Capítulo 24
La hamburguesa Skillet, tan sabrosa, amenazaba con cortarle la digestión. Pero Ginny logró acabar la comida sin vomitarla sobre el entrenador Hank, le dio las gracias por su ayuda, y regresó a su camioneta bajo una lluvia torrencial.
¿Jimmy? ¿Divirtiéndose con Paula Libanski? Parecía imposible. En primer lugar, la lógica no cuadraba. Paula se marchó de la ciudad a los 19 años; ella, Sonya y Jimmy tenían todos 15. Por lo que tenía entendido, Paula siempre se había inclinado por chicos más bien mayores. ¿Le robaría realmente el novio a la mejor amiga de su hermana?
Recordaba haber oído por casualidad una discusión entre los padres de Sonya poco después de que Paula abandonara la ciudad; incluso a los 15 años y fanática del melodrama como cualquier adolescente, Ginny se había alegrado de que Sonya no escuchase nada. Sumada al abandono de su hermana, la conversación la habría dejado fuera de combate.
—Es mejor que se haya ido —había dicho su padre—. Esa chica envenena cuanto toca.
—No digas eso —había replicado su mujer—. ¡Es tu hija, por Dios!
—Dios le ha dado la espalda, y lo sabes.
—¡Ronnie!
—Es como si ella no pudiera soportar que algo sea bueno y puro y limpio. Tiene que ir y estropearlo, al igual que una persona normal necesita rascarse una picadura.
Entonces, ¿habría ido detrás de Jimmy? De haberle apetecido, naturalmente que sí. Pero ¿se habría Jimmy dado por vencido? Nunca se habría siquiera planteado algo semejante; Jimmy siempre le había parecido la persona moralmente más recta que conocía después de Sonya. Sin embargo, ahora que sabía que él repartía su amor por la ciudad a todas las divorciadas solitarias, no estaba tan segura.
Bajó por Main Street y dobló la esquina. Aminoró la marcha cuando pasó por delante del Café des Artistes y vio un letrero en la puerta que rezaba: CERRADO POR DEFUNCIÓN FAMILIAR. Giró otra vez a la derecha, luego otra vez, y antes de darse cuanta había estacionado el coche frente a la entrada trasera de Molly’s. Abrió de golpe la puerta enmallada, dándole un susto de muerte al chico con el rostro lleno de espinillas que estaba inclinado sobre una bandeja llena de pastelitos de chocolate parcialmente glaseados. Pasó por su lado con andares majestuosos y cruzó la puerta que conectaba con la parte posterior del mostrador.
—¿Te tiraste a Paula Libanski?
Boquiabierto, Jimmy se volvió hacia ella. Una expresión semejante tenían los rostros de las dos niñas pequeñas que estaban contando centavos para pagar unas galletas con forma de vampiro.
Él puso las monedas en la caja y la cerró con fuerza, después le dio a cada niña una galleta, meticulosamente envuelta en papel encerado. Sin articular palabra, tan sólo un par de discretas miradas hacia la temible y chiflada señora, salieron a la acera donde las aguardaba la madre de una de ellas.
Jimmy se giró lentamente hacia Ginny.
—¿Qué acabas de preguntarme?
—Ya me has oído.
—¿Te has vuelto loca?
—Es posible, pero contesta a la pregunta.
—No merece ni siquiera una respuesta. —Se acuclilló y empujó la bandeja de galletas de vuelta en el estante del interior de la vitrina—. ¿Qué te ha hecho irrumpir aquí para preguntarme eso?
Ginny se mordió el labio inferior.
—Es una larga historia.
—Pues resúmela.
—Como sabes, estoy intentando averiguar lo que le pasó a Danny. Resulta que justo antes de morir estaba buscando a su madre.
Él levantó las dos manos con las palmas hacia arriba; ella no supo si Jimmy estaba más enfadado que perplejo.
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
—El entrenador Hank me ha dicho que Danny recurrió a él pidiendo información sobre Paula. Él le dio una serie de nombres de chicos con los que solía salir.
—¿Y uno de ellos era el mío? —Ginny asintió. Él la miró fijamente, mucho rato y con dureza—. ¡Cielos! —exclamó—. Estás celosa.
—No, no lo estoy.
—¡Oh! Entonces seguro que ya habrás ido corriendo a donde trabajan esos otros tipos, chillando como una loca. ¿Verdad? —Ella eligió ese momento para mostrar un gran interés por los hojaldres refrigerados rellenos de crema—. ¿A que no lo has hecho?
Ella se volvió y lo miró a la cara.
—¿Puedes, por favor, decirme simplemente la verdad?
—¿Qué más te da? Nunca me quisiste realmente.
Había una pizca de irritación en su voz; hablaba como si tuviera 15 años.
—¡Por supuesto que te quería! —repuso ella. Él apartó la vista—. ¡Venga, Jimmy! Sabes que te quería.
—Yo quería compartir mi vida contigo; casarme y todo eso. Pero te deshiciste de nosotros dos como si no importáramos nada.
—¿De qué dos?
La mirada de Jimmy le dio a entender a ella que era absolutamente estúpida.
—De mí y del bebé.
—¡Eres un hijo de puta, Jimmy! No pienso mantener otra vez esta conversación contigo.
—¿Qué quiere decir otra vez? En primer lugar, nunca la hemos mantenido. Te largaste tan deprisa que no supe ni en qué dirección te habías ido.
Ginny cerró los ojos con fuerza, y presionó su frente con los puños.
—No he venido aquí para hablar sobre nosotros.
—No —matizó él—, has venido aquí para preguntarme si te engañé con la puta de la ciudad. Imagínate qué agradable para mí.
—Bien, ¿lo hiciste?
Él dio un fuerte golpe en el mostrador con una mano, haciendo que las barras de pan saltaran al unísono.
—Si crees que tienes derecho a preguntarme eso, te has vuelto loca. Pero sólo para que conste, sólo para que no duermas mejor por la noche decidiendo que el padre de tu hijo te era infiel… no, te aseguro que no me acosté con Paula. No sé qué cree que recuerda Hank, pero la única vez que estuve siquiera a solas con ella durante cinco minutos fue cuando trabajó aquí.
—¿Cuando trabajó aquí?
—Sus padres les pidieron a los míos que le dieran trabajo. Supongo que pensaron que levantarse a las cuatro de la mañana para hacer cruasanes la pondría en el buen camino. Duró tres días.
—¡Oh!
—Sí —afirmó Jimmy, su voz tintada de sarcasmo como una media luna cubierta de azúcar glas—. ¡Oh!
Ella asimiló su respuesta.
—Hank me ha dicho que, en realidad, no conocía a Paula —comentó Ginny pasado un minuto—. Quizá se haya confundido.
Jimmy la miró largamente. Ella supo que él seguía furioso porque tenía las puntas de las orejas de color rojo intenso. Como cuando era adolescente.
—¡Dios! —exclamó él al fin—. Realmente, no eres lo que se dice una gran poli, ¿no?
Detrás del mostrador había una silla plegable, donde la madre de Jimmy se había sentado a hacer sopas de letras cuando había poco movimiento en la tienda. Ginny se dejó caer pesadamente en ella, hundiendo la cabeza en las manos.
—No —repitió ella—. Supongo que no.
—Honestamente, ¿es así como trabajáis en Nueva York? ¿Os aferráis a una información incompleta y entráis corriendo mientras disparáis las pistolas? No me extraña que mueran tantos negros inocentes por disparos de bala.
Fue un golpe bajo, pero en este momento difícilmente estaba Ginny en posición de discutir con él.
—Lo siento —se disculpó—. Normalmente no soy así, te lo juro. Hubo una época en que la gente de verdad consideraba que yo era buena en mí trabajo. Pero últimamente, digamos que… estoy confusa.
—¿En serio? —replicó él—. No lo pareces.
Jimmy la llevó a tomar una copa. Era lo último que ella se esperaba, pero el niño bueno que había en él debió de compadecerse de ella. Puso al asustado chico que glaseaba los pastelitos de chocolate al frente del mostrador y la condujo hasta su camioneta pick-up y prácticamente la sentó en el asiento del pasajero. Ginny ignoraba a dónde se dirigían mientras él subía por Mohawk Trail, una serpenteante carretera de montaña que siglos atrás había sido un sendero indio. Se detuvo en una tienda de bebidas y le dijo que esperara; al salir, llevaba un pack de seis cervezas Michelob y una bolsa de chicharrones.
—¡Virgen santa! —Fue todo lo que ella alcanzó a decir al verlo.
—Viejas costumbres —comentó él, y siguió conduciendo hasta que llegaron a un mirador. Aparcó marcha atrás, y se sentaron en la plataforma posterior de la furgoneta contemplando el valle de Berkshire y las montañas de color morado oscuro salpicadas del rojo y dorado de las pocas hojas que quedaban.
Ginny apenas pudo distinguir a lo lejos las tres estrechas cascadas de Trinity Falls. Como el resto de adolescentes, Ginny y Jimmy habían pasado bastante tiempo en las cascadas, fumando cigarrillos y cosas peores. Pero a ella nunca le había gustado el sitio realmente; siempre le había parecido demasiado escalofriante. Según la leyenda, si ibas allí y escuchabas el rato suficiente, se oían las voces de los muertos, susurrándote por debajo del torrente de agua.
No dijeron nada hasta que ya iban por la mitad de sus primeras cervezas. Finalmente, cuando ella ya no pudo soportar más el silencio, preguntó:
—¿Qué estamos haciendo aquí arriba?
—¡Que me aspen si lo sé! —replicó Jimmy.
—Siento haber perdido los estribos ahí dentro. Es sólo que… Cuando Hank pronunció tu nombre y el de Paula en la misma frase, me quedé completamente desconcertada.
—¡Vaya! —exclamó él—. No me había dado cuenta.
Ella esbozó una ligera sonrisa, y los dos estuvieron un buen rato en silencio.
—Jimmy —habló ella al fin—, ¿qué demonios estamos haciendo?