14. MIL LUCES

Max Cohn y el decrépito anciano estaban sentados en un rincón de Canter’s Deli, en Fairfax Avenue, y tomaban bocadillos de rosbif, patatas fritas y tortitas. Era poco después de las diez, pero en Canter’s había como siempre gran animación. La sala tenía una iluminación amarilla y naranja, y el arrugado rostro del viejo causaba una impresión casi inquietante con aquella luz. Los bancos estaban tapizados de piel sintética. Sobre la mesa beige, además de los montones de comida, había frascos de mostaza y de ketchup. Entre las voces de los otros clientes se podía oír el ruido de los cocineros y los camareros procedente de la cocina.

Max bebía una Coca-Cola. El viejo sacaba los trozos de cebolla del bocadillo y los iba poniendo sobre la mesa junto al plato. Sacudía contrariado la cabeza.

«Cuando como cebollas», masculló, «tengo que pedorrear.»

«Pues vaya», dijo Max.

«Cebollas», repitió con tristeza el viejo. «Cebollas por todas partes.»

Max bebía a sorbos su Coca-Cola. «¿Es usted mago?»

Su interlocutor pasó por alto la pregunta. Levantó la rebanada superior de pan de centeno y miró con recelo el interior del bocadillo. Una camarera mayor con una bata amarilla llegó arrastrando los pies a la mesa y suspiró con dramatismo. Su pelo estaba teñido de rojo haciendo juego con el lápiz de labios. Llevaba sombra de ojos azul y tenía una enorme pechera colgante. Con la mano izquierda se apoyó en la mesa, con la otra rebuscó en el bolsillo de la bata hasta que encontró su lápiz y su bloc de notas.

«Mi cadera no mejora», dijo.

«¿Por qué hay cebolla en mi bocadillo?», preguntó el viejo. «¿Qué porquería es esta?»

«¡Cuidado con esa lengua!», le increpó la camarera. «¡Hay niños delante!» Luego añadió melosamente: «¿Desean alguna cosa más los señores?»

«¿Por qué la gente pone siempre cebolla en todas partes?» Al parecer no estaba dispuesto a abandonar el tema.

«A la gente le gusta la cebolla. A la gente normal. ¿Quiere usted un café o alguna cosa más?»

«¿Café?», dijo indignado. «¿Para que no duerma en toda la noche?»

«Era solo una pregunta», dijo la camarera.

Max no comprendía cómo podía permanecer tan tranquila. A él el comportamiento del viejo le resultaba enormemente penoso. Pero por lo visto esos modales eran habituales en Canter’s.

«¡Café!», dijo el viejo despectivamente. «¡Qué porquería; anda, largo!»

La camarera puso la cuenta sobre la mesa y se marchó.

Max repitió su pregunta: «¿Es usted mago?»

El viejo sacudió la cabeza. «No.»

Max había perdido la seguridad. ¿Habría dado con el hombre equivocado? ¿Qué pasaba con el brazo mutilado que Luis, más conocido como Wacky el payaso, había mencionado?

«¿Conoce usted Hollywood Magic Shop? El dueño se llama Luis.» Como no hubo reacción alguna, Max añadió: «Luis también es mentalista. Me ha dicho que piense en una hortaliza...»

«¡Otra vez esa estupidez!», dijo el viejo en voz alta. «¡Déjame en paz de una vez!»

«¡Así que de verdad usted no es mago?»

«¡Mírame! ¿Te parece que tengo aspecto de mago? ¡Soy un viejo decrépito! ¡Quiero morir! ¡Pero no, él tuvo que salvarme!»

Max abrió su mochila y sacó el disco. «Este es igual que usted.»

El viejo apenas prestó atención al disco. Se metió en la boca un pedazo de tortita. Finalmente de mala gana y con la boca llena lo admitió: «Sí, ese soy yo.»

«¡Así que es usted mago!»

El viejo sacudió la cabeza. «Bueno, lo fui. Ahora estoy jubilado. Así que no se hable más del asunto.»

«Verá», empezó Max, «tengo un problema. Y confiaba en que usted me ayudara.»

«Yo no ayudo.»

«Se trata de mis padres», prosiguió Max imperturbable. «Van a divorciarse.»

«Eso está bien», dijo el Gran Zabbatini.«¿Sabes por qué es tan caro el divorcio?»

Max negó con la cabeza.

«Porque cada céntimo que se gasta en él está bien empleado», dijo Zabbatini con una risita.

Max podía ver la tortita masticada que tenía en la boca. Por alguna razón, aquella conversación no tomaba el rumbo que él había esperado.

«Pero yo no quiero que se divorcien.»

«Y yo quiero que mi caca huela como el oro.»

Max hizo un último intento. «En el disco hay una fórmula mágica. Amor eterno. Yo quería oírla y luego... aplicarla. Pero el disco está rayado. Yo pensé... Yo esperaba...» Se quedó callado. Luego recobró los ánimos: «Yo confiaba en que usted pudiera decirme la fórmula mágica, o lo que fuese necesario, para que mis padres se enamoren otra vez, para que mi padre vuelva a casa.»

Zabbatini clavó la vista en Max. Luego le apuntó con el tenedor y dijo: «No he oído en toda mi vida una estupidez como esa.»

Max enrojeció. Guardó silencio. Luchaba por contener las lágrimas.

Entonces Zabbatini dijo: «Zanahorias.»

«¿Qué?»

«La hortaliza en la que pensaste. Zanahorias, ¿no?»

Max se enjugó furtivamente una lágrima del ángulo del ojo. «¿Cómo lo sabe?»

«Todos dicen la misma. Siempre zanahorias. Es lo primero en lo que se piensa. No tengo ni idea de por qué. Es un truco viejísimo.»

Max asintió admirativamente y Zabbatini insinuó una pequeña reverencia. Una sonrisa le pasó rápidamente por la cara, y durante un instante pareció varios años más joven y no tan desabrido como un momento antes.

«Hábleme de usted», dijo Max, que quería aprovechar el favor del momento. «¿Cómo llegó aquí?»

Zabbatini lo miró desconcertado. «A pie. Tenía hambre.»

«No, no aquí a Canter’s», dijo Max. «A Estados Unidos.»

«Ah», dijo Zabbatini. «Vine con el ejército de Estados Unidos.»

«¿Era usted soldado?»

«No.» Sacudió la cabeza. «Era prisionero.»

Max se quedó espantado. «¿Hizo usted algo malo? ¿Era un gángster?»

«Qué va», replicó Zabbatini con aspereza. «Era judío.»

«¡Yo también!», dijo Max lleno de alegría por tener ambos algo en común.

«En aquella epoca», prosiguió Zabbatini, «no era bueno ser judío.»

Max asintió. Algo parecido había oído decir a su abuela.

Zabbatini habló del día de la liberación. Era el 27 de enero de 1945, un día que él no olvidaría jamás. Le habían metido, como a tantos otros, en un campo de concentración. En aquel entonces Zabbatini era joven aún y apto para el trabajo, eso le ayudó a sobrevivir. Eso, y mucha buena suerte.

«Luego llegó el Ejército Rojo», dijo Zabbatini tomando otro trozo de tortita.

«¿Quién?», preguntó Max.

«¿Quién? ¡Los rusos!», exclamó Zabbatini.

En los últimos días de la guerra Zabbatini enfermó de disentería y yacía sin fuerzas en la barraca. Tenía una diarrea horrible y pensaba que ya se acercaba el final. A más tardar la próxima vez que pasaran revista por la mañana y él no apareciera se acabaría todo para él. Lo matarían de un tiro como a un perro. Pero ya no volvieron a pasar revista. Zabbatini yacía en la barraca, febril y lloriqueando, y cuando levantó la vista, había delante de él un hombre con un uniforme desconocido.

«Aquel hombre parecía un chino», dijo Zabbatini.

«¿Un chino?», preguntó Max. «Pensaba que era un ruso.»

«Y lo era», dijo Zabbatini. «Un ciudadano soviético de Mongolia o de donde fuera. Uno de los hombres nuevos. Rusia es un país inmenso.»

Max asintió.

Zabbatini volvía ahora a verlo todo ante él, la barraca apestosa, su catre de madera, el hombre gigantesco uniformado que le había hecho un gesto con la mano. Solo había dicho una palabra: «Tovarich.»

«¿Qué significa eso?», preguntó Max.

«Eso es ruso», explicó Zabbatini. «Significa “amigo”.»

En ese momento supo que estaba salvado. Una sensación de felicidad como raras veces había conocido invadió su cuerpo. Los rusos le llevaron a un hospital de campaña y le dieron medicinas y hasta sopa. A los pocos días se había recuperado. Pasó varias semanas más en un campamento para desplazados, luego se dirigió hacia el oeste. Fue un viaje largo y fatigoso. Alemania era un campo de ruinas.

En las proximidades de Hannover vio colgado de un árbol el cadáver de un hombre. Le repugnaba mirarlo, sin embargo observó detenidamente a aquel hombre. Sin duda llevaba ya unos días colgado del árbol. Zabbatini casi se había desmayado de horror. Aunque los cuervos ya le habían vaciado los ojos, reconoció al hombre.

Luego oyó una voz a sus espaldas:

«You know him?»

Zabbatini se dio media vuelta. Frente a él había un comandante del ejército estadounidense, abrochándose el pantalón. A unos metros de distancia había un jeep aparcado. Por lo visto, el hombre acababa de echar una meada. En el jeep había dos soldados más que se repartían un cigarrillo.

Zabbatini asintió. Tenía que luchar contra las náuseas. El cadáver olía intensamente a putrefacción.

«Who is he?», preguntó el comandante.

«Un comisario», dijo Zabbatini.

«A policeman?»

Zabbatini asintió.

«A nazi?», preguntó el comandante.

Zabbatini asintió inseguro. Sí, en rigor, el hombre había sido un nazi. En rigor. Se dio media vuelta. Ver aquel muerto le infundía infinita tristeza. Él le había tenido afecto.

«What was his name?»

«Erich Leitner. Yo le ayudé a capturar a un asesino.»

«You’re a policeman, too?», preguntó el comandante.

Zabbatini negó con la cabeza. «Soy mentalista.»

«A what?», preguntó el comandante.

Zabbatini le explicó que poseía la misteriosa capacidad de leer los pensamientos de otras personas. El comandante era escéptico.

«¿Tiene usted un bloc?», preguntó Zabbatini. «¿Y un lápiz?»

«Sure», dijo el comandante.

«Piense en una hortaliza. En una cualquiera. Escríbala...»

La conversación fue animándose poco a poco; Zabbatini contó más anécdotas de su vida. Max sabía que a los viejos nada les gusta más que hablar de su pasado. Vivían en el pasado, porque su limitado futuro ya solo contenía andadores de ruedas, orinales de cuña y dolorosas artritis.

Zabbatini contó a Max cómo había emigrado a Estados Unidos.

«El comandante Forman me ayudó mucho.» Se comió otro trozo de tortita, su mirada se tornó soñadora. Dijo con orgullo: «¡Después de la guerra fui coronel del ejército estadounidense! Tenía incluso un uniforme. Muy chic. Muy verde.»

Max estaba impresionado. «Cool», dijo. «¿Y qué hacía usted?»

«Detectaba comunistas.»

«¿Qué?»

«Comunistas. Yo tenía que encontrarlos.»

«¿Y qué es un comunista?»

«Un comunista es uno que sueña con un futuro mejor.»

Max se rascó la cabeza. «No lo entiendo.»

«Yo tampoco. Pero está prohibido.»

«¿El futuro mejor?»

«El comunismo.»

Zabbatini explicó que después de su encuentro con el comandante en Alemania había trabajado para el ejército estadounidense leyendo el pensamiento. Tenía que encontrar a comunistas infiltrados. En contrapartida obtuvo un uniforme y un grado militar, un sueldo fijo y, last but not least, la nacionalidad estadounidense.

En 1948 viajó a Nueva York.

«No puedo describirte», dijo a Max, «lo que fue ver por primera vez la Estatua de la Libertad. Llegué de Hamburgo, en barco. Cuando arribamos a Nueva York, era de noche. Hacía mucho frío y mucho viento. ¡Y qué lluvia! Pero todos nosotros, lo mismo jóvenes que viejos, enfermos o sanos, todos subimos a cubierta para verla.»

Se quitó las gafas y las secó con una servilleta.

«¡Maravilloso! Manhattan como un diamante en la oscuridad. Miles de luces brillando en la niebla. Y la estatua... era como si nos prometiera algo.»

«¿El qué?»

Zabbatini se encogió de hombros. «Un futuro mejor.»

«¿La Estatua de la Libertad también es comunista?», preguntó Max.

Zabbatini negó con la cabeza. «No, no, no es eso. Cuando la vi, solo pensé: Ahora hay un poco más de libertad y algunos nazis menos.»

Hizo una pausa, como si viera el pasado ante él en un sueño del que no quería despertar. Luego contó a Max cómo tomó parte en el «proyecto MK-ULTRA».

«¿Qué proyecto era ese?», preguntó Max.

Zabbatini se dio unos golpecitos en las sienes. «Control del pensamiento. CIA. Un proyecto secreto para dominar a los tontos.»

«¿Control del pensamiento?»

«Sí», dijo Zabbatini.

«¿Y eso funciona?», quiso saber Max.

«¡Claro que no, tontainas! Por eso me marché de la CIA y me fui a la cadena de televisión CBS.» Dio unos sorbos a su té helado y dijo: «Todo es absurdo. Trucos estúpidos. No existe la magia. Tu padre no volverá y tú no puedes hacer nada. Ahora, paga la cuenta. Quiero marcharme de aquí, tengo que ir al retrete.»

Max preguntó con voz ahogada: «¿De verdad que no puede hacer nada?»

Zabbatini negó con la cabeza. «Nada.» Dio unos golpecitos en la cuenta con la punta de los dedos. «Dinero», dijo.

Max miró asombrado el papelito. ¿De verdad tenía que pagar él? Estaba acostumbrado a que las personas mayores lo pagaran todo. Cautelosamente cogió la cuenta, como si tuviera miedo de una enfermedad contagiosa. Luego dijo: «No tengo tanto dinero.»

«¿Qué?», gritó Zabbatini. «¿Me traes aquí a cenar y luego no tienes dinero?»

«Yo no le he traído a usted aquí», dijo Max.

«¡Fue idea tuya!»

«Usted quería tortitas.»

«¡Claro! ¿Quién no quiere tortitas? Yo quiero siempre tortitas. Tortitas y mujeres.»

«Pero yo no puedo pagarlo.»

Zabbatini le miró y dijo: «Ese no es mi problema.»

Dicho eso, se levantó y salió tranquilamente del restaurante. Max se quedó atrás preguntándose qué podía hacer. Tenía cinco dólares escasos, no era suficiente. Tras unos segundos de angustiosa reflexión, hizo lo único que parecía tener cierto sentido.

Max sentía cómo le latía el corazón en el pecho. Miró a la camarera. Cuando ella se dio media vuelta, él se levantó de un salto del banco de piel sintética y corrió lo más deprisa que pudo hacia las puertas vidrieras.

No llegó lejos. Las manos de la camarera le sujetaron por los hombros.

«¿Adónde vas?», preguntó. Le hacía daño con el puño que lo tenía agarrado.

Max enrojeció. «Yo... yo solo quería respirar aire fresco.»

«Primero se paga», dijo. «¿Dónde está el viejo?»

Max miró al suelo enlosado. «Se ha marchado.»

«¿Se ha marchado? ¿De modo que pagas tú o qué?»

Max empezó a tartamudear y a jadear. Al final admitió: «No tengo bastante dinero.»

«Ajá», replicó la camarera.

Max creyó notar un tono sarcástico en su voz.

«Comer bocadillos de rosbif y tortitas y luego no tener dinero. ¿Dónde están tus padres?»

Max empezó a explicarle que él se había marchado de casa para conseguir que un ilusionista, que entretanto ya se había jubilado, embrujara a sus padres con un sortilegio amoroso, pero al cabo de unos segundos ella ya no le escuchaba. Llamó al gerente, un hombre huesudo de mediana edad de espesas cejas y con una camiseta amarilla de Canter’s. Nada más empezar el interrogatorio, Max se derrumbó y dio el número de teléfono de su madre. Max se quedó como rehén en el despacho del gerente. El cuarto estaba lleno de fotos antiguas y de pilas de papeles. Sobre una de las pilas había un teléfono antiguo negro con disco para marcar. Por lo visto, en Canter’s el tiempo se había detenido. El gerente marcó el número y pasó el auricular a Max. Su madre se puso al primer timbrazo.

«¿Diga?» Su voz denotaba pánico.

«Mamá, soy yo, Max.»

Se oyó un suspiro. ¿Estaba furiosa o aliviada?

«¿Dónde estás?», preguntó con voz chillona. «¡Estaba muerta de preocupación! ¡Te voy a matar!»

«Estoy en Canter’s», dijo Max.

«Canter’s», gritó incrédula. «Pero por amor de Dios, ¿qué haces tú en Canter’s?»

«He tomado un bocadillo de rosbif», le explicó Max. «Y tortitas.»

Ella tardó varios minutos en tranquilizarse. Temblaba de furia. Prohibió a Max salir de su cuarto durante las dos semanas siguientes. «¡Y ni internet ni televisión!» Luego hubo negociaciones con el gerente de Canter’s sobre los detalles de la entrega del rescate. Mamá anunció que llegaría enseguida, que pagaría la cuenta y recogería al rehén. El gerente devolvió el auricular a Max, pero mamá ya había colgado. Max colocó el auricular en la horquilla y maldijo al viejo loco del mago.