Capítulo 12
Por primera vez en diez años, Ginny entró en la casa donde había crecido; no en la habitación con sus pósters de Duran Duran y alfombra morada, sino en la zona de trabajo del sótano. Su decoración era menos extravagante: mesas de acero, tubos de plástico, recipientes de sustancias químicas. El olor del líquido de embalsamar, acre pero curiosamente dulce, la devolvió a una edad más inocente.
¿Cuánta gente podía decir eso?, se preguntó.
Tumbado sobre una mesa, sin tan siquiera una toalla que cubriera su desnudez, estaba el difunto Jack O’Brien. Junto a ella se hallaba Bernie Collier, el embalsamador al cual había formado el padre de Ginny nada más acabar el bachillerato.
—Te agradezco lo que haces —le dijo Ginny—. No quiero causarte problemas.
—¡Que se jodan esos bastardos! —exclamó él.
Los bastardos en cuestión eran sus jefes, la corporación nacional que había comprado la Funeraria Lavoie, conservando el nombre para hacerle creer a la gente que el negocio era el mismo y despidiendo rápidamente a todos los trabajadores. Pero cuando salió a la luz que la compañía maximizaba beneficios enviando a embalsamar los cadáveres fuera de la ciudad (llevándolos y trayéndolos en camión de Springfield a media noche, como trozos de carne de vaca que llevasen a la planta de embalaje), la gente se enfureció, y la compañía se vio obligada a contratar otra vez a todos los empleados. Bernie, con dos hijos en la universidad, no tuvo más remedio que aceptar su oferta, con reducción de sueldo incluida.
Por eso, cuando Ginny llamó a la puerta trasera, preguntando si estaba dentro el cadáver de Jack el Saltimbanqui, él la dejó pasar sin dudarlo; le importaba un comino que su jefe armase un cirio si se enteraba. ¡Al diablo con esos bastardos!
—¿Buscas algo en particular?
Ella le lanzó una mirada a Bernie; su espeso bigote negro tenía ahora vetas grises. Siempre se había quejado de que absorbía el olor químico, recordó, pero era demasiado presumido para afeitárselo.
—Francamente, no lo sé —contestó Ginny—. Es que no me puedo creer que no vayan a hacerle una autopsia.
—Las autopsias cuestan dinero. Además, ¿dónde está el misterio? El juez de instrucción ya ha firmado el certificado de defunción.
—Recuerdo al juez de instrucción —comentó Ginny—. También está en el control de animales.
—Y hace un trabajo realmente bueno en ambas cosas.
Ginny miró fijamente el cadáver, penosamente delgado sin sus capas de uniforme militar a base de excedentes y sus chaquetas de segunda mano. Jack tenía tatuajes en ambos brazos; la mayoría de ellos eran símbolos militares, pero había un corazón rojo con el nombre de Barbara.
—¿A ti qué te parece? —inquirió ella.
—Verás, he visto unos cuantos suicidios por ahorcamiento. —Resiguió la inflamada marca de ligadura alrededor del cuello de Jack, justo debajo de la barbilla—. Y todos eran exactamente iguales que éste.
Junto a la mesa había un taburete de ruedas; Ginny le propinó una patada y éste cruzó la habitación y se estrelló contra la pared.
—¡Maldita sea!
—Perdona, pero ¿por qué te importa tanto este hombre?
—Porque le dije que lo sacaría a la calle —respondió ella—. Y debería haber sabido que pasaría esto. El tipo era un enfermo mental. Cualquier retrasado mental hubiese sabido que no aguantaría mucho tiempo encerrado en una celda.
—Quizá no hubiese aguantado mucho de todas formas.
Bernie levantó el brazo izquierdo de Jack para enseñarle el dorso de la muñeca. Estaba llena de cicatrices entrelazadas; algunas desdibujadas, otras tenían más o menos un año de antigüedad.
—A juzgar por su aspecto, ya había intentado suicidarse antes. En más de una ocasión.
—¡Virgen santa! —exclamó Ginny—. ¡Pobre desgraciado!
—Creía que había matado a Danny Markowicz. ¿Su madre no era tu mejor amiga de la escuela?
—Jack no lo hizo. Tú lo conocías, Bernie. El tipo estaba como una cabra, pero era incapaz de matar una mosca. Simplemente fue el blanco más fácil al que culpar. Caso cerrado.
—Bueno, yo no soy médico, pero aquí no veo nada en él que me indique que no se suicidó. Ni magulladuras ni nada.
—Lo que corrobora mi teoría —replicó Ginny, acercándose más al cadáver—. Fíjate en sus manos. Si la semana pasada hubiese golpeado a Danny hasta matarlo, aún tendría los nudillos rascados. O incluso si hubiese utilizado un bate o un tubo o algo, debería tener algunas marcas en el cuerpo, ¿no? Quiero decir que Danny no era un gigante, pero era fuerte. No se habría caído al suelo de un soplo.
Bernie abrió la boca para decir algo, pero, al parecer, lo reconsideró. Ginny vio cómo se acariciaba el bigote y volvía a cambiar de opinión.
—No creo que Danny opusiera demasiada resistencia —comentó—. Sólo tenía un arañazo en un nudillo de la mano derecha.
Ginny tardó un segundo en comprender lo que le había dicho.
—¡Oh, Dios mío! Lo has embalsamado.
Un asentimiento desolador.
—Sí.
—Ni siquiera sabía que aquí os ocupasteis del funeral. Estaba tan preocupada por Sonya, y sólo se ofició una misa en la iglesia…
—No hubieras podido verlo —declaró Bernie—. No en el estado en que estaba.
—Le dije a Sonya que pidiera el informe de la autopsia al condado, pero no ha llegado. ¿Podrías decirme… qué aspecto tenía?
Bernie sacudió la cabeza, con pesar más que con rechazo.
—Créeme, Gin. Es mejor que no lo sepas.
—Tienes razón —accedió ella—, pero dímelo igualmente.
Él acarició de nuevo su bigote con aire pensativo.
—En toda mi carrera no he visto nunca a nadie tan brutalmente golpeado. Por debajo del cuello apenas tenía marcas, pero por encima… ¡Dios! Era como si quienquiera que lo hizo desease borrarle la cara.
La mandíbula de Ginny se tensó.
—La causa oficial de la muerte fue traumatismo craneal generalizado.
—Sí, bueno, eso no le hace justicia.
—El agresor debió de cubrirse de sangre —dijo Ginny más para sí que a Bernie—. ¿Y no había ninguna marca más en su cuerpo?
—Algunas magulladuras antiguas, las propias de un chico activo. Nada demasiado serio. La única herida reciente que tenía por debajo del cuello estaba en su antebrazo, la lógica del que intenta protegerse. —Levantó su brazo derecho y se frotó un lunar que tenía por debajo del codo—. El hueso estaba roto. Debió de dolerle horrores.
—Sí —convino Ginny—, pero no por mucho tiempo.
Ginny salió de la funeraria a la luz dorada de una radiante mañana de otoño. Las noches habían sido suficientemente frías para que las hojas empezaran a cambiar, naranja intenso y amarillo y rojo en contraste con la hierba todavía verde. Era un día de postal de Nueva Inglaterra, el otoño en todo su esplendor. El tipo de tiempo que a Ginny siempre le entristecía un poco: todo era tan bonito, y muy pronto estaría todo muerto.
Sacudió la cabeza, riéndose entre dientes. «No seas tan pesimista». Eso es lo que solía decirle su madre cuando adoptaba esa actitud en la que podía encontrar defectos hasta a lo más bonito. «Ya ha vuelto a salir la señorita Malhumorada», decía su madre con voz afectuosa y al tiempo exasperada.
Ginny se dirigió a Main Street, donde había estacionado su coche por miedo a quedarse atascada entre el tráfico de un funeral. Su trayecto la llevó a unos cuantos pasos de los Perritos Calientes de Jack, otro flash culinario del pasado. El aroma era tan embriagador como siempre, pero la descripción hecha por Bernie de las heridas de Danny le había quitado el apetito.
«Era como si quienquiera que lo hizo desease borrarle la cara». Bernie había descrito un ataque motivado por tanta ira que parecía que el asesino hubiese querido borrar la mismísima existencia de Danny. Un crimen pasional.
Pero no había heridas defensivas de las que hablar. Eso le indicaba a Ginny que Danny había confiado en su atacante, o que como mínimo lo conocía. La camioneta de Danny había sido estacionada en el Fish Pond, como de costumbre sin cerrar, pero aparentemente intacta.
Así pues, ¿fueron él y su asesino juntos hasta la fábrica? ¿Y qué estaba haciendo Danny allí? Aunque establecer la hora de la muerte no era una ciencia exacta, el médico forense creía que Danny había muerto el lunes, el mismo día de su desaparición. Su cuerpo yació ahí hasta la mañana del martes, cuando fue descubierto por un par de artistas neoyorquinos interesados en un loft barato.
—¡Ginny! —chilló una voz—. ¡Maldita sea! Si es Ginny Lavoie. No me lo puedo creer.
Al volverse vio a una mujer en la cincuentena, acompañada de una niña de unos 12 años y un niño pocos años menor. La mujer estaba angustiosamente delgada, toda huesos y facciones marcadas; tan esquelética, que a su lado Jack el Saltimbanqui era un buen candidato para hacer una dieta para adelgazar. Se detuvo y la miró sin un destello de reconocimiento.
—¿No te acuerdas de mí? Soy Belco. De las Girl Scouts. ¡Ginny Lavoie! Joder, no me lo puedo creer. Hacía siglos que no te veía.
Ginny la miró con los ojos entornados; el nombre y los recuerdos no cuadraban con la persona que tenía frente a ella. Belinda Cooper (Belco era su apodo dentro del equipo de atletismo del instituto) iba un curso por debajo de ella, lo que significaba que parecía veinte años mayor de lo que era en realidad.
El paso del tiempo no la había tratado bien. Los ojos de Belco estaban hundidos en sus cuencas, y tenía unas ojeras marcadas por los semicírculos oscuros del agotamiento. Su pelo rubio en punta mostraba un dedo de gris en las raíces, y su ropa manchada le iba tan holgada que parecía un espantapájaros. Sus movimientos eran espasmódicos e inconexos; no era necesario que Ginny estuviera en Narcóticos para saber que se drogaba. Igual que el tipo del bar.
—¡Eh, niños! —le dijo la mujer a los niños, que se habían quedado retrasados para ver un escaparate—. Venid aquí a conocer a una antigua compañera de mamá. —Actuaron como si no la hubiesen escuchado, lo que al instante hizo que su pálida cara se enrojeciera por la rabia y la vergüenza. Belco era la persona más inestable que Ginny había visto jamás—. ¡He dicho que mováis el culo! ¡Venid! —les gritó.
El niño se encogió, pero la niña ni siquiera parpadeó; se limitó a coger a su hermano de la mano y acompañarlo hacia donde estaban las dos mujeres. Por la expresión de resignación de los rostros de los niños, Ginny tuvo la sensación de que su madre no podía hacerles nada peor de lo que ya les había hecho.