RONALD Decker encaraba los diez días que le quedaban hasta que llegara el autobús que lo iba a trasladar a la cárcel. Desde el momento de su detención cinco meses atrás, le había dicho a todo el mundo que iba a entrar en prisión, pero aun así, siempre había creído que acabaría librándose de algún modo. La inminente realidad le creaba tanta ansiedad como curiosidad. Hacía preguntas, escuchaba los relatos de los demás. La cárcel era algo más que un lugar fortificado; era un mundo extraño con unos valores distorsionados y gobernado por un código violento. Los relatos se contradecían entre sí; todo dependía del punto de vista del narrador. Un falsificador de mediana edad que había cumplido dieciocho meses trabajando en el edificio de administración y viviendo en una celda de honor tenía una imagen muy distinta de la de un chicano del barrio que había entrado a los veinte años y se había pasado cinco paseando por el patio, entre las celdas de aislamiento y la fábrica textil. El administrativo decía: «Bueno, están esos chavales de los coches tuneados, que se apuñalan los unos a los otros, pero si tú vas a lo tuyo nadie te molesta. Menos cuando hay conflictos raciales. Entonces más vale que te quedes en tu celda». Y el chicano decía: «Allí cualquiera puede morir en poco tiempo. Hay palizas todos los días. Tienes que meterte en una banda. Ellos son los que lo manejan todo». El oficinista explicaba que en cada cárcel había cuatro bandas poderosas: dos mexicanas, una blanca y una negra, con una fuerza variable según cada cárcel. El administrativo no las conocía demasiado y el chicano no quería hablar. Pero a los pocos días se publicó en Los Angeles Times un artículo sobre los cincuenta y siete asesinatos, y las trescientas peleas con arma blanca que había habido en el año anterior en tres cárceles: Soledad, Folsom y San Quintín. Casi todos los actos violentos eran atribuibles a bandas. Según el artículo, las bandas se habían formado con fines de protección a raíz de los primeros incidentes de violencia racial, pero ahora todas tenían montado algún chanchullo y a eso se dedicaban sus esbirros, cuando no se mataban los unos a los otros. Las dos bandas mexicanas estaban enfrentadas entre sí, igual que los blancos y los negros.
—¡Cincuenta y siete muertos! —exclamó Ron—. ¿Pero adonde me voy a meter?
—Igual te salvas de Q y de Folsom —respondió un veterano barrigudo—, pero lo más probable es que te encuentres con líos en todas partes. Hay gente que entra y es capaz de pasar desapercibida, pero tú no, eso está más claro que el agua. ¿Me entiendes, no?
Ron dejó caer el periódico en la litera y asintió con la cabeza. Lo entendía perfectamente.
—Ahí dentro hay animales que llevan entre rejas ocho o nueve años. Les vas a parecer Gina Lollobrigida. Incluso a los que no son tan animales, basta con que sean delincuentes de pura cepa. Unos te querrán dar por culo y otros ñiparán por chupártela. Joder, es que si les das cancha no va a quedar de ti más que los cordones de los zapatos y la hebilla del cinturón —dijo, entre carcajadas.
Ron se ruborizó. Sabía que en la cultura carcelaria se distinguía entre roles masculinos y femeninos, pero todo aquello le desagradaba profundamente. No es que lo condenara. Simplemente no iba con él. Y era especialmente susceptible ante aquella cuestión porque desde la pubertad parecía ser un foco de atracción de las proposiciones homosexuales.
—¿Y qué puedo hacer?
—Empieza por no ser simpático con nadie y no aceptes favores. El Juego consiste en que te veas obligado a. hacerlo. No te afeites demasiado y lleva ropa vieja. Habla con la boca torcida y ve soltando «gilipollas» sin parar... Y da la impresión de que estás dispuesto a cargarte al primero que se meta contigo. Así se lo pensarán antes de hacer nada. Nadie quiere morir. Y hay gente que aguanta solo con amenazas y pegándose faroles. Pero no tienen tu pinta. También le podrías clavar un navajazo a alguien, claro. Así no se te acercarían, por lo menos los de medio pelo. Pero si tienen amigos... Y además con eso no podrías salir.
—Gracias por los consejos —dijo Ron. Se le ocurrió preguntarle qué pasaría si pedía ayuda a los carceleros. Seguro que había otros presos en la misma situación y la responsabilidad era de la dirección. Pedir protección era de mal gusto, pero que te sodomizaran o matar a alguien eran extremos que iban más allá del gusto y la sensibilidad. Después de «aquello», no se vería con ánimos de seguir viviendo, y matar, aun sin recibir castigo por ello, le resultaría difícil. No se imaginaba quitándole la vida a nadie. Pero no lo preguntó, porque se imaginó que apelar a la ayuda de las autoridades era una cuestión tabú. A lo mejor podía contratar a algún guardaespaldas. Preguntó si era posible.
—Igual sí, pero lo más probable es que se lleven tu dinero, te extorsionen aún más y después te den una paliza. Pero a lo mejor encuentras a alguien. Joder, yo he visto apuñalar a un tío a cambio de veinte cartones de cigarrillos. Una puñalada directa en el puto pulmón...
Había preguntado por preguntar, pero más tarde, acostado en su litera, Ron pensó en el precio del apuñalamiento: veinte cartones de cigarrillos. Era bastante barato, ¿pero se lo podía permitir? Una semana antes de que lo pillaran tenía cincuenta y tres mil dólares en efectivo, otros veinticinco mil o más en objetos de valor precolombinos procedentes de ruinas mexicanas —robados y pasados de contrabando por los mismos contactos en Culiacán que le vendían la droga—, un Porsche y un Cammaro, y además era socio de un aparcamiento en el centro. Perdió treinta mil con la incautación de las drogas. La policía había requisado doce mil y entregado ocho al Servicio de Impuestos Internos. Otros cuatro mil se los habían repartido unos cuantos policías. Los cinco mil que tenía en el banco habían ido a parar al fiador judicial para sacar a Pamela. Pero antes de que saliera en fianza, algún capullo que ambos conocían había entrado en el apartamento y le había robado las antigüedades, el equipo de música, el televisor en color y su ropa. El Porsche lo había vendido para pagar a Horvath, que también se había embolsado la miseria que había conseguido sacar de la venta forzosa del aparcamiento. El Cammaro lo tenía Pamela. Era lo único que quedaba de su imperio. Lo habían despojado de todo, como un árbol azotado por un vendaval.
«A lo mejor no me puedo permitir veinte cartones», pensó, y soltó un gruñido de indignación.
★ ★ ★
Ron sabía que aquella sería la última visita. Al día siguiente o a los dos días estaría en el furgón policial, camino de la cárcel. Cuando a las diez de la mañana dijeron su nombre, había ocho presos en la celda, con capacidad para solo cuatro. Todas las noches la celda se llenaba de borrachos y de infractores de tráfico que no pagaban la multa. El suelo siempre estaba cubierto de cuerpos tendidos, muchos directamente sobre el suelo, pero estaban como una cuba y les daba igual. A media tarde los trasladaban a la granja taller, para dejar sitio a la nueva tanda. Todos estaban despiertos menos uno. El veterano leía un periódico a la luz que entraba por entre los barrotes. La bombilla empotrada de la celda se había fundido en cuanto Ron llegó y ya no la habían cambiado. Tres negros de mediana edad y un indio obeso se jugaban cuatro chavos a las cartas encima de una litera, y otros dos los miraban. El que dormía estaba en el suelo, delante del retrete; Ron tenía que utilizarlo. Era un vagabundo borracho que dormía a pierna suelta, roncaba y babeaba por su boca desdentada. En la jerga carcelaria, era un «uva». Después de un momento de duda, Ron se acercó cuanto pudo y meó por encima de la cara del durmiente. La mayor parte del chorro cayó dentro de la taza, pero al terminar y sacudirse, unas gotas empañaron el rostro del hombre, sin que por ello se interrumpiera el ritmo de sus ronquidos. Ron se enjuagó las manos y volvió a acercarse a la puerta. Se abriría en cualquier momento y tenía que estar preparado. Si tardaba demasiado, la puerta se cerraría y se quedaría sin visita.
El viejo presidiario había bajado el periódico y lo miraba divertido.
—¿Qué pasa? —preguntó Ron.
—¿Lo ves? Ya estás pillado.
—¿Pero qué dices?
—Estás pillado. Pasas tiempo en la cárcel y te corrompes. Hace seis meses ni siquiera te habrías imaginado que acabarías haciendo algo así —echó un vistazo al vagabundo del suelo—, meando encima de alguien. No lo habrías hecho jamás.
—Solo es un viejo «uva».
—Bueno, así lo ves ahora. Pero entonces lo veías de otra manera.
Antes de que Ron pudiera decir nada, la puerta se abrió y un agente lo llamó. Ron salió y avanzó por el pasillo, metiéndose la camisa tejana arrugada por dentro de los pantalones, mientras los presos lo contemplaban desde las celdas. Cogió el pase de la sala de visitas.
En el pasillo, con suelos de cemento encerados y los presos moviéndose a su derecha, bajo la vigilancia de los agentes de policía, había tanto silencio que se podía distinguir perfectamente la suave música que provenía de los altavoces empotrados. Pero al acercarse a la puerta de la sala de visitas le invadió un sonido atronador, la suma de doscientas conversaciones distintas. Un preso encomendado a aquella función le cogió el pase, le dijo «E cinco» y metió el pase en un tubo neumático. «Fila E, ventanilla 5», pensó Ron, y se dirigió adonde le habían indicado. Cuando todos los presos hubieran ocupado sus ventanillas, los visitantes de la fila E entrarían todos a la vez. Todos los teléfonos se conectarían simultáneamente y se desconectarían automáticamente a los veinte minutos. Ron se sentó en el taburete y miró fijamente a través del metacrilato, a pocos centímetros de la libertad, preguntándose qué ácido podría fundir aquella barrera para dejarle marchar. Era un pensamiento meramente hipotético; las medidas desesperadas no eran de su estilo. A continuación, miró a los visitantes que había al frente de las ventanillas de su lado. La mayoría eran mujeres visitando a sus hijos, amantes y maridos, soportando la misma carga que otras tantas mujeres habían soportado a lo largo de los siglos. En su conjunto, daban una impresión general de pobreza. Los presos provenían de familias pobres. Hasta el santificado derecho a la fianza favorecía a los ricos. Como siempre, buscó a alguna mujer atractiva. Su mera contemplación se había convertido en una experiencia muy apreciada. Una muchacha mexicana, quizá de menos de veinte años, con lustrosos cabellos negros hasta la cintura, piel aterciopelada, y ojos de cervatillo, visitaba a un hombre con los rasgos oscuros y graníticos de los indios. Observó cómo el culo y los muslos de la muchacha se marcaban bajo los vaqueros al removerse en la silla.
Un nuevo grupo de visitantes entró con una ráfaga de aire y sus miradas se posaron fugazmente en su rostro, cada una en busca de un preso determinado. Pamela llegó enseguida y se tiró sonoramente sobre la silla, sonriente. Desde que se había marchado, había vuelto a llevar vaqueros y camisetas sin sujetador, y se dejaba suelta su melena rubia y lisa. Era una auténtica hippie y sin maquillaje parecía joven. Ella decía que era «una rubia delgaducha y tetuda».
Ron advirtió de inmediato las pupilas contraídas; las había visto varias veces en los últimos tiempos, pero ahora no quería discutir, así que obvió el tema. Llevaba un lápiz y una libreta, por si tenía que apuntar algo. Cada uno sostenía un auricular del teléfono desconectado. Estaban dispuestos y sonrientes, y se sentían estúpidos.
En algún lugar apretaron un interruptor y de inmediato se iniciaron veinte conversaciones a lo largo de la fila.
—Hola, cariño, ¿por qué estás tan triste? —preguntó Pamela, bajando las comisuras de la boca, imitando la máscara de la tragedia.
—No estoy triste. Seguramente me voy mañana. Han puesto dos autobuses.
—Estarás contento de salir de aquí, ¿no? Esto es una mierda. Aunque por lo menos te puedo visitar dos veces a la semana.
—Horvath dice que el juez no va dejar que nos casemos. Ni siquiera sé si se lo ha llegado a preguntar. Los putos picapleitos... Son unos cabrones, no dicen más que mentiras. Te cogen la pasta y a la primera de cambio te la meten doblada.
—¿Y si dices que estás casado?
—Ya lo probaré. —Necesitaba estar casado para recibir visitas conyugales.
—Ya sabes que tienes que ir bien follado para controlarte- —Guiñó el ojo, con una exagerada exhibición de lascivia.
—Hazte un carnet con mi apellido —dijo Ron—. Con el nuevo apellido no quedará constancia de que tienes antecedentes, así que no habrá problema. No pueden tomarte las huellas. Así al menos podré tocarte cuando vengas a verme.
—No podré venir tanto.
—Ya lo sé.
—Llamaré mañana, para ver si todavía estás aquí.
—Tengo ganas de empezar. Todos estos meses de cárcel no cuentan.
—¿Pero qué dices?
—El tiempo no empieza a contar hasta que llegue allí.
Aquella información provocó en Pamela un llanto repentino, que por un momento sobresaltó a Ron. Sabía que era imprevisible y propensa a todo tipo de estallidos emocionales, pero aquellas lágrimas eran absolutamente desproporcionadas.
—Tranquila —dijo Ron.
—Es que... Todo es una mierda. —dijo, consiguiendo esbozar una sonrisa—. Voy a volver a hacer la calle.
—No me lo cuentes.
—Allí me encontraste —le espetó, pasando de la angustia a la furia—. Es que, qué cojones...
—Haz lo que tengas que hacer, pero no hace falta que me lo cuentes. Ya tengo bastantes problemas.
—Perdona, estoy nerviosa. Nunca me había imaginado que echaría tanto de menos a un hombre.
Después de una pausa, Ron cambió de tema:
—Ah, sí, he hablado con el fiador. Va a devolver un poco de dinero. Mándame lo suficiente para comprar en la tienda y quédate con el resto.
Aquella información ya se la había dado en otro momento. Casi todo ya se había dicho y apenas había nada realmente nuevo que decir. Aquel cristal era algo más que una barrera a la libertad; era un muro que separaba la vida de las personas. Dos seres que habían vivido juntos, que habían sido un todo, y que ahora estaban atrofiados por aquella división. Y aun así, Ron la deseaba más que nunca. En el exterior, ella simplemente había sido algo conveniente, una parte de sus intereses. Ahora era el centro de sus esperanzas y sus sueños, porque ya no había nada más. Quería decírselo, aunque ya lo había hecho en sus cartas, pero antes de que pudiera hablar el teléfono se desconectó. Se había acabado el tiempo. Los presos de la fila empezaron a levantarse e intentaron comunicarse con gestos hasta que un policía les ordenó que salieran. Pamela escribió rápidamente en el bloc y sostuvo la página delante del cristal. «Te quiero», ponía, y había dibujado un girasol. Le mostró tres billetes de un dólar, la cantidad que podía recibir cada preso. Como no los necesitaba, negó con la cabeza.
Mientras Ron volvía al trullo, con el rostro desfigurado por sus pensamientos, Pamela cruzaba el aparcamiento en dirección al Cammaro. Tras el volante le esperaba un esbelto negro de piel clara, con vaqueros acampanados y múltiples collares de cuentas.
★ ★ ★
Aún faltaba mucho para el amanecer cuando desnudaron a Ron y a otros treinta presos, les cachearon desnudos, les dieron monos, los esposaron y les pusieron cadenas en la cintura y grilletes en los tobillos. Anduvieron renqueando en la fría oscuridad de la noche hacia el autobús. Otros hombres abrigados con parkas y armados con escopetas los vigilaban desde la cuneta. El vaho les salía por la nariz y la boca. Los presos tiritaron en sus asientos hasta pasados diez minutos de marcha, cuando los faros por fin penetraron en la entrada de la autopista. Ron era uno de los pocos que había conseguido sentarse y se sentía afortunado. En la cárcel el placer se obtiene con las pequeñas cosas.
Durante la primera hora de viaje el autobús atravesó la ciudad por una autopista casi vacía. Ron contemplaba el contorno oscuro de los edificios de Hollywood, recortados sobre el horizonte, y recordaba los viejos tiempos. Se preguntaba cuánto tardaría en volver a vivir en libertad. Se había sentado en la parte de atrás y tenía un guarda a sus espaldas, separado por los barrotes. Junto al guarda estaba el retrete abierto; antes de que se acabara el día Ron se habría arrepentido de haberse sentado cerca.
Al salir el sol, el autobús cogió velocidad y tomó rumbo hacia las montañas. El conductor encendió la radio. El pensamiento de Ron, que tenía cerca el altavoz, vagaba a la deriva con la música, entre una profunda ansiedad y una leve añoranza. Iba a enfrentarse a una larga y amarga experiencia antes de «bailar bajo un cielo de diamantes... con su silueta dibujada por el mar»1.
El autobús recorría la autopista de la costa y se detuvo en San Luis Obispo para descargar a algunos presos y recoger a otros. Al no oír su nombre, se le formó un nudo en el estómago.
A media tarde, el autobús se detuvo en Soledad, entre las granjas del centro de California, y tampoco nadie pronunció el nombre de Ron.
En Salinas, el autobús se paró para repostar. Al subir de nuevo al vehículo, el conductor miró a los pasajeros desde el otro lado de los barrotes.
—Bueno, chavales, la próxima es San Quintín, la Bastilla de la Bahía. La hora de llegada prevista es las siete y media de la tarde, si Dios quiere y el tiempo no lo impide.
—¡Basta de gilipolleces y pon el trasto en marcha! —dijo un viejo ingenioso—. Queremos saber a qué viene tanta mala fama.
—Ya lo veréis —dijo el conductor, recostándose en el asiento y poniendo el motor en marcha.