Capítulo 20
Oyó la voz de Sonya a través del móvil, contrariada y distraída. Las gemelas Meeks tenían amigdalitis, y se había pasado el día atendiendo sus necesidades al tiempo que persiguiendo por la casa a los otros dos niños sanos pero aburridos.
Ginny le ofreció ir a buscar una pizza para cenar, pero Sonya le recordó que era el cumpleaños de Pete; aun cuando ella no estaba de humor para celebraciones, él se merecía una comida casera. Sus padres vendrían a cenar a casa, además de Monique, que llevaba tanto tiempo asistiendo a los acontecimientos familiares que Sonya no tuvo el valor de excluirla. Estaba haciendo pollo con salsa de crema, setas y pimientos, otra receta del libro de cocina que Danny odiaba.
—Oye, ¿podrías…? —empezó a decir Sonya, pero se detuvo.
—¿Podría qué?
—Nada.
—¡Venga! —la animó Ginny—. ¿Qué?
—Te iba a pedir si podías recoger el pastel, pero no importa, ya lo haré yo.
—Lo has encargado en Molly’s.
—Normalmente lo hago en casa, pero…
—Yo lo iré a buscar.
—No te preocupes. Me acercaré en un momento en cuanto…
—¡Por Dios, Sonya! Yo lo iré a buscar. Soy adulta. ¿Necesitas que compre algo más?
—Sólo unos cuantos panecillos glaseados —pidió—. ¡Oh! Y casi se me olvida. Ha llamado tu tía Lisette. Cree que le estás dando largas.
—Me lo imagino.
—Y una cosa más. Tu coche está en el taller de Marty Mangino, en State Road. Pete supuso que dentro podría haber algunas cosas que querrías.
—Lo dudo, pero gracias.
—Quizá podrías acercarte hasta allí y comprobarlo hoy mismo —sugirió Sonya—. No creo que Marty tenga mucho espacio en su taller.
Ginny dijo que lo haría, abandonó la plaza de aparcamiento frente al Café des Artistes y se dirigió a las afueras de la ciudad. Por suerte no había tráfico (tampoco es que alguna vez hubiera mucho), porque sólo estaba medio concentrada en la carretera. El resto de su cerebro estaba repasando la breve conversación con Geoffrey, que había finalizado cuando Topher apareció en la cafetería cargando una caja de siropes de diversos sabores. Geoffrey se había levantado de un salto y lo había besado largamente en los labios, acto que Ginny sospechaba que había sido diseñado para hacerla sentir incómoda, pero que no consiguió.
Todos sus instintos le decían que Geoffrey sabía más sobre las últimas horas de Danny de lo que estaba dispuesto a reconocer. En sus tiempos de policía de verdad, podría haberlo retenido para interrogarlo, haberlo metido en una sala de interrogatorio y usar el habitual puñado de trucos para convencerlo de que hablara: engaño, persuasión, amenazas de juicio por obstaculizar la investigación. Pero ¿cómo iba a conseguir que cantara?
Entró el vehículo en el taller, maniobrando la camioneta entre los coches estacionados en diversos estados de reparación. No había nadie en la oficina; encontró al dueño en una de las dos naves, examinando los bajos de un PT Cruiser. Se presentó, y él le preguntó por su padre; al parecer, Lavoie había hecho un buen trabajo en el funeral de su abuela hace años.
—¡Qué pena lo de tu coche! —lamentó.
—Gracias —dijo ella—. Supongo que debí haberlo llevado a desguazar hace algún tiempo.
—No, probablemente aún le quedaban otros ochenta mil kilómetros. Ya no hacen los coches como antes.
Ginny lo siguió hasta el otro taller. No tenía elevador; por debajo de su coche salían dos piernas. Teniendo en cuenta que había saltado por encima de una valla y había caído al río, estaba en un estado sorprendentemente bueno.
—¡Guau! —exclamó—. ¿En serio podrá arreglarlo?
—No —volvió a decir—. Está en las últimas.
—Entonces, ¿qué…?
—Espero que no te importe —contestó Marty Mangino—. Como va a acabar en el cementerio de coches, he dejado que Stu lo manosee un poco. —Señaló las piernas, vestidas con unos tejanos sucios y unas botas de trabajo—. Es un aprendiz de mecánico del instituto profesional. No le dejaría tocar algo que pertenezca a un cliente.
—¡Oh, venga ya! —dijo una voz desde debajo del coche. Marty articuló la palabra «imbécil».
—¡Claro! —repuso Ginny, examinando los tristes restos del único coche que había tenido en toda su vida—. Supongo que da igual.
Marty la dejó sola, en compañía del coche destrozado y del imbécil escondido. Abrió la puerta, y salió un chorro de agua. Lo cierto es que no había nada que salvar; la caja empapada de Kleenex y las casetes estropeadas podían ir al mismo sitio que el vehículo.
—¡Oiga! —intervino la voz sin cuerpo—. ¿Tiene algún enemigo?
—Mmm… ¿cómo dices?
El aprendiz salió rodando de debajo del Chrysler. Debía de tener unos 16 años, con la cara cubierta de grasa negra y un virulento acné rojo.
—Hay alguien que no le tiene mucho cariño.
—Lo sé —concedió ella—. He tenido muy mala suerte.
—La suerte no ha tenido nada que ver con esto —insistió él—. Alguien cortó la manguera del freno.
Después de todo, el aprendiz con rostro de pizza no era tan imbécil. Había adivinado lo que mucha gente habría pasado por alto; un corte irregular en la manguera del freno que, sin embargo, era demasiado limpio y perfecto para ser casual.
—Yo diría —dijo después de pedirle a Ginny que se metiera debajo del coche para verlo con sus propios ojos— que alguien quería que pareciera que había sido una piedra o algo. Pero no fue ninguna piedra. —Su jefe le echó un vistazo; aunque era evidente que le molestaba tener que reconocerlo, el chico tenía razón.
—¿Quién puede saber hacer algo así? —les preguntó Ginny—. ¿Tiene que ser un mecánico experto?
Marty se encogió de hombros.
—A mí me da la impresión de que cualquier idiota sabe dónde está la manguera del freno.
—Yo no lo sé —replicó Ginny.
—Tú no cuentas —comentó Marty—. Eres mujer.
No era algo de lo que la hubieran acusado antes, pero estaba demasiado perturbada para discutir con él.
—¿Cuánto tiempo pudo pasar desde que cortaron la manguera hasta que los frenos fallaron?
El chico abrió la boca para contestar, pero Marty lo interrumpió. Ya había tenido suficiente protagonismo por un día.
—Si perdía líquido realmente poco a poco, quizá doce horas. ¿Notaste si perdía líquido?
—No —respondió Ginny—. Llovía a cántaros. Y, además, el coche siempre perdía una cosa u otra.
—¿No se encendió el chivato del tablero?
«¡Virgen santa! —pensó ella—. No hay nada como culpar a la víctima».
—Era una maldita chatarra. Las luces de aviso se encendían y apagaban como un árbol de Navidad. De todas formas, siempre había funcionado bien.
El propietario carraspeó, un único gruñido que contenía un universo de censura. El chico lo imitó, claramente desesperado por caerle en gracia.
—Espero —concluyó Marty— que cuides mejor de esa camioneta.
El hecho de que alguien hubiera intentado matarla se les había escapado a los dos. Les dio las gracias (¿por qué?, no estaba del todo segura), y les pidió que remolcaran el coche hasta el aparcamiento de la constructora. Ahora no era sólo chatarra; era la prueba de un intento de asesinato.
Condujo de vuelta a casa de Sonya, conteniendo inconscientemente la respiración cada vez que pisaba el freno. ¿Qué demonios ocurría? Si lo sucedido no había sido un mero accidente (y por lo visto, en el taller, los mecánicos estaban seguros de que no lo era), sólo había una razón posible para que alguien la quisiera matar. Quienquiera que hubiera manipulado su coche debía de estar tratando de impedir que investigara el asesinato de Danny. Tenía que ser eso; a menos, por supuesto, que alguien a quien hubiese ofendido en el instituto hubiera albergado rencor durante 15 años, esperando el momento adecuado hasta que ella viniese casualmente de visita para poder vengarse. ¡Ajá!
Quizás era una idiota, pero ni se le había pasado por la cabeza que el percance no hubiera sido sino un accidente. Y no era sólo que su Chrysler estuviese destrozado. Llevaba años trabajando en casos, y nunca antes nadie la había perseguido. Los criminales de Nueva York cometían un montón de fechorías, pero el asesinato premeditado de una agente detective era prácticamente inaudito. Ginny estaba acostumbrada a hacer frente al peligro en la calle. Pero ¿que un criminal hubiese manipulado su coche? Tenía que ser una broma.
Si el mecánico estaba en lo cierto y la manguera del freno había sido cortada unas doce horas antes, eso significaba que lo habían hecho por la noche, mientras el coche estaba estacionado delante de casa de Sonya. Era muy posible: la suya era una calle corta y sin salida, con sólo unas cuantas casas en un lado y una escarpada pendiente en el otro. Si Ginny hubiese querido manipular los frenos de alguien, no podría haber elegido un sitio mejor. Si uno sabía lo que hacía, probablemente acabase en un par de minutos y sin que nadie se diera cuenta.
Hijo de puta. Se había pasado más de diez años en las calles de Nueva York sin resultar gravemente herida, y no llevaba ni una semana de vuelta en su ciudad natal cuando habían estado a punto de matarla. No por primera vez anheló su revólver de servicio. Su arma estaba a más de 300 kilómetros de distancia, pero tenía claro que empezaría a llevar la de Danny. De todas formas, no podría considerarse una prueba (el revólver no estaba vinculado a ningún crimen), y en ese momento protegerse a sí misma le parecía mucho más importante.
Cruzó el paso elevado, giró a la derecha y aparcó la camioneta delante de Molly’s. Tenía el pulso acelerado, la camisa de franela empezaba a estar mojada en las axilas. Nervios. Comprensible, puesto que acababa de descubrir que alguien quería matarla.
Tenía que ser eso, ¿verdad? Si le producía más ansiedad la idea de encontrarse con Jimmy Griffin que el intento de matarla, es que era una auténtica estúpida.
Mejor no pensar en ello.
Entró en la tienda; la campanilla que sonó sobre su cabeza le pareció menos un recibimiento que un insulto. Por un instante tuvo la esperanza de que él pudiese no estar allí (quizás estuviera haciendo repartos a su cuadra de amigas menopáusicas), pero debió de habérselo imaginado. No merecía esa clase de suerte.
Allí estaba, llevando esa estúpida camiseta con la cara sonriente de color amarillo intenso. Pero su expresión de cuello para arriba no era ni mucho menos tan alegre: parecía tan incómodo como ella. Por lo menos eso le producía cierta satisfacción.
—¿Qué se te ofrece?
«Un billete de autocar a la Autoridad Portuaria», pensó Ginny.
—El pastel de cumpleaños de Pete.
—Muy bien. —Extrajo un pastel bañado de chocolate de la vitrina y lo dejó en la encimera para que ella lo viera. Sorprendentemente, ponía FELIZ CUMPLEAÑOS, PETE. ¿Esperaba Jimmy que ella se pusiera a aplaudir?
—Parece estupendo —concedió Ginny. Él lo metió en una caja, envolviéndolo con un cordel que sacó de un rodillo que había colgando sobre su cabeza—. ¡Ah…, y Sonya quiere unos cuantos panecillos glaseados!
—¿Cuántos?
Ella se encogió de hombros.
—No lo sé. Supongo que media docena.
—¿Cuántos sois a cenar?
—Seis.
—Llévate una docena —sugirió él—. Nadie come sólo uno. —Ginny cogió el monedero, pero él lo rechazó con un ademán—. Felicita a Pete de mi parte.
—No tienes por qué hacerlo.
—Para eso están los amigos —replicó Jimmy.
Introdujo los panecillos en una bolsa de papel encerado y la puso encima de la caja del pastel. Ginny cogió las dos cosas, y él bordeó el mostrador para ir a abrirle la puerta. Agarró el pomo, luego se detuvo.
—¿Quieres un tentempié para el viaje? —Ginny lo miró con fijeza, intentando descifrar sus palabras—. Pastelitos especiales. Ya sabes, los que están totalmente glaseados.
—¡Oh, sí! Me había olvidado.
—Los de coco y frambuesa hoy no se han vendido —comentó—. Y te noto un poco pálida.
—Supongo que he olvidado comer —se excusó ella—. He tenido un día horrible.
—¿Sí?
—Sí.
Jimmy lo interpretó como un asentimiento; aunque Ginny ignoraba por qué de pronto estaba siendo simpático con ella. Él le quitó la caja de las manos y la puso de nuevo en el mostrador, después se dio la vuelta y cogió un par de pastelitos de la vitrina.
—Ten —dijo mientras los ponía en una bolsa—. De todas maneras, estoy a punto de cerrar.
Él le dio la bolsa. Ella la aceptó. Entonces la agarró y la besó, y los dos deliciosos pastelitos quedaron olvidados en el suelo.