Capítulo 2

-¡Annieee!

Annie suspiró frustrada. «tY ahora qué?», se preguntó.

Era Mickey quien había gritado. El crío, de seis años de edad, lo quería todo y al momento; además, siempre lo pedía de la misma forma, lanzando gritos que poníann a todo el mundo los pelos de punta.

Annie dejó de preparar la ropa que se llevaría para el fin de semana con Ike Guthrie y fue en busca del niño. Cuando vio que había metido la cabeza entre dos barras de la barandilla de la escalera, levantó los ojos al cielo, desesperada.

-Ya te dije que no volvieras a hacer esto, ¿no? -le amonestó con tono tranquilo mientras intentaba liberarle la cabeza girándosela con cuidado.

-Sí -gimoteó el crío, evidentemente aterrado por su situación, pero decidido a no demostrarlo.

-La última vez que te pasó esto... ¿qué te dije?

-No me acuerdo.

-Te dije: Mickey, si vuelves a meter la cabeza entre las barras de la barandilla, te quedarás enganchado y no podrás sacarla. ¿No es eso lo que te dije?

-Creo que sí.

-¿Entonces por qué has vuelto a hacerlo?

El crío vaciló, mordiéndose el labio en el momento en que Annie le sacaba con cuidado la cabeza de entre las barras. Luego permaneció en silencio mientras se ponía de pie pasándose enérgicamente las manos por la frente y por el cabello, de un rubio pálido. La mirada de sus ojos azules era decidida

y algo agresiva.

-¿Y bien? -insistió Annie.

Mickey sacó tripa, un gesto que probablemente debía de considerar amenazante. Annie se limitó a sonreír.

-Estoy esperando.

-No lo sé -respondió Mickey bajando la mirada.

-Bueno, pues a ver si no lo vuelves a hacer, ¿de acuerdo?

Después de asentir, Mickey le preguntó mientras la seguía a su habitación:

-¿Es seguro que te vas a ir este fin de semana?

-Sí -Annie volvió a preparar la ropa que iba a llevarse, resignada a soportar el intenso interrogatorio del que ya se sabía víctima.

-¿A dónde te vas?

-Al Cabo May -respondió obediente Annie mientras seguía haciendo su equipaje.

-Eso está en Nueva Jersey, ¿no?

-Sí.

-Y Nueva Jersey está al otro lado del río, ¿verdad?

-Sí.

-¿Cuánto tiempo vas a estar fuera? -le preguntó mientras le sacaba unos calcetines del bolso de viaje.

-Estaré de vuelta el domingo por la noche.

-¿Y cuándo sales?

-El sábado por la mañana.

-Eso es mañana, ¿verdad?

-Verdad.

-¿Y con quién te vas?

-Con un amigo.

-Se llama Ike, ¿verdad?

-Verdad.

-Y vive en Filadelfia, como nosotros, ¿a que sí?

-Sí.

-¿Vas a casarte con él?

-¿Por qué piensas que voy a casarme con él? -le preguntó con cautela.

-Porque eso es lo que hacen los adultos, ¿no? Molly dice que cuando creces y te haces un adulto tienes que casarte. Es la ley.

-¿Molly te ha dicho eso?

-Sí. Ella es mayor que yo, así que sabe de lo que habla.

-Humm, Molly sólo tiene siete años, Mickey. No es mucho mayor que tú.

-Pero dijo que los adultos...

-No todos los adultos se casan -Annie lo interrumpió suavemente-. Sólo los que se enamoran.

-¿Y tú vas a enamorarte de Ike? -le preguntó el pequeño después de un momento de reflexión.

-Sin temor a equivocarme, puedo asegurarte que no -respondió Annie, riendo entre dientes.

-¿Por qué no?

-Porque no es mi tipo.

-¿Cuál es tu tipo?

Annie pensó en su marido. Recordó su rebelde cabello negro, suss ojos castaños de mirada tierna, sus viejos vaqueros y sudaderas; lo mucho que le gustaba entrenar a los pequeños al béisbol, su secreta pasión por las novelas policíacas. Sonrió al rememorar su habilidad para hacer deliciosas galletas caseras. Y se dio cuenta de que nunca, ni en un millón de años, volvería a encontrar a un hombre como él.

-Yo ya no tengo tiempo, Mickey -dijo melancólica-. Nunca más.

-Estupendo -aprobó Mickey-. Porque cuando crezca, me casaré contigo.

-De acuerdo. Te esperaré -sonrió Annie.

-Bueno, me voy afuera -anunció mientras se bajaba de la cama-. Hasta luego.

Annie lo observó marcharse, maravillada de que, con un pasado tan horrible, Mickey tuviera un carácter tan dulce. Sabía que era absurdo tener favoritos entre las diez criaturas de seis a dieciséis años que vivían bajo su techo. Pero Mickey era el favorito de Annie, sin lugar a dudas.

Por fin cerró su bolso de viaje y lo puso al lado de la puerta de su habitación, pensando en el terrible fin de semana que se avecinaba. No solamente iba a tener que pasarlo con un hombre que no tenía ninguna gana de llegar a conocerla mejor, sino que además siempre se ponía nerviosa cuando tenía que dejar a los críos, aunque fuera por tan poco tiempo.

Desde luego tenía dos estudiantes recién graduados que trabajaban voluntariamente durante media jornada en la casa, pero Annie era la única responsable de los niños de la Homestead House. Ella era la única que pasaba allí las veinticuatro horas del día. No le gustaba pasar ni una sola noche fuera, aunque se quedaran con los niños los dos voluntarios, Nancy y Jamal.

Aunque se recordaba a menudo que no era su madre, no podía evitar sentirse como tal. Los niños de la casa Homestead no tenían padres mi familiares. En realidad, Annie era su madre, su padre, su hermana... Era su protectora, su vigilante. Por eso no le gustaba separarse de ellos.

«De todas maneras, sólo es un fin de semana», se recordó. Dos días y una noche de ausencia no tendrían ninguna importancia. Mientras cerraba la puerta y bajaba las escaleras, decidió no pensar demasiado en el par de días que iba a tener que pasar con Isaac Guthrie, famoso abogado y soltero indecente. En vez de ello, pensaría en la mañana del lunes, cuando su vida volviera a la normalidad.

A bordo de su coche, Ike consultó una nota y observó de nuevo el edificio de ladrillo rojo; estaba ante la dirección correcta, aunque aquel lugar apenas le parecía habitable. Había rejas en las ventanas del primer piso y una puerta blindada que, en ese momento, se hallaba abierta. Observó que la pintura de las contraventanas estaba desvaída, necesitada de una nueva mano. En una sencilla placa metálica fijada en el ladrillo al lado de la puerta delantera podía leerse: Homestead House. Como todo lo demás en aquel edificio, parecía vieja, vetusta, agotada.

En contraste con la decadencia de la casa, o a pesar de ella, el sendero que llevaba a la entrada estaba flanqueado por cuidados arriates de caléndulas, petunias y geranios. Al verlos, Ike pensó que conferían un toque de humanidad al edificio, y no pudo reprimir una sonrisa. El cielo ostentaba un azul impecable, precioso telón de fondo para aquel lugar, y aquel templado mediodía de primavera se le antojaba a Ike cargado de promesas.

Si no hubiera sido por su localización en un barrio tan deprimido, podría haberle encontrado posibilidades a aquella casa. De todas formas, ignoraba qué era lo que hacía Annie Malone viviendo en un lugar semejante. Había hablado por teléfono muy poco con ella, una única vez desde su encuentro el fin de semana anterior. Y se habían limitado a hablar de la hora en que él la recogería en su casa y la llevaría de vuelta.

Suspirando, salió de su descapotable rojo, miró discretamente a su alrededor y activó el sistena de alarma. No pensaba estar más tiempo allí del estrictameme necesario, pero sabía que en aquel vecindario debía de haber profesionales que podrían desguazarlo en cuestión de minutos. Se dirigió hacia la puerta y estaba a punto de llamar cuando se abrió de repente y a punto estuvo de ser arrollado por unos niños armados de palos de hockey. Sin volverse a mirarlo siquiera, las criaturas ocuparon sus posiciones para jugar en la calzada, gritando. Ike se quedó mirándolos, maravillado de que aquellos seres se creyeran tan inmortales como para no preocuparse siquiera por el tráfico. En esas cavilaciones se hallaba inmerso cuando una voz lo sorprendió.

-Hola.

Ike se volvió al oír aquella voz suave, ronca, una voz que sólo había oído en dos ocasiones, pero que ya le resultaba extrañamente familiar y a la vez reconfortante. Annie Malone se encontraba en el umbral de la puerta, vestida con una blusa blanca de holgadas mangas, unos vaqueros anchos y unas zapatillas. Llevaba el cabello recogido en dos trenzas que le caían sobre los hombros. Gracias a la fina tela de su blusa, pudo ver claramente que debajo llevaba una camiseta interior en vez de sostén.

Ike ignoraba por qué nadie se había preocupado de decirle a Annie que los sesenta habían terminado hacía ya más de dos décadas, y tuvo que refrenarse para no decírselo él mismo. Pensó que había juzgado equivocadamente su físico el último fin de semana; aunque de estatura pequeña, Annie estaba muy bien formada. Luego advirtió que el bolso de viaje que descansaba a sus pies parecía más vacío que lleno. Según parecía, viajaba aún con menos equipaje que él mismo.

-Te vi desde la ventana y decidí bajar en seguida -dijo ella-. Esperaba bajar antes de que los críos te arrollaran, pero...

Ike levantó la mirada cuando Annie se interrumpió, sólo para darse cuenta de que ella lo había sorprendido otra vez observando su cuerpo. Había vuelto a arquear la ceja de aquella forma tan desafiante, como si estuviera esperando a que la asaltara o le diera alguna explicación por su grosero comportamiento. Ike no hizo nada de eso; simplemente intentó contener su irritación.

-¿Todos son tuyos? -preguntó, mirando por encima del hombro a los críos que jugaban en la calle.

Cuando Annie desvió la mirada hacia ellos, toda animosidad desapareció de sus ojos y esbozó una tierna sonrisa. Ike comprendió entonces que aquella pregunta sobre los niños había sido lo que había hecho desaparecer su exasperación.

-Sí, todos son míos.

-Qué divertido -repuso él con tono seco-. Un par de ellos deben de estar ahora en la secundaria. Tú debías de tener unos ocho años cuando les diste a luz -Ike quiso añadir la irónica observación de que Annie conservaba una admirable forma física teniendo en cuenta que había pasado la mayor parte de su vida adulta embarazada, pero se contuvo para no estropear las cosas.

-Puede que no los haya dado a luz, pero son míos -sonrió melancólica.

-Entonces no tienes hijos propios?

-¿Por qué me preguntas eso? Por alguna razón, no me pareces el tipo de persona que se preocupe mucho por los niños.

-Estás en lo cierto.

-No me sorprende -repuso Annie con un tono que casi parecía de decepción-. Y no, no tengo hijos que sean producto de la biología. Pero tengo hijos; un montón de ellos. Bueno, estoy lista para partir cuando quieras.

-Bien. No me gustaría dejar aparcado aquí mi coche durante mucho más tiempo.

Cuando Annie posó la mirada en su descapotable rojo, frunció el ceño.

-¿Qué pasa? ¿Te disgusta hacer el camino hasta la costa con la capota bajada?

-Oh, me encanta sentir el viento cuando conduzco.

-¿Entonces a qué viene esa mirada tan amarga?

-Sólo estaba pensando en que probablemente habrás pagado más dinero por ese coche del que yo me he gastado en comprar y reformar todo este edificio.

En esa ocasión fue Ike quien frunció el ceño, preguntándose por qué se sentiría tan a la defensiva con aquella mujer.

-Sí, probablemente. Este barrio no es precisamente de primera categoría para uso comercial o residencial. ¿Sabes? Mi socio y yo estamos trabajando en un proyecto de embellecimiento que está transformando barrios como éste para convertirlos en algo útil.

-Los barrios como éste -repuso Annie- solían ser la columna vertebral de la ciudad.

-Pronto se convertirán en aparcamientos -sonrió irónico.

-¿Y llamas a eso embellecer la ciudad?

-Un bonito y limpio aparcamiento -Ike volvió a mirar a su alrededor- será mucho más atractivo que este... este...

-Mira -lo interrumpió Annie-, quizá no le veas mucha utilidad a los barrios como éste, pero yo opino lo contrario. Desde luego, esta zona ya no es la que solía ser, y sí, la delincuencia ha empezado a florecer. Pero todavía queda aquí mucha gente buena. Además, está bien comunicada y se ajusta muy bien a mis necesidades.

Ike quiso replicarle que, si ese era el caso, evidentemente estaba descuidando sus propias necesidades, pero se abstuvo de hacerlo. Decidió que, por el momento, no se preguntaría por las necesidades de Annie. Probablemente tendría demasiadas para que cualquier hombre fuera capaz de satisfacérselas. En cuanto al motivo de que ese último pensamiento hubiera excitado su imaginación, Ike no podía imaginárselo, así que lo hizo a un lado y se inclinó para recogerle el bolso de viaje.

Pero alguien más se le había adelantado; se trataba de un niño rubio con unos ojos tan grandes, tan azules y tan inocentes que Ike casi se quedó sin aliento.

-Yo puedo con el bolso -dijo el crío-. ¿Dónde quieres que te lo lleve?

Tan atónito estaba Ike por la expresión de los ojos del niño que sólo pudo hacer el gesto de señalar su coche por encima del hombro, con el pulgar. Al descubrir el deportivo los ojos del crío se agrandaron aún más, admirado como estaba.

-¡Madre mía!

Bajó los escalones hacia la calzada, balanceándose por culpa del pesado bolso. Al fin lo dejó caer al lado del coche y, antes de que Ike pudiera detenerlo, saltó al asiento del conductor con lo que inmediatamente sonó la sirena de la alarma. La expresión del pequeño, que antes había reflejado tanta candidez y confianza, se transformó en una mueca de genuino terror. Cuando su mirada se encontró con la de Ike, el chico ya había empezado a encogerse de miedo. En toda su vida, Ike jamás había visto a alguien tan asustado.

-Eh, chico, tranquilo -intentó consolarlo, haciéndose oír por encima del ruido de la la sirena.

Luego se dirigió hacia el coche, observando con asombro que el terror del crío parecía incrementarse conforme se iba acercando a él. Y cuando se inclinó para desconectar el mecanismo de alarma, el pequeño se cubrió la cabeza con las manos, haciéndose un ovillo, y chilló de miedo. Chilló como si los pulmones le fueran a estallar.

Ike no pudo hacer nada excepto mirarlo como un estúpido mientras Annie acudía a calmarlo y lo levantaba sin aparente esfuerzo para abrazarlo contra su pecho. El niño se apretó contra ella como si quisiera permanecer así para siempre; luego enterró la cara en su cuello y empezó a llorar desesperado. Annie le dio unas palmaditas en la espalda y le murmuró palabras de consuelo hasta que los sollozos empezaron a ceder. Después, mirando a Ike con una expresión perfectamente tranquila, le explicó:

-A Mickey lo maltrataron mucho sus padres antes de que se viniera a vivir conmigo. Por eso creía que ibas a hacerle daño por haber hecho sonar la alarma.

Ike no sabía qué decir, así que se limitó a observar en silencio cómo Annie llevaba al niño hacia la casa y se sentaba a su lado en los escalones de la entrada. Al fin el crío se fue tranquilizando, y poco después sonreía tímidamente de nuevo. Después de abrazar por última vez a Annie, se alejó corriendo, pasando de largo al lado de Ike sin mirarlo siquiera, y se reunió con sus compañeros para jugar al hockey.

-Estoy lista para salir -comentó Annie recogiendo su bolso y colocándolo en el asiento trasero; luego abrió la puerta y se sentó.

Ike tomó asiento frente al volante y condujo despacio debido a los niños que jugaban en la calle. Cuando frenó ante un semáforo, Annie se volvió hacia él esbozando una amplia sonrisa y le preguntó:

-Si hubieras nacido una verdura, ¿cuál te habría gustado ser?

-¿Perdón? -cuando ella le repitió la pregunta, Ike inquirió a su vez-: ¿A qué viene esto?

-Bueno -la sonrisa de Annie se amplió-, se me ha ocurrido que no sabemos absolutamente nada el uno del otro. Tenemos un largo trayecto por delante, así que... ¿por qué no podemos aprovechar esta oportunidad para corregir eso?

Ike pensó que su sugerencia le parecía razonable. Pero lo de las verduras...

-A mí me habría gustado ser una berenjena -declaró Annie-. Son tan lisas y brillantes... para no hablar de su color.

Ike tamborileó con los dedos sobre el volante, sin decir nada.

-Tú, en cambio, me recuerdas a una coliflor.

-Ah, una coliflor -repitió él cuando volvió a ponerse en marcha.

-Sí, las coliflores suelen tener muy mal humor -declaró Annie, como si eso lo explicara todo.

Ike suspiró de nuevo y se puso sus gafas de sol. Como justamente le había señalado Annie, tenían un largo trayecto por delante.

Pero a regañadientes tuvo que reconocer que también fue un trayecto muy entretenido, que le permitió conocer un montón de cosas sorprendentes acerca de su compañera. Aparte de querer ser una berenjena, de haber podido ser una fruta Annie habría deseado ser un kiwi. Entre los animales, se quedaba con el ocelote; entre los colores, con el verde; entre los instrumentos musicales, con el banjo, etcétera, etcétera...

Y casi sin darse cuenta habían llegado al estado de Nueva Jersey. Queriéndolo o no, Ike había aprendido más sobre Annie Malone que sobre cualquier otra persona que hubiera conocido. Sabía que tenía treinta y dos años, que era Virgo y que era la pequeña de dos hermanas. Sabía que estaba graduada en trabajo social y en desarrollo infantil, y que había dejado de fumar hacía tres años, aunque de vez en cuando fumaba algún que otro cigarrillo. En las pocas ocasiones en que probaba el alcohol, siempre tomaba martinis de vodka, muy secos. Y era viuda.

Esa información que Annie le había dado como al descuido, había sido la culpable de que Ike estuviera a punto de sacar el coche de la carretera. Le parecía demasiado joven para haber experimentado una tragedia semejante; demasiado fresca, demasiado encantadora. No le había explicado cómo murió su marido, sino sólo que su fallecimiento se había producido hacía cinco años. A pesar de lo poco que la conocía, Ike sabía que Annie le había facilitado esa información con naturalidad porque formaba parte de ella, como todo lo demás que le había contado.

Por su parte, Ike le había hablado poco de sí mismo, limitándose a contestar a sus preguntas con palabras aisladas como «uvas», «lobo» «negro», « saxo tenor» y semejantes. No le gustaba hablar de su persona, y prefería salvaguardar su intimidad. No le había hecho ninguna pregunta personal a Annie, sino que ésta se le había sincerado libremente. Y eso le había gustado, lo cuall no quería decir que tuviera él que hacer lo mismo.

En ese momento, cuando dejaba su bolsa de viaje sobre la cama de su dormitorio, no podía dejar de pensar en la enigmática Annie. Era fresca, atractiva y capaz de hacer cualquier cosa que se propusiera. Sonreía sin embarazo y hablaba sin inhibiciones. Era el tipo de mujer que cualquiera habría esperado encontrar viviendo en espacios amplios, disfrutando de la vida y de la naturaleza. Por el contrario, Annie Malone se había enterrado a sí misma en un decadente paisaje urbano, rodeándose de niños de oscuro pasado y terribles experiencias.

Aquello no tenía sentido para Ike, que era del tipo de hombres que preferían huir lo más lejos posible de todo lo desagradable. Había recibido una educación normal en una familia de clase media y disfrutado de una infancia feliz. Jamás había tenido ni motivos ni oportunidades para sospechar que otros niños habían crecido de una manera harto diferente.

Y aunque ya era un adulto, todavía no comprendía por qué había personas que se implicaban en situaciones desagradables cuando no tenían obligación de hacerlo. ¿Por qué alguien como Annie habría escogido el estilo de vida que llevaba? ¿Por qué no podía abandonarlo?

Incapaz de contestar a esas preguntas, abrió la bolsa de viaje y empezó a sacar su ropa. El sol de las primeras horas de la tarde brillaba alto en el horizonte, y los rayos entraban por la ventana abierta. Al otro lado de la calle, en frente de la pensión Hanson House, el Atlántico rugía y azotaba la costa como una bestia airada. La brisa templada movía las cortinas de encaje, llevando consigo el fresco olor de la sal y el aroma de la comida que se estaba preparando en la barbacoa.

Ike abandonó su tarea para acercarse a la ventana y aspirar profundamente el aire fresco. Amaba el mar. Le sentaría bien pasar el fin de semana allí; su trabajo le había exigido cada vez más tiempo desde que fusionó su empresa con la de su socio, hacía ya algunos años. La fusión se había producido en el momento más oportuno para los dos. Ike deseaba más negocios, más oportunidades. Su socio, Chase Buchanan, quería más tiempo libre para pasarlo con su familia. Ambos hombres habían terminado por conseguir exactamente lo que querían, y el negocio había crecido a pasos agigantados.

En ese momento Buchanan-Guthrie Diseños era un enorme éxito. Ike tenía más trabajo del que había soñado tener; vivía para su oficio y estaba contento. Trabajar era lo mejor que sabía hacer. Quizá Chase fuera un hombre de familia, un padre modelo. Pero Ike jamás podría imaginarse a sí mismo viviendo de esa forma. Y todavía tenía demasiadas ambiciones para establecerse. ¿Qué podría hacer él con unos niños?

No podía dejar de pensar en el niño aquel que tenía unos ojos tan grandes y azules que parecían penetrarle hasta el alma. El niño que había chillado de terror al pensar que Ike pretendía hacerle daño. El niño que había sido tan maltratado por sus padres. Unos suaves golpes en la puerta que conectaba su habitación con la de Annie interrumpieron sus pensamientos, y se dirigió a abrir. La Hanson House era una maravilla de la arquitectura victoriana, perfectamente conservada. Ike y Annie habían recibido sendas habitaciones en el tercer piso; aunque un poco pequeñas, eran cómodas y acogedoras.

-Bonito sitio -comentó Annie cuando Ike abrió la puerta-. Debes de estar loco de contento.

-Sí, es un bonito lugar -repuso Ike, evitando responder a su último comentario-. Supongo que la Hanson House está un inundo de distancia de la Homestead House, ¿no? Lo cual me recuerda -se apresuró a añadir al ver que fruncía el ceño-. ¿Qué es exactamente la Homestead House?

-Es una casa del barrio -respondió Annie con tono indiferente-. Un lugar donde vive la gente. Un hogar.

-Un albergue para niños no deseados, querrás decir.

-No, quiero decir un hogar -repuso irguiéndose, y añadió-. Y todos y cada uno de esos niños son deseados, queridos por mí y por mis trabajadores sociales. Lo que pasa es que por ahora no tienen ningún otro sitio a donde ir.

-Yo no te gusto mucho, ¿verdad? -Ike la miró pensativo.

-No -respondió rápidamente Annie.

-¿Porqué?

-Porque eres el tipo de persona que está en la mejor posición para ayudar a los demás, pero no se esfuerza lo más mínimo en hacerlo.

Porque tengo dinero?

-No porque tengas dinero, sino por la manera que tienes de usarlo. Y también porque dejas que se desaproveche el prestigio y la posición que disfrutas en la sociedad.

-¿Qué quieres decir? -le preguntó suavemente.

-La gente como tú -continuó Annie, implacable tiene muchísima influencia. Podrías hacer mucho para mejorar la situación de la gente que no tiene esas oportunidades. Pero los únicos beneficios que sacas son de naturaleza estrictamente personal.

-¿Ah, sí?

-Sí.

-Y por eso yo no te gusto.

-Por eso no me gustas.

-Entonces estamos empatados -murmuró él, apartándose de la puerta-, porque tú tampoco me gustas a mí.

-¿Ah, no? -su brusca declaración parecía haber sorprendido a Annie-. ¿Y por qué?

-Porque estás llena de rabia y de resentimiento, te apresuras a juzgar a la gente y tienes una visión completamente deformada de la vida. Y maldita sea, Annie, nadie se viste hoy día de la manera en que tú lo haces. La era de Acuario terminó hace ya veinticinco años. La gente descubrió que no podía cambiar el mundo con eslóganes de amor y manifestaciones. Nadie se preocupaba entonces, y nadie se preocupa ahora. Acéptalo.

Ike no había querido llegar tan lejos, y se dio cuenta demasiado tarde de lo horribles que debían de haberle sonado sus palabras. Había algo en Annie Malone que le desquiciaba y lo obligaba a ponerse a la defensiva. Algo que lo hacía reaccionar con exageración. Pero antes de que pudiera pedir disculpas e intentar explicarse, Annie se retiró literal y figurativamente, saliendo de su dormitorio. Luego lo miró con los ojos entrecerrados, apretando los labios, y agarró el picaporte con la evidente intención de cerrar la puerta con. violencia; pero él se lo impidió, interponiéndose, y la sujetó de la muñeca.

-Lo siento -dijo suavemente-. Eso ha estado fuera de lugar.

-Sí, desde luego -asintió ella. Luego, al levantar los ojos y encontrarse con su mirada, desvió la vista-. Pero tienes razón; me he apresurado a juzgarte. Y por eso, también te pido disculpas.

Después de eso pareció como si ninguno de los dos supiera qué decir. Mirándola, Ike pensó que tenía unos ojos muy bonitos, de un tono verde pálido con un borde más oscuro, rodeados de unas pestañas largas y oscuras que casi parecían falsas. Pero si de algo estaba seguro acerca de Annie, era de que no había absolutamente nada falso en ella. El silencio se prolongó hasta que llegó a resultar más incómodo que su anterior discusión. Al fin Ike le soltó la muñeca y se apartó de la puerta. Sin decir una palabra, Annie agarró de nuevo el picaporte, dispuesta a cerrarla.

-Supongo que tendré que demostrarte que estás equivocada conmigo -dijo él cuando Annie estaba a punto de cerrar, preguntándose al mismo tiempo por qué le parecía tan importante que no lo juzgara mal.

-Supongo que sí -repuso ella suavemente.

-¿Qué pasa con la comida? -se apresuró a preguntar Ike antes de que Annie cerrara la puerta completamente-. Conozco un lugar estupendo, poco frecuentado por los turistas.

Durante un buen rato ella no dijo nada, y él pensó que iba a decirle que se largara al diablo. Entonces Annie lo sorprendió al abrir la puerta de repente. Lo miró lentamente, de la cabeza a los pies, y luego respondió encogiéndose de hombros:

-De acuerdo. La verdad es que tengo mucho apetito. Y tampoco me importaría hacer después unas compras. Les prometí a los niños que los llevaría unos recuerdos. Dame algunos minutos para prepararme.

Ike asintió, extrañamente complacido de que al final no fuera a pasar solo ese fin de semana, después de todo. Cuando se había levantado esa mañana,

Lo único que quería era estar solo. No había querido

salir de Filadelfia, no había querido ir a ninguna parte con Annie Malone. Pero ahora estaba allí, en el Cabo May, a solas con aquella mujer que tanto lo había decepcionado en un principio.

No sabía exactamente qué era lo que sentía. Pero sí estaba seguro de que la presencia de Annie le estaba haciendo algo... algo extraño, inverosímil, maravilloso. Sin embargo, mientras reflexionaba sobre aquel descubrimiento, la puerta que comunicaba su habitación con la de Annie se cerró con un suave pero rotundo sonido.