Capítulo 4
De pequeña Sonya siempre había sido la clase de niña con la que una hubiera deseado casar a su hijo. Pero una deseaba que su hijo se mantuviera apartado de su hermana Paula, por miedo a que contrajera una enfermedad.
Promiscua, mala estudiante y experta manipuladora, Paula había sido la pesadilla de cualquier madre. El hecho de que hubiese sido despampanante desde el día que nació no hizo sino facilitar que cometiera un asesinato y saliera impune. En realidad, su padre, hasta el día de su muerte, la culpó de la muerte prematura de su mujer. Siempre dijo que Paula solamente había hecho dos cosas buenas en toda su vida: dar a luz a Danny y huir de la ciudad.
Cuando se marchó tenía 19 años; Danny, uno. Le había pedido a Sonya que cuidase del bebé una noche y jamás lo fue a buscar. Sonya tenía 15 años, ya era novia de Pete, pero se reservaba para el matrimonio. Los días en que pese a su candidez afloraba su humor negro, Sonya bromeaba diciendo que Danny y Jesús tenían algo en común, porque ella se había convertido en su madre siendo aún virgen.
Ginny se rió al recordarlo; el sudor descendía por su nuca mientras daba vueltas a la pista de carreras de la escuela de secundaría. Para alguien que intentaba huir de su pasado, se estaba comportando de forma perversa regresando a su escuela, escenario de tantos crímenes de adolescentes.
Iba por el quinto kilómetro, estaba relajada, con la sensación de que podría correr durante una eternidad. La pista de la escuela de secundaria no era como la que bordeaba el estanque de Central Park, pero tenía la ventaja de recordarle que estaba estupendamente en forma: a los 34 podía correr más rápido y más rato que cuando era adolescente.
Continuó corriendo a pesar de la llovizna, sin dejar de pensar en Sonya; en su predisposición a hacerse responsable de Danny, un niño cuya madre había huido y cuyo padre era una casilla en blanco en su partida de nacimiento.
Sonya podría haberlo dejado con sus padres, podría haberse ido a la universidad y haber hecho su vida al igual que Ginny, pero no lo hizo. Asistió a unas cuantas clases en el Centro Universitario estatal más cercano, se casó con Pete y cuidó de su casa modestamente decorada. Después decidió esperar a que llegaran los hermanos y hermanas de Danny, y cuando esperar no funcionó, probó rezando. Pero el bebé que tanto anhelaba nunca vino, y la Iglesia no permitía la fecundación in vitro.
«Danny ha sido el único hijo que he tenido, y ni siquiera era mío».
Pobre Sonya.
—Lavoie, ¿cuántas veces tengo que decirte que levantes las rodillas? ¿Estás dando vueltas a la pista o huyendo de un ladrón?
Se volvió y vio a un hombre de cuarenta y tantos años, delgado, con una gorra de los Boston Bruins ajustada para protegerse de la llovizna.
—¿Entrenador Hank? ¡Oh, Dios mío!
—Te vi en el funeral —dijo él—. ¡Menudo drama! ¿Cómo está Sonya?
—Nada bien.
—Naturalmente. ¡Qué estupidez de pregunta! ¿Y qué tal estás tú?
—Nada mal.
—¡Vaya, veo que aún sabes como correr en una pista! Claro que supongo que por tu trabajo tendrás que mantenerte en forma. De lo contrario… —Simuló una pistola con los dedos pulgar e índice y la disparó.
—Eso pasa sobre todo en las películas.
—No, tu padre me enseñó una foto de esa condecoración que te dieron nada más salir de la academia. Valentía durante el cumplimiento del deber, dijo. Estaba realmente orgulloso de ti. ¿Qué tal le va en Florida?
—Muy bien —contestó ella, aunque era sólo una suposición. Ginny no había hablado con su padre desde el funeral por su madre.
—¿Piensas quedarte una temporada? Si todavía estás aquí, deberías venir al partido del viernes por la noche. El quarterback tiene la posibilidad de fichar por un equipo de la liga profesional. —Le estaba sonriendo, y aunque habían pasado casi veinte años, estaba convencida de que las alumnas de secundaria aún lo llamaban a sus espaldas «Hank, tío bueno».
—Lo intentaré. En realidad, estaba deseando hablar con usted.
—No me digas.
—Es sobre Danny. Le he prometido a Sonya que procuraría averiguar lo que le pasó.
Sus pobladas cejas se fruncieron.
—Creía que Rolly había arrestado a Jack el Saltimbanqui.
—Sí, pero Sonya no cree que lo hiciera él.
—No me digas —repitió él—. ¿Y qué puedo hacer por ti?
—No lo sé. Voy a hablar con las personas que lo conocían. Y como usted era su entrenador…
—Espera un segundo. ¿Estás diciendo que esto no ha sido una cosa accidental?
La lluvia caía con más fuerza. Ginny se cubrió la cabeza con la capucha de su sudadera.
—No sé lo que ha sido —contestó—, pero cuando matan a alguien, lo más probable es que no lo haya hecho un desconocido. Así que, principio número uno: hay que conocer a la víctima.
El entrenador cabeceó; las gotas de lluvia rebotaban en la visera de su gorra.
—Me cuesta creer que cualquiera que conociera a Danny quisiese hacerle daño.
—A mí también —convino ella, observando un tren de mercancías que pasaba por detrás de la valla del fondo de la pista—. A mí también.
Ginny jamás olvidaría la primera vez que visitó la comisaría local. Tenía siete años, y su tropa de niñas exploradoras dedicó un sábado a conocer los entresijos de los, casi indiscutiblemente, cuatro lugares más interesantes de la ciudad: la comisaría, el parque de bomberos, los Perritos Calientes de Jack y los Donuts de Neville. La mayoría de las otras niñas quedaron embelesadas con la freidora o la máquina que metía el relleno en los donuts de crema Boston; unas cuantas suplicaron que las dejaran bajar por el brillante palo de bomberos o que les permitieran subir al impresionante coche rojo.
Al llegar a la comisaría, sólo a Ginny se le hizo corta la visita. Fue ella la que levantó la mano cuando el agente preguntó quién quería que le tomaran las huellas dactilares; la que, en realidad, disfrutó cuando, entre chillidos, toda la tropa fue encerrada en el interior de una celda vacía.
Esa misma celda alojaba ahora al tal Jack O’Brien el Saltimbanqui: antaño el lunático inofensivo de la ciudad; en la actualidad, su ciudadano indeseable. Ginny consiguió entrar a verlo, pero únicamente después de estar veinte minutos engatusando al policía de guardia. Apeló a su lealtad de colega de profesión, y cuando eso no funcionó, lo amenazó con revelar que cuando estaban en segundo curso, ella le había dejado probarse su minifalda de topos. Al fin, éste sucumbió al chantaje a cambio de una docena de churros de Neville, cogiendo la caja con una mano mientras con la otra le tiraba a ella las llaves.
Olió al prisionero antes de verlo. Abrió la verja y anduvo unos cuantos pasos hasta llegar a la última de las tres celdas. Jack estaba boca abajo, haciendo flexiones con una sola mano.
—¿Jack?
Él se detuvo, alzó la vista, se sentó. Su rostro brillaba por el sudor, tenía el pelo canoso enredado sobre la cabeza y colgando sobre un par de ojos enrojecidos de color gris-azulado. Aún llevaba la ropa que conservaba del ejército; que Ginny supiera, era el mismo conjunto que había llevado el día que ella se fue a la Universidad de Massachusetts.
—Virginie —saludó—. Virginie Lavoie.
Ginny estaba asombrada; a duras penas esperaba que él la reconociera.
—Exacto —repuso ella—. Pero ahora me llaman Virginia. O Ginny a secas.
—Corriste los quinientos metros en un minuto y dieciséis segundos con dos centésimas. Fue el récord de la escuela de secundaria.
—Hace muchos años de eso —comentó ella—. Seguro que ya habrá sido superado.
—No —replicó él.
Ella sonrió a su pesar.
—¿En serio?
Él asintió. Había algo curiosamente solemne en el gesto. Entonces asintió de nuevo, esta vez hacia la bolsa de papel encerado que Ginny sostenía en la mano izquierda.
—¿Qué llevas ahí?
—Un donut de Neville; recubierto de chocolate.
—¿Glaseado o… de tipo pa-pa-pastel? —inquirió con la lengua encasquillándosele en la última palabra.
—De tipo pastel.
Jack O’Brien se relamió los labios.
—Mis favoritos.
—Lo sé. Me he informado. —Se lo dio a través de los barrotes.
—Eres amable conmigo —comentó él con una sonrisa que mostraba una hilera de dientes ennegrecidos—. Siempre has sido amable conmigo.
Jack abrió la bolsa y olió largamente; extrajo el donut y pegó un mordisco con sorprendente delicadeza. Lo saboreó y lo devolvió con cuidado a la bolsa. Después alzó la vista hacia ella y dijo:
—Soy un maldito asesino.