CUANDO la sirena de la mañana despertó a Ron, la niebla cubría las vistas de la ventana de su celda. Ni siquiera se distinguía la costa, que estaba a veinte metros de distancia. Los pabellones no dejaban que la niebla subiera al patio grande, pero el polideportivo del patio de abajo seguro que estaba cubierto. La fábrica estaba al otro lado del muro de aquel patio, cercada por una tapia aparte.
Ron se vistió y aseó sin hacer ruido, porque Jan nunca se levantaba hasta las ocho y media, cuando abrían las puertas del patio, y siempre llegaba media hora tarde a trabajar. Trabajaba de asistente del supervisor del programa de formación, que entraba a las nueve, así que nadie le había dicho nunca nada. Tony Bork tampoco bajaba a desayunar, así que Ron se quedó esperando a que abrieran la celda para bajar solo al comedor. Pensaba en los rumores de la huelga y en si se prohibiría el acceso al patio de abajo por la niebla.
El comedor estaba extrañamente tranquilo: en vez del estruendo habitual, apenas se oía un leve murmullo, sobre el que destacaba sobremanera el ruido de los cubiertos contra las bandejas metálicas. Parecía que hubiera menos presos de lo habitual. La galería de Ron fue la última en sentarse.
Engulló el desayuno, soltó la bandeja y salió al encuentro de la luz fría y gris de la mañana. Justo a la salida del comedor había una hilera de guardas esperando, con porras en la mano. Sobre el muro, por encima de la puerta del patio, se apostaban un guarda y un policía de tráfico, el uno con un fusil antidisturbios y el otro con un lanzagranadas de gases lacrimógenos. Ron se detuvo, sorprendido.
—Los trabajadores de la fábrica, que bajen —dijo un sargento alto, indicando la puerta con un movimiento de la cabeza—. Los demás, al fondo del patio.
Ron recorrió fugazmente con la mirada el fondo del patio, donde esperaban casi dos mil presos. En la esquina que unía los pabellones Este y Norte, la multitud formaba una «L». Los negros se concentraban en el muro del pabellón Norte, como siempre. No sabía qué hacer, si bajar o unirse a los demás. Si bajaba, podía ser tildado de es'quirol y sufrir represalias de otros presos; si se quedaba, podía tener problemas con los guardas.
—Venga, muévete —le dijo un guarda. En aquel momento tres presos salieron del comedor por detrás de él y se dirigieron a la puerta sin dudarlo. Su salida no provocó ni silbidos ni abucheos de la multitud, así que Ron agachó la cabeza y los siguió.
En la escalera se encontró con la niebla. Las figuras de su alrededor se transformaron en siluetas difusas y finalmente desaparecieron por completo. Ni siquiera distinguía los muros de la cárcel. Siguió por el camino que bordeaba el patio de abajo; la puerta de la zona industrial estaba a 400 metros. No había guardas a la vista; siempre había varios delante de la puerta, incluso en los días más soleados y tranquilos.
Giró y siguió el camino paralelo al muro. Lo incomodaba aquel paisaje cegador. Dos presos surgieron de la nada, avanzando con dificultad hacia él, con gorros que les cubrían las orejas y las manos en los bolsillos.
—Hola, hermano —le dijo uno de los dos presos blancos al acercarse—, más vale que te vuelvas por donde has venido. Los negros han bloqueado esta puerta.
El otro soltó una risotada que sonó como el graznido de un cuervo y dejó ver los huecos que tenía en la boca en lugar de dientes.
—Los putos maderos se han pasado de listos y han abierto la puerta del patio antes de tiempo. Pero los negratas aún han sido más vivos y han bloqueado esta puerta. Con esta puta niebla lo tienen peor los maderos.
—¿No va a ir nadie a trabajar? —preguntó Ron.
—Están esperando allí abajo, a unos cien metros, esperando a ver qué pasa. Los que han bloqueado la puerta están después.
—Voy a ver.
—Con los años uno aprende a no acercarse al ojo del huracán. Ahí huele a podrido. Yo prefiero no verlo.
—No te quedes demasiado. Stoneface se va a poner como loco, va a pedir sangre y a él le parece que todos somos del mismo color.
—Del color de la mierda —dijo su amigo y se adentraron en la niebla, rumbo al patio grande.
Ron se acercó a la multitud por detrás, embargado por la curiosidad, emocionado pero también algo asustado.
Desde lejos oyó una voz negra que gritaba «¡Matadme! ¡No soy un puto perro!».
Ron se apartó un poco hacia la izquierda. Una valla lo separaba del camino y el muro. Había espacio para abrirse paso entre la gente, así que avanzó y se quedó a unos diez metros del epicentro de la concentración.
Se había formado un grupo aparte, de unos cincuenta presos muy apiñados. La mayoría eran negros, pero también se veían algunas caras blancas. Algunos huelguistas llevaban bates de béisbol y trozos de cañerías. Enfrente había un negro gordinflón arengando a los trabajadores:
—¿Pero qué hacéis, eh? Venid para aquí. Tenemos que estar todos juntos. ¡Se acabó el miedo!
Un preso blanco que estaba al lado de Ron negó con la cabeza.
—Yo ya me iría con ellos, pero son todos espías. Mis colegas se volverían contra mí.
Ron alzó la vista a lo alto del muro. Se distinguía el perfil del abrigo de un solo guarda, con el rifle colgando como un falo semierecto. ¿Sabían los oficiales lo que estaba ocurriendo? ¿Y qué iban a hacer?
El frío era intenso. Como no soplaba el viento, no resultaba especialmente punzante, pero consumía lentamente como un ácido. Ron se puso a temblar y le empezaron a castañetear los dientes. Deseaba que sucediera algo y se preguntaba si debería regresar al patio como pudiera.
Al percibir cierto movimiento entre los trabajadores apiñados se puso de puntillas y estiró el cuello. Un chicano rechoncho y de mediana edad se abría paso entre la gente, sosteniendo una tarjeta amarilla por encima de la cabeza. Avanzó resoluto hacia los huelguistas. La tarjeta era el recibo que tenía que firmar todo supervisor para poder salir en libertad condicional.
—Yo entro. Me tiene que firmar esta mañana —dijo, en español.
La primera fila de huelguistas se abrió como unas fauces hambrientas y se tragó a aquel hombre sin rechistar. Al poco, las tripas del organismo se revolvían como una trituradora. Ron oyó golpes y un grito desgarrado. La emoción que le producía la situación se desvaneció y fue sustituida por el horror. «Dios mío, lo van... a matar», pensó. Controló las náuseas.
—Tendría que haberse esperado —dijo el preso de al lado de Ron—. Yo me lo habría pensado dos veces. Ahora va a acabar saliendo por la puerta de atrás y en un ataúd.
De pronto la masa se abalanzó sobre Ron, dividida por una fuerza que no alcanzaba a ver. Y entonces la identificó: eran hombres con cascos y máscaras de Plexiglás, abriéndose paso entre la muchedumbre a golpes de porra. Un preso, que no era de los huelguistas, cayó al suelo como un saco. Las piernas se le levantaron del golpe y le brotó la sangre de la cabeza. Los guardas estaban en formación.
El joven que estaba al lado de Ron quiso saltar la valla y lo empujó contra ella. Ron se volvió, metió los dedos en los agujeros de la alambrada y consiguió trepar por ella. Al otro lado estaba el campo de béisbol. La niebla encubría en cierto modo sus movimientos.
★ ★ ★
La celda de Earl estaba en la quinta planta, en un saliente con vistas al patio. Justo antes de las ocho de la mañana, miró por la ventana y vio la masa de reclusos en silencio, reclinados todos contra el muro. Distinguió a algunos de sus amigos, que se habían agrupado en un momento en el que parecía que iba a haber problemas, pero al parecer había quedado en nada. Earl se puso su grueso abrigo y los guantes y salió de la celda.
Al salir de la rotonda se encontró con algunos de los presos más tímidos, que regresaban al pabellón. Sin embargo, mirando por la ventana, le había parecido que la cosa estaba tranquila. Recorrió con la mirada lo alto del muro. Había media docena de guardias, todos sosteniendo las armas con indiferencia, menos un sargento, un levantador de pesas que apuntaba al patio con una metralleta Thompson.
Earl avanzó por detrás de la multitud hasta que atisbo la cabellera pelirroja de Big Boy. Entonces se abrió paso para reunirse con sus amigos.
Todos esperaban en silencio y con rostro grave, menos los miembros de la banda, que sonreían y soltaban carcajadas, con una energía renovada por la amenaza del caos, que Paul había reducido al absurdo.
—Lo único que piden es una putilla blanca y un Cadillac. Totalmente razonable, joder. Después de todo lo que les han hecho los blancos. Mira a ese madero. —Señalaba a un guarda gordinflón de mejillas rosadas que estaba de cara a la multitud, a unos 15 metros de distancia. Parecía no acabar de decidirse sobre la posición de la porra —a su costado, delante del pecho, detrás de las piernas, cogida con una mano o las dos— y no dejaba de lanzar miradas nerviosas al tirador que lo cubría.
—Idiota. No sabe si cortarse las venas o dejárselas largas —añadió otro.
Bad Eye le dio un toque a Earl y le pidió un cigarrillo llevándose dos dedos a la boca. Earl metía la mano en el bolsillo cuando resonó la potente detonación de un rifle, seguida de un arma hueca, que podía ser una escopeta o un rifle de gases lacrimógenos con munición de escopeta. Los dos mil presos del patio se quedaron de inmediato totalmente en silencio, paralizados, mientras se les aceleraba el ritmo cardiaco y el ambiente se cargaba de tensión. El guarda rechoncho dio un paso atrás y los tiradores ya no estaban relajados.
Hasta Paul se quedó callado.
Alguien entró a toda velocidad por la puerta del patio y, una vez allí, bruscamente se puso a caminar con una absurda actitud desenfadada. Los guardas quisieron rodearlo, pero enseguida llegaron otros presos y no se bloqueó el paso.
Dos negros salieron de entre la niebla, uno guiando al otro, que sostenía en la frente un trapo empapado en sangre. Se volvieron hacia la izquierda, en busca de sus hermanos. Dos guardas se acercaron para bloquearles el paso, pero los detuvo una multitudinaria lamentación espontánea, que acabó convirtiéndose en clamor; era un muro de sonido. Mientras tanto, la masa de presos negros avanzó y se apiñó en torno a los recién llegados, apartando a los guardas. Los tiradores se colocaron en posición de tiro y apuntaron hacia ellos; los negros dejaron de bloquear el paso.
A Earl le latía el corazón como un pájaro batiendo las alas. Los demás le entorpecían la vista. Atisbo a unos blancos y otros chicanos saliendo por la puerta, corriendo hacia la multitud y a los pocos segundos se enteró de que los negros habían arrollado a un chicano y lo habían matado.
La masa, segregada racialmente, se disolvió, como un conjunto de organismos que se repelen mutuamente. Earl estuvo a punto de caerse al suelo, pero T.J. lo agarró por el cinturón y lo mantuvo en pie. El clamor de voces sonaba igual que el bramido de las reses antes de una estampida.
Al poco, la gasolina que empapaba aquella enajenación colectiva acabó prendiendo. Tras el estruendo de un lanza-gases lacrimógenos, una granada cayó en medio de la multitud. Con la explosión, varios presos salieron despedidos y dieron vueltas sobre sí mismos, mientras los temidos gases se dispersaban. El estallido volvió a zarandear a Earl, que tuvo que esforzarse por mantener el equilibrio. Era como luchar por mantenerse a flote en medio de un mar agitado por la tormenta. El gas le empañó la vista, le lloraban los ojos y le empezó a gotear la nariz.
—Cabrones... Hijos de puta... —maldijo en voz baja.
Como una bestia irracional, sin motivación aparente, los mil doscientos presos chicanos y blancos se movieron en el sentido de las agujas del reloj, y se acercaron al muro del comedor. Impelidos por el gas lacrimógeno que provenía del muro del pabellón Norte, los negros se situaron donde habían estado los blancos, a lo largo del pabellón Este. Los dos grupos, mil doscientos blancos y ochocientos negros, se miraron entre sí, separados por un espacio abierto de ciento treinta metros.
Otros cien presos se apiñaban en torno a la puerta del pabellón Este, intentando inútilmente entrar y alejarse del tumulto.
—¡Todos los presos a su pabellón! ¡Todos a su pabellón! —atronaban los altavoces.
—¡Abrid las putas puertas! —gritó alguien cerca de Earl. Los dos bandos ya se habían extendido. Los amigos de Earl seguían juntos. Sus temores se transformaron en cólera. Estaba convencido de que los oficiales habían actuado con la intención de convertir la huelga en un enfrenta-miento racial.
Estalló una ventana del comedor. Y luego otra. Los presos gritaban enfurecidos, pasándose de unos a otros pilas de bandejas de acero inoxidable. Los blancos y los chicanos alzaban las manos para alcanzarlas. Luego llegaron otros objetos que podían servir de armas: rodillos de fregona, piezas del lavavajillas, grandes cucharones de madera.
Al otro lado del patio, los negros arrancaban listones de los bancos de madera. Earl no hizo nada; sabía que los dos bandos no llegarían a enfrentarse en aquella tierra de nadie. Los rifles y la metralleta erigirían una muralla mortal imposible de franquear.
Un preso se apoyó en Earl para encaramarse a la ventana a coger algo y lo pisó al bajar.
—¡Gilipollas! —gruñó Earl, empujándolo con las manos. El recluso topó con un preso que tenía detrás y que lo frenó en la caída. Tenía el rostro desfigurado por la rabia racista. Tomó impulso para incorporarse, mientras le dedicaba a Earl unos insultos que se perdieron en medio de la agitada multitud vociferante, y lo embistió, con un trozo de tubería en la mano. Earl dio un paso atrás e intentó esquivar el golpe cubriéndose con un brazo. Ojalá hubiera tenido un cuchillo. Pero el alborotador se abalanzó sobré él, sin ver aT.J. —tampoco lo vio Earl—, hasta que el hercúleo levantador de pesas lo aporreó con una bandeja metálica, como si fuera un bate de béisbol. El preso agredido, que había ido al encuentro del golpe, se quedó con la cabeza retenida por la bandeja, y las piernas agitándose en el aire. Aterrizó en el suelo, primero sobre los hombros, y aún pasaron unos segundos hasta que le empezó a brotar la sangre de su carne desgarrada. Las piernas se le convulsionaban.
Bad Eye surgió entonces de la nada y, con todas sus fuerzas, le dio una patada en la cabeza con sus botas de punta de hierro. T.J. lo congratuló con una palmada en la espalda.
Con aquel alboroto, era imposible hablar. Aun así, se abrieron paso entre la aglomeración para acercarse a otros miembros de la Hermandad, que estaban a apenas un metro, y dejaron al herido boca arriba en el suelo. Que lo pisotearan o que se muriera allí mismo. A ellos les daba igual.
Los dos clanes se gritaban el uno al otro, blandiendo sus armas improvisadas.
Bad Eye arqueó las manos y le susurró al oído a Earl: —Esta vez acabamos con los putos negros. Solo tienen palos.
Earl no respondió y volvió a mirar a los tiradores. Los bandos avanzaban el uno contra el otro, cuando la metralleta escupió tres breves detonaciones que hicieron pedazos varios tramos de asfalto. Y entonces descargaron los rifles. En cuanto las balas barrieron el campo abierto, ambos bandos se quedaron paralizados y se retiraron. El tiroteo puso fin al griterío.
En el suelo, un negro se contorsionaba. No cabía duda de que uno de los guardias había apuntado a los presos y no al suelo. El abatido se agarraba el muslo e intentaba levantarse. Otros dos negros quisieron acercarse a él para ayudarlo, pero una bala les voló por encima de la cabeza y los echó atrás.
La histeria se había moderado. Las miradas febriles se apaciguaban, mientras la locura daba paso a las preguntas: ¿Qué hacer? ¿Qué iba a suceder?
—¡Atención, patio! Todos los que estén al lado del comedor, que bajen al patio de abajo.
La multitud respondió con un clamor desafiante que apenas sonó como un bufido, en comparación con el que había sacudido el patio hacía pocos minutos. Algunos gritaron y alzaron el puño, pero habrían reaccionado igual si los hubieran obligado a ponerse firmes o marcharse a su casa. Las granadas de gases lacrimógenos volaban por encima de sus cabezas y aterrizaban bajo el cobertizo, a unos metros del gentío. Los gases impelían a unos cuerpos contra otros, reverberaban en la multitud y volvían a constreñirla. La única huida posible era la puerta del patio. No podían bajar por el camino, porque allí los esperaba la brigada táctica, protegida con cascos y armada con porras y mazas, así que bajaron por las escaleras. Algunos se tropezaban y caían sobre otros presos.
Los llevaron al patio como si fueran ganado, mientras la niebla se aclaraba. Todo era gris bajo el cielo plomizo; los muros parecían blandos bajo la niebla, bordeados por siluetas anónimas portadoras de rifles. El patio de abajo era grande y los presos se extendieron como el agua por una planicie. Todos buscaban a algún amigo; intuían que era una situación peligrosa, porque no había guardas en el patio y los de lo alto de los muros estaban demasiado lejos para ver claramente lo que sucedía. Era un buen momento para vengar antiguas afrentas. Tras la ley de la barbarie, se impuso la ausencia de ley.
La Hermandad se congregó cerca de la lavandería. O, al menos, muchos de sus miembros, unos treinta, todos más jóvenes que Earl y Paul, pero todos con rostros ajados, expresión resentida y mirada torva. La mayoría eran peligrosos, pero algunos solo lo fingían, y utilizaban la Hermandad para protegerse. Respetaban y escuchaban a Earl y a Paul igual que a los demás y a T.J. y Bad Eye se veían obligados a escucharlos.
El ambiente era gélido. Como no hacía viento, el frío tardaba un poco en penetrar, pero pronto los presos empezaron a dar patadas en el suelo para calentarse, y les salió vaho por la boca y los orificios de la nariz. Oyeron a lo lejos los altavoces del patio grande, que mandaban a los negros a las celdas.
—La mierda de siempre —dijo alguien—. Que entren los negros, mientras nosotros nos pelamos de frío.
—¡Y una mierda! —exclamó Paul—. Seguro que los están matando a palos, los putos maderos, paletos de mierda.
—Los maderos les tienen miedo —añadió Bad Eye.
—Así se empieza a odiar, chaval. Con miedo.
—Y con las astucias de estos blancos listillos —dijo Earl con amargura, pensando en que los oficiales habían convertido una huelga contra ellos en un disturbio racial, con la sencilla técnica de separar a los dos grupos y dejar que la naturaleza siguiera su curso.
—Que se jodan —dijo Bad Eye—. Yo odio a los negros y también a los maderos. Pero los maderos no me matarán por ir por ahí andando. En cambio, los negros...
—El chaval tiene razón —dijo Paul—. Es listo, el cabrón —dijo, cogiéndole el brazo a Bad Eye y sacudiéndolo con aire burlón—. ¿Dónde lo has aprendido?
Earl era incapaz de discutirle a Bad Eye sus opiniones. En un lugar en el que negros y blancos se mataban unos a otros indiscriminadamente era imposible no ser racista, se fuera del color que se fuera. Sin embargo, le daba rabia pensar que al día siguiente la prensa abusaría de titulares sensacionalistas del tipo «Disturbios raciales en San Quintín». No se publicaría ni una sola palabra sobre la denuncia de las condiciones de vida en la cárcel. Encendió un cigarrillo, encorvó la espalda y se quedó mirando la lejanía, al otro lado del patio.
En lo alto, una bandada de gaviotas planeaba y daba vueltas en el cielo. De vez en cuando bajaban en picado entre gritos agudos. Los mil doscientos presos tiritaban en silencio, esparcidos por el campo de béisbol, la mayoría en el campo izquierdo, el punto más alejado del muro sobre el que se agolpaban los guardas armados. La lavandería, donde se había reunido el grupo de Earl, estaba en el jardín central. El edificio los ocultaba de la vista de los tiradores apostados en el otro muro. Pero entonces atisbaron más guardas armados en el horizonte. Debía de haber más de treinta apuntando hacia el patio.
Algunos presos habían sacado unos bancos de la caseta de la tercera base y habían encendido una hoguera.
Earl vio a Ronald Decker y a Tony Bork detrás de la segunda base. Ron tenía las manos metidas en los bolsillos y saltaba arriba y abajo, para aumentar la circulación sanguínea. Veinte metros más allá estaban Psycho Mike y tres de sus esbirros de rostro adusto. Nadie parecía darse cuenta de su presencia. Estaban en cuclillas, con unos trapos arrugados metidos en la boca; Earl sabía que estaban impregnados de cola para calzado. Miraban a Ron. Earl sabía lo que pensaban: reunían fuerzas para ir a por él.
De súbito, movido por un impulso, Earl se apartó del muro de la lavandería y se acercó a Ron y a Tony. Este lo vio llegar y se lo dijo al joven. Ron tenía una mirada limpia y sincera; no intentaba parecer un tipo duro, como hacían otros muchos jóvenes en la cárcel, y como Earl también había hecho en su día. Al llegar, miró a lo lejos, en dirección a Psycho Mike, con una mirada fija pero inexpresiva. Su actitud y su mirada perdida bastaron para transmitir el mensaje.
—Venid a la lavandería —le dijo a Tony—. Allí no hace tanto frío.
Tony miró a Ron, que se encogió de hombros. De camino a la lavandería, Earl volvió la cabeza y miró de reojo a los esnifadores de pegamento, levantando la barbilla en actitud beligerante.
La camarilla de rudos jóvenes convictos le pasó revista al recién llegado; habrían arqueado una ceja, pero era una expresión que no estaba incluida en su repertorio.
—No me seas malo, Earl —dijo una voz no identificada. El reproche sonrojó a Earl e hizo sonreír a los demás. No quería incomodar al muchacho. De todos modos, le pareció que Ron no había captado la insinuación.
—Esto lo cuentas y no se lo cree nadie —dijo Ron.
—A nadie le importa lo que pasa aquí dentro.
—Han matado a ese hombre, lo han matado a palos. Y por nada.
—Ha sido un idiota. ¿A quién se le ocurre cruzar un piquete de negros, hechos unas fieras?
Ron negó con la cabeza. Temblaba, con los brazos cruzados sobre el pecho.
—¿Cuánto tiempo nos van a dejar aquí? —Vete a saber. Se lo están pensando. —Y Earl pensaba que Ron era guapo—. ¿Estabas aquí?
Ron le dijo lo que había visto, como si al describirlo pudiera borrar unas terribles imágenes que seguía teniendo muy presentes. Earl lo escuchaba. Le gustaba la precisión y la economía de sus palabras, y la ausencia en su discurso de todos los insultos que los presos utilizaban cada cuatro sílabas. Su forma de hablar revelaba un pensamiento lógico y sagaz.
A la vez, Earl vigilaba a Psycho Mike y su banda, por si aparecían, pero los esbirros se habían sumado al grupo reunido en torno a la hoguera y no miraban hacia la lavandería.
—La verdad es que esto parece un estudio sociológico sobre la estupidez —dijo Ron. —¿El qué?
—Dos razas, como el perro y el gato, para que los guardas tengan una buena excusa para hacer prácticas de tiro.
—Yo he pensado lo mismo. Pero no es tan sencillo. Las cosas no son ni blancas ni negras, y perdona el juego de palabras. Esto nadie lo puede controlar. Y nadie puede quedarse al margen tampoco. Ya te contaré un día lo que pienso.
Baby Boy se acercó a Earl.
—Eh, tío —dijo—. Atiende. Los de Ponchie van a pelar a alguien. —Señaló a un chicano alto y pálido escurriéndose entre la multitud, hacia el nutrido grupo reunido en torno al fuego. Llevaba un gorro que le cubría la frente hasta los ojos y el cuello del abrigo levantado, y se movía de forma sospechosa. Lo acompañaban otros dos presos, uno a cada lado. Era evidente que acechaban a alguien.
—Igual tendríamos que ir a ver si hay que echarles una mano —dijo Bad Eye—. Son nuestros aliados.
—No necesitan ayuda —dijo T.J.
Ron advirtió el aumento de la tensión y miró también hacia el grupo de la hoguera, intentando adivinar a quién iban a agredir.
—A que le dan a Shadow —dijo Earl, cogiéndole el brazo a Ron—. Es ese tío alto y delgado, con pantalones blancos. Una vez los timó. Mala jugada. Llevan bastante buscándolo.
El chicano de en medio, el del gorro, siempre con la cabeza gacha para ocultar el rostro, se detuvo tres metros por detrás de la víctima, sacó un largo cuchillo de debajo de la camisa y se acercó sigilosa pero rápidamente a su víctima. A los tres pasos, el arma se clavó hasta la empuñadura en la espalda del elegido. Ron dio un bufido, sin querer, como si hubiera sentido el golpe en sus carnes. Del empujón, la victima se acercó a la hoguera con las manos extendidas, un acto reflejo para evitar la caída. Los dos presos que cubrían al agresor miraban alrededor, con las manos metidas por dentro de la camisa. El culpable había cambiado de dirección justo después de clavar el puñal y andaba despreocupadamente, al parecer sin rumbo, aunque en realidad se dirigía a la lavandería. Ron lo perdió de vista y miró al hombre que intentaba apartarse de las llamas y las brasas. La empuñadura del cuchillo, envuelta en cinta aislante, le sobresalía entre los omoplatos.
Todos se habían apartado de la hoguera para evitarse problemas.
Ron esperaba que el herido se desplomara de un momento a otro. Tenía que estar muerto. Pero se puso en pie, empezó a dar vueltas sobre sí mismo e intentó sin éxito alcanzar a tientas el arma clavada en la espalda. De pronto, se alejó del diamante del campo de béisbol y se dirigió a las escaleras que llevaban al hospital.
—¡Madre mía! —gruñó Earl—. No he visto una cosa así en mi vida. ¡Pero si tiene ahí clavados treinta centímetros de cuchillo!
El agresor pasó junto a la Hermandad, sonriente, los saludó con el puño alzado y siguió andando. Ron vio a una banda de chicanos que esperaba a sus miembros a cierta distancia, también junto al muro de la lavandería.
—Vaya forma de cobrar una deuda —dijo Ron con ironía—. Una vez en el cementerio, ya no hay quien pague.
—Tampoco podría pagarle. No tiene ni un céntimo. Y aquí dentro no hay tribunales, así que será una lección para los demás.
Ron no respondió.
Un sol tenue asomó entre las nubes, pero la temperatura no aumentó perceptiblemente. Ahora había tres hogueras encendidas. Algunos miembros de la banda querían forzar la puerta de la lavandería y refugiarse allí o buscar gasolina para encender otra hoguera.
Stoneface se había acercado al muro, con un megáfono en la mano.
—¡Atención, patio de abajo! ¡Formen filas en el jardín izquierdo del campo!
La orden encontró por respuesta una ovación poco entusiasta. Los presos seguían representando su papel, pero los ánimos hacía rato que se habían enfriado. Ahora estaban dispuestos a volver a las celdas y muchos se movieron, prestos a acatar la orden sin discusión.
No pudieron. Stoneface hizo una señal. Sin previo aviso, rifles y escopetas empezaron a disparar y una lluvia de balas cayó sobre el patio. Los proyectiles perforaron algunas zonas del césped. Varios presos cayeron desplomados, como si los hubiera golpeado un puño invisible, y otros se tumbaron en el suelo, que tampoco ofrecía ninguna protección.
Por encima de Ron, una ventana se hizo añicos. Oyó en la cercanía un matraqueo, como si hubiera caído un montón de guijarros en el suelo. Se encontró tirado en el pavimento, mientras Earl salmodiaba «mierda, mierda, mierda».
El tiroteo resonaba contra los muros. Les pareció que duraba eternamente, pero en realidad apenas fueron treinta segundos. Cuando hubo terminado, el silencio exageró los lamentos de los heridos y los gritos de las gaviotas, que batían frenéticamente las alas sobre un cielo aborregado.
Todos los presos estaban tirados boca abajo en el suelo, menos uno, que corría, doblado sobre sí mismo, cubriéndose la herida de bala del vientre.
Stoneface levantó el megáfono:
—En treinta segundos, a formar en el exterior del campo.
No hubo protestas. Todos se apresuraron a acatar la orden, aunque derramaban insultos en voz baja y sus miradas estaban cargadas de un odio profundo.
La brigada táctica, la patrulla de tráfico y otros guardas esperaban en los extremos. Llevaban porras, martillos, escopetas y sprays lacrimógenos. Mientras rodeaban a los presos, Stoneface volvió a tomar la palabra y los obligó a quedarse en calzoncillos. Todo el mundo cumplió la orden; era aquello o más balas. Todavía quedaban unos diez presos tirados en la hierba. Algunos se movían y otros no. A uno le faltaba el hueso de la parte de atrás de la cabeza. Las gaviotas bajaban a hurgar entre los restos triturados del interior del cráneo.
Les hicieron subir las escaleras en fila, pero el desfile tomó forma de un caótico torrente humano. Era una estampida forzosa de cuerpos semidesnudos. Los guardas y los agentes de tráfico los vigilaban en cada extremo de la fila y los empujaban con porras y con la culata de las escopetas. Aquella masa bestial los había asustado y ahora daban rienda suelta a la rabia que aquel terror había despertado. Muchos de los que normalmente se comportaban como buena gente actuaban ahora con brutalidad y atacaban a cualquier preso por apenas tropezar.
Earl perdió a sus amigos y casi perdió también el sentido. Simplemente se esforzaba por mantenerse en pie y seguir adelante. En un momento, se tropezó en las escaleras y un agente de tráfico le clavó la culata de la escopeta en la columna. El golpe le hizo soltar un aullido, pero se incorporó de inmediato, a pesar del dolor. Hubiera querido defenderse, pero no valía la pena; habría tenido consecuencias.
Al llegar a los pabellones, subieron las escaleras en fila india hasta sus plantas respectivas. La policía los sacudía con las porras a su paso. Cuando uno se caía, lo golpeaban por su falta de fuerzas.
Cuando Earl entró en su celda, se desplomó sobre la litera, sin aliento y empapado en sudor. A los pocos minutos, se echó a reír. «Joder, qué manera de romper la rutina», se dijo, y soltó otra carcajada.
★ ★ ★
Una hora después, las emisoras de radio de San Francisco dieron la noticia y los presos la escucharon con auriculares. Las autoridades de la prisión informaban de que había habido entre los presos cuatro víctimas mortales y diecinueve heridos, fruto de un disturbio racial entre blancos de ideología neonazi y extremistas negros. La situación ya estaba controlada y todos los presos estaban en sus celdas. Los cabecillas estaban en aislamiento y se iba a iniciar una investigación.
Durante toda la tarde y parte de la noche, Earl oyó cómo se abrían y cerraban continuamente las barras de seguridad y las puertas de las celdas, y después, el sonido amortiguado de los golpes y los cuerpos desplomándose en el suelo. A veces, súplicas («No, más no») o algunas frases de los carceleros («puto negro, follonero... Te crees un tío duro, ¿eh? A ver si es verdad»). Y más golpes.
Cogieron a cien, las tres cuartas partes eran negros. Algunos fueron a parar al centro de adaptación. Otros, a la sección segregada B. Los doscientos presos que ya ocupaban aquella sección se volvieron locos al oír las palizas y destrozaron los retretes. Les prendieron fuego por debajo de la taza y machacaron los váteres a golpes; después lanzaron los pedazos entre los barrotes. Quemaron también los colchones y arrancaron las literas de los tornillos que las sujetaban a la pared. Una maricona y el que se la follaba, que estaba en la celda de al lado, utilizaron el somier para cavar un hoyo en el suelo, por debajo de los diez centímetros de cemento que los separaban. Los guardas no podían bajar a las plantas para hacer el recuento, porque los presos arrojaban los vasos entre los barrotes y escupían trozos de vidrio como si fuera metralla. Los intentaron contener a manguerazos y con gases lacrimógenos. La sección B acabó llena de colchones quemados y empapados, camastros rotos, ventanas hechas añicos, pintura chamuscada, retretes despedazados y presos míseramente regados. Solo la maricona y su amigo eran felices.
El primer día no sirvieron nada de comer. Al día siguiente, a media tarde, repartieron dos bocadillos fríos a cada preso. Aquel régimen duró dos días más y después empezaron a dejarlos salir para darles de comer de forma «controlada» dos veces al día, de cincuenta en cincuenta, bajo la mirada vigilante de numerosos guardas. Negros y blancos se miraban de arriba abajo, con ojos que transmitían cualquier sentimiento menos cariño, pero la seguridad era demasiado estricta como para que ocurriera algún incidente.
A la mañana siguiente dejaron salir a los pocos presos que tenían un empleo de importancia. Earl seguía entre las sábanas, tomando un café y fumando un cigarrillo, cuando apareció el lugarteniente Seeman al otro lado de los barrotes, con la gorra ladeada y las manos metidas hasta el fondo en los grandes bolsillos de un largo abrigo verde.
—Qué, gandul, ¿nos vamos a trabajar? —preguntó Seeman, mirando las galerías de arriba y abajo. Al no ver a nadie, sacó un cartón de Camel del bolsillo del abrigo y lo tiró a la litera entre los barrotes.
Earl se sentó en la cama y cogió los cigarrillos, pero no dijo nada. No hacía falta dar las gracias.
—¿Cuántos salen hoy?
—Unos cuantos: el secretario del capitán, los ayudantes de cocina, y algunos camareros del comedor del director. Y Fitz, claro. Pero si quieres te puedo sacar a ti también.
—No, jefe. Ya me espero a mañana. No quiero dar mala imagen saliendo de los primeros. Después de lo que pasó ahí abajo...
—Fue un... —Seeman terminó la frase con una especie de bufido de indignación—. Si abrieran una investigación... Kittredge y yo queríamos bajar y ya está. Sabíamos que todo el mundo estaba cansado, que querían entrar en las celdas. Me cabreé tanto que por poco pierdo el control. Es que, joder, yo ya entiendo que cuando es necesario hay que ser duro, pero disparar contra gente desarmada, que no hacían nada más que quemar un par de bancos de madera... Más vale que me calle o se me van a volver a cruzar los cables.
—Si mañana salen más, yo también. ¿Y tú qué haces aquí durante el día?
—Pues muchas horas extras. Muchos llevamos unos días así. Si los presos no trabajan, la cárcel se para.