendo lo más rápido que podían. Pero no era así. El cuerpo posee más de un límite. El cerebro de un atleta, que camina constantemente sobre la cuerda floja entre regular el agotamiento y maximizar el rendimiento, inventa trucos para mantenerse con vida. Así pues, ¿por qué batir el récord por dos minutos cuando lo podemos batir por dos segundos?

 

 

Si se alcanzan las dos horas, será pasito a pasito, y cada uno de ellos lo dará un miembro de la reducida y exclusiva fraternidad de atletas con el talento y el oficio necesarios para acercar el deporte un poco más a la maratón imposible, récord tras récord. En Berlín, Geoffrey Mutai no fue más que el último eslabón en una sucesión de pioneros que habían participado en este asalto multigeneracional desde hacía más de un siglo.

El primer hombre que baje de las dos horas se habrá beneficiado también del progreso intelectual acumulado. Los récords se baten en igual medida como consecuencia de la innovación técnica y de las mejoras psicológicas. El estilo Fosbury revolucionó el salto de altura; el viraje de voltereta permitió arañarles unos segundos a los récords de natación. Correr puede parecer el más rudimentario de los deportes, pero son innumerables las maneras en que los corredores actuales gozan de ventajas a las que sus predecesores no tuvieron acceso: mejores zapatillas, mejores sistemas de entrenamiento, mejores condiciones de carrera.

Para alguien sin miedo a probar ideas nuevas, aún hay margen de mejora en todas estas áreas. Pensemos, por ejemplo, en la propia carretera. El campeón olímpico Seb Coe cree que la pista de ceniza en la que Roger Bannister logró su primera milla por debajo de los cuatro minutos hace sesenta años es más lenta en un segundo y medio por vuelta que las pistas actuales.[6] Lo que está fuera de toda duda es que la generación actual de maratonianos no corre sobre la superficie más propicia.

En 1977, Peter Greene y Tom McMahon construyeron en la Universidad de Harvard la llamada «pista equilibrada», que mejoraba los tiempos de los corredores hasta en un 3 por ciento. La construcción de la pista equilibrada fue consecuencia del interés particular que ambos compartían: el de casar las propiedades elásticas de tendones y músculos con una superficie ideal. Creían, y con acierto, que una pista demasiado dura era perjudicial para un corredor de larga distancia, mientras que una demasiado blanda drena la energía de las piernas. La elasticidad perfecta se encontraría en algún punto intermedio entre estos extremos, y podría variar de un corredor a otro. Una vez que encontraron un valor aproximado, construyeron su pista en Harvard, utilizando madera rematada con poliuretano. Y todo el mundo, sin excepción, corrió más rápido.

Si alguien quisiese crear una versión de la superficie de Greene y McMahon que estuviese perfectamente ajustada para los maratonianos, tuviese varios kilómetros de longitud y fuese capaz de soportar todo tipo de condiciones climatológicas, se toparía con varios obstáculos, empezando por el coste. Puede que el mayor problema sea que las reglas de la IAAF señalan que la maratón se debe correr sobre una «carretera construida», expresión por la cual entienden el pavimento habitual en las calles de las ciudades, por lo que ningún récord que se estableciese sobre una pista de atletismo sería oficial. Pero, si alguien desease realmente ver lo que se puede conseguir en maratón, encontraría la manera de sacar del asfalto a los mejores corredores del mundo.

 

 

Como reconoció Tergat, el progreso forma parte de la naturaleza humana. En la primera maratón olímpica, en 1896, únicamente el vencedor, el griego Spiridon Louis, bajó de las tres horas. Hoy en día, cualquier corredor amateur de maratones que se precie es capaz de correr más rápido. En los 119 años transcurridos desde esa carrera inaugural, el récord del mundo ha reflejado los prodigiosos avances que se han producido en los hábitos de los corredores, la tecnología, los métodos de entrenamiento y la psicología, a medida que los atletas han ido reduciendo el tiempo progresivamente. Dos cero tres y pico habría sido una carrera de ciencia ficción para Spiridon Louis, pero hoy es muy real. Lo imposible se vuelve posible. El tiempo nos lleva la contraria.

Además, los campeones se encuentran en una incómoda posición para hacer predicciones, porque no pueden evitar ver el deporte a través del prisma de sus logros superlativos. La revista Track & Field News entrevistó en 1977 a Bill Rodgers, cuatro veces vencedor de la maratón de Boston, y otras tantas de la de Nueva York, entre 1976 y 1980. Por aquel entonces, la maratón más rápida de la historia la había corrido un australiano, Derek Clayton (los 2:08:33 que marcó en una disputada carrera en Amberes, Bélgica, en 1969). Desde entonces, nadie, tampoco Rodgers, se había acercado a esa marca, y al corredor estadounidense le preguntaron si pensaba que el récord del mundo de maratón se había estancado. «Eso parece», respondió Rodgers.

El propio Clayton era casi igual de pesimista. En su carrera profesional, durante la cual trabajó como delineante a la vez que entrenaba más de 300 kilómetros semanales, se convirtió en el primero en bajar de 2:10 en la maratón. Su mejor marca mundial de 2:08:33 se mantuvo imbatida durante doce años. En 1980 escribió un libro breve y algo insustancial titulado Running to the Top, notable únicamente por esta afirmación: «Durante el resto de mi vida, observaré con interés para ver qué tal soportan el paso del tiempo mis 2:08:33. Puede que viva lo suficiente para ver unos 2:06, [pero] una maratón de dos horas —un ritmo de 2 minutos y 50 segundos por kilómetro—, seguro que no.»

Puede que Clayton esté en lo cierto respecto al segundo punto, y que no llegue a presenciar una maratón por debajo de dos horas en su vida. Pero sigue vivo y coleando, en Melbourne (Australia), y la mejor marca mundial es tres minutos mejor que lo que predijo. Como sabemos, el «estancamiento» de Rodgers aún no se ha producido. Estos hombres no son estúpidos, y poseen un conocimiento íntimo de su deporte. Pero, cuando de lo que se trata es de hacer predicciones sobre atletismo, el tiempo, como bien señaló Tergat, sigue su propia carrera tenaz.

Los atletas no son los únicos que hacen malas predicciones. Los científicos y fisiólogos tienen limitaciones notables a la hora de prever el futuro. Edward «Ned» Frederick, quien trabajó durante muchos años en el Nike Sports Research Lab, escribió un fascinante artículo en 1986 en el que recorría la historia del pesimismo a la hora de hacer predicciones sobre las actuaciones deportivas.[7] Por ejemplo, en 1906, Arthur Kennelly, de Harvard, calculó el mejor tiempo en el que un ser humano podría correr una milla. La milla óptima, según Kennelly, se correría en 3 minutos y 58,7 segundos.

Cuando este científico de Harvard hizo esa predicción, la mejor marca mundial de la milla era de 4:15:06. Tendrían que pasar casi cincuenta años hasta que quedase claro que Kennelly se equivocaba. De hecho, fue John Landy, el mismo corredor que afirmó que cuatro minutos en la milla era un muro de ladrillos, el que acabaría batiendo el «mejor tiempo posible» de Kennelly en junio de 1954, con sus 3:58 justos en Turku (Finlandia). Sin embargo, el actual récord del mundo sería completamente inimaginable para Kennelly. Es de 3:43:13, establecido en 1999 por el marroquí Hicham El Guerrouj; unos 15 segundos más rápido de lo que Kennelly consideraba posible.

La lección que Frederick extrae de todas estas pifias bienintencionadas es sencilla: cuando hablamos de deportes, el futuro es un país ignoto. Frederick escribió:

 

Desde que tenemos constancia de ese tipo de récords, se han batido sin excepción, para desconcierto de los científicos … que se deleitan en el venerable deporte de salón consistente en calcular lo definitivo. Lo que los lleva a afilar continuamente sus lápices para redefinir los límites es la sencilla idea de que deben existir ciertos límites intrínsecos a cuán alto, cuán lejos y cuán rápido pueden llegar los más aptos miembros de nuestra especie. A fin de cuentas, ninguna persona razonable pensaría que algún día un ser humano correrá una milla en 5,4 microsegundos (es decir, a la velocidad de la luz) o que se elevará por encima de la Luna, y pocos discutirán que los récords actuales se batirán. Nuestro trabajo de predicción científica se centra en el inmenso territorio existente entre ambos extremos. Es tentador suponer que existe un límite último del rendimiento humano, que somos capaces de predecir, pero puede que no sea así.

 

 

¿Por qué es importante el hecho de que la maratón en menos de dos horas sea posible o no? Y, si lo es, ¿qué significado tendrá el hecho de que se corra la primera maratón en 1:59:59? En cierto sentido, el logro no tendrá ningún significado. Completar los 42 kilómetros y 195 metros en menos de dos horas empleando únicamente el talento innato sería, desde luego, una hazaña excepcional de velocidad, fortaleza mental y resistencia. Pero la longitud de la maratón es una cifra difusa, que no se fijó hasta 1921, cuando el Comité Olímpico la hizo coincidir con la del recorrido de la maratón olímpica de Londres 1908, el cual a su vez se eligió para satisfacer las peculiares exigencias de visión de la familia real británica.[8] ¿Por qué habría de importarnos que alguna persona extraordinaria sea capaz de recorrer esta distancia arbitraria en poco más, o poco menos, de dos horas?

Lo cierto es que sí nos interesa, y sí es importante, y los motivos son curiosos. Los 42 kilómetros y 195 metros no son simplemente una distancia: se han convertido en una metáfora. A nadie le parece fácil la maratón, ni siquiera a los profesionales (especialmente a los profesionales). En ese sentido, la distancia es democrática. Todo el que corre una maratón lo hace contra sus propios límites. Todos ellos se ven obligados a soportar una cierta cantidad de dolor y a recurrir a sus reservas ocultas. Sea cual sea el talento o la preparación de cada cual, nadie corre una maratón como si nada. La plegaria de Geoffrey Mutai en la línea de salida no suplica ganar la carrera, sino terminarla.

Y si miramos la otra cara de la moneda, la maratón también es una carrera que casi todo el mundo que posea la paciencia y la fuerza de voluntad suficientes puede completar. También en ese sentido la distancia es democrática. Por este motivo, se ha convertido en un evento en el que hordas de personas de todo tipo (gordas o delgadas; doblegadas por el peso de los años o con la vitalidad de un potro; ricas o necesitadas) se ponen a prueba. «Corro contra el cáncer», «Corro por mi padre», «Corro para mejorar mi marca personal». Como dijo alguna vez Chris Brasher, cofundador de la maratón de Londres: la carrera se ha convertido en «el gran Everest urbano».

Hoy en día, en la imaginación popular, la maratón no es tanto una prueba del talento atlético como una demostración de carácter. La carrera se ha convertido en un carnaval de hombres y mujeres, algunos con disfraces extravagantes, cada uno de los cuales intenta superar alguna barrera personal por el bien de la sociedad, o alguna barrera social por su propio bien personal. Un hombre británico llamado Lloyd Scott es quizá el más extremo de estos masoquistas filantrópicos. Entre otras proezas, ha completado tanto la maratón de Nueva York como la de Londres embutido en un antiguo traje de buzo de 60 kilos de peso, y ha recaudado casi cinco millones de libras para fines filantrópicos en la última década. Cuando recibió el honor de ser nombrado MBE (Member of the British Empire [Miembro del Imperio Británico]) por la reina como reconocimiento a sus logros en la recaudación de fondos, afirmó que, en su caso, esas siglas deberían significar «Mad, Bonkers and Eccentric» («Loco, chalado y excéntrico»).

La locura se está extendiendo. Actualmente, hay más de quinientas maratones en todo el mundo, y más participantes en estas carreras que en cualquier otro momento de la historia del deporte. Pero a medida que la maratón ha estallado como evento de participación general, para muchos ha perdido interés como competición de élite. Hoy en día, la prueba está completamente dominada por los africanos del este, y solo hay un maratoniano de élite que sea conocido para el gran público: Haile Gebrselassie, cuyos días de gloria quedan ya muy atrás. Incluso puede que a los corredores serios no les interesen los logros de los mejores en su deporte. Si se les preguntase a todos y cada uno de los participantes que completaron la maratón de Nueva York quién es el plusmarquista mundial en la distancia que acababan de recorrer, la mayoría no sabrían qué responder.

A menos que uno sea de los pocos aficionados deportivos interesados en las carreras de larga distancia de élite —un grupo muy reducido de obsesos—, al echar un vistazo a la línea de salida de una de las maratones principales no identificaría ningún rostro conocido. Lo que vería es una sucesión de hombres negros delgados y ágiles con números bajos en sus dorsales y enfundados en los llamativos uniformes de las marcas de calzado. Sus nombres son prácticamente intercambiables y sus historias, misteriosas.

Lo único que sabría de estos hombres es que son rápidos. Sabría que sus rivales de piel clara —los mejores corredores europeos, japoneses y estadounidenses, igual de delgados y ágiles— no tienen posibilidades de victoria en la carrera. Los africanos del este —los kenianos, en particular— ganan las maratones.[9] Fijémonos en una fantástica estadística entre otras muchas: en 2011, los kenianos ganaron las cinco pruebas que integran las World Marathon Majors (Boston, Londres, Berlín, Chicago y Nueva York). En cada una de ellas se batió el récord de la carrera.

Pero ¿qué sabemos realmente sobre estos hombres excepcionales, más allá de a qué se dedican? No sabemos nada sobre sus hogares, sus familias, sus deseos o sus vicios. No sabemos si uno de ellos bebe de más o pega a su mujer. No sabemos cuál de entre ellos ha soñado toda su vida, durante años enteros de duros sacrificios, con el momento que estamos presenciando, y tiene ahora un nudo en el estómago. No sabemos cuánto dinero ganan. No sabemos si alguno de ellos hace trampas.

No sabemos nada de eso porque sus arduos esfuerzos, tanto durante la carrera como en los meses previos, se nos presentan como algo fácil: un truco elegante. Entretanto, en la línea de meta, es probable que el vencedor reaccione de la misma manera, sea quien sea. Frente a un hombre blanco con un micrófono y una cámara de televisión, dará gracias a Dios con un hilo de voz tan débil que no apagaría una vela colocada delante de su boca, expresará su agradecimiento a los organizadores de la carrera y volverá a casa a disfrutar de sus ganancias.

Todo esto es pura apariencia. La maratón profesional es un deporte salvaje y apasionante, y no solo por las exigencias que le impone al cuerpo. Muchos de sus protagonistas principales —que parecen poseídos por una envidiable ligereza— llevan a cuestas el pesado lastre de una infancia miserable. No es exagerado decir que el hombre que corra la primera maratón por debajo de las dos horas habrá tenido que superar un reto no solo deportivo sino existencial.

Haile Gebrselassie me preguntó una vez: «¿Crees que alguien puede ser buen corredor si viene de una buena familia?». Era casi una pregunta retórica. Estaba pensando en su infancia en Etiopía: en la pobreza que lo rodeaba y en la violencia que reinaba en su hogar. Según el sorprendente análisis de Haile, todos los mejores corredores mundiales tenían historias complicadas. Creía que el déficit de oportunidades, unido al hecho de haber estado expuesto al dolor desde pequeño, no había limitado su talento, sino que lo había alimentado.

 

 

La observación de Haile acerca del origen de su propia grandeza nos da una pista no solo sobre la armazón emocional de los atletas que hacen avanzar el deporte sino también sobre el atractivo de la distancia. La maratón es una carrera que vincula a los corredores a sus propias historias personales. Es, en palabras de Gebrselassie, «una cuestión de cómo crece uno». El día de la carrera —con el mínimo equipamiento, sin compañeros de equipo y con escasa protección contra los elementos— uno está prácticamente desnudo. Únicamente puede apoyarse en su propio cuerpo: todo lo que ha hecho en su vida hasta el momento en que cruza la meta está conectado con el esfuerzo.

Pero el atractivo de la maratón va más allá. Hay quienes argumentan que las largas carreras a pie son la base de nuestra evolución como especie. En 2004 se publicó en la portada de la revista Nature un artículo, ahora famoso, escrito por dos antropólogos evolutivos, Dennis Bramble y Dan Lieberman, titulado «Endurance Running and the Evolution of Homo» («Las carreras de resistencia y la evolución de los homínidos»).[10] Su tesis principal era revolucionaria: los seres humanos evolucionaron como lo hicieron porque eran expertos en caza por persistencia, y perseguían a sus presas durante kilómetros y kilómetros.

«De la cabeza a los pies, todo encaja —argumentaban—. Evolucionamos para correr.»

A esta idea —conocida como la teoría del Hombre Corredor— se le ha dado mucho pábulo, en particular en Nacidos para correr, el popular libro de Christopher McDougall.[11] Merece la pena repasar sus ideas principales. En la teoría del Hombre Corredor, varios indicadores evolutivos parecen apuntar a nuestro desarrollo como cazadores por persistencia. Por ejemplo, a diferencia de los mamíferos no cazadores, pero como los caballos y los perros, podemos mantener la cabeza inmóvil a altas velocidades, gracias al ligamento de la nuca en la base del cráneo. También poseemos potentes músculos en los glúteos para impulsar las piernas y contrapesar nuestro pesado torso. En los pies y los tobillos tenemos los resortes de los tendones y ligamentos que necesitamos para correr. Nuestra cintura estrecha permite que los brazos y piernas oscilen en línea recta. Y, lo que es más importante, sudamos. Nuestro cuerpo es capaz de refrigerarse, lo que nos permite atrapar a un cuadrúpedo peludo y comérnoslo para cenar.

Un joven científico sudafricano llamado Louis Liebenberg dedicó años a observar a los bosquimanos del Kalahari —unos de los últimos cazadores por persistencia del planeta— mientras perseguían antílopes durante largas distancias bajo el sol abrasador del mediodía.[12] Estas cacerías duraban hasta seis u ocho horas, pero por lo general los humanos acababan imponiéndose. Liebenberg se dio cuenta de que, en los kilómetros finales, los cazadores a los que observaba entraban en una especie de «trance». En las persecuciones que finalizaban con éxito, el animal se desplomaba, exhausto. Las únicas armas que los bosquimanos necesitaban eran su mente y su cuerpo. Así pues, Liebenberg está convencido de que la caza por persistencia es la clave de nuestro desarrollo como especie.

La teoría del Hombre Corredor afirma que la caza por persistencia fue crucial para los antiguos humanos debido a nuestra codicia de proteínas. Para alimentar el cerebro, cada vez más grande, necesitábamos carne. Puesto que carecíamos de la velocidad punta para poder sorprender a los animales en la sabana, desarrollamos otra estrategia: perseguirlos hasta la muerte. Uno de los corolarios más interesantes de la teoría del Hombre Corredor es lo que dice de nuestro cerebro. Para poder soportar cinco o seis horas a través de la sabana bajo un sol de justicia en pos de una presa que posee una velocidad explosiva, los humanos necesitaban una poderosa imaginación, además de una gran capacidad de posponer la gratificación.

En el extraño y fascinante libro Why We Run, el biólogo Bernd Heinrich analizaba este «poder visionario» que debían poseer los corredores. «La clave de la persistencia, como bien saben todos los corredores de larga distancia, no está únicamente en las glándulas sudoríparas, sino en tener visión. Persistir es tener un objetivo claro y la capacidad de extrapolar mentalmente hacia él, la capacidad de tener en mente lo que no tenemos ante nuestros ojos. La visión nos permite saltar al futuro, ya sea para matar un antílope o para lograr un tiempo de récord en una carrera.»[13]

No a todo el mundo le convence la teoría del Hombre Corredor. Los escépticos argumentan que todos los atributos que los defensores de la teoría vinculan con el acto de correr también se podrían asociar igualmente al hecho de caminar. Asimismo, explican que, en la época en cuestión, la vegetación en África debía de ser demasiado abundante como para recorrerla de la manera en que se describe en la teoría. Y, evidentemente, la evolución es un proceso complejo. ¿Quién es capaz de dilucidar qué necesidad dio pie a cada cambio? Pero lo que sí está claro es esto: con independencia de lo importantes que pudieran ser las carreras de larga distancia para la evolución del Homo sapiens, los maratonianos modernos están escenificando de nuevo un rito ancestral.

Más aún. Habiendo visto cómo compiten los mejores corredores actuales, y cómo sucumben atletas en apariencia poderosos, la observación de Heinrich me parece acertada: lo que separa a los campeones de los perdedores es su mayor capacidad de visión. Naturalmente, cada individuo tiene su propio umbral físico. Por mucho que perseverase o entrenase, un jugador profesional de fútbol americano tendría dificultades para terminar una maratón en menos de tres horas. Pero, entre los atletas de más talento, procedentes de los más fértiles prados de la larga distancia, lo que distingue a un campeón es la capacidad de planificar una carrera, de responder a dificultades imprevistas, de manejar mentalmente diversas posibilidades y de ser más listo que sus rivales. Y eso no solo se aplica en la actuación de un atleta durante una carrera sino también en su capacidad de prepararse para dicha actuación, algo que puede ser aún más importante.

Así pues, las mejores carreras de maratón no solo ponen a prueba la preparación del atleta, sino su inteligencia y su temperamento. Aunque las mayores figuras de este deporte proceden mayoritariamente del mismo rincón del planeta, son individuos (como también lo serían los componentes de un grupo de estadounidenses, japoneses o islandeses) marcados por sus historias particulares y sobresalientes no solo por su talento sino por su fuerza de voluntad. Las grandes maratones también son especiales porque son pocas. A diferencia de la mayoría de los deportes, en los que los atletas juegan decenas de partidos cada temporada, los mejores corredores se enfrentan dos veces al año a esos 42,195 kilómetros. Muy pocos maratonianos sobreviven más de un puñado de años al máximo nivel. Saben que los días en los que pueden demostrar su valía están contados.

La prueba de la maratón ha experimentado una revolución en los últimos años, y los mejores maratonianos del mundo pueden avistar, aunque sin tocarla aún, la casi mítica marca de las dos horas. Al oír hablar a los mejores de la generación actual sobre la maratón de menos de dos horas —en parte rechazando la idea por imposible, en parte aceptando que está a su alcance—, resuenan ecos del montañero británico George Mallory, el primer hombre en liderar un asalto serio al monte Everest. Mallory lideró expediciones al Everest en 1921, 1922 y finalmente en 1924, el intento que le costó la vida. En la primera ocasión, en 1921, su grupo no tenía una idea clara de adónde iba. No tenían mapa: lo dibujaron a mano mientras se dirigían al pie de la montaña. En ese punto es, en un sentido alegórico, donde se encuentran los mejores corredores del mundo a día de hoy.

Mallory no solo era un montañero osado y experimentado, sino también un buen escritor. Había presenciado los horrores de la Primera Guerra Mundial, y sus relatos de escalada se caracterizan por ciertos excesos románticos, propios de quien acaba de escapar de una pesadilla. En ninguno de ellos es más pronunciada esta visión del mundo que en su descripción del Everest, el «gran colmillo blanco que se eleva desde la mandíbula del mundo».

En 1921, Mallory escribió lo siguiente sobre la primera vez que vislumbró la cima:

 

Los contornos de las montañas suelen ser asombrosos cuando se ven a través de la niebla; estos parecían sacados del sueño más disparatado. Un grotesco bloque triangular se erguía sobre las profundidades; su filo se elevaba en ángulo de unos setenta grados hasta perderse en las alturas. A la izquierda, una cumbre negra y dentada colgaba de forma imposible en el cielo. Progresivamente, muy progresivamente, vimos las grandes laderas de la montaña, sus glaciares, sus aristas; un fragmento por aquí y otro por allá, a través de las grietas flotantes, hasta que, mucho más alta en el cielo de lo que la imaginación se habría atrevido a sugerir, apareció la cumbre blanca del Everest. Y, en esta serie de vislumbres parciales, habíamos visto el conjunto: pudimos al fin recomponer los fragmentos, interpretar el sueño.[14]

 

El corredor del este africano prototípico nunca explicaría en estos términos la persecución de la maratón de dos horas. A diferencia de Mallory, ninguno de ellos ha tenido el privilegio de estudiar en la Universidad de Cambridge. Pero no he leído mejor descripción que esa de lo que aún es, incluso para los mejores maratonianos, un trofeo que apenas vislumbran a retazos. La maratón de dos horas existe en algún lugar más allá de los límites de su existencia profesional cotidiana. La visión posee una cualidad onírica, intangible, envuelta en la promesa de un dolor real. El pionero sabe que, para alcanzar la cumbre, debe soportar más, ser más valiente, planificar mejor y tener más suerte que quienes lo precedieron, y que, probablemente, todo ello sea insuficiente. Sabe que el honor podría recaer en otra generación.

 

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El récord mundial de Patrick Makau, que Mutai trató sin éxito de arrasar en Berlín, aún estaba a 3 minutos y 38 segundos de la marca de las dos horas. ¿Qué son 218 segundos? Una canción de música pop; una pausa comercial larga en televisión; el tiempo que se tarda en hacer un huevo pequeño pasado por agua. Sin embargo, en el contexto de la maratón, esos 218 segundos son toda una vida.

Para correr la maratón en 2:03:38, el ritmo medio debe estar ligeramente por encima de 2 minutos y 55 segundos por kilómetro. Terminar una maratón en dos horas justas exige una media de 2:50 por kilómetro, lo que supone una mejora de casi un 3 por ciento. En abstracto, la diferencia parece insignificante; en realidad, la diferencia entre una carrera de 2:03:38 y una maratón corrida 218 segundos más rápido es similar a la distancia que hay hoy en día entre los mejores corredores africanos y los mejores europeos. Es decir, un abismo.

Lo más curioso del debate sobre la maratón de dos horas es que, cuanto más se aproxima a esa marca el récord mundial, más eco tienen las voces pesimistas. Entre los agoreros destacan expertos como Ross Tucker, un científico del deporte de la Universidad de Ciudad del Cabo, en Sudáfrica, que dirige un influyente blog sobre deportes de resistencia llamado sportsscientists.com. Tucker es pesimista sobre la posibilidad de llegar a presenciar una maratón por debajo de las dos horas mientras viva (y es un hombre joven).[15] Sus razones son complejas, pero se pueden resumir en lo que él considera que es la verdad esencial de las carreras de maratón de élite en la segunda década del siglo XXI: que el arte de mantener el ritmo ya se ha refinado prácticamente hasta la perfección.

En la fecha de publicación original de este libro, solo cuatro hombres —Wilson Kipsang, Dennis Kimetto, Emmanuel Mutai (sin relación con Geoffrey) y Patrick Makau— habían corrido cada una de las dos mitades de una maratón por debajo de los 62 minutos. (Geoffrey Mutai y Moses Mosop también lo hicieron en Boston, pero su carrera no se computó a efectos del récord mundial, por los motivos que se exponen en el capítulo anterior.) Casi todos los que intentaron esa estrategia fracasaron estrepitosamente. Habida cuenta de este historial, a Tucker le parece absurdo pensar que alguien pueda correr cada mitad de una maratón en una hora. En resumidas cuentas, cree que la élite actual ya ha logrado hitos extraordinarios, cercanos al límite de lo humanamente posible. Podrían limarle unos segundos al récord, pero ¿minutos? Para eso tendrán que pasar varias generaciones.

Mike Joyner es más optimista. Señala que desde la década de 1950, cuando los mejores atletas pasaron a entrenar durante todo el año, el récord mundial de maratón ha bajado en más de dieciséis minutos. Desde los años sesenta, cuando los africanos empezaron a participar en competiciones de atletismo, el récord ha bajado entre uno y cinco minutos por década. Desde los años ochenta, el progreso ha sido más lento. Dependiendo de dónde empecemos a contar, y, por tanto, de cuán rápido pensemos que las marcas de la maratón comenzarán a estancarse, la primera carrera por debajo de las dos horas se correrá alrededor de 2022 (si comenzamos a contar a partir de los años sesenta) o bien alrededor de 2035 (si empezamos en los años ochenta).

Joyner, por tanto, no tiene ninguna duda de que la maratón de dos horas acabará cayendo. Durante nuestras conversaciones en 2012 y 2013, argumentó que el récord mundial de Makau, 2:03:38, era «facilillo». De hecho, pensaba que la mejor marca mundial no oficial de Geoffrey Mutai, 2:03:02, también era abordable en un futuro próximo. Históricamente, existe una correlación estadística entre el récord mundial de los 10.000 metros y el de la maratón. En varios momentos a lo largo de la historia, si se multiplicaba por 4,6 o por 4,7 el récord mundial de los 10.000 metros, se obtenía el de la maratón. Actualmente, si se multiplica el récord de los 10.000 metros (26:17:53, en posesión del etíope Kenenisa Bekele) por 4,7, se obtienen aproximadamente los 2:03:38 de Makau. Pero si nos fijásemos en el extremo inferior del conjunto de datos estadísticos, y lo multiplicásemos por 4,6, obtendríamos 2 horas y 1 minuto para la maratón. Esta es la marca a la que Joyner cree que pronto llegaremos.

Muchos comparten el optimismo de Joyner. Un artículo publicado en 2012 por el estadístico e historiador de la maratón David Martin, en colaboración con el investigador Holly Ortlund, predijo que la primera maratón en 1:59:59 se correría entre 2029 y 2032.

No obstante, algunos creen que ni siquiera esta es una predicción lo bastante osada. Doug Casa, científico del deporte estadounidense, cree que las dos horas se lograrán en menos de una década. Sus cálculos se basan en los progresos en las técnicas de entrenamiento y en la gestión de dicho entrenamiento y de los propios atletas, los avances en la tecnología del calzado y las bebidas, y el tipo de impulso que se produce cuando los récords se acercan lo suficiente a una marca como la de dos horas en la maratón, y la expectación crece. Pero la raíz de su análisis es una visión optimista de la capacidad de mejora de los seres humanos. «Seríamos ingenuos si pensásemos que no podemos ser más inteligentes de lo que lo somos hoy en día —me dijo—. Fijémonos en la literatura de los años veinte, los cuarenta, los sesenta o los ochenta. En todas esas épocas, la gente prácticamente decía que estábamos alcanzando nuestros límites fisiológicos. Y, cada una de esas veces, se equivocaban.»

La postura de Casa es muy similar a la de Ned Frederick, y su humildad resulta atractiva. Siempre tenemos la tentación de pensar que nuestra época es la definitiva. ¿Cuántas veces hemos oído decir que la generación actual de atletas entrena lo máximo posible, en las mejores condiciones, y que la preparación para las competiciones atléticas no se puede mejorar? En su artículo, escrito hace un cuarto de siglo, la sabiduría de Frederick se reflejó en el hecho de que supo ver este «presentismo» como lo que es: una bobada. El año 1986 también fue el futuro en algún momento.

Puede que la maratón de menos de dos horas sea posible o no. Nadie lo sabe con certeza, y cualquiera que afirme tenerla es un temerario o un loco. Según los modelos de los que disponemos en la actualidad, este logro parece estar fisiológicamente al alcance de las posibilidades humanas. Pero la fisiología es solo uno de los aspectos que hay que entender para comprender lo que es correr. Los seres humanos son algo más que corazones, pulmones y piernas; y el intento de alcanzar territorio virgen es algo más que una batalla de pies veloces.

 

 

Tal como escribió Frederick en su artículo de 1986: «Solo los soñadores que nos rodean son capaces de imaginar dónde quedan los verdaderos límites». Por suerte, estos soñadores existen. Los encontramos en lugares insospechados: Rochester (Minnesota), Nijmegen (Holanda), Eldoret (Kenia). En el verano de 2011, Andy Barr, un escocés que trabaja como creador de productos en la sede de Adidas en Herzogenaurach (Alemania), se levantó en mitad de una reunión y dijo algo tan provocador que sus colegas aún lo siguen comentando. La empresa empezaba a pensar en su línea de productos para atletas de élite para la temporada 2013, y Barr llegaría a ser fundamental en el proceso de diseño. Había creado la zapatilla que Haile Gebrselassie llevaba para batir el récord del mundo en 2008, y también había tenido un papel principal en la creación de la que Patrick Makau utilizó en 2011 cuando mejoró el récord de Haile en 21 segundos. El joven escocés se levantó en plena reunión y dijo que la idea que debía guiar a la compañía debía ser la de una maratón de menos de dos horas. Así fue como nació «Sub-2», un proyecto extraoficial de Adidas.

Barr es un aficionado a la maratón que también diseña material deportivo para la prueba, y había contemplado asombrado a la serie de kenianos —la mayoría de ellos atletas de Adidas— que habían reescrito las posibilidades de la carrera de 42,195 kilómetros durante la primavera de 2011. En particular, los 2:03:02 de Geoffrey Mutai en Boston despertaron su interés. «Todo el mundo decía que era imposible correr la milla en menos de cuatro minutos —explicaba Barr—. Y, durante mucho tiempo, fue imposible. Pero, de pronto, en 1954, Bannister bajó de cuatro minutos. Y a continuación, todo el mundo lo hizo también.»

Barr y sus colegas diseñadores de Adidas temían que los malinterpretasen. El proyecto era claramente «oficioso»: era «una metáfora», bajo ninguna circunstancia querían encontrarse en la situación de liderar una ofensiva pública contra su mayor competidor, Nike, basado en la maratón de menos de dos horas. Pero era evidente que la recompensa para la empresa de calzado deportivo cuyo atleta rompiese la barrera sería enorme e incuantificable. Cada récord del mundo que batía un atleta de Adidas constituía una ocasión para vender más zapatillas, y hacer historia con la primera maratón por debajo de dos horas sería una oportunidad de marketing sin parangón. Adidas no era la única compañía que estaba pensando en esta línea. A finales de 2013, se supo que Nike estaba trabajando en su propia zapatilla «sub-dos».

El entusiasmo de las multinacionales de ropa deportiva no demuestra nada en lo que se refiere a la viabilidad de correr una maratón en 1:59:59. Pero sí sugiere lo siguiente: con independencia del pesimismo de algunos disidentes bien informados, el asalto a las dos horas no va a desaparecer de la imaginación popular. Es el Everest del deporte. Como especie, nos interesan los logros extraordinarios, y nuestro cerebro se aferra a las marcas redondas.

Con independencia de en qué bando del debate sobre las dos horas nos situemos, tanto si creemos que el debate en sí es absurdo y prematuro como si estamos convencidos de que presenciaremos ese momento histórico en el futuro próximo, para llegar a las dos horas aún hay que rebajar en tres minutos el récord mundial. Podemos estar seguros de que esos segundos no caerán fácilmente. Pero en algún lugar, en las montañas, hay algún corredor vivo que ha vislumbrado un prodigioso colmillo blanco que se eleva desde la mandíbula del mundo, y se propondrá conquistarlo.