27. UNA VISITA NOCTURNA
En enero de 1939, Julia y Mosche encargaron en ConradiHorster una nueva maleta mágica. Al cabo de todo ese tiempo, su espectáculo del Wintergarten necesitaba cierta renovación. Para el conjuro amoroso aún le faltaba a Mosche la idea iluminadora, de modo que habían acordado ampliar el espectáculo con el número de la «princesa desaparecida». Tras los sucesos de la última noche del Circo Mágico, fue necesaria no poca fuerza de persuasión para convencer a Julia. Pero esta aceptó por amor a Mosche.
Conradi-Horster era con mucho el establecimiento favorito de Mosche, una tienda venerable, polvorienta, llena de libros encuadernados en piel y de objetos mágicos. El anciano Friedrich Wilhelm Conrad Horster, que se denominaba a sí mismo «Conradi-Horster», era una personalidad en los círculos de la magia escénica. El vástago de una familia de funcionarios prusianos no solo era un mago de renombre, sino el inventor de innumerables trucos y aparatos mágicos. Su carrera comenzó en almacenes. Como copropietario de la casa hamburguesa Borwig & Horster había empezado a finales del siglo XIX a incorporar accesorios de magia al surtido habitual. Pero cuando se declaró el cólera en Hamburgo, Horster se trasladó a Berlín para escapar de la epidemia. En el barrio de Schöneberg abrió su propio negocio, la primera «fábrica de aparatos mágicos» del continente. Más tarde la trasladó a la Friedrichstrasse, con la ventaja de estar así muy cerca del Wintergarten. Entre los miembros del gremio, su nombre ejercía un efecto fascinador. La tienda pasaba por ser la «Meca de la magia».
El Gran Zabbatini quedó entusiasmado cuando Julia y él recibieron –de manos del maestro en persona– la maleta construida expresamente para ellos. Por las amarillentas ventanas laterales entraba, indolente, la luz de la tarde. «Métete dentro», dijo a Julia.
Ella dudó un momento, luego se metió en la maleta. Mosche la cerró y la abrió de nuevo. Julia había desaparecido En esa maleta la ilusión no provenía del espejo, porque Mosche había aprendido que los espejos tenían una decisiva desventaja: uno podía verse en ellos. En lugar de eso, Julia desaparecía bajo un suelo doble, perfectamente camuflado por diversos trucos ópticos. Mosche estaba satisfecho.
«¿Y qué pasa ahora?», preguntó Julia desde dentro. «¡Estoy empezando a hartarme!»
«Esto funciona. Pero solo si te callas. Si charlas tanto, la ilusión se desvanece.»
De la maleta salió un murmullo de protesta.
«Además», dijo Mosche, «se puede abrir también desde dentro. La he encargado así expresamente para ti. Toca arriba, en algún sitio debe haber un botón.»
Unos segundos después, sonó un clic y se abrió la maleta. Cuando Julia gateó al exterior, Mosche la estrechó entre sus brazos.
Luego se volvió hacia Conradi-Horster. «Nos quedamos con ella», dijo.
El viejo se limitó a hacer un gesto de asentimiento. Su rostro no revelaba nada.
Unas semanas después, en plena noche, llamaron a la puerta del piso. Mosche se despertó y, desconcertado, se incorporó al momento. Los golpes no cesaban, un sonido penetrante que rompía rítmicamente el silencio. Se levantó de la cama maldiciendo, se puso un batín y se calzó las zapatillas. Julia murmuró en sueños. Mosche fue a la puerta, echó una ojeada por la mirilla y exclamó: «Pero, por Dios, ¿qué pasa? ¿Quién es?»
Los golpes cesaron abruptamente y una voz dijo: «En realidad, tendría que saberlo.»
«¿Y cómo demonios voy a saberlo? ¿Qué clase de imbéciles hacen tanto ruido en plena noche?»
Abrió de golpe la puerta y palideció. Instintivamente retrocedió un paso. En la oscura escalera esperaban dos hombres de las SS de elevada estatura.
Uno de los dos levantó educadamente la gorra. «¿Es usted Zabbatini?», preguntó.
Mosche asintió. Su cuerpo estaba petrificado.
El otro meneó el dedo y dijo: «En realidad, un adivino como usted debería saber quién llama a su puerta, ¿no?»
«No.» Mosche negó secamente con la cabeza. «No funciona así.»
«¿Pues cómo funciona?»
Mosche solo llevaba hablando un minuto escaso con los hombres de las SS, pero ya estaba perdiendo la paciencia. «Señores, seguramente no aparecen ustedes en plena noche delante de mi puerta para discutir conmigo sobre las sutilezas del mentalismo.»
«Nosotros no, claro», dijo el primero. «Pero allí abajo hay alguien a quien le gustaría conocerle.»
Mosche fue a la cómoda del pasillo, sacó de un estuchito de plata una de sus tarjetas de visita y se la tendió a los hombres.
«Aquí tienen», dijo. «Digan a su amigo que puede venir a verme en cualquier momento en mis horas de consulta.»
Los uniformados seguían inmóviles y le miraban en silencio.
¿Pero qué diablos pueden querer de mí?, se preguntaba Mosche. No parecían dispuestos a coger la tarjeta. Al cabo de un angustioso momento de silencio, Mosche se aclaró la garganta y primero dejó caer la mano, luego bajó la mirada. Tenía la impresión de que no era prudente mirar demasiado tiempo a los ojos a aquellos hombres. Como si pudieran leerle en el rostro su secreto.
«Tiene usted que venir con nosotros», dijo el que estaba más próximo a él.
«Inmediatamente», añadió el otro.
Zabbatini empezó a temblar, no solo por el frío. «Dejen que vaya a vestirme», susurró con voz ronca. Había oído rumores acerca de personas a las que venían a buscar en plena noche y desaparecían en campos de trabajo.
Los hombres escoltaron a Mosche al bajar la escalera y salir a la calle. Soplaba un viento frío. Ante la puerta del edificio había una limusina negra, un Mercedes. El motor estaba en marcha y ronroneaba de modo inquietante. Uno de sus acompañantes abrió la portezuela. A Mosche le golpeaba el corazón en el pecho. Estaba firmemente convencido de que se lo llevarían preso, lo meterían en alguna celda y luego... No quería seguir pensando.
«Suba, por favor», dijo el hombre.
Mosche asintió, pero no se movió. De miedo, sus pies estaban como congelados en el suelo.
«No le va a pasar nada», dijo el otro.
Empujó a Mosche hacia delante, con suavidad pero con firmeza. Con dedos temblorosos, Mosche encontró la portezuela y subió a pesar suyo.
La puerta se cerró tras él y tomó asiento. Sus ojos buscaban por todas partes, pero en la penumbra apenas podía distinguir nada.
Luego notó que había alguien sentado frente a él. El hombre se inclinó un poco hacia delante, y su rostro quedó iluminado por la farola callejera.
En un primer momento, Mosche no pudo creerlo. Luego respiró hondo y se obligó a dibujar una amplia sonrisa. Al fin y al cabo, él era un profesional. Dejó a un lado todos sus miedos. Si quería sobrevivir a aquella noche, tenía que sobreponerse.
«Buenas noches», dijo Mosche amablemente.
«Buenas noches», dijo el otro con voz áspera.
Los dos hombres guardaron silencio un momento.
«Comprenderá usted que no puedo ir a verle a su salón», dijo Adolf Hitler. «En mi condición de canciller y Führer del pueblo alemán no puedo dejarme ver en un lugar así.»
«¿Por qué?», preguntó Mosche con impertinencia, y al momento se mordió la lengua. Tenía que ser más prudente. Una palabra equivocada podía costarle ahora la cabeza. Pero la pregunta ya estaba hecha y no podía retroceder. De modo que siguió adelante. «Los reyes de la antigua Persia también buscaban el consejo de los sabios y los videntes.» Eso ya estaba mejor. Sus pensamientos se precipitaban. ¿Se trataba de una broma pesada y cruel? ¿Sabía Hitler quién era él de verdad? ¿Qué quería exactamente de un adivino mediocre el canciller y Führer del pueblo alemán?
«Correrían rumores», dijo Hitler. Al parecer, a él le resultaba embarazoso el asunto.
Mosche decidió seguir por el mismo camino. «Mi Führer», las palabras le venían ahora por sí solas, «es señal de grandeza que una persona se abra a los misterios del mundo.»
«¡Cuánta razón tiene!», dijo Hitler con entusiasmo. Suspiró. «Pero el pueblo no lo ve así.»
Mosche asintió. «¿En qué puedo servirle?», preguntó.
«Bueno, tengo una pregunta», empezó Hitler ligeramente inseguro.
Mosche se identificaba ahora totalmente con su papel. Era un sabio, un augur. No tenía miedo. Lo sabía todo. Conocía el futuro. Estaba por encima de todas las cosas. En el fondo, ese fantoche sentado frente a él no era distinto de los otros mamelucos que iban a verle. Eso esperaba él al menos.
«¿Sí?», preguntó Mosche.
«¿Es cierto que usted predice el futuro?»
Mosche empezó desde muy atrás. «El futuro», dijo, «está en un cambio constante. Por eso no se puede hablar de solo un futuro, de una figura monolítica. Hay hilos que, como una filigrana que cambia constantemente, se extienden a través de los tiempos. Para responder a su pregunta: por un capricho del destino estoy efectivamente en situación de percibir, digamos, fragmentos de vez en cuando.
«¿Sí?», dijo Hitler. Estaba completamente estupefacto.
«Sí. Vivimos en un mundo cuyos contornos solo vislumbramos.»
«¿Cree usted que puede hacer una predicción para mí?»
Mosche hizo como si tuviera que reflexionar. Respiró hondo, luego dijo con voz imperiosa: «¡Haga su pregunta!»
«El judaísmo financiero internacional está conduciendo a nuestra nación a la guerra», explicó Hitler. «Pero eso seguramente ya lo sabe usted.»
No, eso Mosche no lo sabía. No había dado crédito a los rumores que corrían en las últimas semanas sobre una guerra inminente. Volvió a hacer un gesto de asentimiento dejando entrever un poquito de impaciencia.
«Una guerra en dos frentes podría resultar difícil», dijo Hitler.
«La historia de la humanidad», replicó Mosche, «es la historia de la magnanimidad que hay entre dos frentes, dos decisiones.»
«¡Siempre lo he sabido!» Hitler asintió. «Magnanimidad. Dos frentes.»
«Así habla Zabbatini», añadió Mosche con afectación.
«Bueno, lo que quiero saber...», dijo Hitler en un balbuceo. «¿Cree usted que lo conseguirá el judaísmo?»
Mosche estaba confuso. ¿Qué despropósitos decía aquel hombre? «¿Qué exactamente?», preguntó con cautela.
«¡Eso, llevar a la nación a la guerra!»
«Ah, entiendo...»
Mosche miró al Führer inexpresivamente. Siempre iba bien envolverse unos segundos en el silencio. Asió las manos de Hitler. «Permítame», murmuró.
«¿Pero qué está haciendo?», preguntó Hitler indignado y retirando las manos.
«Tengo que sentirle, mi Führer», dijo Mosche. «Para contestar a sus preguntas.»
Hitler pareció aplacado, al menos de momento. Política de apaciguamiento llamaban a eso.
«¡Por qué no lo ha dicho antes!» Extendió las manos.
Los dedos de Hitler eran blandos y fríos, sin embargo el dorso de las manos estaba sudoroso. Mosche cerró los ojos. Con voz temblorosa proclamó: «Usted traerá una gran paz. Una paz como el mundo nunca ha visto. Su nombre nunca caerá en el olvido, mi Führer.»