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No fue casualidad, chicos
2010-2012
En 2010, Mutai ya sabía que poseía un talento especial. También sabía que con ese talento no bastaba. Para los mejores corredores, el dinero abundaba y las distracciones eran múltiples. Todos y cada uno de ellos habían crecido como Sammy, rodeados de hambre y pobreza. Mutai no era inmune a esas tentaciones. Aún recordaba esas confusas mañanas en Rongai, cuando se despertaba en casas de desconocidos, y sabía lo fácil que sería caer de nuevo en esa vida. La región de los corredores rebosaba talento alcohólico y desperdiciado.
Al mismo tiempo, le espoleaba la audacia que veía a su alrededor. Los atletas estaban logrando marcas previamente inimaginables y ganando las carreras de maneras novedosas. Haile había transformado el arte de batir récords mundiales en Berlín, y Wanjiru había cambiado la historia de las carreras. Era imposible sustraerse al espíritu de la época. Haile inspiraba particularmente a Mutai.
Cada prueba se convirtió, en palabras de Mutai, en «un examen». Entre bastidores, sus representantes estaban tratando de que tuviese la oportunidad de correr las majors. Tras una beneficiosa victoria por debajo de la hora en la media maratón de Ras al-Jaima, en los Emiratos Árabes Unidos, en la primavera de 2010 lo inscribieron en la maratón de Rotterdam. La carrera no es una de las majors, pero sí pertenece a la clase más alta de las maratones de segunda categoría. Normalmente, la gente decide correr en Rotterdam porque, si el día es propicio, es una carrera rápida.
En la mañana húmeda y gris del 11 de abril de 2010, la carrera empezó rápida. Los diez contendientes del grupo de cabeza llegaron al ecuador de la carrera en menos de 62 minutos, todos ellos a ritmo de récord del mundo, algo que no podría mantenerse. Poco después el grupo se hizo añicos, hasta que solo quedaron dos hombres en cabeza: Mutai y Patrick Makau, un kamba obstinado que lucía un fino bigote propio de una estrella de cine de los años cuarenta. En la recta de llegada, Makau se adelantó a Mutai para lograr el que entonces era el cuarto mejor registro de todos los tiempos: 2:04:47. Mutai terminó a ocho segundos, en 2:04:55, una enorme mejora de su marca personal. Aunque no ganó la carrera, había ido por delante de Makau durante casi todo el recorrido hasta la línea de llegada. Además, se había convertido en un tipo de dos cero cuatro.
Gracias a su gran actuación en Rotterdam, lo invitaron a la revancha con Makau en Berlín en septiembre: su primera major. Era un día lluvioso, había charcos en el suelo, y nadie esperaba un récord. De nuevo, Mutai trató de marcar un ritmo alto; de nuevo, Makau se le pegó a los talones. Corrieron como si estuviesen unidos por una cadena hasta llegar a la puerta de Brandemburgo, a unos 400 metros de la meta, donde Makau de nuevo impuso su mejor esprint para superar a su rival. Acabaron en 2:05:08 y 2:05:10, respectivamente.
Esta segunda derrota consecutiva ante Makau provocó en Mutai un período de reflexión. Intentó analizar qué era lo que había salido mal. En ambas ocasiones se había sentido fuerte tanto antes como durante la carrera. Sabía que era capaz de lanzar ataques sostenidos, como había demostrado de la manera más espectacular en la maratón de Eindhoven en 2009, donde corrió los últimos 7 kilómetros a un ritmo de dos horas en la maratón. Pero ni en Berlín ni en Rotterdam había desfondado a Makau con un ataque sostenido. Lo único que había conseguido era escoltar hasta el tramo final de la carrera a un corredor que tenía un final más rápido, como la mejor liebre del mundo, y a continuación había observado cortésmente mientras Makau lo superaba con el esprint. «Lo embarazoso para mí fue que, cuando terminé con Makau, aún tenía energía —recordaba—. ¿A qué estaba esperando? Si hubiese luchado desde el principio, lo habría dejado atrás … Esa es la lección que me enseñó Makau.»
Dicho de otro modo: necesitaba ser más agresivo. Necesitaba, en sus propias palabras, «valor». La mayoría de los maratonianos odian correr en cabeza. Es una posición que los hace sentirse solos, donde corren desprotegidos frente al viento y que resulta psicológicamente agotadora. Además, les proporciona una referencia a los atletas que corren por detrás. Sin embargo, en el pasado ha habido algunos atletas especiales a quienes correr en cabeza les proporcionaba fuerzas adicionales. Ron Clarke, el gran australiano de los años sesenta, fue uno de ellos.
Para Clarke, correr en cabeza no era únicamente una táctica, sino también una extensión de su manera de entender la vida. «Lo más horrible que le puede pasar a un corredor es que lo derroten en la recta final cuando aún está fresco —manifestó a Sports Illustrated—. Con independencia de contra quién corriese o cuáles fuesen las circunstancias, yo siempre trataba de ir al límite a lo largo de toda la carrera. Me da asco ver como un corredor superior espera retrasado en el pelotón hasta los últimos 200 metros y después lanza un esprint. Es inmoral. Es un insulto a los corredores y una afrenta a su propia capacidad.»
Steve Prefontaine, el corredor estadounidense de los años setenta cuya vida fue trágicamente breve, también prefería correr en cabeza, pero su retórica era menos noble: «Odio llevar gente detrás aprovechándose de mí», explicó.[1]
Mutai necesitaba adoptar algo de la actitud de Clarke y Prefontaine. Necesitaba deshacerse cuanto antes de los aprovechados. Con su nuevo plan en mente, cambió su manera de entrenar. De vuelta en su campo de entrenamiento en Kapng’tuny, se enfrentó a su carrera larga semanal como si fuera un día de competición y probó su nueva táctica, consistente en marcar un ritmo rápido hasta la mitad de la carrera y a continuación acelerar en solitario dejando atrás a sus compañeros de entrenamiento, para ver cuánto sufrimiento, y cuánta velocidad, podía aguantar. Mucho, resultó ser la respuesta. En 2011, armado con su nueva estrategia para correr la maratón, cambiaría este deporte para siempre.[2]
Mutai nunca había visitado Estados Unidos hasta que llegó al aeropuerto internacional de Logan para correr la maratón de Boston de 2011. Llegó el martes anterior a la carrera, que se corría un lunes (algo antes de lo que suelen llegar los corredores de élite), ilusionado ante la perspectiva de correr una maratón que había visto tantas veces por televisión. Prácticamente lo primero que quiso hacer al aterrizar fue inspeccionar en coche el recorrido de la carrera. Junto a Van de Veen, condujo desde Hopkinton (Massachusetts) siguiendo la trayectoria de la maratón en dirección este-nordeste hacia la línea de meta en Boylston Street, en el centro de la ciudad. Como había visto anteriores ediciones, reconoció los puntos señalados de la carrera: Wellesley, Newton, Heartbreak Hill. Pero, al revisar el recorrido de cerca por primera vez, sintió una mezcla de emoción y una ligera intimidación. Había cuestas, muchas cuestas. El recorrido le recordó a sus pistas de entrenamiento en Skyland. Cuando volvió al hotel, buscó a su amigo y paisano kipsigis Robert Cheruiyot, que había batido el récord de la carrera en Boston el año anterior, con 2:05:52. «¿Cómo pudiste correr en dos cero cinco aquí?», le preguntó Mutai. Se rieron.
El día de la carrera amaneció soleado, frío y con viento de poniente. Era perfecto. Mutai, envalentonado por su entrenamiento y fortalecido por sus nuevos mantras («acaba con ellos rápido»; «cualquier cosa es posible»; «sé valiente»), entró en carrera rápidamente. Pero fue Ryan Hall, el estadounidense, el que marcó el ritmo en el primer tramo. Lideró la carrera en solitario, por delante de un nutrido grupo de africanos. De vez en cuando se acercaba la mano a la oreja para incitar a la multitud a que animase con fuerza.
Hacía mucho tiempo que los bostonianos no veían a un estadounidense en cabeza de la maratón. Mutai recuerda que los corredores africanos del este no le dieron ninguna importancia a que un estadounidense blanco se distanciase; estaban convencidos de que podrían alcanzarlo más adelante. Lo único que les preocupaba era que algún keniano o etíope lanzase un ataque. Pero Mutai estaba decidido a evitar perder de vista a Hall. Respetaba la capacidad del muzungu y no quería concederle demasiada ventaja.[3]
Fueron pasando los kilómetros. Espoleado —y a menudo liderado— por Hall, un gran grupo de cabeza, formado por una docena de atletas, recorrió la mitad de la carrera en 61:58 (un parcial muy rápido, un minuto y medio inferior a la marca de Cheruiyot el año anterior). Cuando Mutai cambió de ritmo, seis hombres respondieron. Lanzó otro ataque fuerte cuando quedaban algo más de 11 kilómetros para la meta, al correr a un ritmo de 2:49 el kilómetro entre los kilómetros 30 y 32. La mayor parte del pelotón se vino abajo tras este tirón. Pero un hombre, un debutante llamado Moses Mosop, lo aguantó.
Mosop corría con una zancada ágil y potente. Cuando era júnior, sus compañeros de entrenamiento lo apodaron «Engine Kubwa» («gran motor» en suajili). Mutai estaba empezando a ver por qué. Cada vez que atacaba, Mosop respondía. Mutai estaba decidido a quitárselo de encima, a correr en solitario, a sentir cómo el Espíritu atravesaba su cuerpo. Una y otra vez, Mutai apretaba; una y otra vez, Mosop respondía a los ataques. Con ambos hombres tratando de destrozarse mutuamente, los parciales rozaron lo sobrenatural. «No hubo un kilómetro en el que relajásemos el ritmo —recuerda Mutai, con un brillo en los ojos al rememorar la batalla—. ¡Estábamos luchando!»
En los últimos cientos de metros, Mutai lanzó un nuevo ataque cuando ambos doblaban la esquina hacia Boylston Street y acabó definitivamente con su rival. La brecha entre ambos fue aumentando: dos metros, cinco, diez… Llegó a la meta, con los brazos en alto, cuando el locutor de la carrera gritaba, con voz de asombro, «en dos cero tres JUSTOS…».
En realidad, Mutai terminó en 2:03:02, unos números que marcarían el resto de su carrera. La marca valía muchísimo dinero. Allí mismo recibió 225.000 dólares (150.000 por la victoria, 50.000 por la mejor marca mundial y 25.000 más por batir el récord de la carrera). Además, ese registro le permitiría a partir de entonces exigir cuantiosas sumas solo por correr. Se acababa de convertir en el maratoniano más rápido de la historia. Se hablaba de que cobraría un cuarto de millón de dólares únicamente por hacer acto de presencia en su siguiente carrera. Asimismo, iba bien encaminado hacia el bote de medio millón de dólares de las World Marathon Majors. Y Adidas, la marca de zapatillas que lo patrocinaba, también querría recompensarlo.
Sin embargo, en lo personal, ese crono a punto estuvo de hundirlo. Un doble asterisco pendía sobre su actuación. No era solo que las marcas obtenidas en Boston no se pudiesen convalidar como récords mundiales, sino que la gente no dejaba de hablar del viento. Esos comentarios lo enfurecían, aunque, por su comportamiento tranquilo, nadie lo habría dicho.
«Intenté disfrutarlo —recuerda—, pero…» No encuentra las palabras precisas. «Fue doloroso. Es como si uno está trepando a un árbol y, cuando está a punto de llegar a lo más alto, se cae al suelo. Y tiene que volver a trepar desde abajo.»
La herida de Mutai era interior y se la curó en privado. Al fin y al cabo, era la primera vez que ganaba una de las majors, y además había encontrado la clave para resolver las carreras: con más agresividad, y reaccionando más pronto. Estos éxitos merecían celebrarse. También sabía que la única cura para sus padecimientos pasaría por lograr más victorias en las carreteras. No podía hacer otra cosa que volver al trabajo.
Entretanto, su vida doméstica había cambiado hasta volverse irreconocible. Había sido padre de una niñita preciosa y vivaz llamada Michelle, a la que adoraba. Le puso a su hija pendientes de oro en las orejas y se trasladó con su familia a una amplia casa de dos pisos en Elgon View, la zona más exclusiva de Eldoret. Compró varias propiedades para alquilar e invirtió en terrenos agrícolas. Conducía caros vehículos todoterreno, cuyas plataformas de carga iban a menudo llenas a rebosar de compañeros de entrenamiento o de verduras de sus huertos. También vestía ropa mejor.
Pero Mutai sabía lo que el dinero había hecho con las cabezas de otros corredores, por lo que continuó viviendo en condiciones humildes en Kapng’tuny seis días a la semana. En 2011 vivía con otros tres atletas en una pequeña cabaña situada en la ladera embarrada de una montaña. Su casa estaba rodeada de campos donde, a un lado pacían vacas frisonas y, en el otro, tenían unas cuantas gallinas, así como tres retretes exteriores llenos de moscas a pocos metros de la entrada. No había agua corriente. Cuando Mutai o alguno de sus compañeros quería lavarse, comer, limpiar o hacer la colada, salían al pozo, bajaban un cubo y subían el agua con una cuerda.
Mutai se repartía con sus amigos las tareas de la cocina. Preparaban la comida agachados junto a un hornillo de acampada en la fría despensa reconvertida en cocina situada en la parte trasera de la casa. Los platos solían ser sencillos: ugali con managu, una verdura parecida a la ortiga que freían en una sartén pequeña. A veces cocinaban pasta y, muy ocasionalmente, algo de carne.
Mutai era rico (como mínimo, millonario en dólares) y no necesitaba vivir así.[4] Desde un punto de vista exclusivamente económico, su vida en Kapng’tuny era mera fachada, puro teatro. En su amplia y confortable casa de Eldoret, Mutai realizaba muy pocas de las tareas domésticas que llevaba a cabo cuando entrenaba. Ese era trabajo femenino, del que se encargaban discretamente su esposa y las mujeres de su familia.
Pero allí, en mitad de la nada, las reglas eran otras. Los hombres cuidaban de sí mismos. La autosuficiencia, pensaba Mutai, no era un inconveniente sino algo que contribuía al entrenamiento. La idea era vivir con humildad y entrenar duro, con pocas distracciones, en una comunidad entregada a rituales agotadores. Su dinero le habría permitido a Mutai mandar sobre sus compañeros, pero prefería no hacerlo, por motivos tanto éticos como pragmáticos: según explicaba, los necesitaba en la misma medida en que ellos lo necesitaban a él.[5]
En la minúscula habitación de Mutai en la cabaña —de entre seis y nueve metros cuadrados— había una cama individual, una radio con reproductor de CD en la mesilla de noche y una improvisada cuerda para tender la ropa que iba de una esquina de la habitación a la opuesta. Las moscas revoloteaban alrededor de una bombilla que colgaba desnuda del techo. Una pared estaba decorada con recortes de periódico sobre sus recientes victorias; en la pared adyacente había una muestra de cariño de su mujer: un póster en el que había escrito el texto siguiente en inglés y con una caligrafía redondeada: «Mi amor, te prometo que estaré a tu lado tanto en las situaciones fáciles como en las difíciles, en cualquier momento, en cualquier lugar. Sabes que ocupas un lugar muy especial en mi corazón».
De vez en cuando, la mujer y las dos hijas de Mutai, que vivían con grandes lujos en Eldoret, iban de visita. Mutai recordaba entre risas que su hija mayor le preguntó una vez por qué vivía en un sitio así, de esa manera. «Le contesté que nos gustaba estar ahí, que lo disfrutábamos —contaba Mutai—. Pero no me creyó.»
Como demostraba la historia de Wanjiru, los hombres que tienen dinero y propiedades en Kenia deben soportar una presión importante. Aquí, en un pueblo perdido, en mitad de la nada, Mutai hacía su vida sin que prácticamente nadie lo importunase. La única molestia que tenía que soportar era la que suponían los muchos borrachos del pueblo que se le colgaban del brazo pidiendo dinero cuando hacía la compra o cuando se acercaba a la tetería a por chapattis. Pero no era difícil ignorarlos. Cuando Mutai estaba en la cabaña, barría y fregaba, o se relajaba viendo películas chinas baratas dobladas al suajili. Algunas noches iba en coche con amigos hasta Torongo, un pueblo cercano, para disfrutar de una barbacoa nyama choma, una exquisitez keniana. Pero, sobre todo, se dedicaba a correr.
El programa de entrenamiento de Mutai era sencillo. Una carrera temprana, antes de que amaneciese, a la que seguía un desayuno de chai —la variedad de té suave, con leche y azúcar, favorita de los kenianos— y pan. Cuando vivía en la cabaña en la montaña, la leche para el té se la llevaba hasta allí en una jarra de plástico un chico llamado Renson Kiprotich. Renson era descarado, patizambo, tenía una sonrisa a la que le faltaban varios dientes, era el chaval más listo del pueblo e iba un curso adelantado a su edad. También hablaba un inmaculado inglés pasado de moda.
Una mañana, cuando yo me estaba alojando en la cabaña con Mutai y sus compañeros de entrenamiento, Renson llamó a la puerta.
«Permíteme que salude a estos caballeros», le dijo a Mutai. A continuación, extendiéndome la mano, dijo: «Hola, hombre blanco».
Mutai se rió. El inglés que hablaba Renson era mejor que el suyo. El chico tenía doce años.
Renson les llevaba la leche todos los días antes de ir a la escuela. Como recompensa, recibía algo de dinero y la posibilidad de desayunar con Mutai y sus colegas, un privilegio que era la envidia (justificada) de sus compañeros de clase. A pesar de su precocidad académica, Renson no pensaba ir al instituto, porque sus padres no podían permitírselo. Saltaba a la vista que Mutai disfrutaba de poder hacer algo por el chaval. La hora del desayuno era un momento entrañable: tres corredores que sumaban ocho victorias en maratones de mucho dinero, apiñados en una habitación fría y llena de humo junto al empollón de la escuela.
Alrededor de las 9.00, los atletas comenzaban la sesión de entrenamiento más dura de su jornada. En otras zonas de esta región de los corredores, el «trabajo de velocidad» —consistente en intercalar períodos de carrera rápida y lenta— solía hacerse en la pista. Pero no había ninguna pista en Kapng’tuny, y además Mutai no veía la necesidad de correr en círculos. Las cuestas, pensaba, «se quedaban en las piernas» más tiempo que el hecho de correr en terreno llano. Todas las sesiones —trabajo de velocidad, fartlek, carreras rápidas, carreras fáciles— tenían lugar en la pista de carreras de Dios: los caminos de tierra de Skyland.
Muchas de las sesiones eran salvajes. En una de las que presencié, unos sesenta atletas se dieron cita a las afueras de Kapng’tuny para llevar a cabo trabajo de velocidad. El entrenamiento comenzó con una carrera de calentamiento de veinte minutos, subiendo y bajando cuestas, en la que el ritmo iba aumentando gradualmente. Cuando llevaban unos diez minutos corriendo, los atletas pasaron junto a un labrador que se dirigía a su trabajo. Era un hombre de unos cincuenta años, de complexión delgada, con barba y mosca. Llevaba un andrajoso traje pardo y zapatos de vestir negros a los que les faltaban los cordones. Encantado de tener compañía, corrió más de kilómetro y medio con el grupo de Mutai antes de dejarlos ir. Nadie mencionó su presencia, ni durante la sesión de entrenamiento ni más tarde. Parecía algo de lo más normal que un trabajador de mediana edad pudiese seguir el ritmo de algunos de los atletas más importantes del mundo.
Después de veinte minutos de carrera lenta, la sesión empezaba de verdad. El plan consistía en correr dieciocho esprints de dos minutos cada uno, con un minuto de carrera lenta entre ellos. Incluyendo el calentamiento, los atletas recorrían en total más de 21 kilómetros subiendo y bajando cuestas en altitud.
Como atleta veterano, Mutai se tomaba muy en serio su papel de líder. (Por ejemplo, había aprendido el lenguaje de signos para comunicarse con los dos corredores sordos de su grupo.) A medida que aumentaba la intensidad del entrenamiento, iba ocupando su lugar en la cabeza del pelotón. Con su camiseta roja y pantalones cortos negros, se aseguraba de que los esprints fuesen lo suficientemente rápidos. Era algo emocionante de ver. A veces, Mutai y los atletas más fuertes esprintaban tan rápido que adelantaban a la motocicleta de 50 cc en la que yo iba montado. A medida que la sesión fue progresando, empezaron a abrirse grandes huecos en el grupo. Algunos atletas dejaron de correr después de cinco o seis esprints; otros aguantaron, pero a gran distancia de los primeros. Un grupo de unos ocho atletas logró completar la sesión al ritmo más rápido (muchos de ellos ya habían ganado maratones en sitios como Tokio o París).
Al final del entrenamiento, el jefe me comentó: «Ahora entiendes por qué los necesito».
Pero no era nada fácil saber qué era lo que necesitaba Mutai, lo que necesitaba de verdad. Desde luego, era algo más que el mero éxito. O quizá él entendía el éxito de una manera muy distinta al resto de los atletas, para quienes las victorias en las maratones y los premios que las acompañaban eran, empleando la terminología luterana, señales visibles de la providencia.
Mutai deseaba algo más que medallas o dinero, aunque ambos eran importantes para él. Quería sentirse ratificado y redimido de alguna manera. Esta carencia reveladora se ponía de manifiesto en cada castigo que se infligía a sí mismo sobre los caminos de tierra. No estaba satisfecho, no podía estarlo. Era una especie de maldición —ser tan grande y tan incapaz de aceptarlo— pero también, cabe sospechar, la fuente de su grandeza.
Cuando hablaba de lo que lo motivaba, solía ser al final de un día en el que había entrenado bien y cuando su cuerpo parecía purgado. Tirado en un sofá, viendo las noticias en la televisión sin prestar mucha atención, ofrecía alguna pista. Una noche en Kapng’tuny, Mutai contó que, cuando iba ascendiendo, cuando las victorias se sucedían una tras otra, esperaba escuchar algo de su padre —¿una expresión de aceptación, una disculpa?—, que había arruinado su infancia y había criticado duramente la profesión que Mutai había elegido. Pero eso nunca sucedió. Mutai explicó que, sobre el espinoso asunto del pasado, «solo había habido silencio». Toda su familia —incluido su padre— se había limitado a celebrar sus éxitos con él. Geoffrey aceptó sus felicitaciones. De hecho, disfrutó con ellas. Mucho antes de que empezase a ganar dinero por correr, Mutai le había preguntado a su padre cuánto costaría reparar el tejado de su casa en Rongai. Ahora, con el dinero asegurado, encargó las obras necesarias.
Esto podría interpretarse como un acto sentido de perdón, pero era lo único que Mutai podía hacer. Era consciente de cuáles eran sus orígenes y de que romper los vínculos familiares equivaldría a minar su propia identidad. «No quiero venganza —explicaba—. Mis padres son mis padres, eso no lo puedo cambiar. No tengo más padre que este.»
Para aclarar lo que quería decir, Mutai contó un curioso detalle de los nombres kalenjins. Su padre se llama Andrew Kimutai Koech. El nombre completo de Geoffrey es Geoffrey Kiprono Mutai. Los hombres no pasan sus apellidos a sus hijos varones, como sucede en los países occidentales, sino que el apellido del hijo se obtiene a partir del segundo nombre del padre, al que se le quita el prefijo: es una transacción entre una generación y la siguiente. Así pues, explicó Geoffrey, padre e hijo no solo están unidos por la biología, sino también por la nomenclatura. Compartían ese vínculo filial —de Kimutai a Mutai— y nada podría cambiar nunca esa relación.
Esa misma noche, Mutai contó otra historia sobre su padre. Una vez, después de ganar una carrera en Europa, Mutai se enteró de que su familia había celebrado una fiesta en su honor en Rongai. En este convite, su padre se había emocionado, casi hasta las lágrimas, al decirles a los invitados: «Este chico siempre ha trabajado duro». A Mutai le contó esta anécdota uno de sus hermanos; su padre nunca tuvo el valor de decirle algo así a su primogénito a la cara.
«Algún día hablaremos», decía Mutai.
Después de Boston, Mutai quería correr en Nueva York en noviembre. La opción más evidente para un atleta que desease reforzar su reputación como el más rápido de la historia era Berlín, donde se baten casi todos los récords mundiales. Pero, tras la decepción que se había llevado en Alemania el año anterior, aún no quería volver a correr allí. En particular, no tenía ninguna intención de volver a escoltar a Makau —al que, como campeón vigente, sin duda invitarían a participar— hasta la línea de meta. Además, nunca había corrido en Nueva York. Era un recorrido complicado, con una tradición de carreras competidas y sin liebres. Si ganaba allí, nadie podría poner en duda su logro.[6]
El 6 de noviembre de 2011, un día gélido y soleado en Nueva York, el grupo de corredores rebosaba talento. Entre los favoritos estaban Emmanuel Mutai, que se había impuesto en la maratón de Londres en abril de ese año con un tiempo de 2:04:40, y Tsegaye Kebede, el pequeño etíope que había superado a Emmanuel en la maratón de Londres en 2010 y unos meses después había perdido la batalla con Sammy Wanjiru en Chicago.
Geoffrey los venció a todos en la que podría considerarse la mejor actuación en la historia de la maratón. A los 32 kilómetros, aún había siete atletas en el grupo de cabeza, incluidos todos los favoritos y Meb Keflezighi, el último estadounidense que había ganado en Nueva York, en 2009. Fue en ese momento cuando Mutai decidió romper el pelotón de un mazazo. Corrió los 5 kilómetros entre el 32 y el 37 en 14 minutos y 2 segundos, a una media de 2:48 por kilómetro. (Esto es extremadamente rápido: si alguien corriese la maratón entera a 2:48 por kilómetro, terminaría en 1 hora 58 minutos.) Aunque el ritmo de Mutai bajó ligeramente tras el ataque, mantuvo la agresividad hasta el final de la carrera. Nadie sobrevivió. Cruzó la línea en 2:05:06, más de un minuto por delante de su rival más cercano y más de dos minutos y medio por debajo del récord de la carrera, una marca previamente inimaginable en Nueva York. Alzó los brazos exhibiendo sus bíceps y, quizá por única vez, se lo vio medianamente satisfecho.
En la cabina de comentaristas, Toni Reavis destacó la importancia de la carrera de Mutai. Solo cuatro hombres antes que él habían ganado en Boston y en Nueva York en el mismo año, pero ninguno de ellos había batido el récord de la carrera en ambas maratones.[7] La carrera de Mutai, dijo el comentarista, había silenciado los rumores que rodearon a la de Boston. Con sus pies, el keniano le había dicho al mundo: «No fue casualidad, chicos. Esta es la prueba».
Para el resto de los que se mueven en el mundo de las carreras de larga distancia, la actuación de Mutai lo cambió todo. Sumando ambas maratones había rebajado los récords de las carreras en más de cinco minutos, sin ayuda de liebres, y lo hizo de tal manera que había dejado a la gente anonadada: con ataques sostenidos desde mucho antes de llegar a la meta. Era como si hubiera descubierto un deporte nuevo.
Renato Canova, un entrenador italiano de pelo canoso que siempre lleva gafas de sol envolventes, haga el tiempo que haga, y que ha trabajado con muchos de los mejores corredores kenianos, estaba deslumbrado por la brillantez de la carrera de Mutai en Nueva York. Creía que, si Mutai hubiese corrido en Berlín en el estado de forma que exhibió en Nueva York, podría haber conseguido un crono de 2:02:20 o 2:02:30, más de un minuto más rápido que el récord mundial de Makau. Canova también argumentó que en Boston el viento no había tenido tanta importancia como otros habían dado a entender. La brisa, decía Canova, había sido tanto lateral como a favor. Creía que Mutai y Mosop no habían recibido el reconocimiento que merecían por haber logrado esas marcas increíbles.
A los pocos meses de la victoria de Mutai en Nueva York, otro entrenador italiano seguía rascándose la cabeza. Tras la muerte de Wanjiru, Claudio Berardelli siguió trabajando con algunos corredores de élite excelentes, incluida Priscah Jeptoo, futura vencedora en Nueva York y Londres, y Stanley Biwott, una joven promesa masculina. Llevaba siete años en Kenia cuando Geoffrey Mutai completó su asombroso 2011, y reconocía que esas actuaciones lo habían dejado «algo perplejo».
Una fría mañana de febrero de 2012, mientras conducía su Toyota Hilux por la carretera de Nangili, en los alrededores de Eldoret, y observaba a sus atletas de élite durante su primera carrera de la mañana, dijo: «Era como si, de repente, la maratón se hubiese acortado. Como si se hubiesen combinado las filosofías de los 10.000 metros y la media maratón … Ahora la maratón es como: “Bueno, son dos horas corriendo, y hay que tirar tan fuerte como seamos capaces”. Antes, todos tenían miedo. Esperaban hasta el kilómetro treinta. No hacían nada [hasta ahí], iban tranquilos, relajados, porque se podían quedar sin combustible.»
Berardelli no era el único al que Mutai había llevado a cambiar completamente sus ideas. La nueva estrategia de las carreras de maratón estaba cambiando incluso la manera en que los fabricantes de calzado diseñaban sus zapatillas. En la sede de Adidas en Alemania, los diseñadores Andy Barr y George Vontsolos llevaban mucho tiempo pensando en el efecto del calzado sobre las marcas en la maratón. Tenían interés en que quien batiese el récord mundial lo hiciese con sus zapatillas y enseguida señalaban que así había sido en 2007, 2008 y 2011.
Antes de Mutai y la era dorada de la maratón en 2011, su idea clave había sido hacer que las zapatillas fuesen muy ligeras. Un estudio patrocinado por Adidas realizado en los meses previos a los Juegos Olímpicos de 2012 llegó a la conclusión de que ahorrar cien gramos en el peso que soportaba el pie se traducía en un ahorro de energía de un 1 por ciento para el atleta. Este resultado guardaba relación con uno de los detalles más interesantes del debate genético alrededor del fenómeno de los corredores kenianos.
En general, los corredores kalenjins tienen las piernas sumamente delgadas por debajo de la rodilla. Se cree que esta característica fisiológica está relacionada con su pasado en el tórrido valle del Nilo: unas extremidades más finas se enfrían más rápido. Aunque en la actualidad los kalenjins viven a cierta altura, han conservado sus piernas delgadas. Un estudio demostró que los corredores de élite kalenjins tenían las piernas un 5 por ciento más largas y un 12 por ciento más ligeras que un grupo de corredores de élite suecos. En su extraordinario libro El gen deportivo, David Epstein explica: «El peso situado en la punta de las extremidades se conoce como “peso distal” y, para un corredor de larga distancia, cuanto menor sea este peso, mejor».[8]
Por lo tanto, una zapatilla ligera es fundamental para los maratonianos, que ya son tan delgados como galgos de carreras. En la última década, la mayoría de los fabricantes de calzado produjeron zapatillas de competición que parecían puntas de ballet. Pero, recientemente, el equipo de Adidas decidió reconsiderar sus prioridades de diseño. Tras mantener conversaciones con Geoffrey Mutai, Haile Gebrselassie y Wilson Kipsang, los maratonianos más importantes de los patrocinados por Adidas, los diseñadores tuvieron una sorprendente revelación. Su manera de entender las zapatillas de competición chocaba con los deseos de los atletas. Así lo explica Andy Barr:
Originalmente, creíamos que lo que querían los corredores era algo que fuese lo más parecido posible a correr descalzos. Menos de cien gramos, poca amortiguación. Y resulta que lo que querían los atletas era justamente lo contrario. Nos dijeron que, tal y como se corren las maratones en la actualidad, necesitaban llegar a los 30 kilómetros con la menor fatiga posible. Nos describieron lo que necesitaban: algo que fuese casi como una zapatilla de entrenamiento hasta los 30 kilómetros y después, cuando alguien da el mazazo a los 30, 31 o 32 kilómetros, querían algo que funcionase igual que una zapatilla de competición.
En los últimos años, Adidas ha intentado resolver este problema alejándose de la idea de correr «descalzos» para ir hacia una zapatilla de competición con más amortiguación. Sigue siendo ligera, pero es más voluminosa que otras de las zapatillas de competición que utilizan los atletas, y posee lo que en la jerga del diseño de calzado se conoce como una mayor «caída talón-punta». Continúa explicando Barr:
El mercado iba en una dirección casi completamente opuesta, en el sentido de que tendía hacia zapatillas más bajas, con menor caída talón-punta. Fijémonos en una zapatilla Nike, o una Brooks. Si vemos la mayoría de las zapatillas que hay por ahí, son más bajas. Tenemos una fórmula que va contra la opinión comúnmente aceptada.
En los últimos tiempos, este tipo de ideas se consideran una herejía. Desde la publicación de Nacidos para correr, de Christopher McDougall, y la eclosión del movimiento que aboga por correr descalzo, la industria del calzado deportivo ha tendido hacia una menor amortiguación para favorecer un enfoque más minimalista.[9] El debate entre los corredores sobre los beneficios de la amortiguación en el calzado deportivo está bastante envenenado. Baste con decir que, por cada defensor del correr descalzo hay muchos científicos que no están convencidos de que correr sin calzado, o con una protección mínima, contribuya a prevenir las lesiones. Un artículo científico de 2013 señalaba que los estudios en este campo estaban «en su edad temprana» y que «el vínculo entre el correr descalzo y las lesiones o el rendimiento sigue siendo endeble y especulativo».
En cualquier caso, lo que los diseñadores de Adidas descubrieron, y lo que cualquiera que visite la región de los corredores en Etiopía o en Kenia comprobará, es que a los corredores profesionales les gusta la protección. Sí, muchos de los chavales que llegan a ser superestrellas de la maratón pasan mucho tiempo corriendo descalzos, y es casi seguro que esta infancia sin calzado contribuya a su preeminencia como corredores de larga distancia. Pero, en cuanto los atletas del este de África pueden permitirse unas zapatillas, se las compran. Es inconcebible que puedan acumular los kilómetros que corren como atletas profesionales sin un poco de amortiguación.[10]
Los maratonianos también creen que las zapatillas influyen significativamente en las marcas que se consiguen en la maratón. En particular, Haile es un obseso de las zapatillas. Cree que la tecnología del calzado es un factor mucho más importante en el progreso del récord mundial de maratón que cualquier avance en las técnicas de entrenamiento. Sin duda, Haile recibe una suma de dinero considerable de Adidas y es posible que esta relación afecte a sus ideas. Pero también es cierto que ha batido dos veces el récord del mundo.
«Todos los deportes se apoyan en la tecnología —explica—. Si alguien me dice que no es la tecnología, sino la capacidad de los atletas, no, no… Llevo veintidós años corriendo. Sé cómo eran las zapatillas de finales de los años ochenta y principios de los noventa. Cada año, el calzado que tenemos cambia por completo. Y yo ahora me pregunto cómo será en el futuro.»
Lo mismo hacen las empresas fabricantes de calzado. Actualmente, Adidas fabrica sus zapatillas con una espuma exclusiva llamada Boost que, según se cree, devuelve más energía al atleta que la tradicional EVA que se ha estado utilizando hasta ahora. Un estudio de la Universidad de Calgary coincidió con Adidas en este punto: en sus pruebas, la espuma Boost mejoraba en un 1 por ciento el rendimiento de la EVA.[11] Los resultados de las maratones también parecen darle la razón a Adidas: los tres tiempos más rápidos de 2013 correspondieron a atletas de la marca, lo que podría ser una coincidencia (o no).
Barr había supuesto que la nueva tecnología sería una ayuda para los atletas de élite exclusivamente durante la competición. Pero cuando le enseñó las nuevas zapatillas con Boost a Geoffrey Mutai, la primera pregunta que le hizo el corredor no fue si le permitirían competir más rápido, sino si podría entrenar más duro. El siguiente paso para los diseñadores de Adidas podría consistir en continuar alejándose de lo convencional y diseñar una zapatilla de entrenamiento voluminosa y con gran amortiguación para sus mejores corredores.
Muy lejos del laboratorio, en los caminos de tierra, el entrenador Berardelli aún no conseguía entender qué era lo que había cambiado en la maratón tan de repente. Los cuerpos no podían evolucionar tan rápido. Berardelli acabó llegando a una respuesta sencilla: el cambio, decía, era de «mentalidad». Haile había iniciado el proceso en 2008, al correr la primera mitad de la carrera de Berlín en 62 minutos, de camino hacia su récord del mundo. Hasta entonces, la idea de correr en 62 minutos justos era una «locura», una manera segura de perder una carrera. Pero, después de ver a Haile en Berlín, los corredores kenianos se dieron cuenta de que podían lograr marcas personales mucho mejores si empezaban a correr con más agresividad antes. A finales de la década pasada y principios de esta, esa actitud había ido calando hasta los entrenamientos. En lugar de acumular una cantidad ingente de kilómetros lentos, los mejores corredores trabajaban con una nueva teoría: volumen elevado, intensidad elevada. Era agónico, pero funcionaba.
Para cuando llegó 2011, todos los mejores maratonianos estaban preparados para una primera mitad de carrera rápida, entre 61:45 y 62 minutos; no les daba ningún miedo. Pero lo que hizo Geoffrey Mutai, tan distinto a lo que hicieron casi todos los demás, fue utilizar una primera mitad rápida y uniforme como un mero prólogo para una explosión de velocidad en la segunda parte de la carrera. El cambio no se había hecho teniendo en mente cálculos precisos del ritmo de la carrera, pensó Berardelli, sino «sintiendo el cuerpo» en la segunda mitad de la carrera y, simplemente, decidiendo atacar. Era la ausencia del miedo, era lo opuesto del miedo.
El problema para Berardelli era que entender el cambio no era lo mismo que ser capaz de responder a él. Tenía que seguir profundizando. En Kenia, la opinión generalmente aceptada sobre la maratón había sido que las fuentes de energía de un corredor se dividían, más o menos, entre «azúcares» y «grasas». Era mejor correr gastando azúcares que grasas, pero las primeras solo permitían llegar hasta un cierto punto de la carrera —quizá hasta los 35 kilómetros— antes de agotarse, por lo que se pensaba que era imposible correr la carrera completa a toda velocidad, a base únicamente de «azúcares». Este era el origen del dicho keniano: «La carrera empieza a los treinta y cinco». Y es una de las muchas razones por las que los atletas solían mantenerse unidos y correr a un ritmo uniforme, para no quemarse demasiado antes del tramo final.
Parecía que Mutai conseguía preservar su energía durante mucho tiempo en una carrera, y luego hacer un cambio de ritmo demoledor en la segunda mitad. Parecía capaz de correr a base de grasas antes de hacerlo a base de azúcares.[12]
«Desde luego —decía Berardelli con un tono entre afligido y asombrado—, se puede entrenar a la gente para que sea más rápida, pero no todo el mundo puede correr de esta nueva manera. No son capaces, desde un punto de vista genético. No todos los kenianos pueden correr como Geoffrey Mutai.»
Esta afirmación suscita una doble pregunta. En primer lugar, ¿por qué no podrían los estadounidenses, los británicos o los japoneses decidir correr de esta nueva manera? O, dicho de otro modo, ¿qué es lo que hace que los kenianos sean tan especiales? Y, en segundo lugar, ¿por qué era Mutai, en ese momento, mejor que todos los demás?