EARL se instaló en el ala de psiquiatría del hospital, un santuario situado en la tercera planta y aislado del resto del hospital por una puerta de seguridad. Los guardas solo podían entrar para hacer el recuento o en casos de emergencia. El enfermero entraba a verlo para distribuir la medicación, pero aparte de aquello los que atendían a los tres o cuatro pacientes ingresados eran los presos que trabajaban como auxiliares. Escribían en la tabla de seguimiento lo que Earl les pedía; era un documento hospitalario oficial que podía presentarse ante el tribunal para demostrar que estaba loco, si es que era necesario.

Los demás pacientes se solían quedar dentro de la habitación, convertidos en zombies nerviosos por el Prolixin que se les administraba. A Earl le tocaba tomar Thorazi-ne tres veces al día, pero siempre se guardaba las pastillas debajo de la lengua hasta que se marchaba el enfermero y después las tiraba al váter. Allí dentro necesitaba sus cinco sentidos.

Las puertas metálicas de las habitaciones estaban abiertas hasta las once de la noche, pero pasada aquella hora se podían forzar, así que Earl normalmente miraba la televisión hasta altas horas de la madrugada y dormía hasta tarde por las mañanas. Era casi imposible que lo pillaran fuera de la habitación; el ascensor se oía perfectamente en cuanto se ponía en marcha en la planta baja y si alguien subía por la escalera se lo oía abriendo las puertas desde muy lejos.

A la mañana siguiente de su fingido intento de suicidio, Ivan McGee le envió una funda de almohada llena hasta los topes de cigarrillos, café, bollos y útiles de aseo. T.J., Paul y Vito habían hecho una colecta entre los suyos. Aquella tarde el trío se coló en el hospital y subió a la tercera planta. No pudieron traspasar la puerta, pero lo llamaron para que fuera a verlos. Lo recibieron sonrientes y negando con la cabeza, y se dieron la mano entre los barrotes. Entonces se enteró de cómo había muerto Buck Rowan. No lo había matado Ivan McGee, como él se había imaginado, sino alguien a quien no conocía. Ivan les había dicho quién podía entrar en la habitación de Buck: un preso anónimo de la unidad de honor del pabellón Oeste que trabajaba de auxiliar. Vito, Baby Boy, Bird y TJ. lo habían ido a buscar, debidamente armados con cuchillos largos. El recluso conocía la existencia de la Hermandad, pero no hizo falta que lo amenazaran. Odiaba a los soplones tanto como todos los demás; incluso fue idea suya utilizar las botellas de suero intravenoso.

Earl los escuchó en silencio, colmado de gratitud, pero sacudido también por el horror. La primera sensación pronto se impuso sobre la segunda. Aun así, solo asintió con la cabeza y sonrió; dar las gracias a alguien por cometer un asesinato le parecía inapropiado.

Al oír un tintineo de llaves, las del sargento del hospital que subía por la escalera, el trío se escabulló por un pasillo de su derecha.

Unos días después, el teniente Seeman fue a verlo una tarde para decirle que el fiscal del distrito no iba a presentar su acusación y que a Ron Decker habían ido a buscarlo aquella misma tarde unos agentes de Los Ángeles y se lo habían llevado al juzgado.

—¿Por qué no dejas la farsa, cumples lo que te toca en aislamiento y después vuelves al patio? —le preguntó.

—Ya me lo pensaré, jefe —replicó Earl.

La mezcla de sensaciones, entre la alegría que le había producido la noticia del fiscal del distrito y la sensación agridulce que le dejaba la marcha de Ron, dio paso por la noche a la melancolía. Le tocaba el turno a Dutch Holland y miraron juntos el primer partido de la temporada, un partido aburrido con una puntuación en el medio tiempo del todo chocante.

—¡Joder con los Rams! —exclamó Earl, levantándose de la silla—. Yo tengo la polla más dura que el brazo del Gabriel ese. Vaya tío más flojo. ¿Te apetece comer algo?

—No —dijo Dutch, sin apartar los ojos de la pantalla. Tenía los brazos cruzados, unos brazos enormes. La postura exageraba su mole tatuada.

—¿Y un café?

—Si me tomo un café a estas horas no puedo dormir.

Earl se estiró y sacudió los hombros para desentumecer los músculos, mientras le miraba a Dutch los michelines de su robusto cuello. Dutch era una leyenda incluso desde antes de que Earl entrara por primera vez en prisión. Muchos creían que podría haber sido el mejor luchador del mundo; pero le gustaba la bebida y también los cheques sin fondos, y ahora que cumplía los sesenta también cumplía su sexta condena. Con su cara de pan y sus orejas de coliflor, Dutch era la clásica estampa del preso sanguinario, pero en realidad era un hombre tranquilo que solo respondía con violencia a las provocaciones intolerables, provocaciones a las que raramente tenía que enfrentarse, precisamente por su aspecto. Nadie busca bronca con un hombre que parece un oso.

La primera habitación de la planta se había transformado en una pequeña cocina, con un frigorífico y una plancha de cocina, donde Earl preparaba los filetes que sus amigos robaban en la carnicería. Solía compartirlos con Dutch, quien como la mayoría de atletas, hacía una dieta con muchas proteínas cárnicas. Ahora Earl no tenía demasiada hambre, pero puso la jarra de agua a calentar en la plancha y salió al pasillo, desde cuyos ventanales se veía la valla del recinto y la oscuridad de la Bahía. Al otro lado, las luces de las ciudades brillaban más que las estrellas en el cielo, centelleando en el aire cristalino. El puente de la bahía de Oakland era un arco reluciente que se confundía con el fulgor de la línea del horizonte de la ciudad. Distinguía el parpadeo de los faros de los coches y las luces de neón. La tranquilidad del ala de psiquiatría propiciaba la reflexión y dejaba aflorar sensaciones agridulces. Miraba el paisaje y deseaba su libertad; estaba tan cerca, pero a la vez, tan tristemente lejos.

Echaba en falta a Ron y también le preocupaba su situación. En el juzgado le podía ir bien, pero también se le podían torcer las cosas, en caso de que a algún funcionario se le ocurriera mandar un informe sobre el apuñalamien-to y el asesinato. Pero no tenía ningún sentido preocuparse, porque tampoco se podía hacer nada. En su caso, solo podía poner sus esperanzas en la fuga. Observó el contorno oscuro de la torre de vigilancia sobre la orilla. No se veía el interior, pero sabía que había alguien dentro. Y la luz intensa de las lámparas de vapor de sodio convertía el perímetro en un paisaje surrealista. Muchas veces los guardas de la torre se quedaban dormidos, y en las cárceles cercadas con alambradas, algunos habían logrado cortarlas o trepar por ellas sin ser vistos. Con mayor frecuencia, los descubrían y los mataban a tiros. Era puro azar, una tirada de dados, y las probabilidades de ganar eran muy escasas. Y aunque Earl tuviera la voluntad de jugársela, los muros de San Quintín tampoco admitían aquella estrategia. Pensó en las dos fugas exitosas que conocía. Hacía diez años, unos presos se habían hecho con unos maniquíes y los habían utilizado como sustitutos durante el recuento principal del día, mientras ellos se quedaban escondidos en la zona industrial. Siempre que se terminaba el recuento, los tiradores que vigilaban la fábrica desde lo alto se marchaban a casa y era fácil trepar los muros y fugarse. Todo dependía de que los guardas de los pabellones dieran por bueno el maniquí durante el recuento. Si se conseguía engañar al guarda, aquello era pan comido. Si no se lograba, la jugada tenía como consecuencia volver al agujero y afrontar nuevas acusaciones. Pasados unos años, los guardas solían volverse menos estrictos y se saltaban la norma que establecía que en el recuento todos los presos debían ponerse junto a la puerta de la celda. Pero aquello también dependía del azar.

¿Y coger rehenes? No valía la pena ni pararse a pensarlo. En los últimos cuarenta años nadie había conseguido evadirse con aquella estrategia. Abrirle la puerta a un recluso con rehenes estaba penado por ley. Daba igual quiénes fueran. En Folsom, tres amigos de Earl habían secuestrado a un coro que visitaba la capilla, formado sobre todo por muchachas adolescentes, y habían matado a otro recluso que intentó detenerlos. (Aquel preso había recibido un indulto postumo.) Pidieron un coche. Les dijeron que el único coche que tendrían sería un coche fúnebre. Se rindieron y acabaron condenados a cadena perpetua. Si no se abrieron las puertas por un coro de niñas no se iban a abrir por nadie.

Igual de absurda era la estrategia del «escondrijo», que solo utilizaban los tíos de pocas entendederas. Su plan consistía en quedarse escondidos hasta que dejaran de buscarlos y entonces escalar el muro. Lo único que conseguían era pasar hambre. La batida no se daba por cerrada hasta que había pruebas concluyentes de que los presos desaparecidos estaban fuera de la cárcel. En cualquier otro caso, se asumía que seguían dentro. Una vez las pesquisas se prolongaron durante dos meses, hasta que un perro encontró al desaparecido enterrado en el patio de abajo. No había sido una fuga, sino un asesinato. Después de un siglo, los guardas conocían mejor la cárcel que los reclusos. Todos los escondrijos posibles estaban identificados.

Casi todas las fugas que habían llegado a buen puerto se habían conseguido saliendo en un camión.

Dutch lo llamó, porque la segunda parte estaba a punto de empezar, e interrumpió su intensa ensoñación. Hizo el café y volvió al salón de la televisión. Al entrar, se fijó en el cuello arrugado de Dutch y la pelusa gris que le envolvía su cráneo redondo. Dutch era un hombre viejo. Su vida estaba acabada. El miedo lo atenazó. Todo el mundo envejece y muere. El final le daba igual, pero lo estremecía pensar en envejecer y enfrentarse a la muerte sin tener el recuerdo de haber vivido.

Se prometió que saldría, de una u otra forma. Y entonces se acordó de Ron y se preguntó qué pasaría en Los Ángeles. Si Ron regresaba, tenía que incluirlo en sus planes de fuga.

★ ★ ★

De no ser por el aumento de grafitis pintados y grabados en las paredes, la celda del juzgado apenas había cambiado y tampoco había variado la basura humana que la ocupaba hasta la bandera. Con sus rostros hinchados y pastosos, y su ropa sucia, todos tenían el aspecto de gente pobre y desesperada, no de delincuentes. Pero si en otros tiempos la actitud de Ron había sido de compasión, con alguna dosis de desdén, ahora lo que predominaba era su desprecio absoluto por la debilidad. También había desaparecido la leve sensación de miedo que antes había sentido. Apoyó la espalda en un rincón, y estiró las piernas encima de un banco, sin dejar sentar a un vagabundo tembloroso. Cuando un joven negro de voz ronca empezó a lanzar maldiciones contra el mundo, con un tono de voz trémulo por la rabia contenida, Ron sonrió levemente; le hacía gracia. En otro momento, presenciar aquel discurso airado le habría revuelto el estómago; ahora sabía que seguramente era una estrategia de defensa, ruido para ocultar el miedo, y que aunque su rabia fuera sincera, tampoco representaba una amenaza. Había aprendido que la fuerza física no implicaba necesariamente peligrosidad. Ser un tipo duro era un estado mental, era la capacidad de robarle la vida a alguien sin tener el más mínimo escrúpulo. Ahora sabía que él era capaz de hacerlo. ¿Qué le había dicho Earl una vez? Las serpientes de cascabel hacen ruido, pero las cobras actúan en silencio.

A renglón seguido de aquellos pensamientos nihilistas vino la comprensión de que no eran más que una reacción a las desoladoras noticias que le había comunicado Jacob Horvath la noche anterior. La caída de su labio inferior y su mirada afligida ya hacían evidente la realidad sin ni siquiera mediar palabra. Había ido a ver al juez por la tarde, para hacerse una idea de cómo estaba la situación, pero sin esperar problema ninguno. El juez le había enseñado un informe sobre el asesinato (Hovarth no estaba al corriente) y una carta firmada por el director adjunto y el director de San Quintín, en la que se afirmaba que Ron Decker era miembro de la célebre Hermandad Blanca, un grupo responsable de al menos media docena de asesinatos en las cárceles cali-fomianas en los últimos dos años. Aunque no había pruebas suficientes para acusarlo de aquel último crimen, varios informantes, presos anónimos pero de fiar, habían asociado a Decker con el incidente. Horvath fue alzando el tono de voz durante el relato, y pasando de la preocupación y el afligimiento hasta casi la indignación, como si Ron de alguna manera le hubiera fallado. Tras el abatimiento inicial, se impuso la frialdad del rencor y el desprecio. Asumiría la derrota con una actitud desdeñosa; hacía más soportable el dolor. Y aquel había sido su estado de ánimo durante la noche. Ni siquiera quería comparecer delante del tribunal; era todo una farsa ritual. La decisión ya estaba tomada y no le iba a dar a nadie la satisfacción de ver cuánto le dolía. Era capaz de comportarse exactamente como esperaban. Al fin y al cabo, la vida no era más que una representación y cada uno tenía su papel. Todo era un juego; todo era una mierda.

Cuando el alguacil llamó a Ron para que se acercara a la puerta de la celda y le puso en las muñecas unas esposas relucientes, Ron sintió cierto desdén, y también una extraña sensación de orgullo y de poder, porque si aquellas eran cadenas, también eran los símbolos del miedo que le tenía la sociedad.

En la sala no había nadie más que el secretario y el taquígrafo, además de Horvarth, sentado detrás del fiscal. El abogado estaba inclinado hacia el fiscal y le decía algo al oído. Los dos se reían con una risa contenida, pero sus voces resonaron estrepitosamente en la quietud y el vacío de la sala. Ron se puso furioso. Poco tiempo atrás, solo habría sentido indiferencia y cierta benevolencia ante aquella actitud amistosa entre rivales, pero ahora le parecía una traición. El fiscal era el enemigo y en la guerra no había espacio para la amistad.

Sin esperar a que lo avisara el alguacil que lo acompañaba, Ron abrió la puerta baja del juzgado y se sentó en una silla dentro de la balaustrada. El alguacil lo seguía de cerca. El secretario, un hombre rechoncho con gafas metálicas, en cuanto vio llegar al acusado salió por la puerta de la izquierda del tribunal. Era la única vista de la tarde y le iba a notificar al juez que ya estaba todo listo.

Ron llevaba unos pantalones y una camisa caqui, y los zapatos de la cárcel. Era lo que les daban a los reclusos para ir al juzgado. En otros tiempos le habría dado vergüenza; ahora no le importaba que lo identificaran como extraño. Horvath lo saludó con la mano, pero parecía dispuesto a seguir hablando con el fiscal hasta que Ron lo llamó con un gesto severo. Entonces se acercó y por el camino dejó el maletín encima de la mesa de la defensa.

—¿Alguna novedad? —preguntó Ron. —No. Nada de nada. He intentado hablar con él en el bufete, pero ya ha tomado una decisión. No entiendo qué demonios te ha pasado ahí dentro. Ya sabías que...

—Déjalo. A lo hecho, pecho.

—Yo voy a romper una lanza por ti, pero... —Negó con la cabeza.

—No te canses. Yo tengo cosas que decir. De hecho, tú solo diles que ya me represento yo y no hagas nada más.

—¿Que te representas tú en mi lugar?

—Exacto.

—No puedes.

—Y una mierda. Tú díselo.

Antes de que pudieran decirse nada más, entró el secretario y dio un mazazo.

—Levántense —recitó—. Se abre la sesión del Tribunal Superior del Departamento Nordeste B. del Estado de California, Condado de Los Ángeles. Preside el tribunal el honorable juez Arlen Standish.

Fue igual que la otra vez: los pocos presentes se levantaron, mientras el jurista togado entraba en la sala y subía majestuosamente a la tarima. Esto es, todos se levantaron menos Ron. Cuando el alguacil lo cogió del brazo, Ron se inclinó y levantó el culo diez centímetros de la silla. No se habría levantado tanto si no fuera porque un rechazo absoluto podría haber traído consigo unas cuantas tortas después. De esta forma, acataba la orden y a la vez dejaba claro lo que pensaba. Sin embargo, el juez no levantó la vista hasta que todo el mundo se volvió a sentar.

—El pueblo contra Decker —dijo el secretario—. Vista bajo el artículo mil ciento sesenta y ocho del Código Penal.

De pie junto a Horvath, lo asaltó la fragancia de la loción de afeitado del abogado. Su sensibilidad estaba especialmente exacerbada, después de pasar un año sin oler más fragancias que los pedos.

—Bien, supongo que tenemos que discutir esta cuestión —dijo el juez. Como había hecho en la otra ocasión, revolvió unos papeles invisibles. Se puso las gafas, leyó algo; a continuación, miró a Horvath por encima de las gafas—. Entiendo que la defensa tendrá algo que decir.

—Sí, Su Señoría.

Antes de que Horvath pudiera añadir algo más, Ron le dio un codazo en el costado.

—Díselo —le dijo entre dientes.

—Eh, eh —dijo Horvath tartamudeando. Los circuitos de la expresividad se le habían colapsado.

—Su Señoría —dijo Ron en voz alta, aún más alta y más aguda de lo que pretendía—. Me gustaría dirigirme al Tribunal sobre esta cuestión.

—No, no, señor Decker. Hablará a través del abogado de la defensa. Es su función.

—En ese caso, Su Señoría —dijo Ron lentamente—, me gustaría que constara que renuncio a la defensa del Sr. Horvath e invoco el derecho a comparecer en propria persona.

El juez dudó.

—¿No está satisfecho con el trabajo del señor Horvath?

—Esta no es la cuestión. Sencillamente quiero representarme yo mismo en esta vista. Y según la jurisprudencia, tengo pleno derecho a hacerlo, siempre que sea capaz de renunciar en plenas facultades a mi derecho a la defensa. Creo que el criterio en este sentido es que conozca los elementos del delito, la defensa y la pena. No es necesario que tenga formación jurídica. Los dos primeros son en este momento debatibles... Y la pena es evidente que la conozco perfectamente. —En cuanto empezó a hablar, la tensión desapareció y adquirió conciencia de que se expresaba con claridad. Se sorprendió a sí mismo.

—¿Quiere hacer algún comentario, Sr. Horvath?

—Ha sido una sorpresa. Yo... Lo he hecho lo mejor que he podido. No tengo ninguna objeción. El señor Decker no es en absoluto analfabeto y sabe lo que está en juego-

El juez miró al joven y moderno fiscal del distrito.

—¿Tiene el Pueblo algo que añadir?

El fiscal se levantó.

—El fiscal quisiera tener la garantía de que esta es una renuncia en sus plenas facultades. Y de que el acusado no se retractará después con una petición de hábeas corpus, apelando a la invalidez de la renuncia.

—No creo que la transcripción refleje incompetencia —dijo el juez suavemente—. Si esta fuera una vista de una importancia crítica, en la que fuera imprescindible la formación jurídica, haría una consulta exhaustiva antes de permitir que el acusado abandonara la protección del abogado defensor. Pero, hasta donde tengo conocimiento, la jurisprudencia reconoce el pleno derecho a la autorepresenta-ción, siempre que la renuncia se realice en plenas facultades. Y este acusado ha enumerado los criterios pertinentes. —El juez asintió con la cabeza, mirando a Ron—. Prosiga, señor Decker. Se puede representar usted mismo, siempre que mantenga el decoro.

Una vez autorizado, por un momento Ron fue incapaz de tomar la palabra. Había querido expresar su desprecio por aquella farsa judicial, pero la sensatez y la magnanimidad del juez le daban un hálito de esperanza. Quizá la decisión todavía no era irrevocable. Pero tampoco quería mostrar debilidad, no quería lloriquear. No se decantaría por ninguno de los extremos y ajustaría su intervención según la respuesta que obtuviera.

—Su Señoría, no cabe duda de que he vendido en mi vida gran cantidad de marihuana y de cocaína, pero esto solo significa que había mucha gente dispuesta a comprarla. De hecho, hay millones de personas en el mundo que no lo ven especialmente mal. Es un hecho sobradamente reconocido que consumir estas drogas no es peor que fumar y resulta menos nocivo que el consumo de alcohol. Yo no me siento culpable por haber hecho lo que hice. No le hice daño a nadie. Que me pillaran fue... como cuando te cae un rayo. No es un acto de justicia ni un castigo, solo es la voluntad de Dios. Cuando entré en la cárcel tenía miedo, pero no esperaba que la cárcel me cambiara, ni para bien ni para mal. Pero después de un año he cambiado y ha sido un cambio para peor, al menos según los criterios de la sociedad. Si se quiere transformar a alguien en un ser humano digno, condenarlo a una pena de cárcel es como querer convertir a alguien al Islam y mandarlo a un monasterio trapense. Hace un año, la idea de causar daño físico a alguien, de herirlo gravemente, me producía repulsa. Pero después de vivir un año en un mundo en el que nadie dice nunca que matar esté mal, un lugar en el que prevalece la ley de la selva, me veo capaz de contemplar el ejercicio de la violencia sin perder siquiera la calma. La gente lleva miles de años matándose entre sí. Cuando yo vendía marihuana compartía básicamente los valores de esta sociedad, el bien y el mal, lo justo y lo injusto. Pero ahora, después de un año, y estoy siendo sincero, cuando leo que han matado a un policía me pongo del lado del asesino. Mis simpatías van cada vez más en esa dirección. Todavía no del todo, pero el proceso parece inevitable. Lo que intento decir es simplemente que si vuelvo a la cárcel no va a servir para nada. La cárcel es una fábrica que produce animales humanos. Lo más probable es que salgas peor de lo que entras. Tendré que cumplir por lo menos cinco años más para tener derecho a salir en libertad condicional. ¿Qué voy a hacer? A mí no me va a ayudar. No servirá para disuadir a nadie. Mire a su alrededor. Nadie se va a enterar, ¿cómo puede ser una medida disua-soria? No sé cómo seré después de pasar media docena de años en un manicomio. Y ya he perdido todo lo que tenía ahí afuera. Creo que ya he sufrido bastante castigo... —Su voz se fue apagando. Intentó encontrar más palabras, pero no lo consiguió—. Eso es todo —concluyó.

Cuando se sentó, acalorado y sin aliento por su locuacidad, el juez miró al fiscal del distrito y asintió con la cabeza.

—¿Quiere el Pueblo hacer algún comentario? —Mientras terminaba de formular la pregunta, sus ojos se desviaron hacia el reloj de la pared de enfrente. Casi dio la impresión de que era un gesto deliberado.

El fiscal se levantó, apartando la silla con las piernas, y siguió los ojos del juez con su mirada.

—Eh... El Pueblo, eh... coincide con el contenido de las cartas de las autoridades penitenciarias y presenta el caso para su decisión.

El juez volvió a mirar a Ron. La paciencia y la amabilidad le habían desaparecido del rostro, que parecía más severo. O quizá era que el timbre de su voz le daba a su rostro una apariencia de granito.

—Señor Decker, cuando usted compareció inicialmen-te ante este tribunal, se le condenó por un delito grave. Dada su juventud y su entorno familiar, quise dejar una puerta abierta y evitarle una larga pena de cárcel. Quería darle la oportunidad de que viera lo que el futuro podía depararle y que hiciera lo mejor para usted. A juzgar por la información recibida de las autoridades penitenciarias, usted es un hombre peligroso. Si ya lo era antes de ingresar en prisión o si se ha transformado allí es irrelevante. Lo fundamental aquí no es si la prisión lo ayudará a usted o si su encarcelamiento tendrá un efecto disuasorio sobre otras personas. Lo principal es proteger a la sociedad. Cualquier persona capaz de matar a otra a sangre fría, y usted prácticamente ha admitido que sería capaz, no es apta para la vida en sociedad. Ahora sé que la sociedad estará protegida durante por lo menos cinco años. Pasado este tiempo, la junta decisoria en cuestiones de libertad condicional podrá autorizarlo a salir del centro, si así lo considera oportuno. Yo no voy a modificar la sentencia. Petición denegada.

—¡Pues jódete! —exclamó Ron a voz en grito, inesperadamente. Apenas se creía lo que acababa de decir—. ¡Que te den por el puto culo, viejo!

El alguacil le dio unos golpecitos en el brazo y lo tiró de la manga, y aquello detuvo sus exabruptos.

—Vigile —dijo el alguacil, con un tono de voz pausado, pero severo—. Es un magistrado.

—Sí, vale. —Ron ya se había levantado. Miró fugazmente el rostro estupefacto de Horvath. Avanzó por el pasillo y el alguacil fue a buscar las esposas. Al llegar a la puerta, se detuvo y tendió los brazos, mostrando las muñecas. El alguacil le apoyó la mano en el hombro y le indicó con la cabeza que se volviera. Como consecuencia de su arrebato, lo iban a esposar con las manos en la espalda, para que estuviera más indefenso. Se volvió y acató la orden, con un rastro de sonrisa mordaz en el rostro. Se preguntaba cuánto tardaría en volver a San Quintín.

★ ★ ★

El santuario del ala psiquiátrica también era una jaula dorada. Earl disfrutaba de su soledad, pero aquella inactividad también lo ponía nervioso. Ahora que ya no pendía sobre él la autoría del asesinato, estaba listo para volver a la sección B y someterse al castigo que quisieran imponerle las autoridades. Tenía que pasar por aquello antes de volver al patio grande. El tiempo pasado en el hospital no contaba en el cómputo del período de aislamiento. Y si seguía demasiado tiempo en aquel estado de «trastorno nervioso» lo mandarían al centro hospitalario penitenciario, donde podían administrarle electroshock, y ya volvían a circular rumores de posibles lobotomías. Prefería la barbarie chapada a la antigua de la sección B. Además, en los quince años que llevaba abierto el centro hospitalario penitenciario solo dos presos habían conseguido fugarse y ambos se la habían jugado, cortando los barrotes de la celda y saltando vallas dobles a la vista de las torres de vigilancia.

Siguió pensándoselo hasta que se enteró de que Ron había vuelto del juzgado y estaba ahora en la sección B. A la mañana siguiente le dijo al médico que ya se encontraba mejor. Dutch y los demás auxiliares apuntaron en las tablas de seguimiento que sus delirios habían llegado a su fin. Al cabo de una semana, el médico le diagnosticó síndrome de Gan-zer, una forma de psicosis que los reclusos conocían como el «síndrome de chirona». Le dieron el alta el lunes siguiente. Sabía que apenas tardarían unos minutos en firmarla y cuando lo fueron a buscar los guardas ya lo tenía todo preparado. —Coge los bártulos, Copen —dijo uno—. Se acabaron las vacaciones.

Cuando abrieron la puerta de la sección B y lo asaltó el ruido y el hedor que emanaba del interior, le entraron náuseas. «A la mierda —se dijo estoicamente—. Hay que saber aceptar las pérdidas, porque sino las victorias no se disfrutan». Entró. Llevaba en la mano una funda de almohada con todas sus posesiones mundanas.

El fornido sargento encargado de la sección era un veterano que le tenía simpatía.

—¿Qué tal?

—Normal.

—Cuando te sacaron pensé que de aquella no salías.

—Si se la juego al Estado, que sea bien.

—Hay una celda libre en la tercera galería, cerca de tus amigos. Supongo que querrás estar ahí.

—¿Está Decker?

—A dos celdas de Bad Eye. Tú estarás enfrente. Estaréis todos cerca, podréis hablar.

—Que podremos gritar, querrás decir. —Earl inclinó la cabeza hacia las galerías, donde las voces formaban una algarabía incomprensible. —Salimos juntos a hacer ejercicio, ¿no?

—Estáis en el mismo programa, cada galería sale a la vez.

Como hicieron subir a Earl desde la entrada de la planta y después bajar por la tercera galería, no llegó a recorrer el pasillo y nadie se enteró de que había llegado. Al pasar, iba echando un vistazo al interior de las celdas, especialmente a las que estaban cerca de la suya, pero todo el mundo parecía estar durmiendo. El sargento abrió la cerradura con la enorme llave giratoria y al salir dejó caer la barra. En cuanto estuvo solo, tiró la funda de almohada en el colchón pelado que había en el suelo y miró a su alrededor. Una de las paredes estaba chamuscada y llena de burbujas por un incendio, pero el váter y el lavabo colgaban todavía de la pared; y el colchón y las mantas parecían más limpios de lo habitual. Empezó a poner sus cosas en su sitio. Aquella iba a ser su residencia durante mucho tiempo.

Hasta que no se moderó el huracán sonoro, a la hora del almuerzo, no informó de su presencia a Bad Eye y Ron. Y aún entonces tuvo que gritar y le fue imposible mantener una conversación de verdad. Agradecía que el médico le siguiera recetando Valium. Odiaba el ruido y aquello era el récord Guinness del caos veinticuatro horas al día. Nunca había un silencio total, aunque justo antes del amanecer solo quedaban dos o tres presos manteniendo conversaciones a gritos. Cada pocos meses alguien se ahorcaba y la mitad de los residentes de la sección vivían al borde de la locura. Bad Eye llevaba allí nueve meses y esperaba que lo trasladaran a Folsom. Estaba enfadado con el mundo, destilaba odio. Se acordaba de los tiempos en que Bad Eye no era más que un gamberro; ahora la depravación y el mal habían permeado en él hasta la médula.

La sección B tenía un patio propio para los ejercicios al aire libre, que en realidad estaba fuera de los muros de San Quintín. Se había abierto una puerta en el último pabellón, que tenía vistas a la bahía. El hospital estaba al lado, en un recinto de cien metros de largo, con una valla rematada con alambre de espino. Al otro lado había una torre de vigilancia. Otro tirador se apostaba encima de la puerta del pabellón. De allí no salía nadie. Si no hubiera sido por un cabo que había a un kilómetro y medio de distancia y que ocultaba las vistas, se hubiera visto el Golden Gate y Alcatraz.

Cada galería tenía una categoría especial y salía por separado durante dos horas dos veces a la semana, por la mañana o por la tarde. La planta baja era el agujero, donde se cumplían sentencias breves de castigo. La mayoría volvía después al patio. La segunda galería estaba dedicada a los negros revolucionarios. En la tercera galería estaban los blancos y chicanos más combativos, la mayoría miembros de la Hermandad Blanca y la Hermandad Mexicana. La cuarta galería era una mezcla, y allí llegaban aquellos que habían incumplido las normas y no estaban afdiados a ningún grupo ni se los consideraba especialmente alborotadores. La quinta galería estaba dedicada a la protección y estaba llena de mariconas y soplones. Muy pocos ocupantes salían al patio a hacer ejercicio, porque en cuanto pasaban por delante de las demás celdas se llevaban insultos y escupitajos en la cara, y les tiraban pis y mierda.

La mayoría de los amigos de Earl estaban en la tercera galería. Algunos llevaban años allí y el primer día que salió al patio, una mañana fría y luminosa, una docena de amigos se abalanzaron sobre él en cuanto lo vieron. Hubo risas, abrazos, estrechones de mano, palmadas en la espalda. Bad Eye fue el más efusivo: estrujó a Earl en un abrazo de oso y lo levantó del suelo. Se marchaba a Folsom en el próximo autobús y estaba contento de poder despedirse de él en persona. Tenía ganas de marcharse y esperaba poder conseguir la condicional en un año o dos.

—Si me quedo aquí no saldré nunca. Necesito otro terreno de juego. Llevo tanto tiempo encerrado que veo una serpiente yendo a rastras y me parece que ha llegado alto. Mi cómplice lleva seis años fuera, el cabrón. Y eso que cuando nos pillaron a los dos él tenía cinco años más que yo.

Mientras duraron los rituales de camaradería, Ron Decker se mantuvo apartado de la multitud, con una leve sonrisa. Le gustaba ver a Earl tratar a la gente, disfrutaba sabiendo que cambiaba fácilmente de máscara y se adaptaba para darle a cada tipo de público lo que le pedía. Tampoco es que los manipulara; más bien los apreciaba y quería que se sintieran a gusto.

Pronto el grupo se disgregó. Bad Eye se fue a jugar a pelota mano en el patio pequeño; la pareja ganadora jugaba contra todos los demás hasta que alguien los derrotaba. Los demás no tenían nada más importante que decir. Earl le dio una palmada en la espalda a uno y dijo que tenía que hablar de un tema con su socio, señalando a Ron con un gesto de la cabeza. Lo entendieron y lo aceptaron.

—Tío, siento lo del tribunal —dijo Earl, mientras se daban un abrazo. Era la primera vez que Ron hacía aquel gesto sin avergonzarse.

—Vaya coñazo —dijo Ron—. Pero qué se le va a hacer, joder.

—No lo hicimos lo mejor que pudimos.

—Mirando atrás, no hay nada de qué arrepentirse.

—No, ese gilipollas se lo merecía. Pero tú ahora estarías en Broadway y eso él no lo valía.

Ron se encogió de hombros. Ya no le dolía. La herida había cicatrizado y a veces notaba alguna molestia, pero no le dolía.

—Vamos a dar un paseo —dijo Earl.

De los cuarenta reclusos que habían salido al patio, casi todos estaban cerca del imponente pabellón que albergaba el frontón. El viento daba directamente sobre la valla del extremo y a veces la zarandeaba. En las aguas oscuras de la bahía se distinguían algunos toques de blanco. Ron llevaba un abrigo y se subió el cuello, pero Earl iba en mangas de camisa. Se metió las manos por dentro de la cinturilla y encorvó la espalda. Indicó con un movimiento de la cabeza que podían pasear junto a los veinte metros de valla.

—¿Qué te dijo tu madre? —preguntó Earl.

—No se lo podía creer. Y está dispuesta a arruinarse si va a servir de algo.

—¿Te han visto en el comité disciplinario?

—Aja. Me han dicho que me pase aquí un año. Por Dios, esto es un manicomio. Nadie se creería que existe un sitio como este.

—Si encontrara la forma de salir, de salir de San Quintín, ¿estarías dispuesto a pirarte?

Ron se quedó pensativo unos segundos.

—Si encontraras la forma... No quiero esperar cinco años a la junta de la condicional. Y ni siquiera estoy seguro de que me dejen salir. ¿Sabes cómo hacerlo?

—No, ahora mismo no, pero ya encontraré algún agujero. Lo sé. El secreto para salir de este vertedero es darle muchas vueltas, pensarlo continuamente, ir observando. De momento sé lo que no funciona y todo lo que ha funcionado antes. Pero salir solo es una parte de la historia. Quedarse afuera y no volver a entrar no es fácil. Tendremos que tener adonde ir, y a alguien que nos ayude. Y habrá que salir del país. En este país todo el mundo está metido en el ordenador. Aquí un fugitivo solo puede vivir si hace de pastor en Montana o algo así. Joder, eso es peor que estar aquí en el patio!

—Si salimos, yo puedo conseguir ayuda. Mi madre... Y también conozco a gente en las montañas de México, en Sinaloa, que están metidos en historias. Tienen todas las armas en las montañas. Ahí las autoridades no se meten ni con un batallón. Y también conozco a gente en Costa Rica. Si consigues que salgamos...

Se detuvieron en una esquina de la valla y contemplaron la vista. La luz del sol, parcialmente oculta por un tapiz nuboso, oscilaba sobre la cima de las colinas verdes de Marín. Entre dos de aquellas colinas había una autopista con una leve inclinación, donde infinidad de parabrisas centelleaban como joyas.

—Sí —dijo Ron—. Este sitio me ha cambiado y algunos de los cambios me gustan. Pero si me paso muchos años aquí dentro ya no me gustarán tanto.

Earl le dio una palmada en la espalda.

—Sí, empezarás a hacerte pajas delante de tíos con el culo gordo. —Soltó una sonora carcajada, mientras Ron torcía el gesto y negaba con la cabeza.

Bad Eye captó su atención. Llamaba a Earl y le indicaba con la mano que fuera a jugar a pelota mano. Empezaba otra ronda. Earl levantó la mano y le indicó con un gesto que esperara.

—Mejor me voy. Ya sabes lo sensible que es. De todos modos, está clarísimo que de aquí, del agujero, no se puede salir. Aunque hace unos años hubo un par de idiotas que se arriesgaron y lo consiguieron.

—¿De la sección B?

—Sí, cortaron los barrotes de las celdas y de la puerta del pabellón, y nadie los vio. Ni el agente armado del bloque, ni el de la torre de afuera, nadie. Claro que en cuanto empezaron a hacer el imbécil por ahí fuera los pillaron a la de tres. Así que nada, aquí estaremos, tranquilos, cumpliendo el aislamiento, y luego ya saldremos al patio. Aquí hay que tener paciencia, aunque tampoco hay que pasarse. Cuando se tiene que actuar, se actúa.

—Sí, es verdad. Ya me he dado cuenta —dijo Ron—. Cuando se llevan aquí unos años invertidos, la gente tiene miedo de moverse. Y aunque no se tenga miedo, hay una especie de inercia que cuesta resistir.

Bad Eye se había apartado cinco metros de los espectadores del campo y los llamaba a gritos y gesticulaba.

—Venga, ve —dijo Ron—. Pero no sé por qué te quiere, con lo mal que juegas.

—Muérete —dijo Earl. Le habría apetecido hacer el bobo y pegarle un par de guantazos amistosos, pero también era consciente de que había tiradores en los dos extremos del patio. Aquel tipo de contacto físico estaba prohibido y las peleas se separaban a balazos, y a veces los guardas no hacían distinciones. De camino al campo, a paso ligero y haciendo la payasada de saltarse un paso de vez en cuando, pensó en lo que había dicho Ron sobre los efectos transformadores de San Quintín. Él ya estaba irremediablemente impedido, pero Ron no. Era importante que no cumpliera una larga condena.

—Somos los siguientes —dijo Bad Eye—. ¿Quieres jugar delante o detrás?

—Delante. Detrás no sé.

Dos chicanos de la Hermandad Mexicana, los dos amigos de Earl, habían ganado la última partida; esperaban con las camisetas empapadas en sudor.

—Sí, hombre, viejo —gritó uno—. Tú no sabes jugar ni delante ni detrás.

Earl se quitaba la camiseta.

—Igual este viejo cascarrabias te echa del campo y tienes que salir de aquí con tu carnet mexicano en la boca.

Le prestaron un pañuelo rojo y se envolvió con él la mano, a modo de guante.

Earl y Bad Eye perdieron, pero fue un partido reñido y hubieran ganado, de no ser porque Earl se quedó sin resuello mucho antes de terminar. La estancia en la celda de aislamiento y la inactividad en el pabellón psiquiátrico lo habían afectado.

Se estaba recuperando cuando se abrió la puerta metálica y apareció un guarda golpeando las llaves contra la puerta, para indicar que ya era la hora de volver a las celdas. Los presos formaron una fila desordenada y entraron lentamente en el pabellón. En el interior los esperaba media docena de guardas en fila. Los cacheaban a todos para evitar que entraran con algún arma que alguien hubiera podido tirar desde las ventanas del hospital.

★ ★ ★

Earl y Ron se adaptaron a los hábitos de la sección B. Bad Eye estuvo en la celda adyacente hasta que lo trasladaron —pese a los tres guardas que lo escoltaron a su salida, durante el recorrido por la galería se detuvo para dar la mano a todos sus amigos—. Cuando se marchó, Earl ocupó su celda y así la mayor parte del tiempo podían hablar sin gritar. Cuando les abrían para salir a hacer ejercicio estaban muy cerca de la escalera y así llegaban los primeros al patio y al frontón. Earl convenció a Ron para que jugara y siempre jugaban el primer partido, que durante el primer mes perdieron invariablemente, pero a partir de entonces empezaron a ganar por lo menos la mitad de los partidos.

Jugaban hasta que alguien los derrotaba y después daban un paseo y charlaban hasta que los volvían a llamar a las celdas. Aunque todavía no habían encontrado una estrategia de fuga, hablaban de lo que harían al salir. Ron aseguraba que su madre les proporcionaría un refugio, dinero y transporte para salir del país, pero Earl quería cometer un par de atracos, para poder ser independientes. Conocía dos bancos perfectos para un golpe y tenía una estrategia sencilla para el atraco a mano armada, que no necesitaba planificación y que había salido bien en otras ocasiones.

—Es tan fácil como robar una licorería, pero nunca te saldrá un gilipollas de la trastienda con una escopeta a reventarte la cabeza. Vas a una joyería de alta gama, no cualquier sitio de tres al cuarto, sino alguna tipo Tiffany o Van Cleef. Entras y pides que te enseñen unos Patek Philippe o diamantes de dos quilates sin engarzar. Cuando te los traen, te abres el abrigo y les enseñas la culata de la pistola. Trabajas solo, sin mucha planificación, y te llevas una docena de relojes de dos mil pavos cada uno. Es un golpe perfecto.

—Eso no hace ninguna falta —objetó Ron, alzando la voz. Se exasperaba y se preguntaba si Earl estaba obsesionado con correr riesgos que podían llevarlo de nuevo a la prisión.

—A ti no te hace ninguna falta. Y a lo mejor a mí tampoco. Pero yo no tengo ningún apoyo. Solo me tengo a mí.

—Vale, vale... Ya veremos qué pasa cuando salgamos. Si es que salimos.

—Confía un poco en mí, chaval.

—Dame motivos.

El secretario de la sección B pasó a otro pabellón y le dieron el trabajo a Earl. Estaba fuera de la celda desde las siete de la mañana hasta última hora de la tarde. Pasaba a máquina documentos oficiales y organizaba las galerías. Cuando se requisaba droga en el patio, siempre se llevaba algo, daba igual quién la incautase. Otra semana se valió de su influencia para que asignaran a Ron el puesto de barbero de la sección B. Los primeros días la cosa fue delicada, porque Ron apenas distinguía las cuchillas de la máquina cortapelo de las tijeras, y los veteranos simplemente se negaron a que les cortara el pelo hasta que practicara con los presos en protección de la quinta planta. De la necesidad se hace virtud y al cabo de una semana era capaz de cortar el pelo con una técnica más que aceptable.

★ ★ ★

A medida que avanzaba el invierno, dos acontecimientos interrumpieron la rutina. En febrero, Earl estaba un día cerca de la puerta del patio cuando salió la segunda galería, ocupada por los negros más combativos. Ya no extremaba la prudencia, como era habitual en él, porque hacía casi dos años que no había conflictos raciales y se llevaba bien con varios negros de la galería. Pero aquel día, de pronto, un recluso se apartó de la fila y se abalanzó sobre él para clavarle un muelle de colchón afilado. Era un arma rudimentaria, con la forma de un picahielos, pero no tan recta ni puntiaguda. Si se la hubiera clavado en el vientre, le podría haber hecho bastante daño, pero lo atacó desde arriba y le alcanzó el brazo. De entrada le perforó el bíceps y, al apartarse y echar a correr, se lo clavó también por encima del omoplato, hasta topar con el hueso. La agresión le causó varias heridas superficiales. Al advertir aquellos rápidos movimientos, los tiradores tocaron el silbato y soltaron una bala que sonó como un cañón dentro del edificio. En seguida rodearon al recluso negro.

Sentado en la camilla del hospital, mientras le vertían agua oxigenada en las heridas, Earl le dijo al Capitán Medianoche que no tenía nada que decir respecto a nada ni nadie. Otros negros le contaron que el agresor estaba desquiciado y que pensaba que los blancos le querían meter una radio en la cabeza. Cuando llegó la noticia de que en el patio la Hermandad Blanca tenía previsto vengarse y apuñalar indiscriminadamente a cualquier negro, Earl le envió a T.J. un largo escrito diciéndole que si cometían aquella estupidez les retiraba la palabra, que solo conseguirían iniciar sin necesidad un conflicto racial y que el responsable de la agresión había sido un loco. Ni siquiera Earl se iba a vengar, porque estaba loco. No llegó a añadir que nunca había aprobado los enfrentamientos raciales, y que cuando aceptaba que la lucha era necesaria para la supervivencia, porque el otro bando había declarado la guerra, seguía desaprobando el asesinato indiscriminado de personas simplemente porque pasaran por allí. Ciertamente, era algo que hacían los dos bandos y las víctimas acababan siendo quienes no tomaban partido; los más implicados en el conflicto tenían cuidado y evitaban las situaciones peligrosas.

Durante varios días, los negros de la sección B estuvieron especialmente cautelosos, porque sabían a quién apuntarían los tiradores si había disturbios. Tampoco se fiaban de Earl, que fue a ver al imán negro a su celda y le dijo que el incidente no tendría consecuencias. Finalmente, la tensión se alivió y solo quedó el nivel de paranoia habitual. De esta forma Earl se ganó el respeto de algunos líderes negros. Sabían que si estallaba la guerra lucharía en el bando blanco, pero que no era un instigador.

El segundo incidente importante fue la jubilación de Stoneface y la llegada de un nuevo director adjunto, «Tex» Waco, que provenía de Soledad. Cuando le dieron la noticia, Earl chasqueó los dedos y se puso a bailar. Ron, que estaba sentado en la silla de barbero, le preguntó qué sucedía.

—A ver, colega —dijo en un fuerte acento sureño, que transformaba cada frase en una pregunta—. ¿Conoces al nuevo director adjunto? ¿Sabes que cuando era un novato, y estudiaba en la Universidad de Berkeley, este viejo le escribió unos cuantos trabajos de clase? —Abandonó la imitación—. O sea que con este tío tengo mucho ganado.

—¿Crees que nos va a servir para fugarnos?

—¡No! Vaya listillo. Pero te juro que este menda sale del agujero en dos meses. Y tú, si quieres salir, ya te puedes portar bien.

Earl dio un salto, le hizo a Ron una llave con el brazo y le restregó los nudillos por la cabeza.

—¿Qué, una peleíta?

—Va —objetó Ron. Aquellos juegos no le gustaban nada—. Deja de hacer el idiota y a ver si encuentras la manera de salir.

Era justamente lo que Earl buscaba y con ese fin no dejaba de explotar sus conocimientos sobre San Quintín. Anticipándose al hallazgo de la solución, se dejó el pelo largo. Cuando se escaparan, su cabeza afeitada llamaría la atención. Entonces descubrió que tenía las patillas totalmente grises.

El teniente Seeman también tenía influencia sobre el nuevo director adjunto, porque había sido su superior cuando Waco era solo un guarda de a pie. El nuevo director adjunto accedió a revisar los expedientes de Earl y de Ron en cuanto se instalara en el puesto.

Tardó un mes. Por un error administrativo, a Ron lo cambiaron de pabellón un día antes que a Earl.