8. AMOR ETERNO
Max abrió con cuidado la puerta del garaje y miró en la penumbra. En lugar de los coches, sus padres metían en el garaje sus trastos viejos. Cuando Max tenía cinco años había visto allí una lagartija. Para la lagartija el encuentro fue tan inquietante como para Max, pero, naturalmente, eso él no podía saberlo. La lagartija, un ser de tiempos remotos, se había acomodado sobre un espejo roto. Max y ella se miraron a los ojos, como dos pistoleros de una película del Oeste. Luego la lagartija dio media vuelta y desapareció con la rapidez del rayo. Desde entonces, el garaje era para Max un lugar oscuro, misterioso, que le daba un poco de miedo. Pero, como todo lo misterioso, también le producía cierta fascinación. Los muebles que había por los rincones estaban cubiertos de telas blancas llenas de polvo, por doquier había cajas en las que quién sabe lo que podía haber. El garaje le llamaba, le atraía, le desafiaba a descubrir sus secretos. Sin temor a la muerte, entró. Tenía que encontrar aquel trasto.
Por la mañana había enseñado el disco a su madre. «Es de papá», le había explicado. «Lo encontré cuando se fue de casa.»
A mamá, ese sensacional descubrimiento no le produjo excesiva impresión. «Bueno, ¿y qué pasa?», había dicho aplastando el cigarrillo en el cenicero.
«Esto era el disco de papá.» Max había subrayado cada palabra como si explicara la Creación a un idiota. Desde que papá se había ido, mamá había cambiado, y de ninguna manera para mejor. O bien iba y venía febrilmente por la casa, limpiando y poniendo todo en su sitio, o permanecía sentada mirando al vacío. A Max no le gustaba ni lo uno ni lo otro y estaba firmemente decidido a hacer algo para combatirlo.
Pero para eso necesitaba un arcaico aparato que sus padres llamaban «tocadiscos». Mamá le había dicho que estaba en el garaje, detrás del viejo sofá de la abuela. Pero allí no lo encontró por ninguna parte. Por suerte, Max no tropezó con ningún representante del mundo animal. Sin embargo tenía cierto nerviosismo mientras rebuscaba en el garaje, revolvía en cajas diversas y sacaba a la luz todo género de trastos: marcos de cuadros rotos, antiguas figuras de playmobil, ceniceros, papeles amarillentos. Residuos de una vida de familia. Por la ranura de encima de la puerta del garaje entraba un delgado resquicio de luz solar, una raya luminosa en el suelo. Max estaba en una misión de la que nada podía disuadirle, ni siquiera su miedo a las lagartijas. Lo intentó todo, miró en todas las cajas y se metió debajo de cada mueble.
Al final lo encontró. En una caja de mudanza con el letrero «Box Bros», enterrado debajo de blusas y –¡qué asco!– sujetadores viejos de su madre. El tocadiscos era un chisme grande y pesado con una superficie redonda en el centro, junto a la que estaba fijada una delgada barra de metal, como el brazo de un pequeño robot. En un lado, en una placa plateada, ponía: «Dynavox».
Max sacó el tocadiscos del garaje con mucho cuidado y lo puso sobre la encimera de la cocina.
Su madre lo miró sorprendida. «¡Ah, el viejo cacharro!», dijo, y su voz sonó rara. Llevaba guantes de goma amarillos que le llegaban hasta el codo, además de un delantal. Había hecho limpieza todo el día y sacado brillo, como una posesa, a cada superficie de la casa. Dejó caer la esponja en un cubo lleno de agua jabonosa. Luego se acercó despacio al tocadiscos. «Tu padre y yo siempre escuchábamos música en él.»
Max estaba molesto. En los últimos tiempos siempre llamaba a papá «tu padre». Como si fuera un extraño.
Mamá ayudó a Max a quitar el polvo del tocadiscos y le preguntó si lo quería como regalo de cumpleaños, pues faltaban dos semanas escasas para que cumpliera once años.
«¡Ni hablar!», dijo Max. «Quiero un regalo de verdad.»
En el tocadiscos había un conmutador para encender y apagar y una rueda con la que se podía regular el volumen. Era casi increíble, en efecto, que la gente hubiese utilizado algo tan poco manejable. Max llevó el pesado aparato a su cuarto, porque para la fase decisiva de su experimento necesitaba tranquilidad absoluta.
Mamá le siguió con una mirada un poco divertida. Luego dio media vuelta, sacó la esponja del cubo y se puso a fregar de nuevo.
Por fin estaba todo preparado. Max había cerrado la puerta de su cuarto, había sacado el disco del armario de la pared y corrido las cortinas. Enchufó el cable y encendió el tocadiscos. Luego cogió con cuidado el disco y lo colocó en el platillo. Entonces empezó a girar. Muy bien. Con gran suavidad colocó encima la aguja y oyó un crujido. Y de pronto, la voz del Gran Zabbatini llenó el espacio. Hablaba con un acento que a Max le recordaba en parte a su abuela y en parte al Drácula de las viejas películas en blanco y negro.
«Señoras y señores, queridos niños y niñas», chirriaba la voz. «Os está hablando el Gran Zabbatini...»
¡Aquello funcionaba! Max se tenía por un indio confrontado por vez primera con la civilización. «En este disco encontraréis una poderosa magia que hará que vuestra vida sea mucho mejor, y si no, se os devolverá el dinero.» Max cerró los ojos. «Mi magia lo puede todo», continuó Zabbatini. «¿Queréis dinero? ¿Un cuerpo vigoroso? ¿Felicidad? ¿O amor eterno?»
En ese momento Max volvió a abrir los ojos. Zabbatini alargaba mucho la palabra amor, sobre todo al final. Sonaba como «eternoo amooorr».
Ahora Max se impacientó. Comprobó en la funda de cartón en qué momento llegaría el hechizo amoroso. Era la última fórmula mágica. Okay. Levantó la aguja y volvió a ponerla con cuidado en el disco un buen trozo más adelante. Durante un rato, Zabbatini fanfarroneó aún con una magia numérica, luego Max oyó por fin:
«El siguiente conjuro es tal vez la magia más poderosa del mundo, ¿verdad? ¡Un hechizo amoroso!»
No era muy fácil seguir al Gran Zabbatini. Cuanto más tiempo hablaba aquel hombre, tanto más ininteligible se tornaba su acento. Pero una cosa estaba clara: el sentido y la finalidad de ese conjuro era llevar a dos personas a enamorarse una de otra. «Con este sortilegio», explicó Zabbatini, «dos personas quedan ligadas más estrechamente para siempre.»
Si el conjuro funcionaba, papá regresaría a casa, mamá dejaría por fin de limpiar y el divorcio no tendría lugar. Entonces todo volvería a estar bien. Max tuvo que aguzar el oído para que no se le escapara ninguna palabra de la fórmula mágica. Zabbatini explicó con voz áspera y confusa que era necesario encender un «ciirrrio». Muy bien. Sin problema. Max paró el disco, abrió la puerta y fue a la cocina.
Mamá estaba ante la nevera y reflexionaba sobre lo que debía hacer con las coles de Bruselas que por desgracia había comprado.
«Estaban de oferta», dijo a Max. «A ti te gustan las coles de Bruselas, ¿no?»
Max se encogió de hombros. Cuando era pequeño probó una vez aquella porquería y la vomitó al momento. No, las coles de Bruselas no le gustaban demasiado. Se le ocurrió pensar que otras madres sabían bien lo que comían o no comían sus hijos. A veces él se sentía allí como un extraño.
«Necesito una vela», dijo.
«¿Para qué?»
«No, nada.»
Fisgoneó en los cajones de la cocina hasta que encontró una vela pequeña de Ikea. Entonces se dio media vuelta y se marchó a su cuarto. Pronto estaría papá allí otra vez y el asunto de las coles de Bruselas habría pasado a la historia.
«¡Pero ten cuidado, hijo mío!», le gritó mamá. «¡No vayas a prender fuego a algo!»
Max cerró de golpe la puerta de su cuarto y puso la vela sobre su escritorio junto al tocadiscos.
Encendió de nuevo el aparato.
«¡Y ahora...», tronó la voz de Zabbatini, «... viene el conjuro! ¡El conjuro del eternoo amoooorr!»
Max escuchaba con gran concentración. ¿No debería tomar apuntes, como en el colegio? Buscó en su mochila un bloc de notas y un bolígrafo.
«¡El conjuro del eternoo amooorrr!», repitió Zabbatini.
Max sujetó el bolígrafo en la mano. Estaba listo. La vela estaba encendida y parpadeaba. Apenas entraba luz a través de las cortinas corridas. Incluso el conejo Hugo, que mordisqueaba una zanahoria en su jaula al otro extremo de la habitación, levantó las orejas.
«¡El conjuro del eternoo amooorrr!»
Sí, pensó Max. Eso ya lo sabemos. Venga, adelante.
«¡El conjuro del eternoo amooorrr!»
Qué raro, pensó Max. ¿Por qué no avanza esto? ¿Qué pasa?
«¡El conjuro del eternoo amooorrr!»
Max miró fijamente el disco. Vio entonces que la aguja, cada vez que llegaba a un determinado punto, casi imperceptiblemente retrocedía varios surcos. Max apagó el tocadiscos, luego volvió a encenderlo. La aguja saltó otra vez. Max la levantó y volvió a ponerla poco después del punto en el que daba el rebote.
«Istgahe Ghatar Kojast!», dijo la voz de pronto. «Gracias, señoras y señores, niños y niñas. ¡Y buenas noches!»
Era demasiado adelante, se le había escapado la fórmula mágica. Max lo intentó de nuevo, poniendo la aguja cada vez en un sitio distinto. Era como un ser movedizo, saltaba demasiado pronto, saltaba demasiado tarde, temblaba y oscilaba; lo único que no hacía era reproducir correctamente la fórmula mágica. Le parecía inconcebible que antes, en la Edad de Piedra, la gente perdiera el tiempo con una técnica tan estúpida.
Quitó cuidadosamente el disco del plato y lo examinó a fondo a la luz del flexo de su escritorio.
El disco estaba rayado. El hechizo amoroso se había echado a perder.
En la cena, Max estaba malhumorado y silencioso. Mamá trató de animarlo, pero Max se limitaba a estar allí sentado ensartando con su tenedor una y otra vez las coles de Bruselas y las patatas pero sin comer nada. Le parecía que todo el color había desaparecido del mundo. Max siempre había creído que en los tiempos remotos anteriores a su nacimiento el mundo solo existía en blanco y negro. Había sacado esa idea de una película antigua en blanco y negro que vio una vez en la tele. Hasta los seis años estuvo convencido de que era su nacimiento el que había traído el color al mundo. Y con el color, como es natural, todo fue enseguida mucho más alegre. Ahora, bajo la fuerte luz del techo del comedor, su entorno daba la impresión de ser en blanco y negro, falto de alegría, frío.
«¿Va todo bien?», le preguntó mamá.
¡No! Quería gritarle Max a la cara. ¿Cómo iba a ir bien, si podía saberse? ¿Dónde estaba papá?
En lugar de eso dijo con mal humor: «Sí.» Apoyó la barbilla en la mano izquierda y con el tenedor apartó las coles de Bruselas al borde del plato.
«Pues algo te pasa», dijo Deborah mirando a su hijo. Sabía que le ocultaba algo. Durante los últimos días sus cambios de humor habían sido insoportables. Además, dormía mal y por las mañanas le costaba mucho levantarse. Deborah estaba preocupada. Al principio creyó que Max sobrellevaba asombrosamente bien la situación. Ni siquiera pareció estar muy pesaroso por el cambio de domicilio de Harry. Deborah estaba orgullosa porque, visiblemente, había logrado proteger a su hijo de la influencia de aquel padre traidor.
«¿Has hablado con tu padre?», preguntó.
Max asintió.
«¿Ha dicho algo sobre mí?»
«No», replicó Max irritado.
Ocurría algo extraño, de eso estaba convencida. Probablemente Harry, ese inútil, quería poner a su hijo contra ella. Se encendió un cigarrillo. Después de la separación se había esforzado por ocultar su vicio a su hijo, había fumado a escondidas fuera de casa para no darle mal ejemplo. Pero pasado un tiempo ya le daba igual. Estaba dejándose ir, lo sabía, pero es que, sencillamente, era incapaz de dominarse. No podía resistir la tentación de fumar ni hacer como si ella fuera quien no era, a saber, una persona sana e incólume. Estaba herida y le daba igual que se le notara o no. Al menos vivía con veracidad, decía. Ya no había espacio para las mentiras. Expulsó el humo contra el techo. Probablemente, conjeturaba, el comportamiento de Max era una especie de reacción tardía a todo el trauma. El dolor la embargaba. Max no tenía la menor idea de lo bien que estaba con ella. Desde hacía días su actitud frente a ella era, alternativamente, de rechazo o de sarcasmo. Como si ella fuera la culpable de todo.
Tenía la sensación de haber fracasado como madre.
Al día siguiente a Max le resultó difícil concentrarse en el colegio. Hasta su mejor amigo, Joey Shapiro, estaba preocupado.
«¿Qué te ocurre, tío?»
Joey y Max estaban sentados con Myriam Hyung en una mesa de la cantina escolar.
Max se limitó a encogerse de hombros con desgana. «Ni idea.»
No tenía ganas de hablar de sus problemas y menos aún del estúpido disco. No quería hablar de nada. De todos modos aquello no llevaba a ninguna parte.
Pero Joey no cedía y finalmente Max lo confesó todo. Les contó a Myriam y a él que había puesto el disco para aprender el hechizo amoroso, pero que el disco estaba rayado.
«¿Creías de verdad que con poner un disco tu padre volvería sin más a casa?», preguntó Joey. No pudo reprimir una risita. Joey era seis meses mayor que Max, lo que significaba que Joey era un sabio integral y Max un ignorante.
«Eso es de idiotas», dijo Joey. «A ver cuándo creces de una vez. Eso no funcionará nunca.»
«Calla la boca», dijo Myriam Hyung.
«Pero si está mal de la cabeza», insistió Joey.
«Y tú más», dijo Myriam.
Max se alegraba de que Myriam hubiera acudido en su ayuda, pero se temía que Joey tenía razón. Quizá todo aquello era una estupidez, en efecto. Quizá era él simplemente un idiota.
En los últimos tiempos, Deborah se movía de puntillas en torno a su hijo, sobre todo cuando estaba de tan mal humor como ahora. A veces el niño era como su padre, lo que la dejaba completamente consternada.
Recordaba muy bien el día en que supo con seguridad que esperaba un hijo. No le venía la regla y tuvo un ataque de pánico. Eran demasiado jóvenes y no se conocían desde hacía mucho tiempo. Harry y ella se fueron juntos a un drugstore para comprar un test de embarazo. Si la rayita era azul, todo estaba bien.
Era roja. Tuvo un shock terrible. Harry se fue con ella a un bar y la invitó a una cerveza. No quedó en una sola.
«¿Cómo ha podido pasar esto?», dijo ella.
«Hemos tenido sexo.»
«Qué cosas dices. A lo peor se rompió el condón.»
«Yo creía que tomabas la píldora», replicó Harry.
Después de darle muchas vueltas al asunto determinaron que debía abortar, una decisión difícil que abatía a ambos. Se fueron a una clínica especializada que estaba en una zona industrial del downtown de Los Ángeles, pero no pasaron del aparcamiento. Todavía en el coche, con el motor en marcha, intercambiaron una mirada, luego Deborah sonrió con picardía y Harry dio marcha atrás. Salieron disparados como atracadores que acaban de asaltar un banco.
Y ahora, diez años después, el resultado de una noche de juerga que había llevado a Deborah a la cama de Harry estaba sentado frente a ella con cara de enfado y se negaba a cenar.
Sonó el teléfono. Deborah fue a responder. Max oyó que hablaba en voz baja. Cuando volvió, él preguntó quién era.
«He dicho que tienes que cenar.»
«¿Pero quién era?»
Deborah suspiró y dijo: «Mr. Gutierrez.»
Max sabía que Mr. Gutierrez era el abogado del divorcio de su madre. «¿Qué quería?»
«Eso no es asunto tuyo», dijo su madre.
«¡Pues claro que es asunto mío!»
«Para ti no cambiará nada», dijo con una sonrisa artificial.
Eso Max ya lo había oído muchas veces.
Luego, el tono de Deborah cambió y añadió en voz baja: «Solo tengo que firmar unos papeles. Quiere que pase por su oficina la semana que viene.»
¡Solo unos papeles!, pensó Max con desprecio. Y de pronto sintió que el pánico se apoderaba de él. Apenas podía respirar. «¡Te odio!», gritó.
Unos segundos después, Deborah y Max sostenían una fuerte discusión. Ella le gritaba, y él le gritaba a su vez que deseaba que estuviera muerta.
«¿Ah, sí?», respondió. «Yo también. Debería haber abortado, así me habría ahorrado todo esto.»
Max se tragó valientemente las lágrimas que le subían a los ojos, corrió a su habitación pateando el suelo y cerró de un portazo.
Se dejó caer en la cama y contempló largo tiempo el póster de Spider-Man pegado en el techo de su cuarto.
Luego fue a su armario y lo abrió. Allí estaba el disco. Pensativo, contempló la cubierta. De pronto tuvo un momento de lucidez. Ahora sabía lo que iba a hacer.
Tenía que encontrar al Gran Zabbatini.
Solo el Gran Zabbatini podía salvar a su familia.