UNA tarde diáfana, mientras el señor Harrell pedía a los alumnos de la clase que fueran leyendo en voz alta de uno en uno, Ron soñaba despierto, sentado en su mesa, junto a una ventana abierta con vistas a los jardines. Había terminado de poner las notas de unas pruebas de ortografía y, con el sonsonete de las voces tartamudas de fondo, miraba las flores, la fuente y a los presos dando de comer a los peces. Pronto volvería al juzgado y no le cabía duda de que iba a salir en libertad. Estaba rebosante de alegría, pero algo contenía su júbilo. Presentía que todavía podía aprender cosas en San Quintín. En los diez meses que había pasado allí había envejecido diez años y se había hecho más fuerte. Se sonrió, anticipando en su interior cómo iba a ayudar a su amigo si el juez se comportaba. Solamente haber falsificado la carta del psiquiatra ya era un favor inmenso y no era más que uno de muchos. En aquel lugar mugriento, Earl se había convertido en su padre y T.J., Paul y Bad Eye, que seguía aislado, habían sido su familia y sus amigos.
El señor Harrell terminó la clase de lectura. Ahora empezaba la sesión de dos horas de películas educativas. Ron cogió el proyector con ruedas del armario del vestíbulo colocó la película. Corrió las cortinas y Harrell apagó las luces. Ron recorrió el pasillo para sentarse en la parte de atrás del aula, como siempre. Por el camino, notó que alguien le acariciaba el culo y una voz le susurraba «Estás como un queso, guapo». Apartó la mano de un golpe, sin pensarlo, y se volvió. Estaba tan sorprendido que ni siquiera se enfadó inmediatamente. En la oscuridad, distinguió un rostro pálido y lo reconoció por su situación. Era Buck Rowan, un chico muy corpulento que acababa de llegar. Llevaba una semana en la clase y Ron había advertido que lo miraba fijamente, pero no le había dado ninguna importancia. Se había acostumbrado a las miradas penetrantes. Recordaba su acento de paleto y le parecía oler en aquel mismo momento su aliento fétido.
—¿Estás loco, gilipollas? —le espetó Ron.
—¡Cuidado, putilla! Te voy a reventar el culo. Eres como una tía, te la voy a meter hasta el fondo.
Por un momento, Ron se quedó paralizado. Aquello era demasiado repentino, demasiado descabellado. De súbito recordó que Earl le había aconsejado que no discutiera con idiotas si no era el momento adecuado. Se volvió y se sentó en la parte de atrás del aula. No prestaba ninguna atención a las imágenes de la pantalla, temblaba y tenía el rostro encendido. Casi le entraba la risa. Un año atrás, habría sido un conejo asustado dando vueltas sobre sí mismo. Ahora el miedo era insignificante y estaba perfectamente aplacado. Todos somos mortales, todos sangramos. Pasaron los minutos y su perplejidad se transformó en una rabia contenida.
Cuando empezó la segunda película, salió del aula por el pasillo lateral para echar una meada. Aún no sabía qué hacer. En el lavabo no pudo vaciar totalmente la vejiga. Estaba demasiado tenso. Se lavó las manos y se refrescó su rostro acalorado. «Los hombres hacen lo que tienen que hacer», se dijo, y aceptó la posibilidad de matar a aquel imbécil. Le disgustaba profundamente, pero había que ser resoluto. Intentaría hacerlo entrar en razón, pero si no lo conseguía...
Al salir del lavabo, la puerta del aula se abrió y apareció Buck, trayendo consigo unos segundos del sonido de la película. Su mirada escrutadora indicaba que había seguido a Ron. Este se estremeció, pero no lo avergonzaba. Earl decía que el miedo era bueno para la supervivencia y de él solo se libraban los idiotas. Ron avanzó hacia la escalera. Era poco probable que Buck tuviera un cuchillo. Además, tenía las manos a la vista, así que si lo tenía, tendría que cogerlo primero. Ron aprovecharía aquel instante para bajar de un salto las escaleras y salir a los jardines. Buck medía un metro noventa y pesaba más de cien kilos. Con aquellas dimensiones y la complexión de un orangután, era impensable enfrentarse a él.
—¿Me has oído, no? —preguntó—. Quiero que juguemos juntos.
—¿Es broma, no?
—No es broma. ¿O quieres meterte en líos? —¿Yo? Nunca.
—Estás como un tren. Te he estado mirando y mirando, y tengo la polla más dura que el acero. Yo preferiría no pegarte una paliza, pero es igual, al final vas a decir sí, por las buenas o por las malas.
Ron lo miraba impertérrito, pero en su interior-despreciaba su supina estupidez.
—No soy un marica. Si te han dicho otra cosa, te han informado mal.
Sabía que sus palabras se las llevaba el viento.
—Bah, con lo guapo que eres. Y te he visto con un tío. Que no me he caído de un guindo. He estado en Huntsville y Raiford. Seguro que te lo montas con el profe ahí dentro.
—En unos días tengo que ir al juzgado para que me cambien la sentencia. No quiero meterme en líos. Lo echaría todo a perder. —Aquella situación le revolvía las entrañas, pero en algún rincón de su cerebro conservaba la frialdad y la distancia para pensar que Bucle estaba acostumbrado a pelear a puñetazos, patadas y mordiscos. En San Quintín las cosas eran de otra forma. Buck era un orangután y no era consciente de que estaba a la vista de unos cuantos tiradores con rifles potentes.
—Tú vuelves al tribunal y ya está. Aquí solo se va a liar la cosa si se entera tu viejo. Que me lo cargo. Venga, tú y yo nos vemos por ahí, en alguna parte.
Ron asintió, como si asimilara la información, aunque en realidad le miraba los zapatos a Buck y se fijaba en cómo se le marcaban los dedos por debajo de la chapa de hierro.
Se oyó la puerta del aula. Ron y Buck se volvieron a la vez hacia el señor Harrell. El profesor los miró a uno y a otro y percibió claramente la tensión del ambiente.
—Ah, estás aquí —le dijo a Ron—. Baja al almacén y coge una caja de libros que acaba de llegar. —Harrell se quedó allí, esperando inquieto a que Ron bajara las escaleras y Buck volviera a entrar en la clase.
Al salir a la claridad del día, vio la oficina del patio y pensó en Earl. Se juró que no permitiría que Earl tuviera problemas. Ya había hecho demasiado y le faltaba muy poco para salir. Se dirigió al aulario, pero no pensaba coger la caja. Estaba convencido de que había que apuñalar a Buck, y quería hacerlo —como no había otra opción que matar a un perro con rabia—, pero tenía algunas dudas. ¿Qué es lo que le había dicho T.J.? Había que coger el cuchillo con la palma hacia abajo y apuntar justo por debajo de las costillas, un poco hacia la izquierda.
Fitz lo saludó con la mano desde la oficina del patio y Big Rand golpeó el cristal y le hizo un gesto obsceno con el dedo. Ron asintió, mientras recordaba que Earl le había dicho que era casi imposible que te condenaran por un asesinato cometido en prisión, a menos que un carcelero lo hubiera visto o se hiciera una confesión. Por cada soplón dispuesto a testificar a favor de la acusación habría otros diez que declararían que el acusado estaba en Tombuctú. Además, las declaraciones juradas de los reclusos nunca cumplían el criterio judicial de razonabilidad. En los últimos años se habían cometido varios asesinatos delante de centenares de testigos y nadie había dicho nada, ni siquiera en privado. Había demasiados presos trabajando de secretarios y se podían enterar.
«Sí, ya veremos quién acaba más jodido», se dijo Ron, volviendo hacia el aulario. El edificio estaba sobre la pendiente que llevaba al patio de abajo; las oficinas estaban en el piso superior y las aulas en el inferior. Fue a la sección de archivo, sin decirles una palabra a los secretarios. Abrió los cajones que contenían los expedientes más recientes, hasta que encontró el del paleto de Buck. Estaba en régimen de estricta vigilancia y vivía en la planta baja del pabellón Este. Esos eran los datos que necesitaba, pero echó un vistazo también al resto de la información. Buck Rowan tenía treinta y cuatro años, un coeficiente de inteligencia normal-bajo y decía tener el bachillerato (dato no verificado), aunque en los tests académicos había dado un nivel de cuarto de primaria. Había cumplido una condena de ocho años en Texas y otros tres en Florida, la primera por atraco con violación y la segunda por robo en una propiedad privada. Cuando lo detuvieron en Sacramento, estaba en busca y captura en Florida por un atraco. La fotografía dejaba ver a un delincuente de poca monta, un idiota bravucón que parecía pedir a gritos que lo mataran.
Le vino a la mente su inminente comparecencia ante el tribunal. Si se encerraba en la celda podría evitar los líos. Pero aquella idea se fue tan rápidamente como había venido. También podía ceder a la petición; aquella idea se desvaneció aún más rápidamente. Si alguien iba a follárselo, que fuera Earl. Tener aquel pensamiento cínico lo hizo sonreír: ahora era capaz de manejar la situación con humor. Ron conocía un poco las cárceles del Sur. Había oído hablar del trabajo agotador en los campos de algodón y caña de azúcar, y también en las carreteras, con jefes que eran presos soplones, y vigilantes con rifles que también eran reclusos y se vigilaban entre sí. Así vivían y sobrevivían. Pero era evidente que Buck Rowan no se había enterado de lo rápido que se moría en San Quintín; en un solo año, había más asesinatos que en todas las cárceles del condado.
Eran casi las tres de la tarde cuando Ron cruzó el patio y entró en el pabellón Norte. Subió a toda prisa las escaleras y fue directo al pasillo de servicio de la quinta planta. Sabía dónde estaban escondidos los cuchillos.
★ ★ ★
Cuando Ron entró en el edificio, Earl estaba hasta las cejas de heroína y dentro de la ducha. Desde allí se veía la escalera y vio pasar a su amigo a toda prisa. Se preguntó por qué Ron había salido de trabajar tan pronto, pero no se preocupó. Solo pensó que pronto se habría marchado, y lo lamentaba, pero sobre todo estaba contento. «Le he ayudado —pensó Earl—, pero él también me ha ayudado a mí. Ahora pienso en la calle, y en que voy a volver a salir otra vez».
No había pasado un minuto cuando Buzzard, el viejo mexicano, bajó corriendo por las escaleras para hablar con Earl.
—Tu amigo acaba de coger algo del clavo —dijo.
Sin acabar de aclararse el jabón ni secarse del todo, Earl se plantó los pantalones y las chanclas y subió a toda prisa, con el resto de la ropa y los artículos de aseo en la mano. Iba sin camisa y las gotas le resbalaban por la espalda. La celda de Ron era la única con la puerta abierta, y cuando Earl estaba a veinte metros, lo vio salir. Llevaba una chaqueta larga negra, gruesa y con la cremallera abrochada hasta arriba, y un gorro de lana, el uniforme habitual del crimen. Levantó la cabeza: tenía el rostro crispado y la mirada vidriosa, y parecía molesto por la presencia de Earl.
—¿Qué pasa? —preguntó Earl, con un nudo en el estómago.
Ron negó con la cabeza. Earl estiró el brazo y palpó la chaqueta; notó el contorno rígido del arma por debajo.
—Joder, aquí ha pasado algo muy gordo.
—Déjame, ya lo arreglo yo.
—¿Pero qué cono dices? Tío, te vas a la calle en cuatro días. ¿Qué haces con un cuchillo? Eso es otra condena.
—Menudo secreto —respondió Ron, con una sonrisa sarcástica.
Earl contuvo su indignación. Era un asunto serio, porque Ron no era como otros muchos, que se hacían con un cuchillo y no dejaban de contar que iban a matar a alguien para que nadie se metiera con ellos. Lo que Earl temía no era la violencia en sí, sino sus consecuencias. Por una agresión, se iba a quedar dentro; si había asesinato, le tocarían cinco o seis años más, aunque no llegara a juicio. Y aquello le concernía a él también, no cabía duda. Si algo sucedía, su pequeño hálito de esperanza se extinguiría. Si no se podía evitar, pues que fuera lo que Dios quisiera, pero quería asegurarse de que el asunto no podía resolverse de otro modo. Le insistió para que le contara la historia y Ron accedió, al principio con titubeos y, después, sin reservas. Y la inquietud de Earl se transformó en furia. Al enterarse de la estupidez supina de Bucle Rowan, a quien no conocía, le entraron ganas de matarlo. Se sentía algo aliviado al pensar que era blanco; por lo menos no desataría un conflicto racial. Y sabía que ningún blanco encontraría apoyo para enfrentarse a la Hermandad. Aquel hombre no era solo un animal, también era un imbécil redomado.
—Igual podemos evitar cargárnoslo —dijo Earl—. Déjale claro en qué lío se mete. Lo mejor que le puede pasar es que lo matemos.
—Es muy tonto. Dios, no soporto a la gente estúpida.
—Si hay que hacerlo, pues se hace, pero hay que asegurarse de que es necesario. A ver, tu vida no corre peligro esta misma tarde.
—A ti no se te quiere follar. Déjame, ya me encargo yo.
—¡Sí, hombre! Si mueves ficha, ya te puedes ir haciendo a la idea de que tendrás que pasar por encima de mí, y después de T.J. y Bad Eye...
—No, tío. No quiero meterte en líos.
—A la mierda.
—Bueno, vale. No lo quiero matar. Bueno, más bien no quiero cargar con las consecuencias.
—Vamos a ver de qué va. A ver si lo reconozco. Y después montamos un plan. Iremos a la biblioteca y cuando salgan de clase me lo señalas por la ventana.
Cruzaron el patio. Salían por la puerta cuando Ron cogió a Earl del codo.
—Oye, cabrón, prométeme que... si la cosa se pone fea, no te meterás. No vayas a buscar a T.J. ni hagas nada sin mí.
—Hecho. Te lo prometo.
Esperaron dentro de la biblioteca, cerca de la ventana de la fachada, hasta que sonó el timbre de la escuela y una horda de presos salió de sopetón del edificio del aulario, la mayoría con libros de texto en la mano. Al cabo de un minuto salió la clase de alfabetización del edificio anexo. La silueta de Buck Rowan, con sus libros en la mano, destacaba entre los demás, porque iba solo. Andaba como un patán, con los brazos colgando en los costados, y levantaba mucho los pies, como si caminara sobre un campo arado.
—A ese idiota lo he visto por ahí —dijo Earl—. Llama la atención. Pero no lo he visto nunca con nadie peligroso.
—Está en la planta baja del bloque Este, estricta vigilancia.
Earl entrecerró los ojos hasta que se quedaron en meras rendijas. Le temblaban los músculos, pero no tardó ni un minuto en decidir qué tenían que hacer.
—Bueno, después de la manduca no vuelvas a la celda. Quédate por el patio con los de la limpieza. Paul y Vito estarán por allí. Cuando pase T.J., dile que se espere, pero no le cuentes nada, porque sino es probable que quiera encargarse él. Te iré a buscar y lo pillaremos cuando vuelva al bloque. Así lo cogeremos por sorpresa y jugaremos con ventaja.
No llegó a decirlo, pero tenía el presentimiento de que el problema se podría resolver sin llegar al asesinato. Iría con sus aliados y si la respuesta de Bucle no era satisfactoria, le pegarían una paliza y lo dejarían medio muerto, pero Earl estaba seguro de que Buck se echaría atrás en cuanto viera a qué se enfrentaba. Ningún hombre solo, por muy duro que fuera, podía ganar a quince asesinos.
Un minuto después de que los presos salieran de clase aparecieron los guardas que se encargaban de la vigilancia durante el turno de noche, con fiambreras en la mano, caminando a paso ligero hacia los pabellones para ayudar con el recuento.
—Espérate dos minutos a ir al patio —dijo Earl—. Cuando oigas la sirena de la fila, ve directo al bloque. Podrías encontrarte con ese parásito esperándote. Yo tengo que ir a la oficina.
Ron asintió, sin gran entusiasmo.
—Joder, estoy harto de esta mierda. Es que... Qué más da.
—No, esto lo arreglamos. Son cosas que pasan todos los días. —Earl le dio una palmada en el brazo.
—Para que te respeten aquí dentro tienes que portarte como un animal.
—Tranquilo. Todo irá bien. Basta de lagrimitas. Tú has llegado y te has encontrado una alfombra roja. Yo cuando entré tenía seis años menos que tú y me pasé dos años sin sonreír. Tardé diez años en llegar al bloque Norte y en ver las películas de la noche. Y si no la cagas, te vas en cuatro días. Te necesito ahí afuera para que cuides de mí.
Ron se marchó al patio y Earl se fue a la oficina. El coronel estaba trabajando, sentado en su mesa con rigidez militar, y Big Rand acababa de marcharse; se lo veía de camino a la puerta principal. Al entrar, Earl vio que estaba de servicio un teniente negro conocido como Capitán Medianoche. Ahora recordaba que Seeman se había cogido la noche libre para llevar a su hija al aeropuerto. El Capitán Medianoche tenía fama de ser un negro racista y, tanto si era una reputación merecida como si no, lo cierto es que era un hijo de puta y que no soportaba a Earl Copen. Earl pensaba que envidiaba a todos los reclusos inteligentes y despreciaba a los ignorantes. Sabía que con el Capitán Medianoche y el coronel tenía que andarse con mucho cuidado.
Pensó en cómo resolver el encuentro con Buck Rowan en el pabellón Este. T.J. y Baby Boy tenían la celda en la quinta planta y comían de los primeros. Tendría que bajar rápidamente al patio y pillarlos antes del cierre. Si había que patearlo en el suelo, harían falta los dos. Paul y Vito estarían barriendo y fregando el patio. Los quería a los dos allí también, para hacer una demostración de fuerza. Y si había más miembros de la Hermandad disponibles, también podían quedarse por allí mirando desde los laterales, con cara de malas pulgas. Si hubiera planeado un asesinato, habría incluido también un ayudante y un vigilante, pero un asesinato era precisamente lo que quería evitar.
La oscuridad era cada vez mayor y el recuento se demoraba. El coronel llamó al panel de control. No faltaba nadie; el total era correcto, pero algunos presos estaban mal colocados. En una galería sobraba un recluso y en otra había muy pocos, un error bastante común, pero que prolongaba el recuento de la hora de la cena hasta que se conseguía corregir.
Cuando finalmente sonó la sirena y Earl ya había levantado los pies del reposapiés de la mesa, el Capitán Medianoche salió del despacho de la parte de atrás con dos páginas de un cuaderno legal de hojas amarillas.
—Copen, pásamelo y hazme dos copias.
—¿Puedo ir a cenar antes?
—Hazlo antes de cenar. Que esté listo cuando vuelva.
Earl echó un vistazo a la letra manuscrita, muy apretada y casi ilegible.
—No hagas cambios —dijo el Capitán Medianoche—. Te vigilo.
—Como quiera, jefe. Si quiere le dejo las faltas de ortografía también.
El teniente negro se quedó paralizado un segundo.
—Tú haz tu trabajo, que para eso estás. Y ten cuidado, que voy a por ti.
—Sí, eso ya lo sé... Cuando está usted por aquí soy muy, muy cuidadoso.
—Si te pillo con algo entre manos, te van a tener que hacer el boca a boca. Ya sé de qué vais, tú y tu banda. —Iba a añadir algo más, pero se lo pensó dos veces y cerró la boca—. Tenme listo el informe para cuando vuelva. —Vale, jefe.
Tardó más de lo habitual en pasar a máquina el informe porque la letra era muy difícil de descifrar. Además, como tenía prisa, tecleaba con más fuerza y cometía más errores. Cuando terminó, ya se habían encendido las luces automáticas. Dejó el informe encima de la mesa del teniente y salió corriendo.
—Voy a comer algo, jefe —dijo.
—Date prisa, están a punto de cerrar el comedor.
La última galería, la de Buck Rowan, hacía mucho que había entrado en el comedor, y los presos ya salían desordenadamente y se esparcían por el patio, en dirección al pabellón Este. Las puertas del bloque Norte ya estaban cerradas, pero las volverían a abrir después de la cena para las clases nocturnas y otras actividades. Giró hacia allí, buscando a Ron, pero no estaba. En el extremo más lejano del patio, bajo el alero del tejado de la tienda, se veían varias siluetas recortadas contra la luz del interior. Era el personal nocturno del patio, entre los que estaban Paul y Vito. Caminó hacia allí lo más rápido que pudo, pero no podía correr porque la normativa no lo permitía. En cuanto lo vieran, el tirador tocaría el silbato. Paul y Vito estaban apoyados en sendas escobas.
—¿Dónde está Superman? —preguntó Earl.
—Ha entrado con Baby Boy. Están los dos borrachos —respondió Paul.
—Iba a darle por el culo mientras estaba por aquí fuera —dijo Vito—, pero el cabrón es capaz de despertarse.
—¡Mierda! —exclamó Earl—. Lo necesito, tiene que estar por aquí con cara de tío duro. Tengo que darle a un idiota.
—¿Quién? —preguntó Vito.
—Un imbécil que se la ha liado a Ron.
—Ron acaba de entrar en el bloque Este —dijo Paul. —Pero si le he dicho que... —empezó a decir Earl, pero entonces dio la vuelta y casi salió corriendo hacia el rectángulo luminoso que dibujaba la puerta abierta. Vito y Paul tiraron las escobas y lo siguieron a toda prisa.
El enorme pabellón retumbaba con el cúmulo de voces recluidas. Las galerías estaban llenas de reclusos esperando entrar en las celdas, mientras otros se apiñaban alrededor de la puerta, en espera de la salida nocturna. Earl se abrió paso entre la multitud y se desvió por una esquina. Al pasar por delante del despacho del sargento, se cubrió el rostro con un brazo. El agente armado estaba en el otro lado del pabellón. En la parte de abajo había mucha menos gente porque el espacio era mucho más amplio y se extendía a lo largo de todo el muro.
Vio inmediatamente a Ron y Buck, cara a cara, a mitad de la galería. Aceleró el paso. Paul y Vito iban cinco metros por detrás de él, caminando más lentamente e intentando fingir despreocupación. Earl estaba orgulloso de la valentía de Ron, pero también enfadado por su insensatez. Estando a tres metros, pensó que lo dejaría asumir el control de la situación hasta donde pudiera, pero el pensamiento se desvaneció de inmediato en cuanto lo vio Buck, por encima del hombro de Ron:
—Mira, ya está aquí papá —dijo con desdén—. A lo mejor también es marica. O un soplón.
Nunca nadie le había faltado tanto al respeto. El ataque de furia le aceleró el pensamiento. Dio un salto, que lo llevó más allá de Ron, y se dio la vuelta, pero en su arrebato quiso atizar a Buck desde demasiado lejos, y lanzó un aviso demasiado prematuro. Buck esquivó el golpe, pero con el impulso, Earl se abalanzó sobre el grandullón. Vio de inmediato que Buck era demasiado corpulento y demasiado fuerte, torpe pero rápido, y que movía las manos como si fuera un oso tratando de matar avispas. Earl iba recibiendo los golpes del dorso de su mano, que iban y venían. Lo hizo retroceder por la galería hasta acorralarlo contra la puerta de una celda, con tal fuerza que se quedó sin aliento. No tenía espacio para darle un puñetazo. Lo rodeó con los brazos, cogiendo también los barrotes, e intentó aplastarlo. Al ver la mejilla del grandullón sobre su cara, le agarró la cabeza y le clavó los dientes en la parte superior de la oreja. La sangre empezó a correr inmediatamente.
Paul y Vito contemplaban sorprendidos la escena. Habían llegado unos segundos tarde: Ron ya se había sacado un cuchillo del cinturón y avanzaba con la agilidad de un torero. Sin dudarlo un momento, clavó con todas sus fuerzas la hoja de treinta y cinco centímetros en las anchas espaldas de la víctima.
—¡Muérete, cabrón!
El grandullón se derrumbó inmediatamente, como un edificio dinamitado. Le había partido la espina dorsal. Casi arrastró a Earl con la caída, pero Vito le aplastó la cara con la suela de su zapato de punta metálica. Y entonces dio un bramido terrible que atravesó el murmullo del pabellón y provocó que muchas voces ordenaran silencio y cientos de ojos buscaran las señales de un asesinato más.
—Córtale el cuello —dijo Vito—, que no se chive. Al ver que Ron vacilaba, él mismo fue a coger el cuchillo.
Entonces un silbato de la policía dio la alarma.
—¡A correr! —exclamó Paul—. La poli armada.
Y volvió a sonar el silbato. El guarda bajaba rápidamente por la galería superior, metiendo un cartucho en la cámara del rifle. No podía ver lo que pasaba en la planta de abajo. Earl empujó a Ron y echaron a correr hacia la parte trasera del edificio, siempre cubiertos por el techo de la galería, para que solo se les vieran los pies. Paul y Vito iban detrás. Los maderos del pabellón llegarían por delante. Cuando llegaron a las escaleras del fondo, Earl y Ron subieron y desaparecieron antes de que el tirador diera la vuelta por el pasillo. Paul y Vito se quedaron en la planta de abajo y dieron la vuelta al pabellón. El silbato todavía resonaba, pero cada vez se oía más lejos.
Ron todavía llevaba el cuchillo en la mano. Los presos de la galería se apartaban y los dejaban pasar. —Tíralo —dijo Earl.
Ron dejó caer el arma entre los barrotes de una celda. Alguien acabaría deshaciéndose del cuchillo. Siguieron avanzando por la tercera planta, hacia la escalera frontal.
—En un minuto cierran la puerta —dijo Earl—. Hay que salir de aquí ya.
En la entrada no había ningún guarda. Se habían ido todos corriendo a la escena del crimen. Ron y Earl bajaron la escalera metálica a toda velocidad, saltando los escalones de tres en tres, y a los pocos segundos ya atravesaban la sala circular y salían a la oscuridad del patio. A unos cien metros, delante de ellos, estaban Paul y Vito, que ya giraban para entrar en el comedor; al personal nocturno lo dejaban entrar para tomar café. A su derecha, riadas de presos salían del pabellón Norte para entrar en las clases nocturnas.
—Vete a clase —dijo Earl—. Igual no pasa nada. Ha sido debajo de la galería y no lo ha visto mucha gente. A lo mejor nadie se chiva.
—Nunca pensé que podría hacer algo así. Y ha sido fácil. Ha entrado y ya está.
Earl le pasó el brazo por encima de los hombros.
—Si hubo una vez un gilipollas que se lo mereciera, ahí lo tienes.
Ron asintió con la cabeza. De pronto, se había quedado sin palabras y empezaba a sentir en el estómago el abrazo atenazante del miedo. El acto en sí había sido fácil, pero sus posibles repercusiones no eran tan sencillas de aceptar.
Cuando se acercaban a la puerta, Earl le dio una palmada en la espalda y se detuvo.
—Sigue tú solo. Si seguimos juntos mucho más nos va a ver el coronel.
Ron continuó a paso ligero y giró al llegar a la puerta iluminada del aulario. Earl se quedó rondando delante de la puerta. Entonces vio al Capitán Medianoche y al sargento del tercer turno corriendo hacia él. Se dirigían al pabellón Este para atender el apuñalamiento. Earl se acercó pausadamente hacia ellos y saludó con la cabeza al sargento al pasar. Al teniente ni siquiera lo miró. Entró en la oficina del patio, contento de perderse en la oscuridad, porque los nervios le hacían temblar. El coronel estaba sentado a oscuras.
—Han apuñalado a otro en el bloque Este —dijo.
—¿A quién?
—Todavía no lo sé, pero era una buena pieza.
—¿Está muerto?
—Cuando me han avisado estaba en camilla, así que todavía está vivo.
Earl soltó un gruñido. No quería demostrar demasiado interés. Se sentó en su silla, y se quedó contemplando la estampa nocturna de la prisión. Se preguntaba si saldrían de aquella. A los cinco minutos pasó corriendo por el jardín un médico con rostro cadavérico, en dirección al hospital. Era una leyenda entre los presos, sobre todo en lo que respectaba a las heridas de arma blanca. Les había salvado la vida a hombres heridos en el corazón.
Earl se levantó. Estaba demasiado nervioso para estar quieto. Quería ir a alguna parte, ver a Ron.
—Más vale que te quedes —dijo el coronel—. Seguramente habrá que pasar a máquina algún informe cuando vuelva el teniente.
—Eso tardará media hora mínimo. Voy un momento a la celda a buscar tabaco. Si me necesita, llámeme.
—Vale, que te tengamos localizado —dijo el coronel. —No me puedo ir muy lejos —respondió Earl, mientras se adentraba en la noche oscura.