Capítulo 6
De pie en medio de lo que llamaba su patio trasero, y que en realidad era un pequeño espacio de hierba deteriorada, Annie se llevó una mano a los ojos para protegérselos del sol mientras contemplaba a Ike, que mantenía un precario equilibrio cerca del canalón del tejado. En ese momento había cuatro hombres allí subidos, todos ellos se habían pasado la mañana trabajando incansables con las placas del techo que en ese momento reflejaban el sol de mediodía. Pero a Annie sólo le interesaba uno de los cuatro. Si no bajaba pronto, Ike pillaría una insolación. A diferencia de los otros, que habían empezado a las nueve de la mañana, él lo había hecho al amanecer.
Había transcurrido una semana entera desde que Ike entró en su casa con la intención de arreglarla. Cada mañana, lloviera o luciera el sol, se presentaba ante la puerta principal armado de su ubicua caja de herramientas. Habitualmente había trabajado solo en algún proyecto cada vez, como impermeabilizar el sótano, reforzar las escaleras o pintar los ocho dormitorios. Luego, gradualmente, algo milagroso se había producido. Cuando Ike preguntó a los chicos de mayor edad, liberados de la escuela en las vacaciones de verano, si podrían echarle una mano, todos aceptaron entusiastas. Fueron ellos los que pintaron los pasillos, los rellanos de la escalera, los cuartos de baño y las habitaciones de reunión. Los chicos mayores enceraron los suelos y las niñas se encargaron de limpiar las ventanas. De alguna forma, nadie había sido inmune al entusiasmo de Ike.
Incluso Mickey había sido útil arrogándose la función de ayudante suyo. El pequeño había cargado con su caja de herramientas, demasiado pesada para él, e Ike le había enseñado el uso de cada una de ellas. Desde entonces se había comportado como un ayudante de cirujano, entregándole cualquier herramienta que necesitara.
Una vez realizadas todas esas labores, Ike había empezado a hablarle a Annie de proyectos más grandes referentes a la instalación eléctrica, el tejado y la mampostería de los muros. Annie le había replicado que se olvidara de eso, que los proyectos de ese tipo costaban muchísimo dinero, algo de lo que carecía. Pero Ike le había asegurado que tenía muchos amigos en el negocio de la construcción que estarían más que encantados de dedicarle su tiempo y su trabajo. El mismo, había añadido con una sonrisa, se encargaría de los materiales. Y Annie había consentido al fin, ya que todo redundaba en beneficio de sus chicos.
En resumen, pensó mientras se mordisqueaba nerviosa la uña del pulgar, Ike había ido mucho más lejos del deber que le correspondía. Algo verdaderamente extraño en un hombre que había admitido que pensaba que lo que Annie hacía era una pérdida de tiempo; más raro todavía en un hombre al que no le gustaban los niños, y especialmente chocante en uno capaz de tener a los niños delante y olvidarse completamente de ellos.
No entendía por qué un hombre que podía haber pasado sus vacaciones en una playa paradisíaca, rodeada de palmeras, había decidido pasarlas trabajando, resoplando y sudando en la jungla de asfalto.
Annie posó la mirada involuntariamente en su perfil para fijarla de inmediato en su pelo rubio, casi plateado en ese momento por el brillo del sudor. Se había quitado la camiseta, dejando su torso al descubierto y revelando los precisos movimientos de sus músculos cada vez que dejaba caer el martillo. Tenía los hombros enrojecidos por el sol y estaba a punto de quemarse, pero Annie no se decidía a advertírselo. Porque sabía que si lo hacía, Ike se pondría otra vez la camiseta.
La joven tragó saliva y se obligó a apartar la mirada. Era absurdo seguir negando que Ike era como un regalo caído del cielo, después del trabajo que había realizado durante los últimos siete días. Pero Annie tenía que enfrentarse a los hechos. Y el hecho era que Ike no era un hombre muy dispuesto a ayudar al prójimo. Entonces, ¿por qué continuaba ayudándola a ella y a los niños?
-¿Queréis hacer un descanso para tomar una limonada? -gritó Annie a los hombres.
Inmediatamente dejaron de oírse martillazos y los tres obreros, empapados en sudor, asintieron contentos. Ike fue el único que continuó trabajando, como si no la hubiera oído.
-¡Eh, Ike! -lo llamó Annie en voz más alta.
-¿Qué? -preguntó Ike, dejando por fin de dar martillazos y mirando hacia abajo.
-Tómate un descanso. He preparado limonada y unos sandwiches. Baja antes de que te deshidrates -al ver que Ike negaba con la cabeza, Annie insistió-: Vamos, baja ahora mismo.
Lo dijo en un tono de voz que normalmente reservaba para los niños cuando se le rebelaban, pero pareció funcionar también con un adulto como Ike. Asintió, se enjugó el sudor de la cara con la camiseta y se dispuso a bajar del tejado por la vieja escalera de madera. Al ver cómo se tambaleaba, Annie cruzó el patio corriendo y se la sostuvo con firmeza mientras bajaba.
Desde allí tenía una vista extraordinaria de su cuerpo, se dijo Annie mientras observaba la manera en que sus viejos vaqueros se ajustaban a sus muslos y a su trasero como una segunda piel. También podía ver cómo los músculos de su espalda se contraían y distendían, cubiertos de una fina y brillante película de sudor. Annie se sorprendió a sí misma preguntándose si a Ike le habría gustado que lo hubiera besado en ese momento, pero luego cerró rápidamente los ojos y desechó ese pensamiento.
Volvió a abrirlos cuando sintió que Ike ya estaba a su lado. Parecía un gigante comparado con ella. Se sentía atrapada por la mezcla de aromas que emanaba, y deseaba deslizar los labios por su cuello. De repente, se dijo que tenía que terminar con aquella absurda obsesión. Llevaba toda la semana teniendo sueños eróticos con él, y tenía que recordar que sólo era un hombre que la estaba ayudando, nada más.
-Annie, a no ser que estés pensando en besarme, no creo que sea una buena idea que continúes mirándome así.
-¿Así? ¿Cómo? -preguntó Annie suavemente, tras esa brusca llamada de atención.
-Pues como si te estuvieras preguntando qué sabor tendría acompañado de un poco de salsa worcester.
-No estaba pensando en eso -replicó ruborizada.
-¿Ah, no?
Annie negó con la cabeza y apretó con fuerza los labios para no revelarle que había estado pensando más bien en mantequilla de ajo que en la salsa worcester.
-Para nada -fue lo único que se atrevió a decir.
Ike asintió, pero de alguna manera, Annie sabía que no confiaba en su respuesta.
-Ya veo -musitó. Levantó una mano para sujetar un largo mechón de su cabello entre los dedos.
Después bajó lentamente la cabeza hasta que sus labios estuvieron a sólo unos centímetros de los de ella. Instintivamente, Annie se dispuso a recibir su beso.
-Me había parecido oírte decir algo de una limonada -dijo Ike mientras se erguía de nuevo, y sonrió con aire travieso-. Y de comida. Suena bien. Estoy... hambriento.
Negándose a cavilar sobre el doble significado que pudieran tener las últimas palabras de Ike, Annie arqueó una ceja y se volvió en silencio para acompañar a los otros hombres que ya se dirigían hacia la casa. Ike la siguió durante todo el camino y, como siempre sucedía en esas circunstancias, Annie pudo sentir el peso de su mirada recorriendo su cuerpo; tan intensa era que le causaba casi el mismo efecto que si estuviera tocándola.
Annie se fijó en la ancha camiseta y en el pantalón corto que llevaba. Ninguna de esas prendas era especialmente reveladora. Entonces, ¿por qué se sentía como si estuviera desnuda?
-Sabes, esta semana me has invitado muchas veces a comer -le comentó Ike cuando entraban en la casa-. ¿Por qué no me dejas devolverte esta noche el favor?
-Estás bromeando, ¿verdad? -inquirió, volviéndose hacia él.
-Por supuesto que no -Ike parecía sinceramente sorprendido-. Te lo debo. Déjame invitarte a cenar.
-¿Que me lo debes? ¿No crees que soy yo la que te lo debe todo a ti? -sin darle oportunidad de con= testar, añadió-: Ni siquiera puedo reconocer mi casa después de todo lo que has hecho en ella. Ya no hay goteras en el sótano, la cisterna no suena como si fuera a explotar cada vez que alguien tira de la cadena, las misteriosas manchas que había en el techo de la sala han desaparecido y...
-Pero Annie...
-Has reparado las tablas del suelo, y por las noches ya no chirría como si fuera el salón de baile de unos fantasmas y...
-Annie...
-Y también has colocado los radiadores del salón, has arreglado el porche y el ventilador del techo, que nunca funcionaba. Incluso has conseguido poner en funcionamiento mi ordenador, que está tan anticuado que ni siquiera se encuentran ya repuestos.
-Pero, Annie...
-No me debes nada, Ike. Yo soy la que no voy a poder devolverte nunca todo lo que has hecho por mí.
-Claro que puedes devolvérmelo -dijo suavemente, sonriendo con desenfado.
-¿Cómo? -preguntó Annie con los ojos entrecerrados.
-Saliendo a cenar conmigo esta noche.
-Pero no me debes nada -repitió ella, preguntándose por qué se resistía tanto cuando en el fondo estaba deseando aceptar-. No tienes por qué invitarme. Ya has arreglando toda la casa.
Ike sacudió la cabeza.
-No lo he arreglado todo, Annie.
-Claro que sí, has...
-No lo he arreglado todo -repitió Ike-. Pero voy a seguir con ello.
Aquella declaración la dejó muy confusa, pero decidió no pensar en ello. Estaba demasiado nerviosa por la forma en que la miraba Ike, demasiado turbada por el modo en que sus ojos parecían penetrar en su alma.
-Lo único que te pido es que me des algún tiempo más -añadió Ike suavemente-, y que salgas a cenar conmigo esta noche.
-No creo que pueda...
Ike dio un paso hacia ella, le puso una mano en la mejilla y luego la deslizó por su cuello, donde podía sentir su pulso acelerado.
-Conozco un lugar maravilloso. Tranquilo, íntimo, y con una vista increíble. Tienen buena comida y una carta de vinos excelente. Te gustará, te lo prometo.
Cuando le acarició la nuca, la joven se estremeció de pies a cabeza.
-Bueno, no sé...
-Y conozco a su propietario -añadió-. Se asegurará de proporcionarnos todo lo que queramos.
-Mira, yo... -tragó saliva. Le estaba resultando imposible encontrar las palabras para negarse.
-Vamos, Annie. Tienes que salir de vez en cuando. Últimamente has estado trabajando mucho. A nadie va a importarle que salgas a divertirte esta noche.
Annie sabía que no era una buena idea. Sabía que sería el mayor de los errores ir con Ike a un sitio tranquilo, íntimo y agradable. La última vez que estuvo con él en un escenario similiar, la situación se le había ido de las manos. Y a punto estuvo de cometer un terrible error. Abrió la boca para contestarle con un inequívoco no, pero se oyó decir a sí misma:
-De acuerdo.
-Pasaré a buscarte a las ocho.
-¿No te parece un poco tarde? Para cenar, quiero decir...
-No, Annie -Ike sonrió enigmáticamente-, nunca es demasiado tarde.
Antes de que ella pudiera pedirle que le aclarara lo que había querido decir, Ike se volvió para reunirse en la cocina con sus compañeros de trabajo. Annie se quedó sola en el vestíbulo, preguntándose cómo había podido volver a caer en aquella trampa, cómo diablos iba a conseguir escapar y... qué ropa debería ponerse para cenar en un lugar semejante.
Cuando se abrieron las puertas del ascensor, los dos se encontraron en el lugar que Ike consideraba como uno de los más elegantes, cómodos y placenteros de la ciudad. Un lugar lujoso, voluptuoso y masculino, al que Ike Guthrie denominaba su casa. Antes de que pudiera acompañarla fuera del ascensor, Annie se volvió hacia él con expresión acusadora.
-Cuando me dijiste que subiéramos al ático, pensé que íbamos a un restaurante situado en lo alto del edificio, con una espectacular vista de la ciudad.
Ike se encogió de hombros, fingiendo no comprender el motivo de sus quejas.
-Aquí hay una vista increíble de la ciudad...
-Este es tu apartamento, ¿verdad? -lo interrumpió Annie con el ceño fruncido.
-Efectivamente -le confirmó Ike con una sonrisa y, poniéndole una mano en la espalda, la empujó delicadamente fuera del ascensor-. Bienvenida a mi casa, Annie. Aquí podrás encontrar la mejor comida de la ciudad.
-Debería haberme imaginado que me tenías preparado algo así.
-¿Algo como qué?
-Algo como tomarme de rehén -lo acusó entre dientes.
-¿Tomarte de rehén? Annie, no puedes estar hablando en serio. Yo jamás te haría algo semejante.
-Ya me he dado cuenta de que no puedo llamar al ascensor si no dispongo de la llave que te acabas de guardar en el bolsillo del pantalón.
-Puedes disponer de todo lo que quieras -repuso Ike abriendo los brazos y sonriendo con aire travieso.
-Gracias -repuso Annie, con una mueca-, pero esperaré hasta que estés tan borracho que te desmayes.
-Nunca bebo en exceso. Y el único lugar en el que pienso desmayarme esta noche es en tus brazos, y sólo porque sé que me agotarás con tus demandas pidiéndome más y más...
-Ike...
-Me estaba refiriendo al postre, por supuesto -le aclaró.
Annie lo miró frunciendo el ceño.
-De postre habrá tarta de queso. ¿Te acuerdas de lo buena que estaba la última vez que la saboreamos en el Cabo May?
-Si la memoria no me falla, yo no toqué el postre.
-Oh, claro que lo tocaste -la recordó-. Le diste algunos bocados, ¿te acuerdas? Los suficientes como para darte cuenta de que te estabas perdiendo algo extraordinario al dejártelo en el plato. Al menos, el trozo que yo comí era increíblemente sabroso -la tomó del codo de la misma forma que lo había hecho un mes antes en el Cabo May, cuando entraron en el restaurante a cenar-. Pero aquella noche yo tampoco pude terminármelo. Así que hoy, para asegurarme de que eso no vuelva a ocurrir, primero serviré el postre.
-Pues yo creo que esta noche tampoco lo voy a tocar -repuso Annie mientras entraba en su apartamento.
-¿No quieres estropear tu figura de niña?
Por primera vez desde que llegaron, Annie sonrió. No era una sonrisa de felicidad, según advirtió Ike, pero al menos parecía estar empezando a animarse.
-Exactamente -aseveró ella antes de sentarse en el sofá-. Por cierto, huele estupendamente -aspiró el aroma que le llegaba de la cocina-. Yo creía que odiabas cocinar.
-Ya te dije que aquí la comida era excelente -repuso Ike mientras tomaba una botella de vino blanco de una hielera de plata y le servía una copa.
-¿Y cuándo has tenido tiempo para preparar la comida?
-No la he preparado. Si hubiera cocinado yo, no me habría atrevido a invitar a nadie. Ni siquiera a mí mismo.
Levantó su copa para brindar, pero antes de que pudiera hacerlo se abrió la puerta del salón y entró un joven alto, delgado y de aspecto juvenil. Tenía el pelo largo, y lo llevaba recogido en una coleta. Iba completamente vestido de negro, a excepción de su chaqueta azul.
-Ya está todo dispuesto -dijo mientras se acercaba a la pareja-. Dentro de diez minutos se servirá la cena. ¿Esta es Annie? -cuando Ike asintió, el joven la saludó sonriente-. Hola, soy Raymond, el cocinero de Ike.
-Raymond está estudiando para llegar a convertirse en un buen chef -le explicó Ike a Annie-. Y últimamente ha estado experimentando con toda la familia. Esta noche me toca a mí.
-Mis medallones de cerdo están para morirse -comentó Raymond con una sonrisa-, pero Ike ha insistido en que esta noche preparara algo más ligero esta noche. Espero que te gusten los langostinos.
-Sí, desde luego -respondió Annie, sorprendida por la presencia del recién llegado-. Me encantan.
-Entonces vas a disfrutar de la cena -repuso Raymond con orgullo disimulado. Luego se volvió hacia Ike y le dio unas palmaditas en el hombro-. Los he preparado con poco ajo, como tú me dijiste.
-Gracias, Ray.
-De nada. Bueno, Annie, encantado de conocerte -sacó de un bolsillo una llave con la que llamó al ascensor y se despidió de ellos.
-¿Tiene llave de la casa? -preguntó Annie. Ike asintió.
-Cocina muchas veces para mí. Algún día será un famoso cocinero. Y, al igual que Malcolm, algún día podrás decir con orgullo que lo conoces.
-Bueno, ¿cuándo cenamos?
-¿Estás hambrienta? -preguntó Ike con tono sugerente.
-Ike...
-Antes quiero hacer un brindis.
Levantó su copa y aunque Annie no parecía tener muchas ganas de oír lo que Ike tuviera que decir, también alzó la suya.
-Por nosotros -dijo Ike suavemente-. Para que lleguemos a conocernos.
-Yo pensaba que ya nos conocíamos -repuso Annie.
Ike sacudió la cabeza.
-No tan bien como llegaremos a conocernos.
-De acuerdo -comentó Annie. Bebió lentamente, cerrando los ojos mientras saboreaba el vino. Cuando volvió a abrirlos, tenía las pupilas dilatadas; luego añadió en un susurro-: Por nosotros.