5
LA NUEVA VIDA
Para: Silvita GU
Fecha: miércoles, 2 de enero de 2013, 15:20
De: Álvaro Arranz
Asunto: Buen viaje
No he tenido los cojones de acercarme a ti en el aeropuerto para darte un abrazo antes de que te fueras. No sabía cómo iban a reaccionar tus hermanos y, a decir verdad, tampoco sé si tú lo querrías; pero sé que me has visto.
Estás preciosa, Silvia. Te brillan los ojos y se te ve ilusionada. Es extraño sentir que me alegro por ti a la vez que espero que salga mal y vuelvas pronto. Soy mala persona, ya lo sabes.
Te acabo de ver desaparecer entre la gente del control de seguridad y ya te echo de menos. Échame de menos tú también.
Álvaro Arranz
Gerente de Tecnología y Sistemas
Cuando bajo del avión, el aire acondicionado de la terminal me sorprende. Claro, da igual que sea 2 de enero, ahí fuera deben de estar a unos veinticinco grados. Enseguida me sobran la chaqueta vaquera y el jersey de cuello alto. Me quedo con un suéter liviano de manga tres cuartos y los pantalones vaqueros. Debo de estar hecha un asco porque apenas he podido dormir en el vuelo y eso que, como siempre desde que Gabriel está en mi vida, he viajado en primera. Pero es que estoy nerviosa. Esto ya no es un viaje de placer. Vengo para quedarme.
Mientras estoy esperando a que salga la maleta que facturé en Madrid, siento un nudo en el estómago. Gabriel ya debe de estar fuera esperándome y, aunque lo imagino tal y como lo vi la última vez que me recibió en el aeropuerto, habrá algo nuevo: la alianza que luce en el dedo índice de su mano izquierda. La alianza que yo llevo igual, porque estamos casados. Y recuerdo que me dijo que solo es cuestión de tiempo que nuestra relación se haga real.
No soy muy de pensar estas cosas, pero, claro, he venido todo el vuelo con la cabeza puesta en todo lo que la gente a quien quiero me ha dicho al despedirse. Mis amigas, que esperan que me ponga gorda como una foca y que termine moviéndome por el paseo de la fama con una de esas sillas motorizadas para gente con obesidad mórbida. Son tan majas. En realidad, aunque van de que me odian porque me tienen una envidia a muerte, sé que todas piensan que soy una valiente. Las voy a echar de menos, con sus ideas de bombero. A María, que le gusta rodar como una croqueta por el suelo cuando se pone ciega; a Aurora, con sus «xuxi, no te enfades». A Laura, Vega, Jazmín, Paula, las Marías…
Bea, por su parte, me dijo en un mensaje, justo antes de subir, que espera mis instrucciones para poder hacerse la encontradiza con Adam Levine, tropezarse y tragarse su rabo. Yo, de verdad, a veces tengo miedo… Pero sé cuánto ha llorado y reconozco su mérito a la hora de apoyarme en esta decisión.
Cuando me acuerdo de mi madre y de los cafres de mis hermanos, el nudito de la garganta se aprieta un poco más. Mi pobre progenitora, siempre tan calladita, como si no se enterara de nada, ha sonreído y, con las lágrimas mojándole las mejillas, me ha dicho que me cuide.
—Cuídate, que siempre has sido muy valiente, hija.
Parece que no se entera de nada, pero no es así. Óscar y Varo dicen que es de ese modo porque el imbécil de mi padre la dejó plantada con cuatro hijos y, a pesar de que siempre pagó puntualmente la pensión compensatoria hasta que cumplimos los dieciocho, nunca dio ninguna explicación. Por eso ella no se las pide a nadie; al menos desde que somos mayores de edad.
Varo y Óscar me han dicho un montón de barbaridades de las suyas cuando me han dado el abrazo final antes de pasar el control de seguridad:
—Préñate, no seas tonta. Tú ábrete de patas, que seguro que lo tienes ensayado, y ale, bombo. Con un bombo de ese, tienes la vida solucionada, pánfila —me ha dicho Óscar.
—Lo que tienes que hacer es hacerte putilla de lujo. Una escoda de esas…
—Se llama escort… —le he respondido yo.
—Me da igual cómo se llamen. Hínchate a comer rabos, pero que te lo paguen bien.
Así es como ellos se enfrentan al hecho de que su hermana pequeña se vaya a vivir a 10.141 kilómetros de distancia. Mi otro hermano, el gilipollas, me llamó anoche para desearme suerte y pedirme que no lo nombre en ninguna entrevista. Hasta ahí le llega el amor de hermano.
Veo aparecer mi maleta y en ese mismo momento atisbo por el rabillo del ojo que un hombre vestido con uno de esos horribles trajes con raya diplomática de la gorda me tiende la mano y me sonríe mostrándome unas relucientes carillas de porcelana. No soy dentista, pero he visto muchas veces Tu estilo a juicio y otros programas de cambio estético como para saber distinguirlas. Le sonrío también y estrecho su mano, porque irá fatal vestido, pero yo sigo siendo una señorita de bien.
—Bienvenida a Los Ángeles, señora Herrera —dice en español con un cerrado acento americano.
—Muchas gracias.
—Su marido la espera fuera. Si me acompaña, saldremos por un sitio más discreto. No se preocupe por su maleta.
—Está aquí. —Tiro de ella a lo bruto desde la cinta con un grito de forzudo de circo y la saco.
Un chico la carga en un carrito, junto con la de mano, y yo los sigo.
Intentan darme conversación, pero estoy demasiado nerviosa. Atravesamos pasillos y puertas y, de pronto, una puerta de cristal se abre al detectarnos y nos da acceso al exterior, donde brilla un sol de justicia. Y allí está Gabriel, apoyado en el coche con una sonrisa macarra muy sexi dibujada en los labios.
Él y el desconocido del pijama a rayas se saludan, intercambian un par de frases cortas a las que no presto atención, y el chico del carrito carga mis maletas en el Mustang de Gabriel. No puedo dejar de mirarle. Está tan guapo…
Cuando nos dejan solos, me abalanzo sobre él y siento cómo sus brazos me ciñen fuerte la cintura. Sus labios besan con fuerza mi cuello.
—Dios…, no puedo creérmelo. Estás aquí —dice.
Le miro, asiento y, nerviosa, le toco el pelo, apartándole algunos mechones de la cara. Quiero besarle. Quiero besarle como me besó él cuando nos despedimos en el coche, a la puerta de mi casa.
No lo pienso y me lanzo. Gabriel, como ya me imaginaba, no me rechaza. Mis brazos se ajustan alrededor de su cuello y encajo mis labios en los suyos, que se abren muy pronto, dejando paso a su lengua. Como siempre, entra y lo revuelve todo, invadiendo mi paladar de su sabor. No quiero que este beso acabe nunca.
Él tampoco hace amago de imponer espacio entre los dos. Nos besamos, comiéndonos. Gabriel se apoya en la carrocería de su coche, atrayéndome hacia él y apretándome contra una erección que es imposible ignorar. No me aparto, porque me gusta y, rozándome, atrapo sus labios entre los míos, dejándolos escapar húmedos y paseando mi lengua alrededor de la suya.
Sus manos bajan hasta mi pantalón vaquero y me soba el culo mientras de su garganta sale un gemido ronco que me excita. Mi beso se vuelve más violento y Gabriel me acompaña, siguiendo el ritmo. De pronto estoy tan caliente… Necesito desnudarlo y sentirle metiéndose en mí. Necesito que me la meta. Y ya no es nada romántico del tipo «oh, Dios, soy una kamikaze emocional y me estoy enamorando de él». No. Es que le necesito a un nivel primario y animal que no había sentido nunca. Ni con Álvaro. Quizá sea por él, por cómo terminaron las cosas.
Ahora sí doy un paso hacia atrás. No sé cuánto tiempo hemos estado besándonos. Tiene los labios rojos, me imagino que los míos están igual. Siento vergüenza. Pero ¡Silvia! ¿¡Qué haces!?
—Perdón —me disculpo y apoyo la frente en su barbilla—. Es que estoy un poco nerviosa.
Él me levanta la cara con un dedo y vuelve a besarme. Esta vez da la vuelta y soy yo quien se apoya en la carrocería del coche. Y sus manos van de mi espalda a mi trasero con violencia y velocidad…, me está gustando demasiado. Me aparto.
—No… no… Gabriel…, para.
—Joder… —gime—. Vale. Vale.
Entro en el coche y él lo rodea por delante para meterse en el asiento del conductor. Le veo pasar la mano por encima de su erección, como si quisiera mandarle bajar. Le comprendo.
Cuando entra me mira y sonríe.
—¿Preparada para ir a casa?
Me río a carcajadas. Dios, qué nerviosa estoy.
—¡Es que no me lo puedo creer! —digo con voz estridente.
Después, aprieto los puños y lanzo un gritito de ardilla.
Cuando entro en casa, siento que lo hago por primera vez. Aunque conozco cada rincón, es la primera vez que la miro con los ojos de quien mira su hogar. Ahora son mi zaguán, mi salón enorme y acogedor a la vez, mi cocina, mi despacho, mi dormitorio… Mis cosas están ya instaladas, como él me prometió. El vestidor está relativamente lleno con mis cosas. Bueno, en realidad es tan enorme que está relativamente vacío con mis cosas dentro. Me paseo por allí y me sorprende no ver mis prendas de abrigo.
—¿Llegaron todas las cajas que numeré? —pregunto.
Gabriel entra con un refresco para él y otro para mí. Asiente mientras le da un trago y después responde:
—Las cosas que faltan las empaquetó Frida, que es una de las chicas que se ocupa de la casa, porque no creo que vayas a utilizarlas aquí. Lo estuvimos organizando y decidimos que aquí nunca hace tanto frío.
Lo miro todo de nuevo. Parece tan vacío.
—Creía que tenía más ropa —susurro.
—Ay, qué pena. Tendrás que ir de compras. Toma.
Me giro y me pasa una tarjeta de crédito.
—Esta es en la que tienes que cargar lo que te gastes en ropa y todas las chufas que te compres para ti. Tienes crédito de diez mil dólares mensuales. Me han confirmado que ya se te han ingresado los cincuenta mil de este mes en tu cuenta.
—Pero ¡si no he trabajado aún! —me quejo.
—Pero vas a empezar a hacerlo.
Me da una palmada en el culo y guardo la tarjeta en el bolsillo trasero del vaquero. Él se me queda mirando y me atrae a él.
—¿Sabes que esos vaqueritos ceñidos te quedan muy bien?
—¿Cuánto? Regálame los oídos —le pido.
—Mucho. Muchísimo.
Gabriel roza la punta de su nariz contra la mía y deja apoyada la frente sobre la mía, agachado.
—Cada día que pasa estoy más seguro de que casarme contigo ha sido la única idea lúcida de toda mi vida.
—¿Y si ha sido la más inconsciente?
—Tienes razón. Ser feliz es una inconsciencia —se ríe.
Después, sale del vestidor, llama a Tina y le pide que prepare unos sándwiches para comer y unos zumos de tomate.
—Comeremos en la habitación de Silvia; tendrá que echarse un rato.
Salgo y le digo que no quiero dormir, que quiero trabajar. A decir verdad, ya he empezado a ponerme al día con mis funciones desde España. Mery me hizo llegar algunos apuntes y hemos estado enviándonos correos electrónicos. Ella ya está poniéndome en copia en todos los que envía y le dice a la gente que, si necesitan contactar con Gabriel, lo hagan a través de mí.
Pero él insiste en que hoy no es día de trabajar y que empezaremos mañana. Me tengo que poner con las fechas de los conciertos de la gira estadounidense y, como no sé cómo se llaman la mitad de los estados, estoy agobiada.
—Mañana —repite él—. Hoy cama, nena. Cama y tú y yo.
Mira tú por dónde, ya no llevo bragas. Mi fuego interior acaba de calcinarlas y convertirlas en polvo.
Deshago la maleta, eso sí, pero porque me hace ilusión. Y también acomodo mis cosas en el baño. Si hoy no voy a trabajar, estaría genial salir a gastar un poco de ese dinero que voy a ganar todos los meses. Gabriel frunce el labio cuando se lo propongo, pero dice que me acompañará si duermo un poquito de siesta con él. El miedo que me da es acostarme y no levantarme hasta que haya entrado la primavera, peluda como un oso.
Los sándwiches son de aguacate, queso y hojas de espinaca cruda. Están buenísimos. Gabriel se come el suyo con desgana, como siempre, y bebe una coca-cola mientras yo me bebo su zumo y el mío. Después nos comemos unas galletitas rellenas de crema de cacahuete. Cuando terminamos, quiero quitarme esta ropa y ponerme cómoda.
Salgo del vestidor (mi vestidor, ojo al dato) con un pijama de tirantes y short que me compré en Victoria’s Secret en mi anterior viaje. Es de color gris perla, con tirantes finos que se cruzan en la espalda y con encaje blanco en el escote y en la parte delantera del pantaloncito, que casi podría llamarse braguita. Se me salen un poco las mollejas del trasero, pero no siento pudor ninguno de que Gabriel me vea así.
Me recojo el pelo mientras le cuento la despedida que me hicieron mis amigas y percibo que los ojos de Gabriel no están posados en mi cara. La verdad, no le culpo. Tendremos la relación amorfa que tenemos, pero él es un tío y yo una tía con dos tetas bastante prominentes que ahora andan al asomo, marcando pezón en el satén del pijama.
—¿Me estás mirando las pechugas? —le digo interrumpiendo mi narración.
—Sí, perdona.
Baja la mirada hacia la cama, donde me espera tumbado, y tengo ganas de quitármelo todo, subirme a horcajadas sobre él y deslizarme su erección dentro mientras aprieto los dientes y gimo. Me pregunto si la tendrá como me la imagino. Grande, gorda e imponente.
Pero no lo hago, claro. Subo a la cama, a su lado, y me dejo caer. Las sábanas están fresquitas y suaves al contacto con la piel y muevo las piernas y los pies, acariciándome con ellas. Le miro removiéndome con placer y él se sienta en el borde a desanudarse las zapatillas, que deja caer con un sonido seco. Se levanta, de cara a mí y se quita la camiseta. Su pecho tatuado… Lo he echado de menos… y me enciende. Una mezcla perfecta entre deseo y hogar.
Después, sus manos van hacia los botones de su bragueta y los despacha de un tirón. Se queda en bóxers negros, baja la persiana casi hasta abajo y vuelve a mi lado en la cama. No lo puedo resistir… Me subo a horcajadas sobre él y le acaricio el pecho de abajo arriba. Él me mira con intensidad.
—Me encanta verte así.
—¿Así?
—Encima de mí, acariciándome. Feliz.
—¡Oye! Aquí tienes otro espacio en blanco —bromeo—. ¿Qué haces que no lo llenas con algún otro tatuaje?
—Estaba esperándote a ti. ¿No quieres volver a tatuarte algo?
Asiento y sigo paseando mis manos por encima de su piel. Lo que quiero tatuarme ahora son sus dientes en mi hombro, mientras me folla con fuerza. Y juraría que algo está despertando debajo de su ropa interior.
—Tienes que prometerme que nunca te tatuarás el cuello. —Dibujo una línea imaginaria sobre sus clavículas—. Nada que suba de aquí.
—Te lo prometo —contesta.
Me acomodo y, claramente, vuelve a estar empalmado. Debería bajarme y dormir, pero dejo que me acaricie los muslos y las nalgas, porque me gusta esta sensación. Tiene las manos suaves. Siento el irrefrenable deseo de removerme sobre él, dibujando un pequeño círculo imaginario con mis caderas. Lo hago y Gabriel gime con los labios apretados, manteniéndome la mirada.
—Sigue —pide con voz ronca.
Vuelvo a hacerlo y siento su erección acomodándose bajo mi sexo, alcanzando a presionar ese punto tan sensible… Me dejo llevar un poco más y sigo moviéndome. Lo hago como si en realidad estuviéramos haciendo el amor. Me agarra de la cintura y marca una fricción continua entre su sexo y el mío; siento placer y echo la cabeza hacia atrás.
—Quiero verte desnuda —dice en un susurro.
La saliva pasa a duras penas por mi garganta.
—Algún día —respondo con un hilo de voz.
—Algún día no, ahora.
Y acabo de llegar. ¿Vamos a poder evitar esto durante mucho tiempo?
—Gabriel, no creo que sea buena idea.
—Te quiero —me dice suavemente.
—Y yo.
Me agacho hasta él y nos besamos cándidamente en los labios; al menos el primer beso es cándido, porque lo que viene después no es definible con esa palabra. Su boca se abre, húmeda, templada y con ese sabor que me calienta y no puedo evitar que mi lengua la explore. Me dejo caer a su lado, con las bocas aún unidas y mi pierna izquierda enredada entre las suyas. Gabriel me coge la cara con una mano y sigue besándome, pero su mano va bajando por el cuello y por mis hombros hasta llegar a mi pecho. Lo aprieta, lo soba y después tira de la tela y lo deja salir. Sus labios van bajando por mi barbilla y adivino que el final del recorrido es mi pezón, que ahora mismo está que podría tallar brillantes.
—Gabriel… —consigo decir, mientras me remuevo.
—Silvia, yo lo necesito… —susurra—. Y si no es contigo, siento que te engaño.
¿Si no es contigo, siento que te engaño? Pero… ¿dónde está ese que decía que no creía en las relaciones monógamas?
—Puedes acostarte con quien quieras —digo acariciándole la cabeza, sin poder parar el recorrido de sus labios húmedos por mi escote.
—Pero con quien quiero es contigo.
—Sabes que mañana puede que quieras con otra y eso…
Sus labios pellizcan por fin mi pezón. Gimo como nunca lo he hecho con él y me retuerzo. Gabriel aprieta sus dientes, cubiertos por sus labios, alrededor del pezón y tira de él suavemente.
Lleva mi mano a su erección y le acaricio. Madre de Dios santísima. Su boca sigue devorándome el pecho, pasando la lengua por la punta endurecida, soplando sobre él. Me arqueo cuando una mano se mete entre mis piernas y me toca por encima de la ropa interior. Si me vuelve a tocar creo que me correré.
Seguimos besándonos. Nunca había sentido su lengua tan salvaje. Sube encima de mi cuerpo y se acomoda entre mis piernas, frotándose. Gimo y él también lo hace. Tira del top de mi pijama hacia arriba y lo aparta en la cama. Nuestros pechos desnudos se pegan y, agarrándome una nalga por dentro de la pernera del short, me aprieta más contra su erección.
—Oh, Dios… —gimo.
—Nena…
Damos la vuelta y Gabriel se incorpora para lamer uno de mis pechos. Me levanta, sujetándome por la cintura, para seguir con su lengua a lo largo de mi estómago. Y justo cuando pienso que hemos llegado al punto de no retorno, me aparto como una autómata y, jadeando, me tapo cuanto puedo.
—Gabriel… ¿qué hacemos?
—Pero… —se queja.
—Me vas a hacer daño. Y no me refiero a que me perfores algún órgano con eso que tienes entre las piernas, sino que me hagas daño emocionalmente. No empecemos un juego que no podremos parar.
Y por dentro mis hormonas me están diciendo de todo menos bonita. Estoy húmeda, tengo la respiración agitada y los pezones duros. Gabriel también respira agitadamente.
No decimos nada, al menos durante unos minutos. No sé si está pensando sobre lo que le he dicho o si está controlándose para no llamarme calientapollas. Al final, respira hondo y se deja caer en el colchón.
—Está bien —dice escuetamente.
Y yo me siento mal, porque me apetece, porque sé que a él también y porque, llegados a este punto de acumulación de ganas, me parece solo cuestión de tiempo. Pero es lo que debo hacer.
Gabriel gira la cabeza cuando me tumbo a su lado mirando el techo del dosel. Me mira con sus ojos avellana y me sonríe.
—Tendremos que aprender a jugar de otra manera.