4

LA DESPEDIDA

Hoy ha sido mi último día en la oficina y mis compañeros parecen tristes de verdad. He invitado a unos refrescos y a ganchitos, como en los cumpleaños infantiles, y ellos me han regalado un cómic sobre mí que han estado preparando estos últimos quince días. Es genial. Me han dibujado como una especie de superheroína trendy, con un montón de cachivaches chulos, como un pintalabios láser, con los que me ayudo para salvar la oficina de un monstruo mutante que se parece sospechosamente al jefe de Álvaro. Además, han hecho una reproducción de la portada en tamaño póster para que me la cuelgue en mi despacho de mi casa en L. A. Mi casa en L. A. Aún no me lo creo. En el dibujo estoy yo, muy bien conseguida, con un vestidito vaporoso, corriendo por un pasillo con los melones botándome, unos tacones monstruosos y los labios pintados de rojo. La velocidad a la que voy hace que se me levante la falda por detrás y se me vean unas bragas con corazones. Me encanta, porque al final del pasillo se atisba a Gabriel apoyado en la pared, con una guitarra junto a él. Seguro que también le gusta.

Esta noche saldremos de copas para celebrar como Dios manda que me largo de esta oficina maligna. Así que esto es la antesala de lo que será la despedida de verdad. Ahora solo quiero que todo sea así, ingenuo y amable. Esta noche ya me pondré pedo, jugaré a hacer apuestas que no puedo ganar y diré cosas que los hagan sentir incómodos, como que me voy a quitar las bragas para que me las firmen.

Mi casa está llena de cajas que, según me han dicho, pasarán a recoger la semana que viene, antes de las fiestas de Navidad. Ropa de verano, libros y todas esas cosas que no voy a necesitar por ahora. Verlas me da tristeza. Despedirme de mis compañeros me da tristeza. Tener dos semanas aquí sin nada que hacer más que ir diciendo adiós a todo el mundo, me da tristeza. Quiero irme ya.

Álvaro no ha salido a brindar con nosotros. Está en su despacho, y cuando algunos de mis compañeros han querido ir hasta allí para insistir, les he pedido que no lo hicieran. Lleva dos semanas casi sin dejarse ver. Llega antes que nosotros y se va después. Solo cruza el staff para ir a comer, y lo hace como una exhalación. Llevo dos semanas sin hablar con él pero por cómo lo he visto mirarme algún momento, no está enfadado. Creo que hemos empezado nuestra desintoxicación personal, aunque sé que nos falta la despedida.

Cuando mis compañeros plantean la posibilidad de mantearme, de pronto suena mi móvil, lo que me salva de volver a atravesar el pladur con la cabeza. Es Gabriel y me aparto para contestar de espaldas a ellos, para que no vean cómo sonrío como una tonta. Desde que decidí que me voy, ha sido lo único que me hace sentirme así; todo lo demás me da ganas de hacer pucheros. Bea la que más, pero también el resto de la pandilla, mamá, Óscar y Varo…, Álvaro. Todo me da pena.

—¿Qué pasa? —le pregunto con alegría.

—Quería asegurarme de que has cumplido tu palabra y que hoy, efectivamente, te estás despidiendo de tu oficina para siempre.

Para siempre… Eso espero, aunque no le he contado que en realidad el finiquito que he firmado es por una excedencia de dos años como máximo. Si no vuelvo en ese tiempo, adiós, pero si las cosas salen mal…

—Estoy brindando con tristes refrescos sin alcohol ni nada. —Me río—. No me parece la mejor de las despedidas, pero…

—Ya lo veo —susurra.

Levanto la ceja. Curiosa elección de palabras. El silencio se instala a mi alrededor y veo que Álvaro sale por fin de su despacho y mira detrás de mí, sorprendido. Me giro despacio y veo cómo Gabriel se guarda el teléfono móvil en el bolsillo del vaquero deshilachado.

Y está tan guapo que por un momento creo que estoy teniendo visiones. Sus vaqueritos oscuros caídos de cintura, su jersey negro, su chupa, sus ojos color caramelo brillando a través de los mechones negros de su pelo. Solo llego a ver los tatuajes de sus nudillos. Así, parece un buen chico que no ha roto un plato en su vida.

Corro hacia él y me cuelgo de su cuello. Me levanta y gira, envolviéndome con sus brazos y besándome en los labios. En los labios. Cuando me deja en el suelo veo que mira a Álvaro y eso no me gusta, así que lo obvio.

—Pero ¡si tienes un concierto esta noche en Milán!

—Quería verte. —Se acerca, me besa otra vez y susurra—: Gracias por hacer esto.

Nos separamos y miramos alrededor, yo un poco avergonzada; él saludando con un movimiento de cejas. Álvaro no se acerca, se queda allí, apoyado en la pared.

—Me tengo que ir ya —hace un mohín y después mirando hacia el final de la oficina dice subiendo la voz—: Pero acércate, Álvaro.

Todos miran alucinados de que sepa quién es Álvaro, y más aún cuando él, con paso bastante vago, se va acercando a nosotros.

—¿Qué haces? —le pregunto entre dientes.

—Darle una lección.

Álvaro le tiende la mano con una expresión indescifrable y se dan un apretón mientras yo me aparto.

—¿Has venido a recogerla, Gabriel? —le dice con un tono de voz muy tirante.

—No, a darle una sorpresa. Vuelo a Milán en un par de horas.

—Entonces tendrás que irte ya, ¿no?

—¿Tienes prisa?

—En absoluto. Ven, Silvia, deja que tu jefe se despida de ti…

Álvaro tira de mí y me apoya en su pecho. Se me corta la respiración cuando sus brazos me aprietan contra él y me da un abrazo que deja mudo al personal. Su nariz recorre mi cuello, oliéndome, y cuando llega a mi oído, me dice que me echará de menos. Cuando aparta la cara miro hacia arriba, buscando sus ojos, pero algo me da un tirón suave hacia atrás.

—Te agradecería que no sobaras a mi mujer —dice Gabriel en un tono que no suena a broma.

—Ah, pero ¿también es tu mujer para esto? Tenía entendido que solo la llevabas de paseo y de tiendas. Ya sabes, algo así como el amigo gay.

—No hagáis esto… —ruego en voz baja.

—Soy su marido para todo lo que te puedas imaginar, incluido velar por su felicidad. Algo que por lo visto aquí no había nadie que hiciera.

Tiro de la muñeca de Gabriel, esperando que se calle.

—Espero que veles por su felicidad y no solo por la tuya —murmura Álvaro, queriendo terminar con la conversación.

—No tienes por qué preocuparte. Tú y yo no nos parecemos en nada.

Álvaro, que ya iba de nuevo hacia su despacho, se gira violentamente. Todos mis compañeros, que creo que empiezan a unir cabos, se apartan un paso.

—Más te vale que no le pase nada, que sea feliz y que no derrame ni una lágrima.

—Te repito que puedes estar tranquilo, pero de todas maneras, si quiere llorar, le pondré el hombro, no la presionaré ni la haré sentirse débil por ello.

—¿Quieres decirme algo, Gabriel? —Y entrecierra los ojos, como si estuviera calculando la distancia que los separa para lanzarse sobre él.

—Muchas cosas. Si quieres te las digo en la calle.

Trago saliva y trato de empujar a Gabriel hacia la salida.

—No me hagáis esto, joder… —y noto que me tiembla la voz.

Mis compañeros están tensos y más de uno come ganchitos compulsivamente. Yo haría lo mismo si pudiera.

—¿Me estás amenazando? —responde Álvaro.

—No me hace falta amenazarte. —Sonríe con malicia—. Ya está, déjalo estar. Ella se viene conmigo y tú te quedas aquí. El tiempo pone a cada uno en su lugar.

—En eso estoy de acuerdo. Lo que me preocupa es que ella acabe como tú, abrazada a una pipa de crack.

Ya está. Durante las décimas de segundo que Gabriel tarda en reaccionar, escucho cómo le rechinan los dientes. Cuando se mueve, lo hace con celeridad, mientras le oigo blasfemar. Coge a Álvaro de la camisa, pero este también le agarra a él. Se zarandean y, cuando creo que van a empezar los puñetazos, mis compañeros los separan.

—¡¡¡Vale, vale, vale…!!! —escucho gritar a uno de ellos.

Gabriel y Álvaro bracean tratando de soltarse y yo me muero de vergüenza. Me pongo entre los dos, miro a Gabriel rojo de rabia y le cojo la cara.

—Mírame, mírame, Gabriel…, cariño… —Él despega los ojos de Álvaro a regañadientes y me mira con el ceño fruncido—. Vámonos.

Gabriel se suelta y se coloca bien la chupa de cuero, muy digno.

—Si esto fuera un bar ahora mismo estarías escupiendo sangre —rumia.

Álvaro también se coloca la americana.

—Si esto fuera un bar estarías borracho tirado en la barra o en el baño, preparándote un tirito.

Gabriel se mueve otra vez, pero le doy un pequeño empujón.

—¡Ya! —le digo a Álvaro gritando—. ¡Ya has hecho suficiente! ¡Haz ejercicio de conciencia de una puta vez! ¡Déjanos vivir! ¡Déjanos en paz!

Cojo el bolso, el regalo de mis compañeros y le pido a Gabriel que me saque de allí. Me tiemblan las manos, pero él me rodea con el brazo y me acerca hacia su cuerpo, infundiéndome tranquilidad.

—Nos vemos esta noche, chicos —le digo a algunos de mis compañeros, que me están mirando alucinados.

Cuando entramos en el coche en el que nos está esperando Volte, me giro hacia Gabriel y la emprendo a golpes con su brazo.

—¡Joder! ¿¡Por qué has hecho eso!? ¿¡Por qué!?

—Perdóname…, perdóname… —me susurra en el oído, agarrándome.

—¡¡¡No vuelvas a hacer eso nunca más!!!

Entonces Gabriel me besa en la boca. Y me besa de una manera que hace que se me olvide por qué estoy temblando. Intento rechazar su beso al principio; recuerdo vagamente que estaba muy enfadada… pero cuando su lengua entra en mi boca y la invade, agarro su cuello y me dejo llevar. Le devuelvo el beso mientras me coloca a horcajadas sobre él en el asiento de atrás, con un tirón que seguro me ha dejado la marca de sus dedos en la cadera. Nos besamos como si se acabara el mundo, apretándonos, lamiéndonos. Su saliva sabe tan bien…, ¿cómo pude olvidarlo?

Me quito la chaqueta y la tiro, Gabriel hace lo mismo con la suya y, sin pensar que Volte está fuera, a cuatro grados, esperando para poder entrar, nos dejamos llevar. El sonido húmedo de los besos salvajes llena el coche y da el relevo a los suspiros. Las manos de Gabriel se han separado y dibujan un mapa opuesto en mi cuerpo; la derecha sobre mi pecho, la izquierda apretándome el culo y pegándome más a él. Las mías, sin embargo, se están deleitando con los mechones de su pelo deslizándose entre los dedos. Gabriel termina el beso, dejándome jadeante y confusa, y me mira con intensidad.

—Eres mi mujer —dice—. Con todo lo que significa eso.

—No —niego—. Sabes que no es así.

—Pues habrá que ir pensando en hacer que lo seas.

Gabriel se estira, da un toquecito en el cristal y mientras yo me acomodo junto a la ventana, Volte se sienta frente al volante. Nos cogemos las manos, que quedan unidas en el centro del asiento y nos miramos de reojo.

—Yo te quiero, Silvia —dice—. Pero te quiero entera y de una sola vez, no por partes.

Y es que, sin saber muy bien cómo, Gabriel y yo vamos acercándonos peligrosamente a la frontera que separa lo nuestro de una relación de pareja. Por mucho que me resista; por mucho que trate de postergarlo. A los besos le seguirán las caricias descaradas, después nos devoraremos con los labios, con la lengua, con los dientes, para terminar haciendo el amor. El principio del fin…, ¿no? ¿O es una limitación que me he autoimpuesto?

Me despido de Gabriel dentro del coche. Lo veré el día 2 de enero en Los Ángeles cuando venga a recogerme al aeropuerto y, según me ha prometido, todas mis cosas estarán ya instaladas. Solo tendré que llevar en una maleta la ropa que no haya querido empaquetar. Y cuando voy a salir, me pide que le bese. Me inclino con miedo y dejo los labios sobre los suyos. Mientras ese beso crece, Gabriel me acaricia el pelo, las mejillas, la garganta, y cuando baja por mi cuerpo, soy yo la que me aparto. No quiero estropearlo.

—No puedo —le confieso—. No mando sobre mi cuerpo, Gabriel, y empieza a ser duro.

—Te lo voy a dar todo —me dice con la frente apoyada en la mía—. Todo, Silvia. Es cuestión de tiempo.

Subo a casa y me deprime verla tan llena de trastos. Cojo la correspondencia y la voy abriendo. Quiero dejar todos los temas de facturas solucionados antes de irme. El otro día intenté hablar con mi casero por enésima vez para ver cómo quiere que hagamos el cierre de todos los asuntos del piso, pero solo pude dejarle un mensaje de voz. Por eso no me llega a sorprender demasiado encontrar una carta suya entre las demás. No tiene sello, de manera que me imagino que ha pasado por aquí esta mañana. En la nota que hay dentro del sobre me lo confirma.

Hola, Silvia:

Me he pasado porque pensaba que ya no tenías que ir a la oficina, pero no importa. Dile a tu marido que ya me he puesto en contacto con su abogado y que estamos acelerando todo lo posible el papeleo para poner el piso a tu nombre. Dile también que recibí el cheque de la entrada y que el resto, si queréis, podéis hacérmelo llegar también de ese modo.

Sin más, mucha suerte. Espero que seas muy feliz.

Vale. Gabriel ha comprado el piso para mí. No puedo decir que me sorprenda. Voy a la «habitación de pensar» y vuelvo a colgar todos los cuadros. La dejo decente otra vez y aparto a un lado las cajas. Esta ya es mi verdadera casa y la tendremos aquí para cuando queramos venir a ver a mi familia. Porque… querremos venir los dos, ¿no? ¿Seremos ese tipo de pareja de verdad? Mi vida ha cambiado tanto en los últimos seis meses que apenas le encuentro sentido a las cosas.

Cuando me presento en el pub en el que he quedado con todos mis ya excompañeros, los encuentro bebiendo en la barra. Como siempre, soy la única mujer y me reciben con los honores propios. La música está alta, pero puedo escucharles vitorearme y silbar. Yo, olvidándome del mal rollo de la despedida en la oficina, doy un poco el espectáculo y me uno a ellos con saltos y gritos de ardilla.

Invito a una ronda de copas y soy manteada por ello. Gracias a Dios aquí el techo está lejos, porque no es pladur. Son unas bestias pardas, pero los voy a echar de menos, con su porno, con sus alargapenes y sus bromas superfrikis sobre Juego de tronos y Bola de dragón.

Bailamos. Bueno, yo bailo con un ritmo decente y ellos, engorilados, se agitan y gritan. Invito a otra ronda y aunque aparentemente estoy muy contenta, echo en falta a alguien. Evidentemente no confío en que venga.

La tercera ronda la pago yo también, que por algo voy a ganar más de seis millones de pesetas al mes. Todos están contentos. Todos beben. Todos ríen y me preguntan cosas sobre mi nueva vida. Me hacen un corrillo alrededor y yo les cuento de qué voy a trabajar y dónde voy a vivir. Están muy impresionados. Cuando estoy contándoles lo horripilante que es conducir por las autopistas de acceso a L. A. alguien me toca el hombro y, al girarme, encuentro a un Álvaro que no reconozco. Está desencajado. Roto.

—¿Podemos hablar? —me dice, acercándose.

—Eh… —dudo.

—Solo te robaré un momento.

Asiento y les pido a los demás que esperen un momento.

—¿Quieres una copa? —le pregunto.

—No.

Vamos a un rincón de la sala y siento los ojos de todos los australopitecus con los que hasta hoy trabajaba clavados en mi nuca.

—Lo primero… —empieza a decir Álvaro—. Perdona por…

—No pasa nada. —Le hago un gesto para que dé por zanjado el tema.

Sus manos, grandes y suaves, me cogen la cara y me acercan a él. Apoya su frente en la mía.

—No te vayas, por favor, no me dejes.

Cierro los ojos. Joder. No me hagas esto, Álvaro. Ya no puede ser. No hay marcha atrás. Y me aparto porque me violenta esa proximidad tan íntima con él. ¿Qué me está pasando?

—Este no es sitio para… —le digo.

—Vámonos —me pide—. Necesito hablar contigo.

Chasqueo la lengua contra el paladar. Le señalo dónde he dejado el abrigo y voy a despedirme de mis compañeros. Sé que esto irá para largo. Todos se quedan un poco alucinados, sobre todo porque nos han visto acercar nuestras cabezas después de todas esas cosas que han pasado esta mañana. Deben de estar flipando en colores.

Álvaro me espera en la puerta del local y me ayuda a ponerme el abrigo.

—¿Podemos ir a mi casa? —dice.

—Mejor a la mía.

Álvaro corre con su coche por las calles de Madrid, que a esas horas de un viernes no están lo que se dice vacías. Serpentea por los carriles, evitando el tráfico, en silencio. Ni siquiera lleva la radio y no hay nada que me distraiga del pensamiento de que probablemente sea la última vez que me lleva a casa en coche.

Cuando llegamos a mi portal, me pide que baje y me dice que va a buscar aparcamiento. Le hago caso y subo a mi piso. Cuelgo el abrigo, saco una botella de vino y dos copas y las coloco en la mesita baja del salón. Después pongo la calefacción y me siento a esperarle.

Tarda bastante. Mi calle debe de estar a tope de coches. Cuando entra en casa, sigue teniendo esa expresión desencajada que no le conocía. Me cuesta situar a este Álvaro en mi vida. Me cuesta situar este momento en mi vida en general.

—¿Quieres un poco de vino? —le digo, señalando la copa.

Se encoge de hombros, mientras se mordisquea nervioso el labio superior. Se quita el abrigo, lo deja tirado sobre uno de los dos sillones que franquean el sofá y, después, sigue de pie, frente a mí. Acabo de descorchar la botella cuando le oigo pedirme que no me vaya.

—Ya está hecho, Álvaro.

—No puedes irte —dice.

La voz se le ha roto al final de su escueta frase y le miro a la cara, para descubrir que aprieta los labios porque le tiemblan y que no parpadea porque tiene los ojos húmedos.

—Álvaro… —susurro sorprendida.

—Te quiero —gime.

Después, Álvaro, el mismo Álvaro por el que he vivido y sufrido durante los últimos cuatro años de mi vida, se desquebraja y, tapándose la cara, solloza. Solloza. Y hasta en ese sonido tan emocional, suena masculino. Me quiere. Quiero volverlo a escuchar.

—Te quiero —repite, como si pudiera leerme la mente.

No sé qué hacer ni siquiera con mis manos. Sin darme cuenta he dejado la botella y el sacacorchos sobre la mesa y ahora, vacías, no saben adónde ir. Van de mis vaqueros a mi cara, de ahí a mis pulseras…

—Me voy —le digo y me sorprendo de que aún me salga la voz—. Ya lo sabes.

Deja caer las manos. Los ojos claros de Álvaro están enrojecidos y muy húmedos.

—Lo sé —contesta con el ceño fruncido, mordiéndose el labio, conteniendo las lágrimas—. Pero tenía que… ¿es tarde?

—Sí. —Asiento.

—Pero te quiero —vuelve a decirme, con las cejas levantadas—. Y no soy nada sin ti, Silvia.

Podría contestarle que eso debería haberlo pensado antes y, de paso, habérselo dicho a su madre, pero no soy yo mucho de hacer leña del árbol caído. Y la verdad, si no me quedo es más por cabezonería que por el hecho de que sea demasiado tarde para nosotros dos. Es tarde, pero yo también le quiero… ¿o le quise? Estoy tan confusa que me duele. Las he pasado putas. No, voy a empezar de nuevo.

—Sabes que yo también te quiero, pero que no podemos seguir así.

Álvaro se acerca e, inclinándose hacia mí, trata de besarme. Me aparto en un primer momento sin pensar. Y si algo aparece en mi cabeza, es Gabriel.

—Por favor…, quiéreme. No me lo merezco, pero quiéreme…

Si fuera un dibujo animado, me habría convertido en un montón de plastilina, blandengue y medio derretida. No pueden hacerme esto. No pueden jugar conmigo, darme forma y después calor porque, al final, olvido cómo soy yo misma.

Se apoya en mi hombro y llora. Álvaro llora porque me quiere y porque me voy. El que un día me pareció inalcanzable y demasiado frío para entender por qué se necesita llorar, está sollozando, pidiéndome que le quiera. Y yo ya le quiero pero no puedo llorar.

Le miro. Sus labios se han hinchado un poco por el llanto, me acerco y le beso, pero me sabe raro y tengo que dirigir el resto a sus mejillas, con cariño. Son besos húmedos y salados por las lágrimas. Él me aprieta contra su cuerpo.

—Lo entiendo —susurra—. Tú no tenías por qué cambiar. El mediocre era yo.

—Yo no… —Yo no creo que Álvaro sea mediocre, creo que está encerrado en sí mismo.

Álvaro se separa, coge el abrigo que ha dejado tirado y va hacia la puerta. Le sigo, y cuando llega a la puerta, le retengo. Ya calmado, se seca las lágrimas, me mira en silencio y empiezo a hablar.

—Me acuerdo todos los días del primer beso que me diste. Desde el principio, lo nuestro fue brutal, demasiado eléctrico. Como cuando te miré a los ojos por primera vez. Ese día me condené de por vida, Álvaro. No pasa un día sin que me acuerde de tu cara mientras duermes o de cómo nos besábamos cuando hacíamos las paces después de una bronca. Recuerdo cómo me seguías con la mirada cuando aún no éramos pareja y lo reconfortada que me hiciste sentir aquella vez cuando te presentaste en mi casa y atendiste a la policía. Sabría describir con pelos y señales todas las veces que hemos hecho el amor, porque las tengo todas guardadas aquí. —Llevo la mano hacia mi pecho—. Y todo lo que recuerdo de ti, hasta lo que me duele, me lo llevo conmigo. No concibo no acordarme de ello cada día que pase, esté donde esté, porque me ha hecho ser la persona que soy; pero un día tú dijiste que, llegados a este punto, ya no podíamos estar juntos. Teníamos que hacer hueco para otras personas en nuestra vida, no concentrarnos en hacer otra cosa mucho menos sana. Has tardado tres años en decirme te quiero y yo ahora tengo que irme. Tienes que entenderlo.

Al principio creo que no contestará y que se irá, pero al final entreabre sus labios y empieza a decir:

—Me acuerdo todos los días de la sensación de abrazarte debajo del agua de la ducha y de esa cara que pones después de tomarte un café, como si todo lo demás careciera de importancia ya. No pasa un día en que no me arrepienta de haberme callado cuando mi madre te faltó al respeto. Creo que te dejé porque sentía demasiada vergüenza por ello. Eres la medida a partir de la cual mido las cosas; las que me pasan, las que siento, hasta la intensidad de la luz. Estoy tan enamorado de ti que me dueles por dentro. Inevitablemente, todas las noches me acuerdo del brillo que la lámpara de mi mesita de noche daba a tu pelo cuando hacíamos el amor. He tardado tres años en decirte te quiero porque soy imbécil y tú demasiado buena para mí, así que tengo que dejarte ir. Pero no me pidas que no espere que vuelvas.

Significa tanto para mí lo que acaba de decirme que estoy a punto de flaquear. Pero no. Sonrío. No nos besamos y él abre la puerta para irse. No me desea buena suerte, ni buenas noches. Solo baja las escaleras despacio. Ya está en el portal cuando me animo a cerrar por fin.

Antes de acostarme, recibo un mensaje suyo en mi móvil.

«Cogeré un avión e iré a por ti el día en que atisbe un mínimo indicio de duda. Mientras tanto, te escribiré cada semana. Te quiero».

Después de esto, ya puedo irme.