12. EL MENTALISTA
La residencia de ancianos King David, en Fairfax Avenue, había sido construida en los años sesenta y eso se le notaba al edificio. Cuando Max abrió la puerta vidriera de entrada, se encontró en un vestíbulo decorado con latón y chintz. Asombrado miró alrededor. Un palacio del kitsch. En las paredes, amarillentas fotos en blanco y negro y firmadas por cantantes de salón y actores de películas del Oeste muertos hacía tiempo, con los rostros desfavorecidamente palidecidos por la luz del flash. Max supuso que se trataba de antiguos residentes. A la entrada, un sofá de terciopelo púrpura, al lado varias sillas de ruedas plegadas, que tenían una hoja de papel pegada con cinta adhesiva. En ella ponía: «Rota». Del techo colgaba una araña de bronce. Olía a un desinfectante intenso y dulzón. La King David era la estación final para los viejos y para los que no tenían a nadie. Ya desde la calle había visto Max por la ventana a dos mujeres de avanzada edad que deambulaban como zombis con batas de flores. En la puerta colgaba aún la decoración de Januká del año anterior. Era deprimente.
¿A quién van a gustarle los viejos?, se preguntó Max. Su experiencia le decía que eran unos quejicas y olían raro, como su abuelo Herman. Max se acordaba muy bien de cómo era tener que besar su mejilla pinchosa y arrugada. Le daba asco.
Al otro extremo del vestíbulo había una ventanilla en la que estaba sentada una enfermera que parecía aburrida, pintándose las uñas. Debía de tener veintimuchos años. Probablemente era la enfermera de noche. Max se ajustó mejor las correas de la mochila y se acercó tímidamente a ella. En su mano tenía el papel que le había dado Luis. Se paró delante de la ventanilla.
La enfermera sopló sobre las uñas y dijo: «¿Sí?»
«Perdone», empezó Max. «A lo mejor podría usted ayudarme. Estoy buscando a alguien.»
La enfermera se abanicó las uñas con la mano para que se secaran antes. «¿Sí?», se limitó a decir.
«A un hombre llamado Zabbatini.»
«Aquí no está.»
Max la miró espantado. «¿Está segura?», preguntó. «Puede que no sea su nombre auténtico. Es un mago.»
«Ajá», dijo la enfermera, y con la otra mano apretó el botón del interfono. «Jefe, ¿podría usted venir un momento?»
Luego se dedicó otra vez a sus uñas sin hacer caso de Max, que se quedó de pie, silencioso, junto a la ventanilla. Se sentía incómodo.
En el mostrador vio un tablero de clip con una hoja de papel. Era un registro de las visitas, en el que había que apuntar nombre, apellido y dirección, para que la gente de la residencia supiera quién iba por allí. Amante del orden como era Max, se apuntó en la lista. Luego puso el lápiz a un lado y se balanceó sobre los pies.
Finalmente apareció por la esquina un hombre gordo de grandes bigotes y con una camisa de rayas debajo de una bata de médico no muy limpia. Llevaba un bocadillo en la mano.
«¿Qué es tan urgente?», preguntó masticando ruidosamente.
La enfermera señaló a Max con la cabeza. «Busca a alguien.»
El gordo miró a Max con hostilidad apenas disimulada.
«A un mago.»
«¿Cómo?», preguntó el hombre.
Max le puso delante el papel. «Aquí, lea», dijo.
El hombre le quitó el papel y le echó una breve ojeada. «Aquí pone “zanahorias”.»
«La otra cara.»
El hombre dio la vuelta al papel y leyó. Luego se encogió de hombros. «Aquí no hay ningún Zabbatini.»
«Como ya he dicho, a lo mejor es solo su nombre artístico. Él es mentalista. Lee el pensamiento. Su brazo izquierdo está como roto. Y he pensado.»
¿Qué pensaba en realidad? Max tenía la sensación de estar buscando una aguja en un pajar. ¿Por qué iba a estar Zabbatini precisamente allí? Quizá ni siquiera vivía ya en Los Ángeles, se había mudado a otro sitio. Quizá había muerto.
Sin embargo, para asombro de Max, el gordo arqueó las cejas. «¿Brazo roto?», dijo. Fue a una puerta y la abrió. «Inténtalo en la Uno-Doce. Pero ese no lee el pensamiento de nadie. Ese solo lee revistas porno.»
Max le dio las gracias y recorrió un corto pasillo que llevaba al patio interior, en torno al cual estaban ordenados los bungalows y las habitaciones de la residencia. Así todos podían ver la piscina que había en el centro. El patio estaba cubierto de palmeras y plátanos. En la esquina burbujeaba solitario un surtidor.
Max se acercó a un pequeño bungalow en cuya puerta destacaban, bien visibles, las cifras 112. Llamó con los nudillos. Esperó. Llamó otra vez. No hubo respuesta. Miró alrededor. Estaba solo en aquel patio interior tropical. El único ruido era el murmullo del surtidor. Max se acercó a una de las ventanas y miró al interior del bungalow. Vio, tendida en el suelo de la cocina, la pierna de un hombre viejo. Nada más. Solo la pierna de piel vieja y pálida, surcada de varices azules. Parecía estar metida en un pantalón corto y blanco de algodón. Un pie fláccido llevaba una sandalia azul de plástico. El resto del cuerpo estaba oculto por una pared. Max se inquietó. Pensó que quizá debería avisar al hombre gordo o a la enfermera del vestíbulo. ¿Pero le quedaba tiempo para eso? ¿Y si fuera un caso urgente? ¿Algo serio? Quizá tendría que forzar la puerta. Pero eso seguro que no les gustaría ni al gordo ni a la enfermera.
A lo mejor el hombre solo estaba dormido. A lo mejor se estaba echando un merecido sueñecito después de un largo día.
¿En el suelo?
Entonces olió el gas.
Max aporreó lo más fuerte que pudo la puerta. «¡Oiga!», gritó. «¡Oiga!»
El hombre del suelo no se movió. Max dio media vuelta, cogió su mochila y corrió al vestíbulo. La enfermera no estaba. Pulsó cautelosamente el pequeño timbre que había sobre el mostrador, y un único y claro sonido se perdió en el silencio.
Nada.
Volvió corriendo al bungalow 112. ¿Y ahora qué? Se preguntó. Sí, quizá debería forzar la puerta. Había visto eso algunas veces en las películas, pero nunca en la vida real. Tomó carrerilla y lanzó su hombro derecho contra la puerta. Al punto sintió un dolor agudo. Él era demasiado enclenque. Junto a la piscina había una silla de jardín de plástico y fue a buscarla. Luego la alzó por encima de su cabeza y la lanzó estruendosamente contra la puerta. El efecto deseado seguía haciéndose esperar. Apartó a un lado la silla y empezó a dar patadas a la puerta.
«¿Pero qué pasa aquí?», preguntó una voz.
Max dio media vuelta. Detrás de él estaba el gordo de la bata de médico y le miraba furioso.
«¿No lo huele usted?», preguntó Max.
«¿Dónde están tus padres?»
«Huele a gas», dijo Max. Se lanzó otra vez contra la puerta, que, de forma completamente inesperada, cedió. Durante un breve momento, Max se balanceó en el aire, como un astronauta o como el coyote de las películas de dibujos animados. Luego cayó con gran estruendo al suelo.
«La puerta la pagas tú», dijo el gordo.
«¡Ahí», dijo Max señalando la pierna inmóvil en el suelo.
«¡Mosche!», gritó el gordo abalanzándose al interior del bungalow como una vaca salvaje. «¡Despierta, Mosche!»
En algún momento de su vida, a Mosche Goldenhirsch, de Praga, hijo de Laibl y de Rifka y posiblemente del cerrajero de arriba, le vino la inspiración de que era mejor ser un «Zabbatini» que un «Goldenhirsch». Le había costado bastante esfuerzo ser lo uno y dejar de ser lo otro. No es que ahora eso le hubiera servido de mucho. De momento el Gran Zabbatini yacía inmóvil sobre la moqueta. Estaba prácticamente muerto. Y lo disfrutaba mucho. Tenía la impresión de flotar por encima de todo, por encima de Fairfax Avenue con sus residencias para mayores, sus boutiques de segunda mano y sus tiendas de comestibles kosher finos. Bajó la vista hacia el patio interior y sintió una maravillosa e íntima paz. Con cierta sorna vio cómo Ronnie, el voluminoso gerente de la King David, se esforzaba por sacar del bungalow su cuerpo sin vida. Parecía estar ayudándole un muchachito pequeño. Vaya mocoso, pensó Zabbatini. Pero qué más daba. Todo aquello ya no tenía que ver con él. Él era libre.
Se dio la vuelta y quiso volar al oscuro cielo vespertino, pero no llegó lejos. Porque de golpe tuvo la impresión de que alguien lo agarraba de las caderas y tiraba hacia abajo. Agitó los brazos como suelen hacer los pingüinos en los documentales, pero no sirvió de nada. Tampoco les servía de nada a los pingüinos. Eran aves corredoras que no sabían volar.
Él tampoco.
De pronto todo se volvió negro.
El bungalow constaba de una cocina y un dormitorio, y el viejo se encontraba seguramente en el umbral cuando perdió el conocimiento. Con ayuda de Max, el gordo logró sacarlo del todo. Max se quedó con él mientras Ronnie –así se llamaba el gordo– entraba de nuevo y con una llave inglesa cerraba el tubo del gas.
El hombre lanzó un quejido. Debía de tener ochenta y muchos años. Antaño quizá fue un hombre atractivo, pero la edad lo destruye todo. Tenía la cabeza casi completamente calva, las mejillas fláccidas, las cejas muy pobladas, la nariz bulbosa. Un rostro triste, marcado por años de frustración. Unas gafas negras de concha colgaban aún de su oreja derecha. Llevaba una camisa hawaiana descolorida y una cadenita al cuello con una pequeña estrella de David. El brazo izquierdo estaba desfigurado y deforme, como una rama nudosa que se separa del árbol.
¡El brazo!, pensó Max, y el corazón le dio un brinco. ¡Tenía que ser él!
Ronnie y Max levantaron al hombre, aún inconsciente, lo depositaron sobre una tumbona que había junto al borde de la piscina.
«¡Mosche!», gritó Ronnie. «¡Despierta!»
El viejo no parecía dispuesto a despertarse.
«A ver si conseguimos que despierte», dijo Max. «A lo mejor tendría usted que darle una bofetada.»
«Pégale tú», dijo Ronnie. «Al fin y al cabo es amigo tuyo, no mío.»
Ronnie no sentía especial afecto por el decrépito anciano. Hacía bastante tiempo que no le pagaba el alquiler.
«¿Yo?», dijo Max. «Si ni siquiera lo conozco.»
«¿No has pegado nunca a nadie?»
En la clase de primer grado Max pegó una vez al pequeño Willie Bloomfield, el gafotas, tras lo cual este había corrido a acusarle ante Mrs. Wolf, pero eso no contaba. Willie era un idiota.
Max negó con la cabeza.
«Es muy fácil, mira.» Ronnie hizo una demostración. La sonora bofetada hizo temblar el cuerpo del anciano como un muñeco.
«Así se hace», dijo Ronnie.
«Okay», dijo Max. Con las puntas de los dedos acarició suavemente la mejilla al viejo.
«Así no», dijo Ronnie. «Más fuerte.»
«A mí me duele el hombro», se disculpó Max.
«Con brío», dijo Ronnie. «Voy a por agua. Vuelvo enseguida.»
Max siguió a Ronnie con la mirada. Se dirigía al vestíbulo contoneándose como un pato. Tal como se movía, daba la sensación de estar satisfecho. Parecía estar en paz consigo mismo. Solo quienes están satisfechos caminan como los patos, pensó Max. Se apartó de la tumbona dando un paso atrás. Recordó los episodios de la antigua serie televisiva Kung Fu, que había visto en la tele unos meses atrás. Cómo David Carradine, cuando le obligaban a emplear la fuerza, primero se concentraba y luego pegaba con enorme precisión. Max cerró los ojos y respiró hondo. Después expulsó el aire y pegó al viejo lo más fuerte que pudo. Las gafas que le colgaban salieron disparadas de la oreja y fueron a caer a la piscina con un pequeño chapoteo.
«¡Aaaahh!», vociferó el viejo con indignación.
Abrió los ojos de par en par y miró a Max. Parecía profundamente confuso y desesperado.
Max estaba inmóvil delante de él, con la mano levantada para el siguiente golpe.
Penoso, pensó.
Max carraspeó, dejó caer la mano y, perplejo, se tiró de la camiseta. El viejo tenía ahora la mejilla derecha roja e hinchada. Miró desorientado a su alrededor. Luego murmuró: «Te quiero.»
Se llevó las manos a la cara y rompió a llorar.
Max se arrodilló junto a él y le puso con cuidado la mano sobre el hombro deformado. «Yo...», dijo, «yo también te quiero.»
El viejo alzó la cabeza y miró a Max con incredulidad y desprecio. «¡Si no es a ti!», dijo.
«Yo le he salvado...», se atrevió a alegar Max.
El viejo meneó negativamente la mano. «¿Esto es una mitzvá?9 ¿Quería yo que me salvaran? Mírame, ¿esto es vida?»
«Pero el gas...»
«¡Ojalá me hubiera muerto!», se lamentó el viejo. «¡La vida es una porquería!»
«Lo siento.»
«¡Debías haberme dejado morir!»
«No volverá a ocurrir», dijo Max. El hombre, pensó, tenía exactamente el acento de la voz del disco.
El viejo se incorporó en la tumbona y contempló pensativo el resquebrajado suelo de cemento.
Max se levantó silenciosamente. «¿Es usted el Gran Zabbatini?», preguntó.
«Calla de una vez. ¡Siempre hablar y hablar!», dijo el viejo.
Max obedeció. Así quedaron ambos un momento ensimismados, y ninguno de los dos notó que Ronnie se acercaba por detrás con un cubo de agua.
Max oyó un fuerte chapoteo y cuando levantó la vista el viejo estaba empapado. Este se reclinó en la hamaca con cara de resignación. Clavó la vista en su camisa hawaiana totalmente mojada, luego se retiró de la cara algunos de sus pocos mechones de pelo.
Ronnie dejó caer el cubo con estruendo.
«Lo siento», dijo.
El viejo dirigió a Ronnie una mirada de reproche. «Me has pegado.»
Ronnie señaló a Max. «Ha sido él.»
«¡Y ahora también quieres que me ahogue!» La voz del anciano se tornó estridente.
«Habías perdido el conocimiento», replicó Ronnie, ya sin saber qué decir.
El viejo hizo un gesto desdeñoso con la mano. «Bueno, qué más da», rezongó. Con visible esfuerzo se levantó de la tumbona y, arrastrando los pies, se dirigió a su bungalow.
«¿Y por qué está rota mi puerta?», preguntó.
«Verá...», tartamudeó Max. Pero el viejo, agotado, le hizo callar moviendo la mano y salpicando así un poco de agua. Max cerró la boca.
«Da igual», dijo el viejo. «Da todo igual.»
«Su cuarto todavía huele a gas», dijo Max.
«¿Y eso qué importa?», preguntó el viejo pasando con cuidado por encima de la puerta rota. «Despiértame cuando haya tortitas», dijo a Ronnie. Luego rebuscó en el bolsillo del pantalón sus pastillas para el corazón. Al fin y al cabo no quería sufrir un infarto.