2. EL FINAL DE TODO

Mucho tiempo después, a comienzos del siglo XXI, vivía en el Nuevo Mundo, en la ciudad de Los Ángeles, un niño llamado Max Cohn. Tres semanas escasas antes de su undécimo aniversario sus padres fueron con él a un restaurante japonés en Ventura Boulevard y le dijeron que iban a divorciarse. Por supuesto, no se lo soltaron enseguida. Pasaron la mayor parte de la tarde haciendo como si todo fuera igual que siempre. Pero Max barruntaba que algo pasaba. Simplemente, eran demasiado afables con él. Él había tenido una sospecha desde el principio. Su mejor amigo del colegio, Joey Shapiro, había pasado hacía unos meses por algo muy parecido, lo que le convirtió, en la clase, en una especie de héroe de tragedia, admirado y compadecido al mismo tiempo. Joey había probado el néctar agridulce de la tragedia y por eso estaba un paso más cerca de la edad adulta que el resto de la 4 A.

Joey le había dado entonces un sabio consejo a Max: «Irán a comer contigo y te preguntarán qué te apetece.» Se aproximó más a Max y susurró: «Yo dije: Pizza. Ese fue mi error.»

«Bueno, ¿y qué?», preguntó Max pensando para sí: ¿Cómo puede ser la pizza un error?

«Fuimos a Mickey’s Pizza Palace.»

Max conocía Mickey’s Pizza Palace. Una cadena de comida rápida para niños, en la que no solo había enormes pizzas sino también un pequeño espacio para bebés, videojuegos y mucho más. Allí quería celebrar Max su cumpleaños.

«Bueno, ¿y qué?»

«Yo pedí una pizza de tamaño mediano con salami y mucha mozzarella.»

«¡Sí, qué más!»

«Y entonces me dijeron que se divorciaban. Y yo allí sentado, con mi pizza...»

Entonces Joey hizo un ruido extraño, como una tos, y volvió la cabeza.

«Mientras viva», dijo, «no volveré a comer pizza.»

Max estaba conmocionado. Claro, hay padres que se divorcian, esas cosas pasan, pero él había creído que la pizza era una de las pocas cosas fiables de la vida. De las cosas a las que uno podía atenerse.

Max estaba convencido de que sus padres nunca harían algo así. Le querían, se querían los dos, querían seguramente también a Hugo, el conejo de casa, un gracioso animal de piel blanca y nariz rosada que solía limitarse a estar en la jaula mirando gentilmente al vacío. Y eso era todo. Pensaba él, al menos. Sin embargo pronto le pareció que había algo que se le escapaba a primera vista, pequeños indicios de una verdad oculta. Veía a mamá respirando con fuerza por la nariz y dándose unos toques con el pañuelo en los ojos, cuya sombra, que ella se aplicaba por lo general con tanto cuidado, estaba ligeramente corrida. Le llamaba la atención que papá ya no estaba tanto en casa. Se quedaba más tiempo en la oficina y durante los fines de semana también tenía «cosas que hacer». A veces dormía en el sofá del salón y dejaba puesto el televisor toda la noche, cosa que a Max jamás le habrían permitido. Las puertas que antes estaban abiertas ahora se cerraban por sistema. Algo pasaba, él lo percibía.

Y cuando un día llegó del colegio y, tras dejar tumbada despreocupadamente en el césped su bicicleta, entró corriendo en la casa, vio a sus padres que, sentados en el sofá rígidos como una vara, parecían estar esperándole. Le sonrieron de un modo artificial.

«¿Qué te parece si salimos a cenar?», dijo papá, y su voz era un poco demasiado alegre, demasiado alta. En la cabeza de Max tocaban a rebato las campanas. «... a donde quieras», oyó aún decir a papá.

«¿Qué?», preguntó Max.

«¿Qué te apetece comer?»

Max reflexionó un momento, luego dijo: «¿Qué os parecería sushi?»

Sus padres le miraron estupefactos.

«¿Estás seguro, cariño?», preguntó mamá.

«Sí», dijo Max. Le daba completamente igual no volver a tomar nunca más pescado crudo.

Así pues, fueron a comer sushi. Max pidió atún, pez espada y huevas de erizo de mar, aunque papá opinaba que el erizo de mar no era kosher. Eran tan asquerosos que casi habría vomitado, y cuando sus padres se rozaron de pronto las manos y le dijeron que le querían mucho, muchísimo, y que para él no cambiaría nada en absoluto, enrojeció y tuvo que luchar contra las lágrimas. Empezó a temblar. Su boca estaba llena de esperma de pescado, o lo que fuera aquello, y se decía una y otra vez: Pizza, al menos me queda la pizza.

Hasta hacía poco, la vida de Max Cohn había transcurrido por plácidos caminos. Era un niño normal de diez años, desgarbado; tenía la piel pálida, el pelo hirsuto y rojizo. Llevaba unas gafas que mamá había reparado con cinta aislante cuando un día papá, por equivocación, se sentó encima. Max vivía con su familia en una casita de Atwater Village. Su papá era «abogado de licencias de música», lo que quiera que fuese aquello, y su madre tenía una pequeña tienda en Glendale Boulevard, donde vendía muebles de Asia y todo género de objetos de ornamentación. En su familia había también la usual amalgama de tías, tíos y primos. Los peores eran sin duda el tío Bernie y la tía Heidi, que se peleaban constantemente. Y luego estaba también la abuela, una mujer neurótica y agotadora que vivía al otro lado de los montes, en esos parajes intransitables del valle de San Fernando, en un lugar llamado Encino.

En el colegio, la noticia del inminente divorcio de los padres de Max se propagó con la rapidez del rayo, sobre todo en la 4A. Joey Saphiro hasta dio un abrazo a Max, y no pensaron que eso fuera gay. Hasta las chicas le miraban ahora de otra manera, y Miriam Hyung –con la que hasta ahora él no había tenido en realidad ninguna relación– se acercó a él en el recreo y dijo:

«Siento de verdad lo de tus padres.»

Memeces y nada más, pensó él. Pero era solo una chica y no tenía mucho juicio, él no quería rechazar sus pobres esfuerzos por mostrarse solidaria. Por eso aceptó generosamente sus condolencias y dijo: «Bueno, así son las cosas.»

Desde aquel día, era un hombre. El divorcio de tus padres, eso Max ya lo sabía, es tu verdadero bar mitzvá. Un rito de iniciación que convierte en hombres a los niños. Se daba cuenta de que muchos de sus compañeros de clase venían de «familias rotas», como solía decir la rabina Hannah «la lesbiana» Grossman.

Al principio fue estupendo tener una familia rota. De momento todo quedó igual, solo que mamá dormía ahora en el dormitorio principal y papá en el sofá del salón, lo que era un poco molesto porque en el salón estaba también el televisor y Max lo había considerado hasta ahora de su propiedad. Ahora papá veía constantemente emisiones deportivas. Pero también había ventajas. En cualquier caso, Max podía envolverse en la capa del mártir. Tenían atenciones con él y le regalaban tebeos en cantidades superiores a todo lo que él conocía. Su padre le compró el nuevo Spider-Man y de un golpe varios volúmenes de Batman. Antes, Max siempre había tenido que decidirse: tebeos de Marvel o de DC. Papá decía que en la vida había que tomar decisiones. Una perfecta estupidez, como se veía ahora. Uno podía tenerlo todo. Así que eso significaba llegar a la edad adulta. La separación de sus padres era sin duda lo mejor que había podido pasarle a su colección de tebeos.

Sin embargo, en lo más hondo, estaba preocupado. Llevaba consigo un secreto. Y es que sabía por qué se divorciaban sus padres: ¡él tenía la culpa! Mamá había dicho, eso sí, que el motivo del divorcio era «esa golfa de profesora de yoga», pero Max sabía la verdad.

Había ocurrido unas semanas antes de la fatídica cena del sushi. Max tenía que limpiar una vez más la jaula del conejo. Mamá le había recordado repetidas veces que al fin y al cabo era él quien había querido tener aquel condenado conejo. Max había pedido a papá que se encargara él en su lugar, solo esa vez, por favor, por favor, por favor, porque le gustaría tanto ir al cine con Joey Shapiro. Pero papá había dicho que no. Se enredaron en una discusión, a Max se le agotó la paciencia, se puso furioso con papá, y papá entonces se mantuvo aún más firme en su posición.

Así que Max, en lugar de engullir palomitas y bombón helado en el cine climatizado, tuvo que limpiar la porquería del conejo. ¡Qué injusticia tan grande! Cuando por fin –rezongando y protestando– sacó la bolsa de la basura, su padre estaba en la puerta y le miró con desaprobación. «¡Con ese tono, no, jovencito!», dijo. «Aquí no se hacen así las cosas. Si vuelves a armar otra escena semejante, nos deshacemos de Hugo.»

Max echó reglamentariamente la porquería del conejo en el contenedor, sintiendo cómo le crecía la rabia en su interior. Deshacerse de Hugo, ¡qué repugnante amenaza!

De pronto, Max vio en el suelo, junto al contenedor de la basura, un penique. Su abuela había dicho una vez que cuando uno encontraba un penique podía pedir un deseo. Solo había que cogerlo, cerrando los ojos, y el deseo se cumpliría. Pero no se podía revelar el deseo a nadie, añadió.

Así que cogió la moneda, cerró los ojos con todas sus fuerzas y deseó que papá desapareciera. Así, sin más. Cuando abrió la mano, el penique estaba, con toda inocencia aparentemente, en la palma de la mano. Max oyó el lejano retumbar de un trueno en los montes de San Gabriel. Enseguida empezaría a llover. De pronto se sintió culpable. Miró alrededor y se obligó a pensar enseguida en otra cosa, pero ya era tarde. Alguien –¿Dios quizá?– tenía que haber oído sus pensamientos.

Durante unas semanas no sucedió nada, y Max pensó que a lo mejor se libraba del castigo. Hasta la tarde del sushi, en el restaurante. Allí supo Max que había hecho caer una maldición sobre su familia. Menos el conejo; ese, al parecer, seguía estando bien.

Al principio, Max trataba de no cavilar mucho sobre su culpa en la tragedia. En su lugar saboreaba los frutos de la separación. Mamá también empezó a colmarle de regalos, probablemente porque quería superar a papá.

«Puedes pedir lo que quieras para tu cumpleaños», dijo mamá.

Un claro intento de comprar sus sentimientos. Pero cada persona tiene su precio, y el de Max no era demasiado alto.

«¿Lo que sea?»

Cada nuevo regalo, cada nuevo juguete que le daban sus padres era una prueba de cariño. Pero las pruebas pronto perdieron su fuerza probatoria. En su vida ya no había nada firme. Todo empezaba a cambiar, y a Max no le gustaban demasiado los cambios. No, no era tan cool vivir en una familia rota. Al contrario, veía con claridad que eso tenía consecuencias. Que estaba aprendiendo algo importante, una lección que sus modelos –Spider-Man y Joey Shapiro– también tuvieron que aprender, y además de manera bien dura.

Para Harry y Deborah Cohn fue muy difícil hablar a su hijo del divorcio. Harry en particular tenía miedo de ese fatídico momento. En la vida privada, él evitaba confrontaciones de todo género. Deborah tenía menos problemas en ese terreno. Aunque oficialmente profesaba el budismo, cuando había conflictos parecía hallarse en su elemento. Harry siempre la había llamado «budista furiosa». A ella eso no le parecía gracioso. En los últimos tiempos no le parecía gracioso nada de lo concerniente a su futuro exmarido. Su mera presencia la enfurecía. ¡Cómo arrastraba los pies por la casa! Peculiaridades que antes consideraba llenas de encanto la sumían en la desesperación. No veía el momento en que se marchara de casa.

Pero también estaba Max, claro. Hasta habían considerado seguir viviendo juntos por él. En rigor, era Harry quien había considerado esa posibilidad, Deborah no.

«Quiero que te marches», había dicho con voz firme. No quería castigarle, o por lo menos no solo. Su aventura la había herido en lo más hondo. Quería deshacerse de él, simplemente. Ni siquiera quería mirarlo. Era como un esparadrapo que tenía que arrancar. Cuanto antes, mejor.

«¿Pero qué pasa con Max?», decía Harry con voz llorosa.

«Max», replicaba Deborah, «estará mucho mejor sin ti.»

Y entonces todo volvía a empezar. Procuraban tener un trato civilizado, pero casi todas las conversaciones degeneraban en una discusión estridente.

«¿Y cómo se lo decimos?», preguntó Harry en algún momento.

«Deberíais informarle con mucho tiento», les aconsejó Mrs. Shapiro, que ya tenía experiencia en ese terreno. «Y otra cosa: id con él a un restaurante.»

Deborah inclinaba la cabeza en señal de aprobación y hasta anotó algo en su móvil.

Y así fue como, un día soleado por la mañana, Deborah Cohn enfiló la autopista en dirección a Woodland Hills. El bufete Gutierrez & Partners estaba en un acristalado inmueble de oficinas de tres pisos, un monumento al mal gusto. Por dentro no era mucho mejor. En la recepción colgaba un cuadro que mostraba unos perros jugando al póquer. ¿Quién se compra algo así?, pensó Deborah. Luego la llamaron al despacho de Mr. Gutierrez, el socio de más edad y especialista en divorcios.

Mr. Gutierrez era un hombre de una alegría poco natural para su oficio, un verdugo del amor, gordezuelo, siempre de buen humor y con un apretón de manos flojo.

«¿En qué puedo servirle?»

Ella le explicó la situación y él escuchó en silencio y asintiendo con la cabeza. Tras algunas vacilaciones Harry y Deborah se habían decidido por un procedimiento de divorcio de mutuo acuerdo, un concepto que Deborah había encontrado en internet y que significaba, hablando claro, que se avendrían por vía extrajudicial en lo concerniente al derecho de guarda y a la repartición de bienes. Mr. Gutierrez parecía un poco disgustado, porque se había alegrado pensando en el montón de horas que iba a poner en la cuenta.

Un divorcio de mutuo acuerdo era en el fondo muy sencillo, explicó. Deborah presentaría al tribunal los papeles, que luego pasarían a Harry. Si las partes estaban de acuerdo en las condiciones básicas, la demanda de divorcio se presentaba al Tribunal Supremo del condado de Los Ángeles, donde un juez se encargaba de la causa. Si todo era aceptable, las partes firmaban los papeles, y eso era todo.

Podían estar divorciados en pocas semanas y poner punto final a su vida en común.

La boda fue mucho más laboriosa, pensó Deborah.

Una cosa estaba clara para Harry y Deborah: no querían que Max lo pasara mal prolongando durante años las batallas judiciales. Tampoco querían que tuviera que elegir entre ellos dos. Habían acordado incluso cómo iban a organizarlo cuando Harry se marchara de casa, lo que de todos modos, en opinión de Deborah, estaba tardando demasiado. Deborah se ocuparía de su hijo durante la semana y Harry siempre de viernes a domingo. Él iría a buscarlo al colegio y el lunes volvería a llevarlo allí, para limitar el contacto con Deborah a un mínimo.

Eran tiempos difíciles para todos los implicados. Harry empezó a beber otra vez y Deborah a fumar. El trabajo también empezó a resentirse por culpa de sus problemas. Deborah dejaba escapar encuentros con mayoristas y clientes, aunque se lanzaba como una posesa a la comunicación digital, y Harry llegaba constantemente tarde y a menudo con resaca a la oficina. Sus compañeros se mostraron indulgentes durante un tiempo, Harry comprobó que le tenían lástima y que el elemento femenino de la oficina velaba cariñosamente por él. Pero no se concentraba en el trabajo y su rendimiento disminuyó de manera notable.

Ambos tenían la sensación de que la vida se les escapaba, como arena que les resbalase entre los dedos.