35. EL TRUCO

Rosl Feldmann no se sentía libre en absoluto. Había creído que la maleta le abriría un túnel mágico, por el que llegaría a otro sitio, a un lugar donde hubiera aire fresco y brillara el sol. En lugar de eso estaba encerrada en la maleta angosta y oscura, como en un ataúd. El doble fondo estaba encima de ella. Poco a poco había entendido bien el mecanismo. Se encogió todo lo que pudo. Se esforzó por sosegar la respiración. Era como jugar al escondite. Ahora se trataba de no delatarse. Fuera se oía ruido de voces, gritos, perros que ladraban. Caos. Notó que levantaban la maleta, luego que la arrastraban por el suelo. Se apoyó con brazos y piernas en los lados para que no la sacudieran demasiado. Pusieron la maleta en el suelo, luego no ocurrió nada durante un rato. Oía hablar fuera.

De pronto, alguien empezó a trajinar en la maleta. A Rosl le entró miedo. Estuvo a punto de gritar, pero se apretó las manos contra la boca y se mordió la lengua. Ni el menor ruido, había dicho Mosche Goldenhirsch. Luego oyó otra vez voces y un disparo. Se sobresaltó pero se dominó. Guardó silencio con una obstinación que nunca creyó poseer. Al lado de la maleta pareció que caía algo al suelo. ¿Una persona?

De repente abrieron la maleta. Entró aire frío y se le puso la carne de gallina, no solo por el frío. Guiñó los ojos y se obligó a pensar que era invisible. Esa era al menos su esperanza, que fuese invisible. Y al parecer, lo era, en efecto. Porque a los pocos momentos se cerró otra vez la maleta. Aliviada y silenciosa, Rosl respiró hondo. Luego ya no ocurrió nada. Oyó un silbato, y poco a poco se alejaron las voces y los ruidos. Aquello duraba una eternidad. Sus extremidades estaban entumecidas. Los brazos y las piernas empezaron a picarle. Le dolía la espalda. Trató de trasladarse mentalmente a otro sitio. Pensó en los cuentos que siempre le contaba su padre en Zirndorf antes de dormir. Cuentos sobre duendes buenos y enanos joviales. Tenía que distraerse porque estaba segura de que cualquier ruido y cualquier movimiento falso podían delatarla. En algún momento, vencida por el miedo y el agotamiento, se quedó un rato medio dormida.

Cuando de pronto la maleta se movió despertó de golpe y trató al momento de respirar otra vez tranquila y silenciosamente. Estaba sudando, pero el sudor de su frente era frío. Los brazos y las piernas estaban entumecidos. Movieron bruscamente la maleta, luego la levantaron y la pusieron en algún sitio, seguramente un carro de mano. Rosl se quedó en una incómoda postura oblicua. Dio un quejido y se arrepintió al momento.

La niña no lo sabía pero ya no se encontraba en peligro inmediato. Los SS estaban muy lejos y ocupados con otras cosas. Los hombres que transportaban la maleta eran prisioneros del campo. Chirriando y dando saltos, el carro de mano se puso en movimiento. Rosl se preguntó dónde estarían sus padres y cuándo volvería a verlos. Pensando en eso le vinieron lágrimas a los ojos, sin embargo hizo un esfuerzo por tranquilizarse. Tenía que seguir jugando al escondite, pasara lo que pasara.

Luego, bajaron del carro la maleta con su precioso contenido y volvieron a llevarla en la mano. Una vez más la colocaron bruscamente en el suelo. Esta vez Rosl estaba mejor preparada, buscó apoyo y no se quejó. Silencio. Oyó voces que se alejaban. Otra vez se le cerraban los ojos. Notó cómo se iba alejando de todo, aliviada, liberada.

No supo cuánto tiempo había dormitado, pero en algún momento los brazos y las piernas le dolían tanto que eso la hizo despertarse. Como aún no oía nada en el exterior, se forzó a tomar una decisión. Estaba hasta la coronilla de aquel escondite angosto e incómodo. Y Mosche Goldenhirsch había dicho que cuando todo estuviera en silencio podía salir. Determinó entonces abrir la maleta y atreverse a echar una ojeada fuera. Apretó cautelosamente hacia arriba el doble fondo con una mano y estiró la otra mano. Tanteó, junto a la hendidura, el botón que le había enseñado Mosche Goldenhirsch. Lo apretó muy despacito. La maleta se abrió un poco, y Rosl miró hacia fuera.

Estaba tendida en el borde de una gran montaña de maletas. Nunca había visto tantas maletas y bolsas amontonadas. Sobre cada bulto estaba escrito con tiza un apellido y algunos números. Cuando miró alrededor notó que se encontraba en un almacén.

¿Qué es esto?, se preguntó. ¿Dónde he acabado? Parecía una fábrica. Una fábrica de maletas.

Veía paredes de ladrillo y un techo de madera. Del techo colgaban lámparas que iluminaban pobremente la nave. En el centro del recinto había grandes mesas. Sobre ellas, maletas abiertas.

Luego Rosl oyó ruidos y cerró apresuradamente la maleta.

Ya no vio que un grupo de presos entraba en la nave, escoltados por dos SS. Los prisioneros empezaron a llevar maletas del montón a las grandes mesas y a abrirlas y a registrarlas ante los ojos vigilantes de los uniformados. Las prendas de vestir y los objetos sin valor los echaban a un lado. El dinero, el oro y las joyas habían de ser llevados inmediatamente a un hombre de uniforme que había llegado un poco después y se había sentado ante una de las mesas auxiliares. Cuidadosamente consignaba los objetos de valor en un gran libro abierto delante de él. Los dos vigilantes no apartaban la vista de los presos, lo que no les impedía charlar el uno con el otro.

Estaban muy cerca de la maleta de Rosl. La niña pudo oír algunas frases de lo que hablaban. Se trataba de los resultados de un partido de fútbol. Rosl oía las sacudidas de las maletas y trataba de imaginar lo que ocurría fuera. Una cosa estaba clara: era imposible salir ahora de la maleta sin que se dieran cuenta. Por tanto había de seguir teniendo paciencia. ¿Pero cuánto tiempo aguantaría allí dentro?

Cuando notó que levantaban de pronto la maleta, el corazón empezó a palpitarle furiosamente. ¿Qué harían con ella si la encontraban?, se preguntó. ¿Matarla? ¿O llevarla con papá y mamá? Qué estupendo sería eso, pero le parecía improbable.

Seguramente la matarían. Cerró los ojos. Trataba de imaginarse cómo se sentía uno cuando estaba muerto. Pero no se le ocurría nada. Quizá era como un sueño profundo del que nunca se despierta. Eso no sería tan grave. Comoquiera que fuese, pronto lo sabría.

La trasladaron unos metros y luego la depositaron otra vez. Y luego se abrió la maleta. Unos dedos flacos, huesudos, tantearon el doble fondo, lo levantaron. Rosl vio un rostro asombrado, demacrado. A Rosl le recordó una calavera. Le dio pena aquel hombre. Ella se puso el dedo delante de los labios.

El hombre reaccionó con presencia de espíritu. Puso su flaco cuerpo delante de la maleta abierta para que nadie pudiese ver su interior. Luego cogió una manta vieja y la echó encima de la niña. Ella se encogió todo lo que pudo debajo del sucio tejido de lana. De pronto oyó pasos.

«¿Qué tienes ahí?», decía alguien.

«Nada», replicó el hombre con voz temblorosa.

«Déjame verlo.»

«Solo es ropa vieja.»

Durante unos segundos no oyó nada, luego dijo la otra voz: «¡Venga, continúa!»

Notó cómo la agarraban las manos del preso. Envuelta en la manta, la sacó de la maleta como si no fuera otra cosa que un hato de tela. Luego la colocó sobre algo blando. Era un montón de ropa. Siguieron arrojando sobre ella otras prendas de vestir, y pronto yacía bajo una capa de trapos. Qué maravillosa sensación después de las horas pasadas en la maleta. Rosl se estiró un poco. Confiaba en que nadie la viera.

Luego se durmió. Esta vez, arropada con tantos vestidos, cayó en un sueño largo y profundo.

Cuando se despertó, sintió movimiento. Estaba tendida, todavía en medio del montón de ropa, en un carro de mano, podía oír el rechinar de las ruedas. Olió aire fresco y el frío de la noche. Luego pusieron el carro en pie sobre uno de los extremos y ella resbaló hacia abajo.

¡Dio un grito! No había podido evitarlo. No vio nada, solo sintió la caída y estaba como obnubilada por el miedo. Sin embargo, aterrizó sobre blando.

Trató de calmar la respiración y los furiosos latidos de su corazón. Esperó unos minutos, luego se abrió camino despacio hacia arriba, al aire.

A su alrededor había ropa, zapatos. Restos de comida, excrementos. El hedor era terrible. Miró a su alrededor, pero no vio a nadie. Por lo que podía ver, se encontraba en un vertedero de basuras..., fuera, en el campo abierto. A lo lejos vio reflectores y alambradas de espino. Luego se desmayó.

Cuando Rosl Feldmann se despertó, salía el sol. Ahora hacía menos frío que por la noche y la luz del día naciente iluminaba el mundo. Luego oyó ruidos. Alguien revolvía la basura. Su corazón dejó de latir un momento.

Una mano agarró la manta en la que estaba envuelta. Antes de que pudiera reaccionar, le quitaron de encima la tela y allí yacía, temblorosa y sin protección, en la luz despiadada.

Era un hombre envuelto en sucios harapos. Cuando la vio, retrocedió asustado. Luego la agarró con fuerza. Ella no podía distinguir el rostro, le parecía solo una sombra negra. La levantó y se la llevó de allí.

A los pocos metros, alcanzaron la linde del bosque. El hombre la puso bruscamente en el suelo. Luego se agachó y la miró. Le dijo algo, pero ella no entendió su idioma.

Una cosa entendió, sin embargo: su mano tendida. Rosl la agarró y se dejó conducir al bosque.

Media hora aproximadamente caminaron así, cogidos de la mano. Luego torcieron por un sendero y llegaron a un pueblecito en el que, al parecer, a esas horas del día todos dormían aún.

El hombre le había echado sobre los hombros su abrigo maloliente. La atrajo más hacia él y fue con ella a una pequeña iglesia junto a la que había una casa de dos plantas, pintada de blanco. El hombre llamó a la puerta. Nadie respondió. Volvió a llamar, una y otra vez, hasta que la puerta se abrió por fin.

Ante ellos apareció una figura de negro. El hombre cambió con ella, en voz muy baja, unas frases apresuradas en su extraño idioma. Luego empujaron bruscamente a Rosl dentro de la casa y la puerta se cerró tras ella. El hombre había desaparecido. La niña levantó la vista hacia la figura vestida de negro. Parecía un fantasma, envuelta totalmente en tela negra. Pero por debajo salían dos pies. Eran de cuero y, por lo que vio Rosl, se trataba de zapatos como los que llevan las mujeres.

El fantasma le habló, pero Rosl no entendió ni una palabra. Entonces la figura de negro se inclinó hacia ella, y Rosl vio por primera vez su rostro. Era el rostro de una vieja. Sus ojos irradiaban amabilidad. En torno al cuello llevaba un crucifijo de plata. Sonreía.

Rosl le devolvió la sonrisa.