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LA RUTINA SIN GABRIEL
Para: Silvita GU
Fecha: jueves, 6 de junio, 19:23
De: Álvaro Arranz
Asunto: Llámame
Llámame, por Dios. No sé ya cómo pedírtelo. Necesito escuchar tu voz y necesito que me digas que estás bien. He llamado a tu madre. Dice que habla contigo todos los días y que tienes buen ánimo, pero no la creo. Ella lo dice convencida, pero no creo que lo que le cuentas sea verdad. También llamé a Bea, pero, bueno, la conversación con ella fue menos amable, me temo.
Juro que no cogeré un avión e iré a por ti como te dije si no es lo que quieres. Pero… necesito quedarme tranquilo. Escucharte decir que le quieres y que no piensas moverte de su lado. No lo sé. Cualquier cosa. Pero…, Silvia, por favor.
Álvaro Arranz
Gerente de Tecnología y Sistemas
Para: Álvaro Arranz
Fecha: jueves, 6 de junio, 22:15
De: Silvita GU
Asunto: Re: Llámame
Hola, Álvaro:
Estoy bien, de verdad. No tienes por qué sufrir por mí. Como ya le he dicho a todo el mundo, por lo que está pasando Gabriel es algo bastante habitual. No es que lo esperáramos; solo entraba dentro de las cosas que podían suceder. El estrés de la gira ha podido un poco con él, pero nada que no podamos solucionar. Tengo buen ánimo, como te contó mi madre. Estoy haciendo muchas cosas para mantenerme ocupada y no echarle tanto de menos, pero por lo demás… todo bien. Créeme.
Y no, no tienes que coger un avión y venir a por mí, porque no es lo que quiero. Lo que quiero es que pase rápido el tiempo y poder ir a recoger a Gabriel a la clínica. Álvaro, haz tu vida, porque yo estoy enamorada de Gabriel y esto solo es una piedra en el camino.
Cuídate.
Silvia
Cuando le doy a «enviar» estoy agotada. Cansada de tener que dar explicaciones de por qué estoy bien.
Han pasado dos semanas desde que Gabriel ingresó y he recuperado parte de mi ánimo. Tengo que estar contenta por él, porque debe de estar pasándolo mal, y cuando salga no querrá caras tristes. Querrá abrazarme y besarme. Haremos el amor en nuestra cama y volveremos a estar juntos. Todo volverá a ser como antes. Cumpliremos las promesas que nos hicimos.
He hablado con Mery sobre el futuro de Gabriel. Ella dice que lo mejor, cuando salga, será que grabe otro disco para disipar rumores. Yo sé que no lo hace con mala voluntad, pero está tan metida en la industria que creo que a veces ve a Gabriel como un medio para un fin y no como una persona. No es para disipar rumores, es para vender más discos. El morbo… el morbo de un disco lleno de canciones escritas entre las cuatro paredes de una regia clínica de desintoxicación, mientras se lucha con los demonios de uno. Eso vende.
Lo que yo quiero es diferente. Quiero ir a recogerlo y descubrir a un Gabriel que ha recuperado peso, muy sonriente y que abraza mi cintura como lo que es para mí: el hombre de mi vida. No es buen momento para el mercado inmobiliario, pero venderemos esta casa, en Toluka Lake, y compraremos una en San Francisco, en pleno barrio de Haight-Ashbury. Adoptaremos un perro, le llamaremos Rayo y saldremos todas las mañanas a pasear con él por el parque. Gabriel escribirá canciones para otros y yo… no sé qué haré yo, pero estoy ahorrando y seguro que puedo pasar años sin tener que preocuparme por eso. Lo primero es cuidar de nosotros.
Tengo muchos planes y todos son buenos y traerán cosas agradables y tranquilas a nuestras vidas. Es lo que los dos buscamos. Una vida tranquila después del desorden que hemos vivido. Él a su manera y yo a la mía.
Los días pasan y por fin Bea viene a verme. El 1 de julio aterriza en LAX y la recojo en el Mustang de Gabriel. Estoy contenta porque anteayer pude hablar por teléfono con él durante cinco minutos. Su voz me reconforta, a pesar de notarle tan serio. Lo que está viviendo es muy duro; ni siquiera me imagino cómo debe de ser estar encerrado allí por su propia voluntad, teniendo que enfrentarse día a día a la necesidad de hundirse de nuevo entre pastillas, papelinas y alcohol.
—A ratos quiero morirme y a ratos quiero abrazarte. Me alegra que no puedas verme ahora, porque estoy tocando fondo, nena —dijo con un hilo de voz—. No sé si esto es parte del proceso o solo la depresión poscolocón, pero no sé si aguantaré.
—Claro que lo harás. Te dejan hablar conmigo, ¿no?
—Amenacé con colgarme con las sábanas si no me dejaban. —Se rio tristemente, con su voz grave—. Sentía la necesidad de decirte que esto no está yendo bien.
Pero sé que irá bien. Cuando le digo que le quiero en la despedida, me convenzo a mí misma de que no hay otra posibilidad. Mejorará y volverá. ¿Verdad? Eso es parte del proceso y yo estaré aquí cuando él termine de luchar con sus fantasmas.
Bea y yo nos abrazamos cuando nos encontramos y, a pesar de que creía que haría chascarrillos nada más llegar, se queda agarrada a mí con fuerza y se echa a llorar. Eso me sorprende; Bea no suele llorar. Me empapa el hombro. Lloraría con ella en plan catarsis liberadora, pero hace mucho que no lloro. Creo que ya no sé hacerlo y tampoco vale la pena volver a aprender.
La estrujo contra mí y le digo que estoy bien. Y ella solo repite sin parar que me quiere y que ha pasado mucho miedo. Me mira a los ojos, con los suyos tan verdes y tan grandes empapados y me confiesa que, si alguna vez me pasa algo, se morirá de pena.
—Yo te dije que vinieras, Silvia. Te animé a que lo hicieras y mírate. Soy casi igual de responsable de que estés sufriendo esto que él.
—No seas tan melodramática. —Sonrío—. Estoy bien y ni él ni tú tenéis ninguna culpa. Tú me animaste a salir de allí por mi bien y él está enfermo.
Ella asiente mirándome fijamente a los ojos, como si quisiera que en una especie de trance hipnótico yo grabara esto en su cabeza. Se siente culpable y sola, como yo.
En el coche, de camino a casa, vamos charlando de cosas frívolas. Aquí, en Los Ángeles, todo es frívolo, así que he cogido práctica. Le cuento que iremos a un salón muy pijo a hacernos tratamientos de belleza y que he reservado hora en la tienda de René Strauss para que se pruebe vestidos de novia, aunque ni siquiera tenga novio. Le mentiremos y pasaremos un buen rato.
—Aunque a lo mejor no tengo por qué mentir —dice pizpireta mientras se arregla el maquillaje con una polvera preciosa de Guerlain—. Porque a lo mejor me cruzo con Adam Levine, se queda prendado de mí y nos casamos en la playa.
—Y todo en una semana —le digo.
—Al más puro estilo de Los Ángeles —contesta.
Frida y Tina le dan una buena bienvenida a la casa. Están contentas de verme acompañada. La ayudan incluso a instalarse y nos preparan un combinado con ron para que lo tomemos en la piscina. Es momento de ser sincera y compartir, por fin, el vía crucis de la gira. Ella me mira con ojos preocupados mientras yo exorcizo algunos demonios describiendo noches horribles, gritos e histeria. Me doy cuenta así de que me tapé ojos y oídos en un intento de que, ignorándolo, desapareciera. Fue gradual; un monstruo que crece y canibaliza todo lo que alcanza. Y cuando termino, la miro fijamente y me convenzo de que esto no puede estar pasando.
—Si no es un final feliz… no es el final —le digo convencida.
Ella me mira, asiente, pero sé que tiene serias dudas de que realmente eso se cumpla.
Durante los días siguientes la llevo de turisteo y, sin darme cuenta, repito casi todos los pasos que recorrimos Gabriel y yo la primera vez que vine a verle aquí. La llevo a La Brea Tar Pits a ver los pozos de brea, que no es que sea algo muy bonito (y huela muy bien), pero tiene un parque alrededor enorme, donde nos tumbamos a hablar sobre la vida. Vemos una exposición sobre Burton en el LACMA y comemos en una terraza de Venice Beach donde preparan un hummus riquísimo, que riegan siempre con un chorrito de aceite de oliva. La llevo de compras, a mi salón de belleza preferido, a ver el cartel de Hollywood y a recorrer el paseo de la fama.
A Bea le encanta el cine clásico y el Hollywood de los años cincuenta, así que se emociona cuando hacemos parada obligatoria en el Westwood Memorial Park para visitar la tumba de Marilyn Monroe. Mientras ella se encarga de intentar hacer la foto perfecta desde todos los ángulos posibles, yo paseo por allí. Escucho a Bea dar grititos de emoción conforme va encontrando nombres famosos entre los que descansan aquí. No me gusta este sitio. La muerte es muerte y no turismo. Una ardilla salta entre las lápidas del suelo y se para encima de la de Natalie Wood. Recuerdo una de mis películas preferidas, Esplendor en la hierba, y sonrío. Ese amor adolescente, intenso, trágico, condenado al fracaso y que siempre queda dentro de ellos. Ella, volviéndose loca de amor por alguien al que desea demasiado. ¿Puede pasarme eso a mí? Dejo los ojos vagar por encima de las tumbas. Muchos de ellos son personas que llenaron cines, que ganaron un Oscar, que escribieron libros y que pervivirán por siempre en la historia. No siento que nada me una a ellos hasta que pienso que soy la mujer de Gabriel, que llena estadios, que gana Grammys, que escribe canciones y cuyos discos le sobrevivirán. Un sentimiento funesto crece dentro de mí. Miro a Bea que, un poco más allá, hace fotos a la lápida de Truman Capote y me pregunta si he visto la de Billy Wilder.
—No. ¿Podemos irnos?
—¡Pero si aún me faltan la mitad de las que quiero ver! —exclama frustrada.
—Vámonos. Por favor.
Camino hacia la salida del recinto y me apoyo en el muro, en la calle. Unos coches pasan en dirección a Hollywood Boulevard. Contengo las náuseas. Bea me pregunta si estoy bien. Asiento. Ni siquiera quiero pensar demasiado en esa sensación que ahora campa a sus anchas en mi cuerpo. Quiero irme y vivir.
Bea quiere incluir en el tour una visita al High Voltage Tattoo Studio y que nos tatuemos algo juntas, pero para mí eso ha adquirido un cariz más trascendental y no puedo hacerlo sin él. Trato de evitar el tema un par de veces pero al final decido que es mejor ser sincera con ella, porque me entenderá.
—Bea… es que… —le digo mirándome mi tatuaje y pasando las yemas de mis dedos sobre él.
—No te preocupes —contesta entendiéndome al momento. Me da una palmada en la espalda y propone ir de compras, con mi dinero, eso sí.
Por las noches agradezco su calor en la cama. La abrazo mientras ella refunfuña, llamándome lesbiana salida y aduciendo que quiero abusar de ella cuando se duerma, pero a mí me hace sonreír y me reconforta tener a alguien a quien abrazar. Y allí, a oscuras, apretaditas en un espacio reducido dentro de una cama enorme, hablamos, como cuando nos quedábamos a dormir en casa de la otra a los dieciséis. Por aquella época hablábamos de si Sandra se había comprado los mismos pantalones que yo en un intento por copiarme o de si Bea conseguiría por fin morrearse con el malote del instituto. Ahora, con las luces apagadas, lo que confesamos es que a veces la vida consigue superarnos.
—Desde que no estás, la pajita de Hello Kitty ha dejado de tener gracia —dice ella con un suspiro, poniéndose boca arriba y tapándose los ojos con el antebrazo como a veces hace Gabriel—. No me gusta crecer. Y como no vuelvas pronto, voy a empezar a envejecer.
—Puedes quedarte aquí —le digo de broma, aun queriendo que acepte—. Esto es como estar suspendido en el tiempo y en el espacio. El país de Nunca Jamás. Cuando nos salgan arrugas, nos pondremos bótox. ¡Yo invito!
Ella se gira hacia mí y me mira con una sonrisa triste. Va a decir algo sabio, lo sé.
—Da igual las vueltas que demos al mundo corriendo detrás del sol para que no se ponga nunca, Silvia. Creceremos, como los demás. No somos inmunes al tiempo.
Apoyo la cabeza de lado en la almohada y la miro con una sonrisa en los labios. Bea, la poeta. La filósofa. La humorista. La alcohólica. La histriónica. La ninfómana. La maestra. La niña. La artista. Mi mejor amiga.
Me abrazo a ella queriendo que el tiempo dé la vuelta y que volvamos a hablar de cosas que no son que el amor de mi vida penda del hilo de superar sus adicciones ni de la soledad de un piso de treinta metros cuadrados en algo que ni siquiera es Lavapiés.
—Vale —le digo—. Pero prometamos que nunca maduraremos lo suficiente como para no darnos un abrazo.
—Hecho. —Acomoda su cabeza apoyada en la mía—. Eso sí, aprovéchate y sóbame ahora que aún estoy turgente. Hay que ver… a este ritmo Adam Levine tendrá que buscar mi canalillo dentro de las bragas.
Pongo los ojos en blanco. Bea. Mi mejor amiga.
El día que se va es triste. Llora como una niña y nos abrazamos, manchándonos la ropa con sus lágrimas y mocos. Me deja con un par de kilos más y mucho más tranquila. Tengo otra manera de afrontar el tiempo de espera que me queda, porque sé que la vida allí tampoco es fácil y haberme quedado en Madrid no hubiera solucionado nada. Bea me ha dado fuerzas para seguir haciendo lo que creo que debo hacer.
Un día, mientras estoy en la piscina, mi teléfono móvil de aquí suena. Es un número que no conozco, así que me preparo para repetir el discurso de siempre sobre la recuperación de Gabriel, pero al contestar no encuentro a ningún curioso.
—Silvia… —Estoy preparada para leerle, pero no para su voz. Eso me descoloca y tardo unos segundos en contestar—. Silvia —repite.
Es la voz de caramelo de Álvaro diciendo mi nombre. Y juro que, de repente, se me antoja la idea de que, cuando lo dice, las letras que forman mi nombre suenan a chocolate fundido. Un montón de recuerdos vienen en tropel a llenarme la cabeza. Recuerdo esa sensación… el lujo vacío de poder sentirme pequeña a su lado. Él se hacía cargo de las responsabilidades, ¿no? Envidio aquella sensación.
Cierro los ojos y me concentro.
—Hola, Álvaro.
—Lo siento. Necesitaba escuchar tu voz.
—¿Ha sido Bea? —le pregunto.
—Sí. Ella me dio tu número. ¿Cómo estás?
Pero ¡si le odia! No sé por qué le ha dado mi número. ¿Tan mal me habrá visto como para tomar esta decisión? ¿O habrá cedido al acoso de Álvaro?
—Muy bien. En la piscina, tomando el sol. —Y finjo estar muy despreocupada por no darle el placer de poder decir: «Te lo dije».
—Silvia, por favor…
—¿Qué? —y contesto brusca.
—Deja de fingir que no ocurre nada. Deja de decir que estás bien y que no necesitas que nadie te ayude.
—Es que no lo necesito. Dentro de nada Gabriel saldrá, ¿sabes?
—Sí. Sí lo sé. Y sé lo que pasará. Ese chico quiere morirse, Silvia. Y lo que no quiero es que te mueras tú con él.
No es lo que necesito escuchar a pesar de que puede que tenga razón. No quiero escuchar a nadie decir que Gabriel y yo no vamos a poder cumplir las promesas que nos hicimos. Es triste y es mentira. Quiero que sea mentira. Tenemos toda la vida por delante para ser felices y para olvidar que alguna vez sufrimos como lo estamos haciendo ahora. Y Álvaro no es quién para decir nada sobre Gabriel. Me abandonó. Me hizo sufrir cuando la vida no tenía más complicaciones que querernos. Mi marido está enfermo, pero él fue un cobarde; tomó las decisiones porque quiso… quiso hacerme daño.
—No vuelvas a llamarme.
Y a pesar de que lo digo firmemente y que parezco convencida, no lo estoy. Me tiemblan las manos cuando voy a dejar el móvil sobre el césped porque lo que ha dicho Álvaro es lo que muy en el fondo temo. Son mis fantasmas en los ojos de otra persona.
Y no me gusta.