UNA vez iniciados los preparativos de la fuga, todo fue muy rápido. Un secretario de la oficina de mantenimiento encontró el manual del camión y confirmó que la trituradora se podía obstruir y que era imposible que rompiera una barra olímpica de levantamiento de pesas. Además, dentro del camión había espacio para varios hombres. Los dos basureros tenían bastante buena fama. Entonces Earl le pidió a Seeman sus expedientes para averiguar si escondían alguna mácula. Le dijo al teniente que tenía que saberlo para poder evitar un lío y Seeman no hizo más preguntas. En el expediente no constaba que se hubieran chivado nunca y, además, el cómplice criminal de uno de ellos no había sido identificado y seguía libre, lo cual en realidad era una señal de confianza, porque en aquellas situaciones tanto la policía como la junta de la condicional siempre presionaban y amenazaban con castigos. Ron llamó por teléfono a su madre desde la capilla y le confirmó el plan. A continuación, le enviaron una carta con las instrucciones detalladas y ella les confirmó su disponibilidad con un telegrama. Alquilaría un coche, le cambiaría la matrícula y seguiría al camión durante tres días consecutivos desde su salida de la prisión, para poder rescatarlos cuando llegara el momento. Tenía dinero, ropa y otro coche. Ron sabía dónde conseguir un carnet falso, pero prefería hacer él las gestiones al salir. La madre se negó a llevar armas de fuego, una negativa que ya se esperaban tanto Earl como Ron, pero Earl había insistido en pedírselo. La verdad es que daba igual. Sabía dónde conseguir escopetas y pistolas en cuanto llegaran a Los Angeles.

Baby Boy, vestido con un mono blanco salpicado de pintura, consiguió colarse en el patio de la cocina con un carrito, a través de la rampa de acceso. Debajo de una lona había dejado dos barras de levantamiento de pesas, entre dos cubos de pintura y disolvente, además de dos cuchillos envueltos en trapos sucios. T.J. había robado las barras del gimnasio. Era después del almuerzo y los que cortaban las verduras ya se habían marchado. Baby Boy se subió encima de los sacos de patatas y escondió el material entre los sacos y la pared. A pesar de las promesas de la madre de Ron, tenían también ropa de paisano robada de la lavandería y sesenta dólares en efectivo, por si acaso.

La fuga sería el martes. El lunes por la noche Earl estaba tan nervioso que no fue capaz de comer nada. El dolor le oprimía el pecho. Se gastó veinte dólares del dinero de la fuga en dos papelinas de heroína, que mitigaron su ansiedad.

Justo antes del cierre de los pabellones Sur y Este, T.J. y Wayne acorralaron a uno de los basureros, y Vito y Baby Boy al otro, y les explicaron qué se iban a encontrar y les dejaron bien claro cómo debían reaccionar: actuando con normalidad y siguiendo con su trabajo. Se lo habían dicho tan tarde no para impedir que se chivaran, sino para que no lo comentaran con otros presos, que a su vez lo comentarían con otros más, y así evitar que en algún punto de aquella cadena apareciera un chivato y se enterara del plan.

Después del cierre, tanto Ron como Earl ya se habían deshecho de lo que tenían en la celda. Habían regalado cigarrillos, útiles de aseo, ropa y libros. Ron rompió las cartas y los documentos legales, y metió las fotografías en un sobre de papel Manila que llevaría por dentro de la camisa. Earl se guardó dos paquetes de cigarrillos, metió en un sobre una cucharada de café, para el desayuno de la mañana siguiente, y dejó un poco de pasta de dientes encima del cepillo. Lo único que se llevaba eran tres instantáneas dentro del bolsillo de la camisa. «Mierda —se dijo entre dientes—, viajo con menos equipaje que Mahatma Gandhi.» Antes de las doce ya estaba profundamente dormido, pero Ron no pegó ojo en toda la noche. Había dejado de fumar hacía meses, pero aquella noche se fumó casi un paquete.

En cuanto levantaron la barra de seguridad y los presos del pabellón Norte salieron a desayunar, Ron fue a ver a Earl a su celda y se lo encontró roncando. La puerta de la celda de honor no estaba cerrada con llave, así que la abrió y le tiró del pie por debajo de la manta. Earl abrió los ojos inmediatamente.

—¡Eh! —dijo Ron, sin saber si tenía que reírse o indignarse—. ¿Qué haces durmiendo todavía?

Earl asintió lentamente con la cabeza, exagerando dramáticamente su paciencia.

—A ver, esta es la primera salida. Los basureros y el conductor ni siquiera salen de la celda hasta dentro de media hora. Falta por lo menos una hora para que el camión se ponga en marcha. ¿Qué vamos a hacer, bajar a la cocina y ponernos a pelar patatas hasta que llegue el trasto?

Ron no pudo contener la risa.

—Vale, pero es que a veces me dejas estupefacto. ¡Estabas durmiendo!

—No hay nada mejor. Pero si me calientas el agua del café me levanto.

Cuando Ron volvió de la fuente del final de la galería con una jarra de agua humeante envuelta en una toalla, Earl se estaba abrochando la camisa azul del uniforme por encima de otra camisa de rayas finas. Ron se sentó en un extremo de la litera inferior y apoyó la espalda contra una pared y los pies en la otra, mientras Earl se lavaba lo dientes, se tomaba el café y expulsaba una flema viscosa de fumador empedernido.

A través de las altas ventanas enrejadas se veía el patio y el ambiente desvaído de la prisión, más monocromático aún bajo la luz gris de la mañana. Del pabellón Este, al fondo, empezaba a salir una hilera de presos. Mientras tanto, a sus pies, los residentes del pabellón Norte volvían a entrar en el bloque.

—¿No tendríamos que despedirnos de nuestros amigos? —preguntó Ron.

Earl lo miró y sonrió.

—Sí. Ni me acordaba.

Bajaron a contracorriente y salieron al patio, todavía vacío, excepto por la larga fila que se extendía del comedor hasta el pabellón. El patio se iría llenando a medida que se vaciara el comedor. Ahora solo había una decena de presos, de pie aquí o allí, o caminando de una lado a otro. Ron y Earl cruzaron el patio, dispersando a una bandada de palomas que esperaban que les dieran de comer, y se sentaron en el banco de cemento que había delante del muro del pabellón Este.

A los pocos minutos, aparecieron dos presos que venían de la cola del comedor. Eran T.J. y Wayne. El primero le dio un abrazo a Earl y un apretón de manos a Ron, y el segundo les estrechó la mano a los dos, en orden inverso. Les desearon suerte.

—Sí, buena suerte, hermanos —dijo T.J.—. Ya nos encargamos anoche del idiota del camión. No es mal tío.

—Nos vemos afuera dentro de un par de meses —dijo Earl—. Tengo la dirección de tu familia. Ya te pegaré un toque cuando piense que has salido.

—Si no lo conseguís —dijo Wayne—, os enviaremos un paquete con material de ayuda a la sección B: cigarrillos, café y mierda.

—Si no lo conseguimos —añadió Ron—, a mí me envías arsénico.

—Aquí tampoco se está tan mal —dijo T.J.—. Joder, la cosa está muy animada. —Y entonces le dijo a Earl—: Envíanos un paquete con drogas en cuanto puedas. —Por ti atraco una farmacia.

De un rincón del comedor Sur aparecieron Vito y Baby Boy, atravesando las colas y zigzagueando entre la gente.

—Me alegro de pillaros —dijo Baby Boy, dándoles la mano—. Quería despedirme y desearos suerte.

Vito fue mucho más expresivo, y empezó a hacer el ganso con Ron y a soltar risitas.

—Vale, tío —dijo Earl, apartándole la mano—. Anda que no me voy a alegrar de no volverte a ver.

Los últimos de las colas del comedor se acercaban a la puerta.

—Tenemos que ir ya —dijo Ron.

La banda les dio unas palmadas en la espalda, y Ron y Earl atravesaron el patio y se pusieron al final de la cola.

—Cuando entremos —dijo Earl—, sigúeme a unos tres metros detrás de mí.

Al entrar, Earl se apartó de la cola y no cogió ninguna bandeja. Siguió recto hasta la pared del fondo, donde había varios trabajadores de la cocina fuera de servicio. Los cubrían. Echó un vistazo hacia atrás y vio que Ron lo seguía.

Del mismo modo procedieron en medio de la confusión de la enorme cocina. Nadie los miró, ni siquiera por curiosidad.

Cuando abrió la puerta de la sala donde se preparaban las verduras, había dos braceros trabajando todavía. Limpiaban los restos del suelo de baldosas con una manguera y limpiacristales. Alzaron la vista y siguieron a lo suyo; ya casi habían terminado.

Earl le aguantó la puerta a Ron para que pasara y le dijo que vigilara el pasillo. Mientras tanto, él se subió encima de los sacos de patatas, y cogió las barras y los cuchillos. Los braceros seguían sin decir nada, pero se apresuraban para recoger cuanto antes los restos de verduras y salir de la habitación. Earl le dio a Ron un cuchillo y se metió el otro dentro de la camisa. Apoyó las dos barras en la pared, junto a la puerta de la zona de carga y se acercó para echar un vistazo al patio y la rampa. Ron seguía vigilando el pasillo.

El camión se oyó primero y después se hizo visible; hubo unos segundos de diferencia. Al oír el motor, Ron sintió que algo en el interior de su pecho le subía a la garganta e intentaba ahogarlo. El camión se oía cada vez más fuerte, bajando en primera. Entonces se paró y cambió de marcha. Empezó a dar marcha atrás.

Earl observaba la torre de vigilancia del muro, recortada delante del cielo gris. El guarda estaba de espaldas, como era habitual. El camión dio marcha atrás y se detuvo a menos de tres metros. Los basureros saltaron del camión y fueron a recoger los cubos.

—Venga, Ron —dijo Earl. El ruido del primer cubo al caer interrumpió sus palabras.

En cuanto Ron empezó a moverse, la tensión se disipó; explotó y desapareció. Se sentía tan tranquilo e indiferente como en cualquier otro momento de su vida y tenía los sentidos tan alerta que captaban intensamente todas las percepciones. Incluso advirtió que a Earl le temblaba la mejilla. Cada uno cogió una barra y se quedaron un momento quietos delante de la puerta.

—Ve tú primero —dijo Earl—. Sujeta bien la barra y no la sueltes.

Earl abrió la puerta y Ron salió al patio. Casi se tropezó con un cubo y le hizo dar un traspié a Earl.

Los basureros los miraron con los ojos como platos, se detuvieron y se apartaron para dejarles espacio.

Ron bajó la cabeza y se hundió en el interior del camión. Dentro, el hedor formaba un muro sólido y empezó inmediatamente a respirar por la boca. Pensó que en cuanto se sentara tenía que sacar un pañuelo y taparse la nariz.

Avanzó, abriéndose paso con la barra. La basura le llegaba hasta las rodillas.

En cuanto vio que la cabeza y la espalda de Ron desaparecían dentro del camión, Earl oyó la puerta de la cabina. Sabía que el guarda iba a bajar. No podía quedarse donde estaba y no tenía tiempo de seguir a Ron. Los pillarían a los dos. Tardó un segundo en procesar todos aquellos pensamientos. Dio la vuelta por detrás del camión y saltó del muelle de descarga, como si fuera a entrar en la cocina. Apareció a menos de un metro del viejo guarda.

—¡Hola, Smitty! —dijo, en un tono como de leve sorpresa.

El guarda levantó la cabeza, pero al reconocer a Earl no sospechó nada.

—¡Copen! ¿Hoy te has desviado un poco de tu camino habitual, no?

Earl llevaba la barra en la mano.

—Sí, se ve que alguien ha sacado esto del gimnasio y lo ha traído a la cocina, vete a saber por qué. Rand me ha mandado a recogerlo.

Al terminar la frase, oyó que tiraban un cubo y supo que Ron estaba seguro.

—Joder, aquí en la cárcel se roban hasta las dentaduras postizas —dijo el guarda.

Earl asintió con la cabeza, sin añadir nada más, y se marchó.

En la oscuridad, Ron oyó las voces y reconoció la de Earl, pero no distinguió sus palabras. Que se oyera una conversación, cualquiera, ya era terrible. Perdió toda esperanza; sabía que los habían pillado. Entonces entró un cubo de basura, llenándolo todo de polvo, y sacó el pañuelo. Y otro cubo más. No habían dado la alarma. Sus pensamientos y sentimientos se enmarañaban. Por algún motivo, Earl se había echado atrás. No pudo pensar nada más, porque el motor del camión se puso en marcha y oyó el golpe metálico de la trituradora. Sujetó la barra contra la pared, sosteniéndola con las dos manos como una lanza. La basura le subió por encima de los pies, pero cuando la trituradora topó con la barra de acero se detuvo. Todo se paró durante unos segundos, que le parecieron minutos, y entonces la trituradora se retiró y volvió a verse la rendija que dejaba pasar la luz. La confusión y el terror se evaporaron y dieron paso a una alegría desbordante. Dentro de unos minutos, sería libre. La media docena de paradas que lo esperaban eran un procedimiento rutinario. El obstáculo ya lo había superado. En la hedionda oscuridad del camión, su mente ya había abandonado la cárcel y se ocupaba de la vida.

Desde la penumbra de la cocina, Earl Copen vio cómo el alto camión de la basura se alejaba torpemente por la rampa. Tenía los labios apretados, casi entre los dientes, y los ojos muy cerrados, para moderar el escozor. Su amigo se había ido y él se quedaba, pero prefería que fuera libre uno a que no lo fuera ninguno. Aun así, un hondo dolor lo consumía por dentro.

Pero cuando el camión desapareció, se dio la vuelta y soltó una risotada irónica. «Bah, a la mierda —se dijo—. Ya me montaré algo aquí. Ahí fuera seguramente me hubiera muerto de hambre».

Era una forma de ver las cosas, tan buena como cualquier otra.