EARL se despertó con el ruido de la llave en la cerradura y la luz que se colaba entre sus pestañas. Tardó unos segundos en recordar dónde estaba; su mente hacía todo lo posible por no admitir la realidad.
Se levantó lentamente, con la boca pastosa, mientras el guarda que había abierto la puerta se apartaba para dejar paso a otro preso, que entró y le dejó un plato de papel lleno de gachas, con una cuchara de madera clavada.
—¿No me dais bandeja? —preguntó Earl al guarda, cuando el preso le dio la espalda.
—En las celdas de castigo no —respondió el guardia.
—A tu madre sí que la podían castigar —dijo Earl con toda claridad. Le daba igual que los guardas entraran y le dieran una paliza; y eran capaces. Pero el carcelero acababa el turno a los cinco minutos y prefirió no hacerle caso.
Cuando el primer preso salió, otro recluso irrumpió sonriente en la oscuridad, con un vaso de espuma en una mano y una jarra de café en la otra. Se llamaba Leakey y a Earl no le caía bien porque sabía que no era su aliado, aunque siempre era amable con él. Una vez Earl lo había ofendido en público, no verbalmente, sino simplemente por no disimular su animadversión. En aquel momento Leakey se había echado atrás, pero sabía que había llegado a la sección de aislamiento por cometer un asesinato, que había perpetrado con la ayuda de otros dos reclusos. Le habían contado que desde entonces hacía comentarios sarcásticos a sus espaldas. Ahora le veía un brillo extraño en la mirada. Earl no dijo nada, pero al coger el vaso lo sacudió, ocultando el movimiento de la vista del guarda con su cuerpo. Leakey llenó el vaso y se marchó. Cuando cerraron la puerta, Earl separó los dos vasos que le habían dado, uno dentro del otro, y sacó el tabaco y las cerillas de dentro del vaso inferior.
No tenía hambre, pero se obligó a mojar los trozos de pan rancio en las gachas endurecidas y dar un par de bocados. La cuchara de madera, plana, era ridicula. Cogió las ciruelas cocidas con los dedos y se las zampó. A continuación se lió un cigarrillo y se lo fumó mientras se bebía el café, que por lo menos estaba caliente. Sentado, inició un ejercicio de introspección; escuchó sus pensamientos y sus sentimientos, y examinó su actitud en aquella situación crítica. En la superficie había una pátina de calma, hasta de indiferencia, pero sabía que en lo más hondo aguardaba un volcán de desesperación a punto de entrar en erupción. Aquel había sido el verdadero motivo de la rapidez de su reacción al insultar al carcelero hacía unos minutos. Como no podía soportar la desesperación, la transformaba en una rabia nihilista; era lo que siempre le ocurría cuando se veía totalmente atrapado, como en aquel momento. Hasta entonces, siempre había contado con su juventud. Si perdía unos años, daba igual, porque le quedaba el futuro. Ahora sus reservas temporales casi se habían agotado. Se preguntó por qué se sentía tan indiferente.
Tiró la colilla al váter y guardó el tabaco y el papel de liar en un agujero del colchón. Entonces inspeccionó la celda, y rebuscó en los pequeños huecos que había alrededor del váter y debajo de los barrotes de la puerta. Allí se podía esconder algo. Dentro del colchón encontró un ejemplar del Reader's Digest de hacía un año. Si se quedaba en aquel agujero muchos días, tendría que pedirle a Bad Eye que le pasara algo para leer. Podía aguantar cualquier cosa durante el tiempo que fuera, pero le sería mucho más fácil con tabaco y libros.
Cuando terminó su indagación, se le ocurrió hacer un poco de gimnasia. En las celdas de aislamiento, siempre era una idea que aparecía en algún momento, pero que nunca llegaba a concretarse. Decidió masturbarse; era un substituto razonable. Ojalá hubiera tenido una revista con fotografías de mujeres con medias y tacones altos, algo que le estimulara la imaginación. Sus recuerdos de lo real se habían vuelto ya amarillentos. Se tumbó en el colchón y se tapó con la manta. Sería muy vergonzoso que alguien entrara en la celda mientras se la cascaba. En el concurrido dormitorio de un reformatorio había aprendido a masturbarse de lado, sin mover la manta. El castigo por el «vicio del onanismo» era una paliza. Se empezó a acariciar, seleccionando algunas imágenes en su memoria, como si eligiera a una prostituta en un burdel. Encontró una serie de estampas de Kitty: la secuencia empezaba con ella sentada en el asiento de un coche, con minifalda, y sus piernas de bailarina rollizas y suaves, y seguía con una imagen de Kitty en téjanos y con los pechos al aire. Las aureolas rosadas resaltaban sobre la palidez de sus pechos, que a su vez contrastaban con su piel morena. Era la hermana pequeña de su novia y nunca le había hecho proposiciones, pero cuánto le habría gustado hacerlo. Ahora especulaba sobre aquella posibilidad con tal claridad que casi le parecía que había sucedido realmente. Distintas mujeres le provocaban fantasías distintas. Algunas tenían culos redondos y firmes, y hubiera querido cogerlas de costado y follárselas por detrás, rozándoles el culo con su vientre. Otras tenían piernas grandes y fuertes, y quería sentirse abrazado por ellas. Pero a Kitty quería lamerle el cono, que abriera las piernas, mientras él le cogía las nalgas con las manos. Que estuviera de pie, apoyada en una mesa o una cajonera. Ahora la imaginaba con las bragas de un bikini y tacones altos. Le acariciaba el culo a través del fino tejido de nailon. Así discurría su mente, mientras en realidad se escupía en la mano para que resbalara más, y seguía masturbándose. Le bajó las bragas y ella levantó los pies para quitárselas, mientras él le pasaba la lengua desde el vientre hasta la cara interior del muslo. La chica levantó una pierna. En aquel momento tuvo un orgasmo. Limpió los restos del colchón con papel higiénico y lo tiró al váter, mientras pensaba en que otros muchos se habían corrido en aquel mismo colchón sucio.
«¡Mierda! —pensó—, ¿Qué más se puede hacer en este agujero? Ay, dulce Kitty, cuando pueda comerte el cono ya serás vieja. Vieja y quizá muerta».
Se dobló la manta para recostar la cabeza y puso las manos detrás del cuello, dispuesto a esperar nuevos acontecimientos. Después de toda una vida acostumbrado a las celdas sucias e inhóspitas, tenía la capacidad de soportar la situación sin caer en el absurdo de gritar en silencio a las paredes. Aquellas conductas eran un camino seguro hacia los trastornos mentales. Pero la locura también le daba igual, salvo por el hecho de que supondría darle demasiada satisfacción al enemigo. Sabía cómo no perder los papeles. Lo único que le preocupaba era Ron, que evidentemente no estaba en la sección B, y por tanto tenía que estar en el centro de adaptación, donde el ochenta por ciento de residentes eran negros racistas. Muchos habían matado a algún guarda en aquella prisión o en otras. No se podía salir de la celda, pero sí que se les podía hacer la vida imposible. Pero por el momento no había nada que hacer, todavía no. Cuando se calmaran las aguas, a lo mejor podría conseguir que lo trasladaran allí, a través de Seeman. Y también estaba la cuestión de su comparecencia ante el tribunal. No valía la pena pensar en ello, ni en nada más, hasta que no dispusiera de más datos. En aquel momento no se podía decidir ni hacer nada de nada. Cogió el ejemplar del Reader's Digest y se puso a leer un artículo en el que alguien relataba la experiencia más inolvidable de su vida.
★ ★ ★
Después de comer, Earl estaba fumando cuando oyó que metían la llave en la cerradura. Al volver de tirar la colilla en el retrete, vio a dos guardas delante de la puerta.
—Venga, desnúdate —dijo uno—. El director adjunto quiere verte.
—Pues yo no sé si quiero verlo a él.
—Nos ha mandado a por ti. O vienes o volvemos con una pistola eléctrica y una camilla.
—¿Acabáis de descubrir la tecnología, eh, cabrones? —dijo Earl. Se volvió contra la pared y se quitó los calzoncillos. Desnudo, se sometió al ritual habitual de inspección con linterna.
—Me siento como Liza Minnelli —dijo, mientras cogía el mono blanco con cremallera que le dieron a través de los barrotes. Le iba grande. A continuación, también a través de la puerta, le pusieron una cadena en la cintura, lo esposaron y le ataron los brazos a la cadena. Le abrieron la puerta y salió. Le pusieron varios metros más de cadena entre las piernas, de delante a atrás, bien atadas a la cadena del vientre, que un guarda sostenía con firmeza. Así podían tumbarlos al suelo con solo un tirón. Todo el mundo salía del agujero de aquella guisa, desde que en los últimos años habían matado a algunos guardias. Incluso recibían así a las visitas.
De alguna manera T.J. y Paul se habían enterado de que lo sacaban, así que en cuanto la procesión llegó al patio allí estaban esperándolo. El patio estaba muy concurrido, porque todavía no había sonado la sirena que abría la jornada de trabajo. T.J. señaló el hospital con la cabeza, con el puño alzado, y a continuación le mostró el pulgar hacia abajo, en el clásico gesto del circo romano. Earl comprendió inmediatamente que Buck Rowan había muerto o estaba a punto de morir. Seguro que tenía un guarda vigilando la puerta de su habitación en el hospital, pero los amigos de Earl habían conseguido de alguna manera sortear aquel obstáculo.
—Con esa mierda pareces un regalo de Navidad —dijo Paul.
—Me sobrevaloran —respondió Earl—. Creen que soy un tipo duro.
—A callar, Copen —dijo un guarda, mientras el otro mandaba apartar a los dos reclusos.
La procesión iba acompañada por un desfile paralelo de uno de los tiradores del patio. En ocasión de otro apuña-lamiento, mientras escoltaban a un sospechoso, un recluso había tumbado al suelo al guarda y matado al agresor. Ahora ya no se corrían riesgos.
La multitud se apartó y varios reclusos lo llamaron y lo saludaron con la mano. Sus rostros eran manchas bajo la luz grisácea de la mañana. Ante el escrutinio de tantos ojos, Earl mantenía una expresión adusta, pero en su interior aquella representación tan excesiva y dramática le parecía divertida. Al pasar junto a la oficina del patio, Fitz asomó la cabeza.
—¿Necesitas algo? —preguntó.
—¡Heroína de alta pureza! —gritó Earl, sonriente.
La oficina de detención estaba ahora llena de gente. Había una decena de administrativos, cinco o seis tenientes y varios guardas, todos sentados en sus mesas. Un teniente, que siempre tenía la cara abultada y enrojecida por la bebida, miró fijamente a Earl. Llevaba veinte años en aquella oficina, había pasado de guarda a sargento y luego a teniente, de una mesa a otra, y nunca había estado en primera línea, en contacto con los reclusos. El teniente Seeman pensaba que les tenía miedo. Al verlo, Earl pensó que para un hombre con aquellos temores pasar la vida trabajando en una cárcel debía de ser un auténtico calvario. También demostraba que tenía miedo a la vida.
Stoneface estaba en su mesa. A sus espaldas, las cortinas dejaban ver una ventana con barrotes y el paisaje de la bahía. El director adjunto había recibido su sobrenombre porque tenía la cara llena de cicatrices de acné y la piel mortecina, además de una mandíbula larga y cuadrada. Earl recordaba la época en que tenía los cabellos morenos; ahora se le veían muchos mechones canosos. Un movimiento en la derecha le hizo volver la mirada a otro hombre que estaba también sentado en el despacho, un joven obeso con labios abultados y un moderno traje de cuadros.
—Esperad fuera —le dijo Stoneface a los guardas.
Cuando se retiraron, Stoneface presentó al visitante. Era un tal McDonald, de la oficina de la fiscalía del condado de Marin.
—¿Qué tal te va, Copen? —preguntó McDonald, mientras se agachaba un poco para encender rápidamente la grabadora que había al lado de la silla. A continuación, quizá distraído por aquel movimiento, se levantó para darle la mano. Al ver que Earl estaba encadenado, se ruborizó.
—Bien —respondió Earl—. ¿Y su madre, qué tal?
Aquella pregunta trivial lo dejó desconcertado unos segundos. Después sacó un papel del bolsillo y lo leyó.
—Lo informo de sus derechos constitucionales. Tiene derecho a permanecer en silencio. Si renuncia a este derecho, todo lo que diga puede ser usado en su contra. Puede solicitar la presencia de un abogado antes de declarar. Si, por motivos económicos, no se pudiera permitir un abogado, se le proporcionará uno de forma gratuita. ¿Le ha quedado claro?
—A ver, repítalo.
Earl sonrió, mientras el hombre de rostro sonrojado repetía la letanía. Cuando terminó, Earl escudriñó la habitación, se agachó y fingió husmear por detrás de la mesa.
—¿Dónde está el soplón? —preguntó.
Stoneface había observado la farsa con una mirada fija y una sonrisa sarcástica.
—Ya te he dicho que este es un listillo. El tío estará de camino a la cámara de gas y todavía pensará que es una broma. Pero entonces seguramente habrá que llevarlo con el culo lleno de mierda, porque se habrá cagado de miedo.
Earl se ruborizó. Se le ocurrió escupirle en la cara, pero comprendió que con aquello solo se llevaría una paliza. Bajó la vista a la moqueta.
—Rowan se ha quedado parapléjico —dijo McDonald sin alterar la voz—. Ha firmado una declaración en la que dice que estaba discutiendo con Decker por un trabajo de clase y tú te has metido. Está dispuesto a testificar. Creo que es la única forma que tiene de vengarse. Hemos encontrado rastros de sangre en tus zapatos, cero positivo, que es su grupo sanguíneo.
—Y el mío también. Me corté afeitándome. —Nos han confirmado que estabas en el pabellón. A ver, si nos lo pones fácil te prometo que no pediremos la pena de muerte.
—¿Solo una simple y lógica cadena perpetua, no? —Mejor que la muerte.
—Creo que pagaré mi dinero y probaré suerte, sobre todo porque soy inocente como un niño.
—Luego no digas que no te he dado una oportunidad. Y si cambias de opinión, mejor, así ahorramos todos.
—Lo pensaré un poco. Pero le recomiendo que espere sentado. —El tono de voz de Earl destilaba desdén, pero no era por bravuconería, sino porque sabía que ningún jurado votaría a favor de la pena de muerte por aquella agresión. Y en el caso de que un jurado tomara aquella decisión, la sentencia nunca llegaría a hacerse efectiva. Solo una vez habían ejecutado a un preso por una agresión sin consecuencia de muerte y había sido porque él mismo lo había pedido.
—Sería muy inteligente por tu parte contarnos tu versión de la historia —dijo Stoneface—. Me he leído el expediente de Rowan y no es ningún ciudadano modelo. Tú seguramente tenías algún buen motivo... El chavalín ese tuyo tan mono...
—No, ha sido por tu madre. —Aquella respuesta, que tampoco era una réplica especialmente ingeniosa, le salió como un acto reflejo, con desaire, y Stoneface se encendió—. Tío, mándame a mi puta celda. No tengo nada que decir. No sé nada. Si tienes algo de que acusarme, pues coge a doce tíos, los pones de jurado y los convences. —Se volvió hacia la puerta. Los dos hombres saltaron de sus sillas. Se detuvo—. Que nadie se ponga nervioso. Solo voy a llamar a los polis. ¿Qué pensáis, que me voy a ir a alguna parte, con toda esta chatarra? Qué miedo dais, gilipollas. —Le dio una patada a la puerta y un guardia la abrió inmediatamente.
—Ve a por mi coche, Sebastián.
Los guardas, confundidos, miraron al director adjunto. Stoneface les indicó con un gesto que se lo llevaran.
—Y si al hijo de puta este se le ocurre abrir la boca, se la partís.
El patio estaba ya casi vacío, pero al desfilar por el pasillo de la planta inferior de la sección B, varios amigos le gritaron palabras procaces de ánimo. A Rube era al que más se lo oía, pero Bad Eye no le iba a la zaga.
En cuanto cerraron la puerta de la celda y la exterior, su arrojo quedó oscurecido por un arrebato de desesperación. ¿Qué diferencia había en realidad entre la cámara de gas y una cadena perpetua? Con las dos se acababa la esperanza. Y aunque no lo llevaran a juicio o incluso si lo absolvían, la junta de la condicional le haría pagar por aquello cinco, seis, ocho años... Por un momento deseó que Ron confesara, pero al instante se avergonzó de haber tenido aquella idea. Era caer muy bajo y él no era así. Y de todos modos era legalmente culpable. Dando vueltas por la celda, pensó en la señal de TJ. en el patio. Alguien iba a matar a Buck Rowan, o al menos lo iba a intentar. Así, la declaración firmada no tendría validez en un juicio porque no era la declaración de un moribundo. Todavía quedaba la cuestión de la junta de la condicional, pero, por Dios, aquello era mejor que una condena. Aun así, aquel asesinato también lo inquietaba. Si TJ. se metía en líos le resultaría una carga insoportable pensar que por su culpa un amigo iba a pasar varios años en el agujero y a lo mejor nunca volvía a salir de la cárcel. Y tampoco había forma de saber cómo lo iba a matar TJ. Esperaba que no se le ocurriera hacer lo mismo que habían hecho una vez unos negros, que en un absurdo intento de pillar a un soplón habían asesinado a un guarda que no tenía la llave de la celda. Pasados tres años, seguían en las celdas de castigo del centro de adaptación. TJ. era capaz de hacer algo así —era capaz de todo—, pero también tenía cerebro. Y Paul influiría en su decisión. Le pareció que tenían un plan...
Si el gran jurado lo acusaba, iba a necesitar un abogado. No cabía duda de que Ron conseguiría que su madre soltara dinero, no los miles de dólares que harían falta para tener un abogado excelente, pero al fin y al cabo cualquier cosa era mejor que el abogado de oficio. La única posibilidad de absolución era apelar a enajenación mental. Se sonrió, al pensar que sabía exactamente cómo proceder.
Durante la tarde oyó pasos. Dejaban salir a los de las galerías superiores al pequeño patio de la sección B, para que hicieran una hora de ejercicio, bajo la vigilancia de dos agentes armados. Alguien llamó a la puerta exterior y le pasó por debajo varias revistas, de una en una. Eran números antiguos de Playboy a los que les faltaban algunas fotografías. Los fue cogiendo con la ayuda de una manta.
A las cuatro y media, un guarda abrió un momento la puerta para el recuento. Al cabo de un minuto oyó unas patadas en la celda superior, que indicaban que lo requerían en el teléfono. El váter ya estaba vacío. Lo tenía siempre así, salvo cuando lo utilizaba.
—¡Eh, ya estoy aquí!
—El tío del hospital ha estirado la pata —dijo Rube.
—¿Cómo te has enterado?
—Un poli se lo acaba de decir a Leakey.
—¿Algún dato más?
—No, solo que la ha palmado.
Earl se quedó callado, pensando en lo que podía suceder y preocupado por T.J. y Paul.
—¿Te ha llegado eso? —preguntó Rube.
—Sí.
—Bad Eye pregunta si necesitas algo.
—Drogas.
—No, imposible.
—Café y algo para calentar el agua, una taza de metal.
—Te lo bajamos a la hora de comer.
Al oír un tintineo de llaves, se apartó de inmediato del váter. Antes de que la puerta se hubiera abierto del todo y se perfilara a contraluz la silueta del teniente Seeman, Earl estaba en el colchón, con aspecto de acabar de despertarse. Seeman sacó varios paquetes de cigarrillos de bolsillos diversos y se los tiró encima del colchón.
—Si te los pillan, olvídate de dónde han salido.
—Eso no hace falta decirlo.
—Quería venir hace media hora, pero han encontrado a Rowan muerto en el hospital.
—No sería por la herida del otro día —dijo Earl, al pensar que en aquellas circunstancias la declaración firmada podría ser admisible; podría considerarse la declaración de un moribundo, y por tanto una excepción a la norma de la invalidación del testimonio.
—Por la pinta que tiene, no. No se sabrá con seguridad hasta que se haga la autopsia, pero tenía puesto en el brazo un suero por vía intravenosa. La botella olía a una mezcla de líquido de embalsamar, disolvente y vete a saber qué más. Le tenían que dar suero salino. Alguien se debe de haber equivocado. —El rostro curtido de Seeman adoptó una máscara de inocencia que dejaba entrever una sonrisa cómplice. —En la funeraria lo van a pasar mal. Tiene el cuerpo casi negro.
—Dios —exclamó Earl, realmente impresionado por la imagen.
—Yo estoy a cargo de la investigación del apuñalamien-to y de este asesinato. En los informes digo que se rumorea que a Rowan lo atacaron unos negros... Y por lo del mejunje no hay sospechosos. El comité disciplinario no quedará muy convencido y tampoco son documentos válidos ante el tribunal, pero por lo menos constarán en tu expediente y te pueden ser útiles en otro momento. La junta de la condicional cambia cada tantos años. Es una sombra de duda a la que agarrarse.
—Gracias, jefe. —Pero en su interior sabía que su ayuda casi no servía para nada.
—Y, extraoficialmente —dijo Seeman—, sé lo que pasó. Nunca he cometido un delito y soy de los que respetan la ley y el orden hasta el final. Pero sé que aquí dentro no se cumplen las mismas normas que en la sociedad y que para querer cumplirlas hay que ser idiota.
—Ya sabes que yo nunca admito haber hecho nada. Ni dar un escupitajo por la calle.
—Solo te lo quería decir.
—¿No me podrías sacar de este zulo? ¿Y meter a Decker en la sección?
—Ahora mismo no. Espérate un poco, no se vayan a enterar en la central. Dentro de unos días ya habrán matado a otro y estarán más distraídos.
—¿Y podrías ir a ver a mi amigo al centro de adaptación? Para decirle que igual su madre tiene que soltar un poco de pasta para el abogado y ver qué tal está.
—Ningún problema.
—¡Disolvente y líquido de embalsamar! Stoneface se va a poner hecho una furia.
—Ya lo está. Cuando se lo han dicho estaba en casa y ha venido con ganas de pegarle un mordisco a todo el que se le pusiera delante. Bueno, tengo que ir a supervisar el comedor. —Como gesto de despedida, dio un golpe en el travesano de la puerta con el dorso de la mano. —¿Cuándo te vuelves a pasar?
—Igual esta noche. O sino mañana, seguro. Vas a estar aquí encerrado un año o dos, por lo menos. Voy a tener que coger a otro secretario, hasta que salgas. Tómatelo con calma.
—Qué remedio.
—Ibas a salir con la condicional.
—¿Con la condicional? ¡A la mierda! Aquí se está de puta madre, sin trabajo, sin impuestos...
Cuando Seeman se marchó, abrió un paquete de Ca-mel y se tumbó en el colchón. De pronto se vio sumido en el pozo de la desesperación. Se le humedecieron los ojos. No eran realmente lágrimas, sino la expresión de un dolor que lo atenazaba en lo más profundo de su ser. La suya había sido una vida totalmente desperdiciada. Dijeran lo que dijeran los demás o lo que le dictara su inteligencia, sentía que nunca había tenido otra opción, que cada terrible paso que daba en su vida era una consecuencia inevitable de sus actos anteriores. Nunca había tenido realmente la posibilidad de elegir. Y en aquel caso en concreto, ¿qué más podría haber hecho? ¿Dejar que Ron fuera solo? ¿Dejar que el difunto Bucle Rowan se cagara en él, que se cagara en los dos?
Y allí se quedó el análisis post-mortem. A la mierda, ¿y ahora qué?
Sabía que la respuesta era rugarse. De hecho, era la única respuesta y ahora aquel tenía que ser su objetivo. Cómo hacerlo ya era otra cuestión; tenía meses para planearlo. A lo largo de su vida se había conseguido media docena de veces. El doble había fracasado. Al menos ahora sabía lo que no funcionaba y podía formular principios que le sirvieran para examinar las diferentes posibilidades. Nadie conocía San Quintín mejor que él. Una de sus preocupaciones era que lo trasladaran a Folsom. De la zona de alta seguridad de Folsom no se había escapado nunca nadie. La nueva opción de fuga podía llegar a materializarse o no, pero en cualquier caso le levantó el ánimo. La esperanza es lo último que se pierde, pero hacen falta ideas para avivarla de vez en cuando.
★ ★ ★
Pasaron los días y no fue a verlo nadie. Tampoco lo interrogaban. Una vez un guarda fue a buscarlo para que se presentara ante el comité disciplinario, pero cuando se negó tampoco le insistió más. Sabía que los comités eran una farsa. Aquella misma tarde le dieron el resultado de su incom-parecencia: lo habían declarado culpable in absentia de la agresión y lo habían destinado al pabellón de aislamiento. El comité revisaría la decisión a los seis meses. Aquello sería otra farsa y tendría unos resultados igualmente previsibles.
Por el patio corría la noticia, que a él le llegó a través de la taza del váter, de que Ron iba a volver al juzgado. Aquello aligeró su carga, pero también aumentó su sensación de soledad. Deseaba haber podido ver a su amigo y se preguntó cuánto tardaría en tener noticias de él.
Nadie fue acusado de la muerte de Buck Rowan. Fue otro de los muchos crímenes no resueltos de San Quintín. La investigación se abandonó en seguida, un día en el que se cometieron dos asesinatos, sin relación entre sí. De uno era sospechoso Baby Boy, pero ni siquiera había pruebas suficientes para mantenerlo en aislamiento.
Seeman le contó que estaba sobre la mesa la posibilidad de que lo trasladaran a Folsom. Aunque todavía no se había tomado una decisión, aquella noticia lo hizo subirse por las paredes. Al día siguiente, comprendió cómo podía evitarlo. En Folsom no había psiquiatra. Si fingía un trastorno mental y lo asignaban al departamento de psiquiatría difícilmente se haría efectivo el traslado. Sabía cómo llamar la atención y entrar en el hospital, y además el ardid también le serviría para argumentar en su defensa, en la remota posibilidad de que lo acabaran acusando por apuñalar a Rowan. Se haría el loco; a un amigo lo habían absuelto de un robo con asesinato con aquella estrategia, aunque al final había cumplido doce años en un hospital psiquiátrico y al salir se había vuelto loco de verdad. En todo caso, tenía que asegurarse de que le hicieran caso. En la sección B los accesos de locura eran tan frecuentes que no llamaban la atención. Se le ocurrió fingir un intento de suicidio. Se abriría una vena de la articulación del hombro con una cuchilla de afeitar, metería la sangre en un vaso, la mezclaría con agua y lo salpicaría todo. Para rematar la jugada, representaría un ritual, el de «comer mierda». Cogería las gachas del desayuno, las mezclaría con café instantáneo hasta que adquirieran un tono adecuado de marrón descompuesto, y metería la pasta en el váter, encima de una revista. El guarda, conmocionado por el incidente, no vería sino mierda real, porque era lo que normalmente había en la taza de un vá-ter y el sucedáneo era una sustancia amarronada y húmeda perfectamente equiparable.
Earl se miró el brazo. ¿Qué más daba tener una cicatriz de más? Le entraron dudas. Para algunos reclusos, como Leakey —que no solo carecían de agilidad mental, sino que además de entrada ya le tenían tirria—, aquel comportamiento sería un signo de debilidad y muy criticado por todos los que se fiaban más de las apariencias que de la realidad. Aplazó la decisión un día y le escribió una nota a Bad Eye dándole todos los detalles y pidiéndole que le mandara una cuchilla de afeitar y se lo explicara a Paul y a TJ. Rube le mandó la respuesta de Bad Eye a través de las tuberías: «Bad Eye dice que eres un viejo chocho y que estás como una cabra, pero que le caes de puta madre». Y por la noche le pasaron una revista por debajo de la puerta, con una cuchilla de afeitar escondida entre las páginas. A la mañana siguiente guardó las gachas y una taza de café, y preparó la mezcla.
A medida que se acercaba la hora del almuerzo, cada vez estaba más frenético, porque abrirse las venas no es nada fácil. Cuando oyó el traqueteo del carro de la comida por la galería, a unas cuantas celdas de la suya, ya estaba preparado. Se envolvió el bíceps con una camiseta, frunció el entrecejo, cogió la cuchilla y practicó un corte limpio pero profundo en la vena visible de la parte interior del codo. La carne se partió en dos, como unos labios abiertos, y apareció por un momento en toda su palidez, hasta que empezó a brotar la sangre. Vio la vena recubierta de fibra blanca y volvió a clavar la cuchilla. Aquella vez salió un chorro de sangre que llegó a una altura de 45 centímetros. Llenó de sangre un tercio del vaso, añadió agua y se la vertió por encima desde lo alto de la cabeza. Volvió a llenar el vaso y tiró el líquido inmundo por las paredes, con un movimiento circular que las cubrió por completo. El tercer vaso fue a parar al techo, de donde empezó a chorrear inmediatamente. El suelo, totalmente empapado, resbalaba.
Al oír el carro justo delante de la puerta, se sentó en el váter y volvió la cabeza, porque le entró la risa. Tenía la atención dividida entre su brazo y la puerta, y se tapó con el pulgar la herida, que dejó de sangrar casi totalmente. Solo fluía un hilito de sangre.
La llave giró, se abrió la puerta, y la luz iluminó la carnicería. Parecía que Earl hubiera perdido varios litros de sangre y estuviera nadando en ella.
—¡Dios! —exclamó entre dientes el guarda, sorprendido por la escena. No daba crédito a lo que veía. Cerró la puerta de golpe y pidió a gritos que llamaran al hospital y trajeran una camilla. Entonces volvió a abrir la puerta. —¡Copen, aguanta! ¡Dios mío!
Llegado este punto, Earl estaba de rodillas, con un mareo que solo fingía a medias, y al lado del váter, dentro del cual estaba la revista con el montón de gachas teñidas con café.
—¡Dios, todo está lleno de radiaciones! —exclamó Earl.
—¿Qué? ¿Dónde? __
—¡Radiaciones, putas radiaciones, idiota! Me tengo qtíe proteger. —Metió la mano en el váter, cogió la .pasta y se la pasó por toda la cara como si fuera barro; entonces se metió un puñado en la boca.
—¡Dios, Dios, Dios! —dijo el guarda gimoteando—. No, no te comas la caca, joder. —Asomó la cabeza y gritó por la galería—: ¡Está comiendo caca!
Earl tiró un puñado de pasta contra la puerta y el guarda se apartó. Cogió la revista y la tiró al suelo manchado de sangre.
Entonces se oyó un tintineo de llaves y correteos. Los presos de las galerías superiores, excitados como monos ante cualquier novedad, empezaron a gritar y a golpear los barrotes de las celdas.
Entró un viejo sargento al que Earl conocía desde hacía muchos años.
—¿Qué pasa? —le preguntó.
—Es la radio que tengo en la cabeza. En el treinta y siete les avisé de Pearl Harbor y no me creyeron. —Y se puso a cantar—: No me creyeron, no me creyeron...
—Está como un cencerro —dijo el sargento y a continuación gritó—: ¡Venga, rápido, una camilla, joder!
El enfermero le puso un torniquete en vez de una compresa y volvió a salir un chorro de sangre. A fuerza de sacudidas y entre muchos bufidos, consiguieron ponerlo encima de la camilla. Con los ojos cerrados, Earl oyó que alguien decía «Tiene mala pinta». Con el otro brazo se cubría la cara y su sonrisa, porque sabía que era capaz de levantarse allí mismo y aguantar diez asaltos en un combate de boxeo. También sabía que no volverían a meterlo en la sección B hasta que recobrara la cordura.
Al cabo de tres horas, estaba en el ala de psiquiatría, mirando la televisión. Le habían puesto unos puntos en el brazo y se lo habían vendado. Después de tomarse un Va-lium y un Demerol, se sentía bastante bien.
Al día siguiente, cuando el psiquiatra hizo la ronda, Earl estaba prevenido. Era la hora del almuerzo. A todos los pacientes psiquiátricos les servían la comida en platos de papel. El psiquiatra se encontró a Earl con el plato en la cabeza, unos espaguetis cayéndole por la cara y la salsa de tomate chorreándole por encima. Earl dijo que llevaba un sombrero chino. El psiquiatra coincidió en que el parecido era razonable y le aumentó la medicación.