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HACER COSAS JUNTOS
Necesito contárselo a alguien y Álvaro no es la respuesta adecuada a esta necesidad. Ya me lo imagino con la cabeza dándole vueltas sin parar como la niña del exorcista y vomitando verde en aspersor. No. Paso mucho.
Mi madre no sé cómo se lo tomaría. Ya no llevó muy bien todo lo que pasó. Y no, no se puso histérica a llorar y a gritarme que ya me lo había dicho, que era peligroso irme con él y bla, bla, bla, en plan madre loca de nervios. No. Lloró, sí, pero por él.
—Pobre Gabriel. Pobre… lo desesperado que estaría para hacer aquello.
En su momento, me molestó mucho. Eso y la estampita que me pidió que le hiciera llegar. Estaba muy enfadada con él. Creo que tenía derecho a estarlo después de que me abandonara al salir de la clínica por una yonqui con pinta de Barbie de baja categoría, con la que follaba en la casa que compartíamos. Y mejor ni menciono el hecho de que intentara suicidarse. Todo muy bonito e idílico, sí. Una estampa preciosa digna de la portada de la revista Hola.
A mis hermanos… mejor ni intento explicárselo. A saber por dónde saldrían…
Así que decido contárselo a Bea, cómo no. Está bastante accesible estos días que se acerca el fin de curso. A decir verdad, me recibe en su casa informándome de que ya ha corregido todos los exámenes y que ha sido tan benévola que va a pasar de ser Bea la Gris a Bea la Blanca. Creo que un día de estos voy a tener que sustraer su colección de películas de El señor de los anillos o acabará creyendo de verdad que es Gandalf y dejará de hacerse la cera en el bigote.
Cuando nombro a Gabriel, se levanta del sofá en el que está fumando como una chimenea, coge una botella del congelador y nos sirve dos chupitos.
—¿Estás preñada o podrías estarlo? —me pregunta.
—No —contesto como si me pareciera normal este trámite.
—Bien, porque esto podría matar toda vida en tus adentros. Uno, dos y tres.
Lo bebemos sin mediar palabra y mientras ella deja el vasito sobre la mesa de centro, yo me desgañito a gritos y me revuelco por el suelo. No sé qué era eso que me acabo de beber, pero no me extrañaría que fuera de destilación casera.
Cuando las lenguas de fuego dejan de lamerme las paredes del esófago, me zarandea y me obliga a seguir con la narración, pero necesito un vaso de agua y unos minutos. Después le cuento cómo apareció Gabriel en mi casa, todo lo que me dijo y las conclusiones a las que llegamos ayer por la mañana. Creo que está a punto de darle algo. Agita las manos, se tapa la boca y hace doscientas mil preguntas sobre cómo está.
—Está… francamente bien. Guapo, estable, cariñoso…
—Define guapo. —Y parece que los ojos se le van a salir de las órbitas y va a empezar a babear.
—Tiene… —Evito su mirada—. Tiene un cuerpo espectacular. El otro día se quitó la sudadera y los brazos… joder, Bea. No quiero imaginar cómo está con menos ropa. Y la cara… es que… tiene algo.
—¿Algo?
—Gabriel es especial.
—¿Especial en general o especial para ti? —pregunta con sorna.
—Es como si un niño mono se hubiera convertido en el jodido hombre de mis sueños. Yo qué sé…
Me froto la cara con vehemencia y, después, me dejo caer hacia atrás en el sillón.
—Y todo esto… ¿a ti cómo te afecta?
—Pues me afecta porque… bueno… este tipo de historias es difícil olvidarlas, ¿sabes? Es inevitable pensar en aquello.
—¿En lo bueno o en lo malo?
—Pues en todo en general. Cuando lo vi, recordé el olor en casa cuando fumaba crack. Recordé escucharle joder con aquella yonqui. Recordé verle muerto y escuchar cómo anotaban la hora de su muerte. Y también lo mucho que le quise, la manera en la que me miraba, las promesas, la sensación de estar completa por fin…
Últimamente Bea está muy peliculera, porque dice que atraviesa un momento trascendental de su vida (ha encontrado un hombre que le da buenos revolcones y que, además, pasa por alto sus «peculiaridades» y quiere enamorarla, aunque no sé si ella está hecha para ese tipo de romances), así que me pone la mano derecha sobre el pecho y me pregunta qué me dice el corazón de todo lo que está pasando. Eso no me extrañaría si no fuera porque, en el proceso, se le ha cruzado la neurona loca y me está tocando un pecho con vehemencia.
—Estás como una chota, ¿me oyes? Como las maracas de Machín —le contesto intentando que me suelte la teta.
—Silvia, escucha a tu corazón.
—Dios mío, Pocahontas. Me voy antes de que empieces a decirme que los árboles de tu calle te cantan.
Y me voy. Aunque lo que me pasa es que me ha tocado la fibra, porque el corazón me pide llamar a Gabriel y pasar la tarde con él en algún antro, escuchando su voz, oliendo su piel y bebiendo café.
El Café de la Luz es uno de mis rincones preferidos de Madrid y un miércoles a estas horas está más bien vacío. A Gabriel también le gusta. Vinimos juntos por primera vez unos meses después de nuestra boda loca en Las Vegas y guardamos buenos recuerdos de aquella mañana. Está muy guapo. A decir verdad, está tan guapo que el camarero, que creo que está en la misma acera que yo, casi bizquea cuando lo ve entrar. Yo, que voy andando detrás de él, estoy seriamente afectada por cómo le quedan los vaqueros desgastados que lleva y la camiseta de manga corta gris. Por Dios santo. ¿Esa espalda es la misma a la que me agarraba en la cama cuando nos acostábamos? Sigue siendo un hombre delgado pero… por el amor de Christian Dior y todas las colonias bajo su marca… está de calendario guarro.
Sentados ya en un rincón, pide un capuccino y yo pido lo mismo. Hace unos años habría buscado apoyo moral con un carajillo, pero si algo me ha enseñado Gabriel es que el alcohol no puede ayudarme en nada. Cuatro chicas toman café en la mesa de al lado y una de ellas sigue intensamente con la mirada al chico que se acaba de despedir de ellas; alto, moreno, ojos verdes… pero no es eso lo que mira ella. Tengo ganas de levantarme y decirle que sé reconocer el amor cuando lo veo y que no lo piense más, pero si lo hiciera tendría que empezar a ser sincera conmigo misma en muchas otras cosas a las que ahora mismo no quiero enfrentarme. Así que me centro en Gabriel y repaso con los ojos sus tatuajes, mirando con cariño el que llevamos igual. Acaricio el mío por inercia y él dibuja una sonrisa.
—¿No te has hecho más?
—No, qué va.
—Es raro. El primero suele abrir la caja de Pandora y ya… no puedes parar.
—Bueno, siempre lo asocié contigo, así que ya no tenía sentido. —Gabriel me mira con intensidad y… joder. Hoy está especialmente guapo. Trago saliva—. Además, a Álvaro no le gustan mucho los tatuajes.
—Ya me imagino. No tiene pinta de que le gusten esas cosas; es más bien… clásico.
—Sí. Es muy clásico. —Tan clásico que se haría el harakiri si supiera que estoy aquí con Gabriel, así que prefiero cambiar de tema—. ¿Te hiciste alguno nuevo?
—Sí —asiente—. Pero es el último.
—No creo que te quede espacio para más.
—De cintura para abajo sigo teniendo todo el del mundo. —Se ríe.
—¿Dónde llevas el nuevo?
—En el pecho. —Se lo toca—. Tenía un espacio en blanco, pequeño pero suficiente.
Recuerdo ese espacio. Yo solía besarle allí.
—¿Y qué es?
—Un día de estos te lo enseño. Ahora cuéntame cosas.
—¿Qué cosas? —Me entra hasta vergüenza al ver lo ávido que está de saberlo todo de mí.
—Tus cosas.
—¿Y si empiezas tú con tus cosas y después ya te las cuento yo?
Gabriel comienza a hablar, recostándose un poco en la silla y apoyando su zapatilla en una de las tablas de la mesa baja donde humean los cafés. Se toca el pelo mientras me habla y le brilla mucho. Se ve sano y lo lleva peinado. La barba es bastante cerrada y espesa, a pesar de estar controlada y aseada. Los ojos parecen más oscuros ahora, en el interior de esta cafetería; cuentan muchas historias sin voz y brillan con madurez. Gabriel tiene ahora treinta y cuatro años y se ha zambullido de lleno en esa época en la que los hombres cambian la belleza aniñada por la real. Es un hombre guapo, magnético, increíble, con una voz profunda y armoniosa. Añoro escucharle cantar con el único acompañamiento de una guitarra. Y mientras yo le miro acariciarse los nudillos tatuados en colores, él me habla de todo lo que le apetece. Su rutina en la clínica, la gente a la que conoció, la relación que mantiene con alguno de ellos, incluido su tutor en el proceso de desintoxicación… Va un poco más allá y me cuenta una recaída, justo antes de firmar nuestro divorcio. Después me enseña orgulloso su chapa de Narcóticos Anónimos y una foto de su perro, que se llama Rayo. Rayo… es imposible que estas cosas no me afecten.
Después de escuchar todo eso, yo me siento tonta contándole mis nimiedades. Cómo están mi madre y mis hermanos…, le cuento que Bea parece que está empezando a ceder al amor, pero que sigue nombrando a Adam Levine casi todos los días. Bromeamos sobre que nunca conseguimos presentarlos, a pesar de que Gabriel siempre quiso hacerlo.
—¿Y si hubieran encontrado el amor? —me dice burlón.
El amor, como el que él y yo tuvimos, ¿no?
Me quedo pronto sin temas de los que hablar y me pongo nerviosa. No quiero que se me note, pero un Gabriel mucho más maduro de lo que recordaba se hace cargo de la situación.
—Y dime… ¿cuándo os casáis?
—A finales de septiembre —lo digo con la boquita pequeña y un nudo en la garganta.
—¿Por la iglesia?
—Ah, no. Estás loco. —Me río—. Y da gracias que no nos casemos por el rito del botijo. Un botijo al aire y si se rompe al caer, ale, casados.
—¿Entonces?
—Nos casamos por lo civil en el jardín del restaurante donde hacemos la celebración.
—Muy romántico.
—No. No digas tonterías. —Miro al suelo—. Es pragmatismo.
—Uno no se casa por pragmatismo a no ser que se mezclen cuestiones legales, de hijos o historias de esas. Vosotros no queréis tener hijos. Será por romanticismo entonces, ¿no?
Me siento incómoda y repaso con minuciosidad cada detalle de mis zapatos. Me violenta hablar con Gabriel sobre mi boda. No quiero que ese tema contagie también esta conversación.
—¿Adónde iréis de viaje? —pregunta cambiando de tema por fin.
—A Costa Rica…
Gabriel arquea las cejas sorprendido, pero no dice nada. Los dos nos quedamos callados entonces, levanto la mano y pido la cuenta.
Salimos del café y nos vamos paseando hacia el barrio de Malasaña. El sol empieza a desaparecer y brilla una luz azulada en las calles ahora que aún no se ha encendido el alumbrado público. Los dos miramos los adoquines del suelo y caminamos en silencio hasta que él me pregunta si me apetece ver dónde va a vivir. Accedo de buen grado. Me gusta estar con él y lo estábamos pasando bien; hasta que ha sacado el tema de mi boda, claro. Cuando estamos llegando, Gabriel pregunta por qué Costa Rica. Eso me deja un poco noqueada; me pese lo que me pese, sigue conociéndome como nadie. Mejor que el que pronto será mi marido, con el que he estado años. ¿Cómo pudieron dar para tanto los meses que compartimos nosotros? A lo mejor es que no es cuestión de tiempo, sino de intensidad, de voluntad, de destino.
—No sé. Tiene un poco de todo. Exotismo, parques naturales…
—Monos, arañas peludas del tamaño de un puño… —añade él con sorna.
—No sé, es todo tan verde. —E intento afianzarme en mi posición de seguridad.
—Claro —contesta él mientras entramos en el vestíbulo del hotel Abalú—. ¿Lo ha elegido él, verdad?
—Verdad —confieso—. Fue imposible ponerse de acuerdo en ningún destino.
Me alucina lo moderno que es este hotel. Y nuevo. Es un lujo diferente al que le acompañaba hace un par de años, cuando estaba en la cresta de la ola. No creo que ahora su situación económica sea peor, pero creo que muchas de las exigencias del Gabriel estrella se han quedado en el camino. Y me encanta que haya elegido este rincón de Madrid para hospedarse, porque me dice mucho sobre quién es ahora.
Cuando abre, me sorprende la cantidad de luz que entra en la habitación. La decoración es muy moderna y un poco femenina si me apuras. Blancos, pequeños estampados florales casi impresionistas, paredes turquesa, cuadros pequeños con ilustraciones.
Él pasa hasta el dormitorio que hay aparte, hasta donde yo le sigo sin saber por qué, y deja la cartera y el móvil sobre la cama, vaciándose los bolsillos. El cabezal es blanco y metálico y tiene una luz morada justo detrás, que enseguida apaga. Las ventanas iluminan toda la habitación a pesar de que empieza a anochecer y las sábanas blancas e impolutas relucen en el centro.
—Tienes cocina —digo mirando hacia la puerta que da al interior de la habitación, que es enorme.
—Sí. Y lavadora —sonríe—. Me gusta esta habitación. Es como un pequeño piso de alquiler por días. Aunque creo que pronto renacerá mi lado femenino y tendré la irrefrenable necesidad de hacer punto de cruz.
—Haz una foto si eso llega a ocurrir alguna vez, por favor.
Vuelvo a la sala de estar y me siento en el sofá, que es cómodo y acogedor. Gabriel me ofrece algo de beber y le pido un vaso de agua. Vuelve al minuto con dos vasos llenos de agua, hielo y una rodaja de limón, que deja sobre la mesa. Me sorprende sentándose delante de mí, de rodillas, sobre sus pies. Lo miro sin saber qué hacer y él tira de su camiseta hacia arriba, hasta deshacerse de ella.
Vale. En su momento fui maestra de salir airosa de situaciones bizarras, así que quien tuvo retuvo. Silvia… reacciona.
Pero no puedo. Gabriel está ahí sentado frente a mí, sin camiseta, con todo su pecho tatuado lleno de colores. Y su pecho no es el que era… es una maravilla. Torneado, marcado. Dios…, sus pectorales, su vientre…, su ombliguito. Tengo la tentación de alargar la mano y acariciarle para comprobar la dureza, pero me contengo. Cojo aire y justo cuando le voy a soltar una fresca para que se tape, él señala un pedazo de su pecho, sobre la parte izquierda. Y ahí, entre dos tatuajes que siempre me han gustado por sus colores, en esa piel desnuda sobre la que yo siempre posaba mis labios, está mi nombre, con sencillas letras que se parecen a mi caligrafía. Silvia.
—No te quedaba más hueco y te decidiste por algo corto, ¿no? —digo, por decir algo.
—No. Tuve suerte. Es ahí donde tiene que estar, siempre conmigo.
La mirada que viene después me dice muchas cosas. Habla de recuerdos, de amor, de la vida que tuvimos y la que imaginamos tener en el futuro, de ternura, de sexo, de su cuerpo y el mío. En esa mirada sigue habiendo deseo y sé que en la mía también lo hay, porque lo siento palpitarme en cada arteria, vena o capilar. Gabriel posa sus manos en mis rodillas y sube con la palma de la mano abierta hacia mis muslos. Cuando ya están muy arriba, rodea mis caderas y tira de mí hasta tirarme del sofá y dejarme sentada sobre mis talones frente a él. Respiro entrecortadamente y él también.
—Vístete —le pido.
—Siempre has sido sensible a los desnudos. —Sonríe.
Alargo las manos y le acaricio los antebrazos, subiendo, escalando hacia sus hombros. El calor de su piel me turba y me excita. Casi jadeo cuando bajo por su pecho. Atrapa mi mano derecha y la mantiene ahí, sobre su corazón, sobre mi nombre.
—Sigue latiendo descontrolado cuando me tocas.
No aguanto más. Me levanto de un salto y cojo mi bolso.
—Tengo que irme. Álvaro tiene que estar al caer.
—Espera, te acompaño a la puerta.
Llega hasta la salida pero por el camino ha perdido la camiseta, así que no puedo pedirle ni que se la ponga. Quiero acabar pronto con esto. Le doy un beso en la mejilla, como si fuese una chiquilla a la que han pedido que lo haga y quiere cumplir rápido, y cuando me retiro, Gabriel me abraza. Mi nariz se hunde sin quererlo en su pecho y respiro hondo. Huele a nuestras primeras noches abrazados en la cama. A la primera vez que nos excitamos juntos. A algo intenso y eléctrico que a duras penas puedo obviar.
—Llámame —me dice.
Me separo, asiento como una imbécil y me voy.
Jamás he bajado más rápido unas escaleras.
Al llegar a casa, Álvaro está desvistiéndose en el dormitorio. Se escucha el microondas, así que imagino que está descongelando alguno de mis experimentos gastronómicos. Entro como una exhalación en la habitación y empiezo a desvestirme.
—Iba a llamarte ahora —me dice a la vez que se quita la camisa.
No contesto. Me quito el sujetador y los ojos de Álvaro van directos a mis pezones. Pienso lo que pienso y me quito también las braguitas. Después me tumbo en la cama y abro las piernas. Tarda dos segundos en meterse dentro de mí. Empuja con fuerza y yo reacciono de manera desmedida, gimiendo como una loca.
Álvaro habla. Dice cosas sucias de las que me gustan, pero me suenan huecas. Casi no las oigo. Solo me repito que él es el hombre con quien quiero estar, concentrada en mis pensamientos para que no se desvíen de la persona con la que estoy follando: a ÉL. Cuando me doy cuenta, me he concentrado tanto que se me ha olvidado disfrutar y Álvaro se acaba de correr dentro de mí. Me mira, extrañado, y me pregunta si yo también terminé.
—Sí. —Sonrío—. Pero fui silenciosa como un ninja.
Y lo digo fingiendo que me divierte ser tan mala, retorciéndome debajo de su cuerpo, porque en realidad quiero que se aparte y no me toque, ni me mire, ni me hable.