Capítulo 40
Ginny no tenía pensado interrogar a Lance Pecor en su apestosa caravana, pero había que ser flexibles. Le ordenó sentarse en la única silla decente que había y le apuntó con el revólver mientras Pete lo sujetaba a la silla con cinta adhesiva plateada. Cuando hubo terminado, Pecor tenía el aspecto de una madre gorda y plateada; cada pierna y cada brazo atados a la parte correspondiente de la silla, y por si fuera poco, un millar de metros de cinta alrededor de su cintura.
Lance los insultó, hasta que Pete le propinó otro puñetazo y le ordenó que no hablara de esa forma delante de una dama. Ni una sola vez les dijo su prisionero nada acerca de que tendrían problemas con la poli por haber invadido su pequeño hogar, lo cual le indicaba a Ginny que Lance tenía mucho que esconder.
—¿Qué demonios quieres? —inquirió él.
Ginny extrajo la navaja, aún en su bolsa de plástico.
—Había pensado en devolverte esto —respondió.
Lance miró la navaja con ojos de cordero degollado; era evidente que el objeto significaba mucho para él.
—¿De verdad?
—No —replicó ella—. De verdad no. ¿Tan estúpido eres? —Lance la miró con ira pero no contestó—. Hablame de Danny Markowicz.
—¿Quién?
—El chico que mataste a golpes.
Lance se volvió hacia Pete, como si cualquier hombre fuese mejor que una mujer chiflada; incluso un hombre que estaba de pie en su salón empuñando un rifle de caza.
—Está loca —comentó.
Pete le apuntó con el rifle.
—Limítate a contestarle.
—Pero si ni siquiera sé lo que me pregunta. —Pronunció la frase gimoteando; Lance Pecor parecía un bebé grande.
—Bien —dijo Ginny—. Empecemos por el principio. Paula Libanski.
Ese nombre, por lo menos, le resultó familiar.
—¿La que solía tirarse Steve cuando éramos pequeños? ¿Qué pasa con ella?
—Quizá tú también solías tirártela.
Él negó con la cabeza, y varios segundos después su doble mentón hizo lo propio.
—No —contestó.
—Seguro que sí. La dejaste embarazada y ella quiso que huyeras con ella, pero tú no tenías ganas de ser el padre de nadie. Así que la mataste y la enterraste en el bosque, junto al Fish Pond.
—No —repitió Lance, alzando la voz.
—No me mientas.
—No lo hago —replicó—. Paula me rechazó. Me dijo que yo no era su tipo.
Pete y Ginny se miraron mutuamente, y ambos pensaron: «Esto es nuevo».
Ginny se acercó a Lance y tiró con fuerza de un puñado de cabellos grasientos de su cabeza: él gritó y la llamó bruja loca. No había sido un acto necesario, pero a ella le gustaba por su impactante valor.
—Enviaré esto para una prueba de ADN —anunció—. Y demostrará que eras tú el padre de su hijo. Y eso demostrará, con toda seguridad, que te acostabas con ella.
—Pues envíalo —chilló él—. Te he dicho que nunca me tiré a esa zorra.
Ginny lo miró detenidamente, envuelto en un sudor pegajoso y justificadamente indignado. Estaba bastante convencida de que decía la verdad.
—Entonces tienes que estar cubriendo a tu hermano —concluyó ella—. Quizá no esté tan inválido como aparenta.
Lance se volvió a Pete, con ojos suplicantes y echando saliva por la boca.
—¿Puedes decirle a esta tía pirada que se equivoca por completo?
Ginny introdujo la pistola de nuevo en su funda de cinturón y agarró a Lance por la parte delantera de su sucia camisa. Él procuró desviar la vista, pero ella lo sacudió hasta que la miró a los ojos.
—Me pusiste una navaja en la garganta —le dijo—. ¿Me estás diciendo que lo hiciste simplemente para pasar el rato? —Colocó la hoja a un par de centímetros de su cara—. Estuviste trabajando en un taller de coches. Si comparo cómo corta esta navaja con el corte de la manguera de mis frenos, ¿qué te apuestas a que sale positivo?
Ginny se había tirado un farol, o lo que había dicho como mínimo era una fanfarronada. No tenía ni idea de si sería siquiera posible comparar el corte de la manguera de freno con el que producía la navaja; pero eso Lance no lo sabía.
Dejó que reinara el silencio; al igual que un psiquiatra, una buena detective sabe que el silencio puede ser su aliado. La mayoría de las personas no lo soportan, y se apresuran a llenarlo con lo que, ocasionalmente, resulta ser la verdad. Lance la miró con indignación; su coeficiente intelectual de dos dígitos se esforzaba para calcular exactamente la envergadura de sus problemas.
—¿Y qué? —dijo al fin—. Tampoco te hiciste tanto daño.
Ginny soltó su pechera, y el impulso que cobró su cuerpo hizo que su cabeza rebotara hacia atrás.
—Se llama tentativa de asesinato, imbécil.
Ella reprimió el deseo de darle de nuevo un puñetazo en plena cara enrojecida. El hombre era absolutamente asqueroso, un matón que vivía rodeado de mugre, durmiendo entre montañas de platos sucios y ropa con barro incrustado.
—¿Ginny? —Era Pete, que había estado revolviendo las pútridas pertenencias de Lance en busca de algo que lo incriminara—. Creo que será mejor que le eches un vistazo a esto.
Le dio un trozo de papel, blanco y prístino, probablemente lo más limpio de toda la caravana. Estaba encabezado por el logo de la Caja local de Ahorros de Tunnel City. Ginny lo leyó; tenía fecha de hacía dos días.
Estimado señor Pecor:
A tenor de nuestra reciente conversación telefónica, nos complace adjuntarle un certificado conforme la hipoteca pendiente ha sido liquidada en su totalidad y la ejecución de la hipoteca por resolución judicial, anulada. Lamentamos el error que condujo al embargo de su propiedad y estamos haciendo indagaciones para determinar si su origen fue electrónico o administrativo. Una vez más, le rogamos que acepte nuestras más sinceras disculpas por cualquier molestia ocasionada.
Reciba un cordial saludo,
Mary Ellen Montgomery
Directora de oficina
De modo que para eso eran todas esas cajas de embalar: Pecor había recuperado su casa. Y no solamente no habría resolución judicial, sino que la hipoteca había sido liquidada.
¡Dios! ¡Qué idiota había sido Ginny! Lance no iba detrás de ella porque hubiese estado liado con Paula; no era más que un sicario. El hecho de que su hermano hubiese salido con Paula era una coincidencia; y no una especialmente insólita, dado que Paula se había acostado con media ciudad.
Ginny se volvió a él, sujetando la carta a medio palmo de sus morros. Por primera vez, Lance Pecor parecía asustado.
—¿Para quién trabajas?
Él no respondió. Incluso debajo de los michelines de grasa, Ginny pudo ver que apretaba fuertemente sus mandíbulas.
Formuló la pregunta por segunda vez, sin más éxito que la primera.
Por lo visto Pete se tomó su silencio como una ofensa personal. Se puso justo frente al rostro de Lance y lo zarandeó, dos veces más fuerte de lo que Ginny lo había hecho antes; las patas de la vieja silla de madera aporreaban rítmicamente el suelo de la caravana. Pero Lance siguió sin decir nada.
—Tentativa de asesinato —declaró Ginny—. Intento de secuestro. Por no mencionar el homicidio en primer grado en la muerte de Geoffrey Dobson.
—¿Qué?
—Ningún jurado del planeta se creerá que no lo arrollaste a propósito.
—No tengo ni idea de lo que estás hablando.
—Geoffrey Dobson. El traficante de drogas que sabía demasiado sobre el asesinato de Danny. Robaste un monovolumen y lo atropellaste.
—No lo hice —replicó él. Empezó a mirar a Pete buscando complicidad masculina, pero entonces pareció darse cuenta de que quizás él estuviera tan loco como ella—. Adelante, pégame hasta que reviente, si quieres. Pero no pienso reconocer algo que no he hecho.
—Entonces dinos lo que has hecho —propuso Ginny—. Eso estará bien para empezar.
Lance reunió toda la saliva que tenía en la boca y le tiró un escupitajo a Ginny. Pero le faltó fuerza; no llegó hasta ella y aterrizó en el suelo.
—¡Que os jodan! —exclamó.
Ginny le dio una bofetada en la cara, lo bastante fuerte para que él supiera que estaba enfadada. Si los de Asuntos Internos la vieran ahora, tratando con violencia a un sospechoso atado con cinta adhesiva a una silla, no beneficiaría lo más mínimo a su caso.
—Ya te he dicho que no tendrías escapatoria por intentar secuestrarme a punta de cuchillo. El dueño de la casa te vio huir. También puede identificarte. —Era absolutamente mentira, pero de nuevo Lance no sabía eso—. Y ya te he dicho que la policía puede vincular tu navaja con mi coche. Pasarás mucho tiempo entre rejas. El único modo de reducir un poco tu condena es confesando.
Dio la impresión de que su discurso lo afectaba, pero ni mucho menos lo suficiente. Lance cabeceó y dijo:
—No te diré nada.
—Muy bien.
Ginny dio dos pasos hasta la cocina, donde había una botella prácticamente llena de ron barato con alto contenido alcohólico entre los envases de cartón vacíos de lasaña precongelada. Le quitó el tapón y empezó a verter su contenido por la habitación; sobre la ropa sucia, las cajas de embalar, las latas llenas de colillas de cigarrillo. Reservó el final para la cabeza de Lance Pecor. El líquido transparente se deslizaba por sus mejillas, produciéndole escozor en las zonas rojas donde Pete o Ginny le habían agrietado la piel.
—Pero ¿qué coño?
A modo de explicación Ginny cogió una caja de cerillas que encontró por ahí y la agitó delante de su cara.
—O me cuentas lo que sabes —advirtió ella— o quemo este agujero de mierda y dejo que te frías como una jodida y sebosa nube de algodón de azúcar.
—¿Ginny?
Era Pete, con los ojos fuera de las órbitas. Ginny se colocó de espaldas a él.
Lance negó con la cabeza, sacudiéndose el ron de ésta como un perro se sacude el agua.
—Eres incapaz —contestó, pero su voz denotaba mucha preocupación de que lo hiciera—. Eres una maldita poli.
—Se supone que tenías que matarme, ¿verdad? —Encendió una cerilla y la acercó a un par de centímetros de su pelo—. ¿Verdad?
Él asintió. Ginny apagó la cerilla de un soplido y, simplemente por placer, volvió a darle una bofetada a Lance en la cara. El recuerdo de ese cuchillo gigante contra su garganta aún la exasperaba.
—Pero eso es todo lo que hice. Solamente eso y atacar en una ocasión al hijo de los Markowicz. Y excavar un poco en el Fish Pond, pero eso no cuenta.
Ginny lanzó una mirada hacia el montón de ropa apestosa, las botas cubiertas de barro; debería haber sumado dos y dos nada más verlas, pero era tanta la mugre que sencillamente habían pasado desapercibidas.
—Tonterías —replicó ella.
Había algo en la voz de Lance que le indicaba que mentía. Quizá no hubiese matado a Danny y tampoco a Geoffrey Dobson, pero era culpable de más cosas de las que había admitido hasta el momento. Ginny encendió otra cerilla.
—Vale —dijo él, apartándose de la llama tanto como la cinta adhesiva y la silla le permitían—. Está ese otro tío.
—¿Qué tío?
—El tío de hoy. Al que se supone que tenía que asustar para que tú dieras marcha atrás.
Una desagradable sospecha se instaló en la boca del estómago de Ginny.
—¿Quién?
La cerilla se consumió rozando sus dedos. Apenas lo sintió.
—El tipo al que he atropellado cuando iba en bici —contestó—. El dueño de Molly’s.