CON la ropa de cama bajo un brazo y una caja de zapatos con sus objetos personales bajo el otro, Earl Copen salió de la rotonda del pabellón Sur. En el patio grande lo esperaba una docena de amigos, pero los más allegados ya no estaban. No solo se había marchado Bad Eye, sino también Paul Adams, a quien habían trasladado al campo de trabajo, y a Bird lo habían requerido en otro estado en el que tenía una orden de detención. Pero T.J. Wilkes estaba allí, sonriente como una calabaza de Halloween (incluidos los dientes de menos), abriendo los brazos con tal fuerza que la sudadera se le quedaba pequeña. Vito también estaba por ahí y le cogió a Earl la ropa de cama para que T.J. pudiera darle un abrazo y una palmada en la espalda.
—Ay, viejo —dijo T.J.—. Estaba sin dormir, pensando que no te soltaban.
—Tenía miedo de salir. Madre mía, por aquí hay mucho tipo duro.
—Tío, yo no voy a dejar que nadie te moleste. Solo yo. —Le pasó el brazo por los hombros y le agarró el trasero—. Todavía bien duro.
—Cuidado con las almorranas, chaval. Y un poquito de respeto. Desde que Paul se piró, ahora soy el viejo del lugar.
Los que se habían reunido a su alrededor se rieron. Baby Boy le dio la mano y una palmada en la espalda. Como siempre, era el menos efusivo de todos.
—¿Necesitas algo? —preguntó—. Tengo una tarjeta entera para la tienda.
—No hace falta. Gracias, colega.
A continuación Vito le dio la mano al estilo de la hermandad, entrelazando los pulgares y formando dos puños.
—Tengo una papelina para ti —dijo en voz baja.
—Eso suena de puta madre.
TJ. le pasó el brazo por encima del hombro a un recluso delgado y con la mandíbula cuadrada que Earl no conocía.
—Este chico es paisano mío —dijoT.J—. Se llama Wayne.
—Hablamos alguna vez por el meadero —dijo Earl, mientras chocaba el puño con Wayne. Sabía que lo habían condenado por matar a un negro con un hacha durante un enfrentamiento racial en Soledad, y también sabía que había entrado en prisión por un delito que no había cometido. Un vendedor de coches identificó a Wayne como el comprador de un vehículo utilizado en un robo. En realidad el que había comprado el coche y cometido el delito había sido el hermano de Wayne. Gracias a un error judicial, Wayne había conseguido perpetrar un asesinato y acabar condenado a cadena perpetua.
—Ronnie está trabajando —dijo Baby Boy, al advertir la mirada inquieta de Earl—. Lo han metido en la fábrica textil.
—¡Mierda! —exclamó Earl. Le fastidiaba, pero estaba seguro de poderle conseguir a su amigo un trabajo mejor.
—¿A ti dónde te han colocado?
—¡Hostia! ¿No sabes que yo no trabajo con nadie que no sea el bueno de Seeman?
—Ya tiene secretario.
—Bueno, pues yo soy su secretario extraoficial.
—No sé qué quiere decir eso —apuntó T.J.—, pero suena de puta madre.
—¿Cuándo vuelves al bloque Norte? —preguntó Vito. Era una pregunta burlona. Según la normativa, hacía falta un año de buena conducta.
—Tardaré un par de semanas -repuso Earl, con un guiño exagerado—. Pero eso sí, yo tengo una celda para mí solo, aunque sea en el gueto y con toda la chusma.
—Te llevamos los bártulos al gueto —dijo T.J., cogiéndole la ropa a Vito—. Tú no puedes entrar. No vives allí.
Mientras cruzaban el patio, en dirección a la puerta del bloque Este, T.J. le contó que la junta lo había autorizado a salir en libertad condicional a los seis meses, pero solo se lo había explicado a sus amigos más íntimos. Cuando alguien tenía una fecha para salir en libertad condicional estaba en una situación vulnerable. Sus enemigos esperaban ansiosamente a que hiciera algo y le retiraran la condicional. Ya los demás se les podía ocurrir alguna estrategia para aprovecharse de él de alguna forma, porque era evidente que no quería perder la posibilidad de salir. T.J. quería saber si Ron le podía pasar contactos del otro lado de la frontera, para poder empezar a traficar con droga a cierto nivel.
—No te lo vas a creer, pero en Fresno se puede ganar mucho dinero. Y tengo que dejar de robar a la gente. La puta junta me ha dicho que si me pillan con otro robo van a por mí. Con los robos van en serio.
—Y con el tráfico de drogas también.
—Sí, ya lo sé. Me pondría a trabajar, pero ya sabes que soy un vago. La verdad es que aquí consiguen que te vuelvas todavía más vago. Hostia, cuando yo era chaval, me ponía a recoger algodón y...
—¡No me vengas con trolas! Joder, cuando alguien te escucha cinco minutos, ya empiezas a contar mentiras. Has hablado demasiado con Paul.
TJ. lo miró con la boca abierta y los ojos como platos, con una expresión paródica de inocencia. Entonces se puso serio.
—¿Por qué no hablas con él? Si pudiera traficar durante seis meses, me compraría una coctelería y me retiraría.
—Ya se lo comento. ¿Vas a tener pasta para invertir o necesitas un adelanto?
—Podría montar un robo, solo uno.
Llegaban a la cuarta galería cuando oyeron que se abría una barra de seguridad y se interrumpió la conversación. Un guarda llegaba por la galería con la llave giratoria, para abrirle la puerta de la celda. El suelo estaba sucio y habían arrancado los tubos fluorescentes para ponerlos en otra celda. Aparte de aquello, el espacio estaba en buenas condiciones. Earl metió el material detrás del jergón, donde no lo pudieran encontrar. El guarda cerró la puerta, bajó la barra de seguridad y los dejó allí.
Cuando salieron del pabellón, Earl decidió ir a la oficina del patio. T.J. lo acompañó hasta la puerta del patio y después volvió a bajar para ir al gimnasio. Earl estaba a gusto, paseando entre la biblioteca y el aulario. Había pasado la hora de calor y el ambiente era fresco. Después de estar en el agujero, ir al edificio principal de la prisión era como salir a la calle; lo vivía con la misma alegría.
★ ★ ★
Al cabo de una semana, el cura católico necesitó un secretario. El veterano que se encargaba del puesto siempre había sido de fiar, pero una noche se lo llevaron en secreto para testificar ante un jurado acerca de una matanza de la Hermandad Mexicana. El rumor se extendió rápidamente, pero él siguió con sus hábitos, como un tonto. Al día siguiente, a media tarde, mientras el cura visitaba el corredor de la muerte, un par de chícanos se colaron en la oficina de la capilla con unos cuchillos y lo trincharon. Milagrosamente, la víctima se salvó, a pesar de haber recibido treinta heridas de arma blanca. Nunca se lo volvió a ver en San Quintín (y tampoco testificó en el juicio).
Ron Decker ocupó entonces el puesto. Había hablado muchas veces con el cura en la época en que sacaba libros de la biblioteca, antes del apuñalamiento de Bucle Rowan, y el teniente Seeman, que era un devoto católico, lo recomendó. Ron estaba contento de escaparse de la fábrica de algodón: todos los días volvía a la celda con pelusa de algodón en la ropa y el pelo, y el rítmico runrún de los telares resonándole en la cabeza. Pero en realidad lo que quería era escaparse de San Quintín. Earl le había inculcado la idea, que había cobrado fuerza en su interior hasta imponerse sobre todo lo demás. Consiguió pasar a escondidas una carta para su madre, y en su respuesta su madre aludía vela-damente al asunto y le decía que siempre que la necesitara, allí estaría ella. Los iba a esconder y a ayudar a salir del país, costara lo que costara. Aquella carta avivó como la gasolina el ferviente deseo de Ron. Y como ya había arreglado la cuestión fundamental de la ayuda en el exterior, no tenía reparo en perseguir y presionar a Earl para que encontrara la mejor forma de fugarse. Cuando Earl le preguntó si quería volver a trasladarse al pabellón Norte, le respondió que por el momento le parecía bien, pero que lo que realmente quería era irse a vivir a México.
En cuanto a Earl, cuantas más vueltas le daba y más reflexionaba, más seguro estaba de que necesitaban un camión. Las demás ideas las descartó. Le hubiera gustado poder usar el camión de la lavandería, una estrategia que se había utilizado quince años atrás y que las autoridades nunca llegaron a destapar. El encargado de la lavandería siempre vigilaba la carga de los fardos de ropa del personal libre. Luego llevaba el camión a la puerta de seguridad y le daban la autorización. Pero había un margen de treinta segundos. Después de llenar el camión en la entrada de vehículos, el encargado lo dejaba cerrado y salía andando por una puerta para peatones. Entonces subía al camión. Aquel trayecto de cinco metros daba tiempo suficiente para esconderse debajo de los bultos que salían de la cárcel. Era un plan que requería la colaboración del preso que se encargaba de conducir el camión. Y cuando Earl miró quién era descubrió que, para su desgracia, se sospechaba que era un soplón. Contempló la posibilidad de librarse de él atizándole un golpe en la cabeza con una tubería, algo que lo dejara herido, pero no muerto. Pero lo descartó porque nadie sabía a quién le iba a tocar el trabajo y además no quería meter en líos a sus amigos.
También se podían utilizar tanques de gasolina y sillones huecos. Los primeros se podían fabricar en el taller de metalurgia y los segundos, en el de tapizado. Era una estrategia que podía funcionar, sobre todo en el caso del tanque de gasolina con fondo falso, pero solo servía para una persona.
Los camiones más fáciles de utilizar eran los que salían cargados de productos de las fábricas, básicamente muebles. Siempre había un guarda junto al muelle de carga, vi-gilándolo todo y después cerrando el camión. Era un buen procedimiento de seguridad. Si se seguía diligentemente, nadie podía colarse en un camión y pasar al otro lado del muro. Pero el fallo estaba en la naturaleza humana. Después de meses o años de procedimientos rutinarios y sin incidentes —¿había algo más aburrido que vigilar la carga de camiones, además de pasarse la noche sentado en la sala oscura de una torre vigilando una pared?—, cualquier guarda perdía la concentración y a muchos se los podía distraer durante unos segundos, los necesarios para colarse en el camión. Earl conocía dos fugas exitosas de San Quintín justo con aquella estrategia. Por supuesto, una y otra se habían emprendido con una separación de varios años, porque en cuanto había una fuga, se reforzaba la seguridad y se mantenían unos procedimientos más estrictos durante un año o dos. Habían pasado ocho años desde la última vez. Además de tener un porcentaje de éxito formidable, aquella estrategia concreta no exigía ningún compromiso hasta el momento de la fuga. El guarda se volvía o no se volvía. Era algo muy diferente de cortar los barrotes de la celda o cavar un túnel, estrategias que requerían el compromiso de su ejecutor desde que la sierra hacía la primera muesca. Además, cavar un túnel era imposible, porque la cárcel se había edificado sobre cimientos y bajo tierra los muros tenían una extensión equivalente a la que tenían en la superficie.
Para utilizar los camiones de la zona industrial había un obstáculo infranqueable: era imposible acceder a ellos. Incluso a Earl se le impedía la entrada si no tenía autorización o el guarda que vigilaba la puerta recibía una llamada al respecto. Ni siquiera los trabajadores podían pasearse día tras día por el muelle de carga. Muy pocos presos —los que trabajaban en el propio muelle y, quizá, los del almacén— podían quedarse por allí rondando, esperando una oportunidad. Intentar que lo trasladaran a él, Earl Copen, a la fábrica de muebles, y precisamente al muelle de carga, era como anunciar sus planes en el San Quentin News. Y luego Ron también tendría que encontrar un puesto allí... ¡Mierda! Aunque fuera posible, aquella oportunidad tardaría meses en presentarse y Earl vivía con demasiadas comodidades. No iba a renunciar a ellas a cambio de jornadas llenas de ampollas, heridas de astillas y dolor de espalda.
★ ★ ★
Si Earl ya vivía cómodamente, según criterios penitenciarios, una tarde sucedió un acontecimiento que le auguraba un futuro todavía más cómodo. Cruzaba los jardines, en dirección a la capilla, cuando Tex Wako salió de la oficina de detención. El nuevo director adjunto era tan rollizo como Stoneface había sido cadavérico. Tenía sobrepeso, igual que la última vez que lo había visto Earl, pero ahora tenía menos pelo y lo llevaba más largo, al estilo moderno. Si en otro tiempo había llevado uniformes con parches y zapatos remendados, ahora iba vestido más a la moda que cualquier otro funcionario. Era algo que los presos comentaban; en conjunto, alguien que vestía bien tenía más puntos. Al verlo, Earl lo saludó con la cabeza y sonrió. ¿Por qué no? Lo conocía desde hacía doce años. Incluso lo había cubierto una vez un día de Año Nuevo en el que había llegado a trabajar haciendo eses, con el aliento oliendo a ginebra y el termo lleno de whisky para su hombre de confianza (tardó un tiempo en comprender que no podía confiar en los presos ni permitirse ser «demasiado bueno», porque lo acabarían traicionando). El día de Año Nuevo había un espectáculo de variedades en el comedor. Casi todos los clubes nocturnos de la zona de la Bahía hacían algún número. Los presos que no iban podían ver un partido en el gimnasio y los pocos que no querían hacer ninguna de las dos cosas tenían que quedarse metidos en la celda. Las galerías estaban vacías. Earl trabajaba de secretario en el pabellón Sur y Seeman era el sargento responsable. Aquel día, el oficial del correccional, Tex Waco, se había metido de extranjís en el almacén para dormir la borrachera en un colchón. Cuando llegó un teniente preguntando por él, Earl le mintió y le dijo que Waco estaba en la quinta galería registrando una celda. El teniente insistió en que quería hablar con él, así que Earl voluntariamente lo fue a buscar, lo despertó y lo espabiló. El teniente resopló y lo fulminó con la mirada, pero nadie dijo nada. Y Waco tampoco lo mencionó nunca. Había subido rápidamente en el escalafón, pasando de una institución a otra, y ahora era el director adjunto del centro en el que había empezado. Reconoció a Earl y le hizo un gesto para que se acercara.
—¿Todavía por aquí? ¿Cuándo dejaremos de verte aquí dentro? —preguntó.
—Cuando dejen de pillarme.
Tex Waco negó con la cabeza y se rió entre dientes.
—Mi secretario sale en libertad condicional dentro de cuatro meses. Si quieres el puesto, es tuyo.
Cuando Earl le mencionó la oferta a Seeman, que seguía teniendo en la oficina a un buen secretario y por lo tanto Earl en realidad no trabajaba, el teniente le dijo que aceptara el trabajo.
—Qué demonios —dijo, sonriente—, necesito a algún amigo que se mueva por las altas esferas. Y a lo mejor así podrías salir en unos años, incluso después de aquel desafortunado incidente.
Earl quería el puesto. Sabía que Waco era un ejecutivo que no sabía redactar y que necesitaba escribir continuamente informes, memorándums y documentos administrativos. El director adjunto dependería de su secretario. Earl podía asumir perfectamente su trabajo, como había hecho años atrás con sus trabajos de la universidad, y así accedería también a parte de su poder. Incluso en la época de Stone-face, los tenientes trataban al secretario del director adjunto con respeto y los guardas de rango inferior que no querían pasar un año haciendo el turno de madrugada en un poste del muro hasta lo trataban con deferencia. El secretario podía conseguir un cambio de celda simplemente pidiéndole al sargento de control que le hiciera el favor. Con una docena de favores a la semana, a cambio de cinco cartones cada uno, tendría unos buenos ingresos. La asignación de puestos de trabajo todavía era más fácil de conseguir. Y tampoco era imposible conseguir un traslado a una prisión de mínima seguridad o a un campo de trabajo. Waco era campechano, no era tonto y se lo podía manipular. Earl sería sin duda el rey del mambo. Podría tratar con condescendencia al teniente Hodges, el Cristiano, y al Capitán Medianoche, el racista encubierto. Normalmente los secretarios que tenían tanta proximidad con los altos oficiales eran sospechosos para los presos del patio. Podían pedir favores o pagar por ellos y aunque un simple puesto de trabajo no basta para definir a un hombre, normalmente pendía de ellos un interrogante. Earl no tendría ese problema, salvo con los nuevos y los idiotas. Sus amigos formaban la banda blanca más célebre de San Quintín, conocía a los líderes chica-nos desde el reformatorio y los negros más duros lo respetaban. Toda la cárcel sería suya. No era una victoria ni más ni menos exigua que cualquier otra, sobre todo si se tiene en cuenta que todo es vanidad, o eso dice el Eclesiastés (sic). ¿Y qué había dicho el Satán de Milton cuando Dios lo arrojó de los cielos y lo lanzó al abismo? Algo así como que mejor reinar en el lodo que servir en el cielo.
Pero cuando Ron se enteró, expresó su desprecio con una onomatopeya flatulenta.
—Pero, Earl, colega —le reprochó—. Vamonos ya.
—Nos iremos. Le estoy dando vueltas. Joder, tío. ¿Qué quieres, que vaya a darle una patada a la puerta y le diga al tío «¡nos vamos, gilipollas!»? ¿Es eso, no?
—No te rías de mí y menos imitando a un cantante de country. Tú eres el que dijo que la gente cuando llega se quiere fugar, pero después coge hábitos, se adapta, y pierde el impulso. Están tan cómodos que no quieren montar el plan, que no quieren correr riesgos. —Ron sacudía la cabeza para enfatizar sus palabras—. Yo no voy a permitir que eso me pase. Y tampoco voy a dejarte descansar hasta que estemos tomándonos un Margarita en Culiacán.
—¡Joder, he criado un monstruo! A lo mejor podríamos conseguir que nos citaran en otra cárcel del condado, un sitio pequeño. La idea es llevarnos todo el material de aquí: las llaves de las esposas, sierras, todo entre las suelas de los zapatos. Nos lo pueden hacer en el taller de zapatería.
—¿Conoces a alguien que nos lo pueda apañar?
—Así, a bote pronto, no.
—Los principios y las teorías son maravillosos. Me parece bien lo del camión. Me parece bien lo que acabas de decir. Pero pongamos en práctica la teoría, ¿lo pillas o no?
Earl suspiró.
—Sí, lo pillo. Oye, ¿y por qué no encuentras tú la estrategia?
—Ya me gustaría, pero yo no soy el que ha nacido aquí.
—Gracias, cabrón. Listillo.
Se sonrieron.
★ ★ ★
Tuvo la revelación dos noches después, sumido en el estado de somnolencia de la heroína. Estaba tumbado boca arriba, desnudo, tapado con una sábana, con un cigarrillo en una mano y rascándose el vello púbico indolentemente con la otra, saboreando la máxima expresión de la euforia. No pensaba realmente en nada, solo contemplaba imágenes de los acontecimientos del día que flotaban en su mente. Big Rand miraba por la ventana de la oficina del patio y le había dicho que le gustaría soltar a la panda de negros alborotadores dentro de un camión de basura. Earl le había respondido con un gruñido y había mirado también por la ventana. Vio el enorme camión de la basura, un vehículo de los nuevos. Estaba parado delante del aulario. Los basureros vaciaban los cubos de basura en el interior. El guarda estaba sentado en la cabina del vehículo de morro chato. Earl ya se había planteado aquella posibilidad, pero la había descartado por la misma razón por la que el guarda podía ir sentado en la cabina y no vigilaba la carga desde abajo. Con los camiones antiguos sí que había doble vigilancia, se hacían comprobaciones en la puerta de seguridad y además se vigilaba la carga de basura, pero el camión nuevo se vigilaba solo. Cualquiera que entrara en el camión cometía un suicidio: la trituradora que había en el interior ejercía una presión de varias toneladas. Earl no sabía cuántas, pero seguramente suficientes para convertir a cualquiera en papilla.
Excepto...
Si...
El corazón le latió al ritmo de la excitación de su pensamiento. Intentó calmarse contemplando la noche y las luces que centelleaban en las colinas al otro lado de la Bahía. Parecía tan fácil que el péndulo de la duda basculó inexorablemente sobre la certeza. Pero la duda no tenía hechos en los que apoyarse, mientras que su inspiración parecía estar totalmente basada en hechos. Silenció sin piedad su entusiasmo y controló el impulso de despertar a Ron y contárselo a primera hora de la mañana, en cuanto abrieran las celdas. Primero haría las comprobaciones oportunas.
Estaba demasiado nervioso para poder dormir, y se sentía tan bien por los efectos de la droga que se puso a fumar un cigarrillo tras otro hasta que se le volvió la boca áspera. Estaba a punto de amanecer cuando se quedó dormido, sin quererlo. Y soñó que se escapaba de Alcatraz, o lo intentaba. Corría arriba y abajo por la orilla, y por algún motivo era incapaz de tirarse al agua y salir nadando hacia la libertad.
★ ★ ★
Cuando se despertó, las puertas de las celdas estaban abiertas y todo el mundo se había ido al comedor. Se vistió rápidamente, sin detenerse a lavarse el pelo y peinarse. Quería llegar al comedor antes de que cerraran.
Un guarda estaba a punto de cerrar la puerta metálica, pero se detuvo al oír a Earl. Una vez dentro, siguió la cola, pero en cuanto llegó a la mesa dejó allí la bandeja y regresó por el pasillo hasta la cocina. Era una zona prohibida, pero había presos trabajando de cocineros y lavaplatos, además de otros trabajadores, y entre todos lo cubrían. Los empleados libres ni siquiera lo miraron. Era otro recluso más. Dio la vuelta a las enormes cubas, pasó de puntillas sobre el suelo jabonoso y giró por un pasillo muy corto que terminaba en una puerta doble alambrada. Era la sala donde se preparaban las verduras. La atmósfera estaba cargada, olía a patatas peladas en remojo, zanahoria rallada y cebollas. Cuando Earl entró, había una docena de chicanos pelando mazorcas de maíz, hablando en español y escuchando música mexicana en un transistor. Era un grupo de braceros que no hablaba inglés. Siempre iban juntos para apoyarse mutuamente y aquella sala era su dominio. Cuando uno se iba, lo sustituía algún hermano. Miraron a Earl, impertérritos, con una expresión ni inquisitiva ni hostil. Earl les indicó con un gesto que no quería nada de ellos y se fue hacia el portalón doble que había en la parte de atrás. Se aseguró de que estaba abierto y echó un vistazo a través del alambre al pequeño patio de detrás de la cocina. Era la zona de carga de los camiones. Había cajas vacías apiladas contra una pared, al lado de latas vacías de leche. Dos presos, con botas altas y gruesos guantes y delantales de goma, lavaban los cubos de basura con una manguera de vapor. Se accedía al pequeño patio por un camino en pendiente que pasaba por debajo de un arco excavado en una pared. Al otro lado de aquel muro estaba el patio de abajo. En lo alto había una torre con un guarda. Era la primera parada que hacía el camión de la basura todas las mañanas, el comienzo de la ruta, y Earl sabía también que era el punto más aislado. Era el mejor lugar para confirmar su intuición. Y si estaba en lo cierto, sería el mejor lugar para jugársela.
Un cuarto de hora después apareció el camión en lo alto de la rampa y llegó con su morro plano a ras de suelo. Dio la vuelta y entró con marcha atrás en el muelle de carga, a tres metros de la puerta de la sala donde cortaban las verduras. Allí estaban los cubos. Dos presos bajaron de la parte de atrás del camión y empezaron a volcarlos. El guarda se quedó en la cabina. El conductor esperó a que un basurero le hiciera una señal y entonces accionó una palanca. El compresor chirriaba al triturar la basura.
Earl pegó un salto y chasqueó los dedos. Funcionaría. «¡Joder, va a funcionar!», se dijo, y la verdad es que estaba algo mareado. Su oración había encontrado respuesta y la respuesta era un milagro. Ronald Decker y él mismo se iban a fugar de San Quintín.
La sirena de la jornada de trabajo ya había sonado, la puerta del patio estaba abierta, y los presos salían en riadas. Earl iba en contra dirección, hacia la rotonda del pabellón Norte. Ron bajaba por la escalera metálica, todavía con cara de sueño, cuando Earl se le tiró encima y le hizo una llave en el cuello.
—Enséñame el culo y te digo cómo se sale de aquí.
—No, que te quedas conmigo seguro.
—Si te lo digo, tú si que te quedas conmigo.
—Hay que arriesgarse. —Entonces Ron advirtió la alegría en el rostro exultante de su amigo—. ¿Me tomas el pelo?
—No, para nada. Es el camión de la basura. —Se puso a boxear en el aire, a hacer fintas y tijeras—. Escúchame, colega. Está de puta madre. Nadie vigila el camión, porque se creen que cualquier tío acabaría muerto ahí dentro. Pero la historia es meterse con alguna barra o algo así, una barra de pesas olímpica, y ponerla contra la pared de dentro del camión. Créeme, la puta trituradora no podrá con ella.
Ron lo miraba incrédulo.
—No puede ser tan fácil.
—Lo acabo de comprobar esta mañana.
—¿Cómo pueden ser tan idiotas?
Earl se encogió de hombros.
—¿A lo mejor no se ha dado cuenta nadie antes? —añadió Ron.
—No se les habrá ocurrido. Igual que a los polis. Con la trituradora, la gente ni se lo plantea.
—Bueno, pues, ¿cuándo nos vamos? ¿Mañana? —preguntó Ron. La proposición era claramente una broma.
—Venga, idiota. Hay que ver adonde va el camión, dónde lo vuelcan, y quedar con tu madre para que nos recoja. O quién sea, si ella no puede...
—Sí que puede...
—Si no puede, esperaremos un par de meses, a que salga T.J. No podemos ir dando vueltas por ahí como ovejas extraviadas. No duraríamos ni tres días. Tío, cuando te piras de aquí dentro la poli va a por ti. Esto no es un campo de trabajo.
—Yo voy a pegarle un toque a mi madre ya. El cura me dejará llamar a casa. Le diré que venga.
—No, no, visitas no. Si viene sospecharán de ella. Le enviaremos una carta a escondidas. Tiene que parecer que no ha salido de casa ni un momento. —¿Cuánto va a tardar la cosa?
—Un par de semanas. Tenemos que ver qué pasa con los basureros, asegurarnos de que no son soplones, o librarnos de ellos si lo son. Sé que vuelcan el camión en un vertedero de por ahí. Igual tenemos que correr al salir del camión. Me parece que me voy a poner a hacer footing, que hay que estar en forma.
—Si te veo haciendo footing, me da un ataque al corazón a mí.
—A lo mejor me he pasado.