9. MISTERIOS
Cuando Mosche Goldenhirsch tenía quince años, volvió un día de la schul a casa y vio al cerrajero inmóvil delante de la puerta.
«¿Qué quiere usted?», preguntó. Su padre le había dicho varias veces que aquel individuo no era de fiar.
«Quería verte», dijo el cerrajero.
«¿Por qué?»
«Quiero enseñarte una cosa. Ven conmigo.»
Mosche no se fiaba, pero al final venció la curiosidad. Entró en casa, soltó la mochila de cuero y volvió a la escalera donde le esperaba el cerrajero. Este se tambaleaba ligeramente y olía a cerveza.
Para sorpresa de Mosche, el cerrajero le tendió la mano. Mosche vaciló un momento, luego la cogió. Le sorprendió lo bien que encajaba con la suya. Apenas hubo tocado Mosche a aquel hombre grandote, este pareció algo más erguido. Salieron. Era un día fresco de junio.
«¿Pero adónde vamos?», preguntó Mosche.
«A todas partes», fue la enigmática respuesta. Cuando el cerrajero vio la mirada preocupada de Mosche, añadió: «No te preocupes.»
Mosche le creyó, sin saber por qué. Dejaron Josefov y pasearon hasta Vyšehrad, donde se encontraba el taller del cerrajero. No era más que un cuarto polvoriento en una calle por la que pasaban ruidosamente un coche de punto tras otro y también de vez en cuando un automóvil que expulsaba por detrás nubes de gases de escape. Las ventanas del taller estaban negras de hollín y de humo. Mosche miró alrededor con interés. Por doquier había cerrojos diversos y enigmáticas herramientas que brillaban en la luz opaca. El cerrajero metió varios objetos en su bolsillo y dijo: «Vámonos.»
Caminaron durante horas por Praga, por la orilla del río, por el puente de Carlos, y luego aún más. El gigantón enseñó a Mosche todas las cerraduras que había montado en las puertas de la ciudad. Cerraduras grandes, cerraduras pequeñas, cerraduras sencillas, cerraduras ricamente decoradas.
«Cada cerradura», dijo a Mosche, «es un enigma de acero.»
A paso marcial caminaron por las calles, subiendo y bajando, pero ninguno de los dos pareció perder el aliento. Se detenían de vez en cuando en cervecerías donde el cerrajero se permitía un vaso o dos, mientras Mosche permanecía silencioso en su asiento y miraba cómo el hombre se iba emborrachando. Igual que su padre. Qué raro que las personas mayores no pudieran vivir sin su dosis de alcohol.
Por fin regresaron a la casa de vecindad de Josefov. El cerrajero abrió la puerta y ambos subieron la escalera. Ante la puerta de los Goldenhirsch, le revolvió el pelo a Mosche y dijo con sorprendente ternura: «Eres un buen chico.»
Mosche no supo qué contestar y el cerrajero miró al suelo. Entre los gruesos dedos sostenía la gorra de trabajo y la estrujaba nervioso.
Parecía un caballero de alguna vieja historia que estaba pidiendo la mano de una doncella, pensó Mosche.
«¿Querrías venir alguna vez al circo conmigo?», preguntó vacilante el cerrajero.
Mosche asintió, vacilante también. Nunca había estado en el circo. Su padre nunca lo habría llevado a un lugar pecaminoso como ese. Tenía curiosidad y sintió que el corazón le palpitaba con fuerza. Aunque le desazonaba un poco que las personas mayores fueran tan amables con él.
«Sí», dijo el cerrajero. «Iremos al circo, tú y yo.» Sonrió con torpeza. «Muy pronto.»
Desde la muerte de Rifka, Laibl buscaba la salvación no solo en la botella sino también, como siempre, en la Sagrada Escritura. Ni la una ni la otra le aportaban respuestas satisfactorias. Daba bandazos por dentro y por fuera. Pero quería convertir a su hijo en una imagen mejor de sí mismo. Si de él dependiera, Mosche sería un intérprete de la ley, como él. Pero Mosche no pensaba en eso y además tenía poco talento para ello.
Cuando Mosche cometía una falta en la schul, por ejemplo cuando escribía mal en la pizarra alguna de las letras hebreas, Laibl agarraba la vara. Era un maestro severo.
«¿Qué mano?», preguntaba.
Por lo general, Mosche extendía la izquierda porque la utilizaba menos que la derecha. Entonces la vara silbaba y chasqueaba dolorosamente contra la suave piel. El dolor subía por el brazo de Mosche como fuego líquido, se apoderaba de su cuerpo y de su espíritu y hacía asomar lágrimas a sus ojos.
Una tarde, cuando Mosche volvío de la schul, otra vez con la mano ardiendo, el cerrajero estaba sentado en la escalera delante de su casa. Mosche se quitó su mochila de cuero y lo miró expectante.
El cerrajero levantó la mano que sostenía dos papeles rectangulares impresos en colores. «¿Sabes lo que es esto?»
Mosche negó con la cabeza.
«Ven aquí», dijo el cerrajero, y le pasó los papeles.
Ponía en ellos: «EL CIRCO MÁGICO. ¡Vengan ustedes! ¡Llénense de asombro! En el programa: El increíble HOMBRE DE LA MEDIA LUNA. Una tarde llena de magia y misterio. Vale como entrada para una persona.»
El cerrajero explicó a Mosche que no se trataba de un circo normal donde había que tener miedo de pisar cagadas de camello. No, el Circo Mágico era una «revista mágica» en la que los pocos números de equilibristas, animales y payasos solo cosquilleaban los nervios de los espectadores y los preparaban para la atracción principal, el Hombre de la Media Luna. Tales revistas, dijo, eran el último grito en todo el continente.
«¿Has oído hablar alguna vez de Harry Houdini?», preguntó el cerrajero.
Mosche negó con la cabeza sin decir nada.
«Houdini fue el mago más importante de todos los tiempos. Un artista del escapismo, que sabía liberarse en todas las situaciones. Daba igual dónde le encerraban, cómo le ataban: siempre lograba escapar. Incluso», ahora el cerrajero sonreía, «de la ley. Y no había cerradura que no pudiera abrir», añadió con una especie de admiración profesional. «Fue uno de los pocos que entendieron que un precinto solo está para que lo rompan. ¡Era un demonio de hombre!»
«¿Era?», preguntó Mosche.
«Sí», replicó el cerrajero. «Hubo una de la que tampoco él pudo escapar.»
Mosche asintió. «Como mamá», dijo.
Una expresión melancólica asomó al rostro del cerrajero, que volvió la cabeza. Luego miró otra vez a Mosche y dijo que el Hombre de la Media Luna, el director y animador del Circo Mágico, era también un famoso mago. ¡Un barón! ¡Un veterano de guerra!
Las calles estaban mojadas; en el cielo, nubes grises de tormenta esperaban el momento de soltar otra vez su carga. El aire era claro y cortante y llevaba consigo el olor de la lluvia inminente. El cielo de Praga tenía el color de una cuchilla desgastada. Según bajaba hacia el río, Mosche lo veía todo en un sombreado pardo y gris.
Todo, excepto la carpa en la que iba a tener lugar la representación. Era una carpa del ejército, en sí ya un poco estropeada, remendada apenas y con estrellas amarillas cosidas como adorno. Sin embargo, en la oscuridad de la tarde parecían tener un brillo cálido, y el dorado rojizo de los numerosos farolillos se reflejaba en los charcos.
¿Qué pasaría si hubiera un incendio?, se preguntó de pronto el niño. Durante un momento, un inexplicable nerviosismo se apoderó de él. Para Mosche Goldenhirsch eso no era en modo alguno inusual, además él estaba haciendo algo prohibido, o al menos algo de lo que su padre no sabía nada. Ya era bastante malo. Se obligó a respirar sosegadamente. ¡Pero había tantas cosas que mirar! Los carromatos de los gitanos puestos en círculo detrás de la carpa; la desgastada alfombra roja sobre los pocos peldaños de madera que conducían al interior; el olor a serrín húmedo. Mosche y el cerrajero pronto se encontraron en medio de una muchedumbre que se dirigía charlando hacia la entrada principal. La mayor parte de los espectadores eran obreros con trajes raídos y camisas llenas de manchas. Pero Mosche vio también funcionarios en uniforme así como, aquí y allá, un burgués con sombrero, bufanda y a veces una corbata.
Cuando Mosche entró en la carpa, al principio se sintió un poco a disgusto entre todos esos goyim, de los que alguno que otro dirigía miradas hostiles al chico y a su acompañante. Ocuparon sus asientos, eran los más baratos, arriba del todo, muy lejos de la pista. El cerrajero no era un hombre pudiente, y la magia también tenía su precio.
Pero aun allí, Mosche estaba fascinado por todo lo que veía. Encima de la entrada de los artistas había un balcón en el que cuatro músicos tocaban con instrumentos desafinados populares canciones de moda. Cuando por fin todos los espectadores hubieron tomado asiento y hablaban en voz baja llenos de excitación, la pequeña orquesta dio el toque que marcaba el comienzo del espectáculo. Se descorrió una cortina roja y entonces apareció él.
Con pasos tranquilos y altivos entró en el círculo de luz.
«Buenas tardes, mesdames et messieurs.» Su voz era profunda y sonora. «Sean bienvenidos.» Ejecutó un amplio gesto con los brazos, se quitó la chistera e hizo una profunda reverencia. Era alto y, pese a su considerable barriga, tenía un aire juvenil y elegante. Su pelo rubio estaba peinado hacia atrás con brillantina. Llevaba frac y una banda roja cruzada sobre el pecho. En las manos enguantadas de blanco sostenía un gran bastón negro de puño plateado. Lo que más fascinaba a Mosche era el rostro de aquel hombre. Su mitad izquierda tenía una apariencia perfectamente normal. Pero la derecha estaba cubierta por una máscara de latón en forma de media luna. Mosche ya no pudo apartar la mirada. Toda aquella puesta en escena le estaba causando una impresión que nadie, y aún menos el cerrajero, podía entender.
Porque Mosche contemplaba su futuro.
«Bienvenidos al mayor espectáculo del mundo», anunció el hombre. «No confíen ya en nada, señoras y señores, porque sus ojos estarán mintiéndoles. Todo lo que van a ver aquí es verdadero pero nada de ello es verdad.» Luego hizo una reverencia y dijo: «Me llaman el Hombre de la Media Luna.»
Un murmullo recorrió la masa de espectadores.
El mago extendió los brazos, y de sus mangas salieron volando dos pequeños canarios. Piaron, volaron desorientados de allá para acá, luego salieron disparados hacia arriba, a la cúpula de la carpa. En las tribunas reinaba el silencio, solo unas niñas reían por lo bajo. Luego llegó un aplauso vacilante. Otra vez se inclinó el Hombre de la Media Luna. El aplauso aumentó, y cuando él se irguió, se vio en la mitad de su rostro la mitad de una sonrisa. Mosche comprendió enseguida que ese era el momento crítico. La primera vez que el Hombre de la Media Luna se inclinó, los espectadores eran unos extraños. Pero después, por arte de magia, había sacado los pájaros de la nada, y en ese momento todos se convirtieron en cómplices suyos. Ese era el momento en que cada cual tomaba la decisión de aceptar o no el espectáculo. Y todos lo hicieron, sin excepción. Aplaudían y aplaudían, de repente eran sus amigos, sus hijos, sus amantes, su público lleno de admiración. Mosche deseó de pronto tener también un público que lo admirase.
Se inclinó hacia el cerrajero. «¿Por qué lleva la máscara?», preguntó.
El cerrajero se encogió de hombros. «He oído decir que lo hirieron en la guerra.»
Mosche le dirigió una mirada interrogativa.
«El enemigo», explicó el cerrajero, «empleó sustancias químicas, unas armas nuevas horribles. Hay gases que pueden deshacerte la cara.»
«Pero un gas es solo un olor», susurró Mosche.
«Es mucho más que eso.» El cerrajero se acercó más al chico y cuchicheó: «Lo he visto con mis propios ojos. La piel, los músculos, era...» Enmudeció y sacudió la cabeza como si quisiera liberarse de una pesadilla. Se obligó a sonreír. «Vamos a disfrutar simplemente de la representación, ¿vale?»
«¿Le pasó eso también al Hombre de la Media Luna?»
El cerrajero tocó suavemente el brazo de Mosche. «Limítate a mirar», dijo, y se recostó en el asiento.
La representación fue grandiosa. En parte también porque el Hombre de la Media Luna tenía una joven y bella ayudante de largo cabello negro a la que él presentó como la princesa Ariana de Persia. Tras un número con la doma de un león y otro con diversas acrobacias, la joven se metió en una gran maleta que había estado todo el tiempo a un lado de la pista del circo. El Hombre de la Media Luna cerró la maleta, asió el puño plateado de su bastón y sacó de pronto una espada del mango. La alzó para que los espectadores vieran cómo relucía a la luz de las candilejas. Luego sacó una cinta de seda y la cortó por la mitad, con lo que quedaba demostrado que la hoja estaba afilada. Se colocó bien la banda y adoptó la postura de un esgrimidor. Tras un breve momento de inmovilidad el Hombre de la Media Luna se lanzó hacia delante y clavó la espada en el centro de la maleta. El público gritó, alguna que otra señora estuvo a punto de desmayarse. Pero el Hombre de la Media Luna impuso silencio en la multitud con un gesto imperioso. Se acercó a la maleta y la abrió.
La maleta estaba vacía.
Allí no había nada. Ni sangre, ni princesa, nada. En el interior, Mosche solo pudo ver el forro. Estaba aturdido. Luego el Hombre de la Media Luna dejó caer la tapa de la maleta, cerró los ojos y pareció murmurar para sí algo en voz baja. Quizá, pensó Mosche, estaba rezando. Cuando abrió otra vez la maleta, salió la joven sana y salva. A Mosche le daba vueltas la cabeza de pura excitación. Nadie del público aplaudió con más fuerza que él. Aplaudió tan fuerte que la princesa quizá le oyó, porque giró un poco la cabeza, y de pronto él tuvo la impresión de que su mirada le rozaba. Enrojeció y dejó de aplaudir.
¡Qué mundo, pensó, en el que salen de las maletas mujeres hermosas!
La princesa Ariana no solo sabía desaparecer de modo inexplicable y reaparecer de manera igualmente inexplicable; también parecía saber cambiarse de ropa a enorme velocidad. Cada vez que entraba en la pista llevaba puesto algo nuevo, de brocado o de seda, con plumas o con lentejuelas, y cada vestido le parecía a Mosche más espléndido y más hermoso que el anterior.
Con sus artes mágicas, el Hombre de la Media Luna hacía salir conejos, desaparecer palomas y moverse por sí solos naipes y monedas. Mosche no salía de su asombro. De pronto vio con claridad que su padre siempre había tenido razón: los milagros de la Torá, los misterios de la cábala: todo era real.
Y luego, tras dos horas extenuantes llenas de magia y de milagros, llegó el punto culminante, el golpe de gracia para el público.
«Ahora, señoras y señores, niños y niñas», dijo el Hombre de la Media Luna, «llegamos al último número de la tarde. Y para eso necesito la ayuda de un voluntario del público.»
Mosche se levantó de un salto y alzó la mano. «¡Yo!», gritó, «¡escójame a mí!» Los espectadores volvieron la cabeza y rieron por lo bajo. «Un judío», murmuraron. «¿Cómo lo dejan entrar aquí?»
Algunas manos más se alzaron en las tribunas. Pero el Hombre de la Media Luna ya había tomado su decisión.
«¡Tú!», dijo señalando a Mosche. «¡Sí, tú! ¡Ven acá, pilluelo judío!»
Mosche bajó tan deprisa por el pasillo que estuvo a punto de perder su kipá y tuvo que sujetarla con la mano. El público reía. Cuando llegó a la pista, el Hombre de la Media Luna le indicó al chico que se sentara en un taburete. El mago se volvió hacia los espectadores. Su voz resonó por la carpa del circo.
«Señoras y señores, el mundo es un lugar encantado. Solo un velo finísimo nos separa de los sueños que yacen en nuestro interior ¡Ahora, presten mucha atención!»
Miró hacia un lado y con un impaciente movimiento de mano ordenó a su ayudanta que se acercara. Ella llevaba ahora un vestido blanco y ligero de seda. Tenía la piel muy pálida, y muy honda la mirada de los ojos gris verdosos. La princesa Ariana se tumbó en un sofá rojo. Se tocaba la frente con la mano como si estuviera a punto de desvanecerse, y el vestido le resbaló dejando a la vista su bonita pierna. Mosche contuvo la respiración, un murmullo recorrió las gradas de los espectadores.
El Hombre de la Media Luna ordenó al muchacho que se concentrase. Él necesitaba, dijo, la fuerza del espíritu de Mosche para realizar el encantamiento. Mosche asintió con gravedad y clavó los ojos en la princesa. Trató de concentrar todos sus pensamientos en la joven. El mago levantó su bastón y, a cosa de medio metro de altura por encima del cuerpo de la joven, lo pasó desde los dedos de los pies hasta la cabeza. La orquesta tocaba música sombría, inquietante.
Y entonces la princesa empezó a flotar. Se elevó y quedó suspendida horizontalmente en el aire. Su vestido blanco y su pelo negro la rodeaban oscilantes. Era lo más bello que Mosche había visto jamás. Él también se sintió de pronto transportado por los aires por una oleada invisible, una oleada de amor. Se enamoró de los olores del circo, del serrín, de la madera húmeda y del sudor viejo. Se enamoró del brillo de las candilejas, del aplauso del público, pero sobre todo se enamoró de Ariana, la princesa persa.
Mosche la miraba fijamente, no podía comprender lo que veían sus ojos.
El Hombre de la Media Luna se acercó a él y se puso de rodillas, hasta que estuvo a su misma altura. Señaló a la princesa y preguntó: «¿Tú qué ves?»
Mosche dijo: «Está flotando en el aire, señor.»
«¿Y lo consideras un truco?»
Mosche sacudió la cabeza. «No, señor», dijo. «Está realmente flotando.»
Se oyeron algunas carcajadas. El Hombre de la Media Luna dibujó una sonrisa torcida. Su ojo descubierto miraba fijamente al muchacho. El otro ojo estaba en la sombra de la máscara de latón. Entonces se volvió hacia el público y dijo a voz en grito: «¡Aquí lo tienen ustedes, señoras y señores! ¡La princesa flota en el aire!»
Estalló una salva de aplausos. Las graderías del circo vibraban.
El Hombre de la Media Luna se volvió hacia Mosche y dijo: «¿Quieres darle un beso de despedida?»
Mosche le miró sorprendido.
El Hombre de la Media Luna le animó con un gesto. «Venga, decídete», dijo. «En la mejilla, muchacho.»
Vacilante, Mosche se subió al taburete en el que había estado sentado y se inclinó sobre la princesa, cuyos ojos estaban cerrados. Primero buscó nervioso su mano. Tenía miedo de que en cualquier momento ella cayera al suelo. Temblaba un poco, como los hombres tiemblan ante Dios.
Su mano le pareció lo más precioso del mundo. Era pálida, tenía los dedos largos y elegantes, las uñas pintadas de rojo. Se veía a sí mismo como alguien que ha encontrado un tesoro, habría podido quedarse el resto de su vida allí de pie, sosteniendo su mano y mirándola al rostro.
«¿Y bien?», preguntó el Hombre de la Media Luna. «¿A qué esperas? Dale un beso.»
Mosche entendió mal la indicación. Se inclinó hacia la princesa, pero en lugar de besar la mejilla la besó en los labios. Una ola de divertidas carcajadas recorrió el público. El Hombre de la Media Luna le miró de pronto algo molesto. Pero Mosche estaba seguro de haber visto sonreír a la princesa aunque solo durante un breve momento. Se levantó de un salto del taburete y, siguiendo una súbita inspiración, hizo una reverencia. Los espectadores aplaudieron alborozados. El Hombre de la Media Luna esbozó una sonrisa forzada, cogió otra vez a Mosche de la mano y lo llevó hasta el borde de la pista. Ambos se inclinaron de nuevo al mismo tiempo. Luego, el Hombre de la Media Luna soltó su mano y se despidió de él.
Mosche abandonó la pista del circo y un momento después ya echaba de menos las luces y los aplausos. Era como si despertase de un hermoso sueño y estuviera de nuevo en su piso frío en el que soplaba el viento. El cálido brillo de todas aquellas miradas se había desvanecido, el mundo real le daba la bienvenida.
Cuando Mosche, ya muy tarde, entró de puntillas en la casa, su padre aún estaba despierto. Laibl estaba sentado ante la mesa de la cocina con gesto de dolor y preocupación.
«¿Dónde has estado?», le espetó.
Mosche, pillado in fraganti, clavó los ojos en el suelo. «Estaba..., he salido solo un rato», tartamudeó.
«¿Salido?», preguntó Laibl. «¿Salido adónde? ¿Qué es eso de “salido”? ¡Estaba enfermo de angustia!»
Poco a poco salió la verdad a la luz: que había estado con el cerrajero en el circo. Mosche no recordaba haber visto nunca tan furioso a su padre. Estalló una violenta discusión, y la velada terminó con Laibl vapuleando a su hijo más dura y severamente que nunca.
A Mosche le dolía tanto el trasero que tuvo que dormir de lado. Aquella noche, cuando yacía insomne y hecho un ovillo, en su cama junto a la estufa, empezó a madurar en él una resolución.
Durante las siguientes semanas la hostilidad entre Laibl y Mosche fue en aumento. Solo ahora vio el muchacho con claridad qué grande era desde hacía ya tiempo, escondida bajo la tranquila superficie de la vida cotidiana.
Una tarde, cuando Laibl estaba todavía en la sinagoga, Mosche reunió sus cuatro pertenencias en una mochila, metió algunas provisiones, su navaja y sus papeles y abandonó la casa de su padre. Fue al cementerio, a la tumba de su madre. Pasó las yemas de los dedos por su fría lápida y le pidió perdón por lo que tenía intención de hacer. Luego, con el corazón oprimido pero liberado, se dio media vuelta y se dirigió al río.
La carpa había desaparecido. El circo ya no estaba, los acróbatas, payasos y magos habían seguido su camino. Todo lo que quedaba era hierba pisoteada y oscura, botellas rotas y basura. Un viento frío soplaba por las calles vecinas y hacía revolotear hojas sueltas y rotas con el programa del circo. Mosche caminaba como en sueños por la plaza vacía que le parecía tan solitaria y sin vida como un desierto.
De pronto se fijó en una columna de anuncios en la que había pegados muchos carteles multicolores. Corrió hacia ella y dio una vuelta alrededor. Entonces lo vio: un cartel del Circo Mágico. Estaba sucio y medio despegado, el papel oscilaba con el viento. La sonrisa del Hombre de la Media Luna estaba rota por la barbilla, lo que daba un aire diabólico a su rostro.
Mosche arrancó del todo el cartel y fue a un quiosco de periódicos que había en la esquina. Una mujer gruesa y alta, con el rostro casi totalmente cubierto por una bufanda, estaba sentada en el interior del cuartucho exiguamente iluminado, leyendo un periódico. Mosche se acercó a ella y le enseñó el cartel.
«¿Sabe usted adónde se ha marchado el circo?», preguntó.
La vieja levantó la vista, echó una ojeada al cartel y asintió lentamente con la cabeza.