28
SER AMIGOS
No puedo pensar en otra cosa. Apenas he pegado ojo. Hacía mucho tiempo que no me acordaba de aquello y esta noche, en el único momento en el que concilié el sueño, lo volví a ver todo. El pasillo de aquel hospital tragándome a toda velocidad. Las luces. El sonido de las palas de reanimación cargándose. La contundencia con la que su cuerpo se estremecía tras cada descarga. Su rostro muerto. El tirón a su muñeca cuando los médicos trataron de arrastrarme fuera.
«Hora de la muerte, doce treinta y seis». Me he despertado sobresaltada, cogiendo aire. Álvaro ni siquiera se ha inmutado, profundamente dormido. Después, a las siete y cuarto, he fingido levantarme con el sonido de su despertador.
No me quito de la cabeza lo de ayer de la misma manera que no dejo de pensar en llamar a Gabriel para aclarar las cosas. Quiero cerrar esto y hacerlo bien. Voy a casarme con Álvaro en dos meses y no quisiera… no quisiera que el que todo el mundo dice que va a ser el día más feliz de mi vida se vea empañado por el recuerdo de cosas que aún me duelen. Y si me duelen es porque aún no he cerrado este capítulo. ¿Para qué sirvieron los meses de duelo? No me entiendo.
Y aunque tengo pensado llamarle a media mañana, se me adelanta. Yo no he cambiado el número de mi teléfono móvil y él tampoco ha cambiado el suyo, así que no hay sorpresas. Me agarro a mi taza de café y me enfrento a ello como la Silvia adulta que soy. Somos solamente dos personas que se conocieron en la playa una noche loca tres años atrás, que se casaron en Las Vegas sin quererse, que se enamoraron y que sufrieron después. Quizá el modo en el que sucedió sea fuera de lo común, pero hay miles de parejas que rompen en el mundo; no somos especiales, ¿verdad? O quizá eso es lo que quiero hacerme creer. Durante la conversación, estamos cortados, pero los dos sabemos que es necesario que nos veamos, aclarar las cosas y darnos el abrazo de despedida. Estas cosas no pueden ser. Ya no soy la drama queen que era cuando me conoció.
Álvaro se inquieta cuando le llamo y le confieso que Gabriel vino a verme ayer. Le escucho suspirar y chasquear la lengua, pero por alguna extraña razón no se sorprende. ¿Es posible que esta visita sea un fantasma que nos rondaba ya desde hace mucho a ambos? Gruñe entre dientes, me pide que haga el favor de alejarme de toda esa historia y, cuando le cuento que hemos quedado para despedirnos, casi sufre una embolia.
—Es solo un café, cariño —le explico para tranquilizarle.
—Es un café con tu exmarido el drogadicto —espeta de malas maneras.
Me repatea este comentario, pero lo mejor para los dos es que lo deje pasar.
—Tienes que dejar que haga esto. Es necesario y es lo mejor.
—No me gusta que le veas. Es una persona enferma. Acuérdate de la última vez que le viste en Los Ángeles. Estaba muerto en una camilla, porque se le fue la mano con la heroína.
—Gracias, Álvaro, si no me lo llegas a recordar lo hubiera olvidado. No te jode.
Gabriel y yo nos encontramos en la terraza de un pequeño café, en una de las calles perpendiculares a Corredera Baja de San Pablo. Él lleva una camiseta y una sudadera, las dos cosas negras. Parece un chico normal, no una estrella del pop rock alternativo resurgiendo de sus cenizas. Cuando nos vemos, no sabemos muy bien cómo saludarnos. Nos damos un beso en la mejilla, un abrazo extraño y, después, sonreímos bastante avergonzados. La proximidad nos resulta aún demasiado intensa.
Son las doce y media de la mañana y hace fresco a pesar de estar ya a mediados de junio, así que le pido al camarero un café solo; para mi sorpresa, Gabriel hace lo mismo, pero insiste en que sea muy largo, americano.
—Siento mucho haberme presentado sin avisar —dice de pronto con un tono de voz que me hace pensar que lo siente de veras—. Tendría que haber llamado y los dos deberíamos habernos hecho a la idea antes de vernos.
—Me alegré mucho de verte, Gabriel, pero es que… es todo muy… agudo, muy… potente. Yo ya no estoy habituada a lidiar con este tipo de… sensaciones.
—No quiero que sea agudo, ni potente. —Se encoge de hombros—. Solo quiero que sea normal. Como debería haber sido.
—Pero es que no se puede dar marcha atrás.
—Ya, ya lo sé. Perdona. No quise decir eso.
El camarero deja los cafés sobre la mesa, entre nosotros. Me entretengo en poner sacarina en el mío y él aparta el sobrecito de azúcar. Sonrío mientras le pregunto de soslayo:
—¿Ni siquiera tomas azúcar?
—Ah, no. Es porque me he acostumbrado a tomarlo así. En la clínica nos juntábamos en cada comida muchos pacientes y había un compañero que tenía algún tipo de obsesión enfermiza por el azúcar. Un trastorno obsesivo-compulsivo de los raros. —Se ríe—. Era buen tipo y nos solidarizábamos con él.
Gabriel es de pronto alguien desconocido con el que me siento muy cómoda.
—Has cambiado mucho —le digo.
—Solo en lo esencial —bromea.
—Tardé en reconocerte ayer en la puerta de mi casa, ¿sabes?
—Ya me di cuenta. ¿Es por la barba? —Se la acaricia.
—No. Bueno, supongo que es por todo. Pero estás muy guapo. A decir verdad, estás… sexi. Nunca has dejado de estarlo.
Suspira y le da un sorbo a su café.
—¿Incluso cuando estaba muerto? —dice después.
Eso me deja fuera de juego. Recuerdo mi mano agarrando la suya mientras los médicos me arrastraban hacia fuera, apartándome de él. Muerto. Sin latido. Inerte. Mis gritos y luego de nuevo un débil pitido intermitente…
—No pienso en aquello. No vale la pena darle vueltas.
—¿No piensas jamás en lo que pasó?
—Bueno… lo evito. Me ha costado mucho superarlo. Te vi morir. Escuché cómo apuntaban la hora de tu muerte. Evidentemente no quiero recordarlo.
Traga con dificultad y se frota la cara después. Admito que he sido dura a propósito. Hay una parte de mí que sigue estando terriblemente enfadada.
—Me gustaría hacer las cosas bien contigo —confiesa—. No puedo borrar lo que hice por más que quiera. Pero necesito enmendar aquello. Echo de menos a la única persona que ha sido sincera y buena conmigo porque sí.
—No porque sí. Porque te quería.
—Bueno, pero siempre fuiste igual. Incluso cuando acabábamos de conocernos.
Sonrío al acordarme de esa noche. Miro al hombre que tengo sentado enfrente de mí y no veo a la misma persona, pero sé que está dentro. Tiene los antebrazos apoyados en la mesa y juguetea con el sobre de azúcar sin mirarme. Las pestañas aletean sobre su piel en cada parpadeo. Y sus manos… sus manos siguen siendo las mismas que me llevaban hasta el cielo, que acariciaban mi pelo en la cama. Están un poco más bronceadas que la última vez que lo vi, pero es que en esa última ocasión se le escapaba la vida.
No puedo evitarlo. Alargo la mano y le acaricio el dorso de la suya. No me pasa inadvertido que Gabriel cierra los ojos con alivio, como si necesitase mi tacto. Acaricio la pulsera hecha polvo que lleva en la muñeca.
—¿Es la que te compré en el primer viaje que hice?
Asiente y la toca también. Nuestros dedos se encuentran y nos miramos. Respiro entrecortadamente, porque de pronto me pregunto cómo sería acostarme con él de nuevo; estoy segura de que sería diferente y familiar a partes iguales. Su cuerpo no es el mismo. Antes era un chico muy delgado cuyos músculos se marcaban bajo la piel porque no tenía ni un gramo de grasa en medio. Ahora tampoco, pero es más… hombre. Ya no veo al chiquillo que se enroscaba sobre mi pecho. Es un hombre tan hombre que me apabulla. Es un hombre al que necesitaría abrazar en la cama para sentirme en casa y segura. Vulnerable, humana pero completa. No recuerdo la última vez que sentí eso.
Me acuerdo de pronto de la última vez que nos acostamos, la noche antes de ingresar en la clínica, cuando aún esperaba que se curara y al volver los dos tuviéramos la vida que habíamos planeado. La verdad es que, pensándolo bien, esperaba lo que creo que me ofrece ahora. Porque… ¿me lo ofrece? ¿O solo busca el perdón?
Pestañeo y contengo la respiración cuando me acuerdo de la sensación de tenerle dentro, abordándome, haciéndome sentir fuerte, segura, sexi, querida, venerada y el centro de toda su existencia. Y el placer que Gabriel solía darme…, no sé si he mitificado el recuerdo que tengo de aquello, pero aquel placer no se parecía a nada más.
Gabriel rompe el silencio y me pide que le cuente qué suelo hacer, cuáles son mis rutinas ahora. Le cuento que voy a la piscina algunas mañanas, que después suelo ir a un bar regentado por irlandeses con los que he entablado amistad y con los que me tomo algo y practico un poco mi inglés, para que no se oxide.
—Luego, si tengo trabajo, me suelo ir a mi casa y se me pasan las horas, hasta que Álvaro sale de trabajar. Si no tengo nada que hacer, a veces cocino, otras veo a mis amigas, o voy a alguna exposición. No te das cuenta de la cantidad de cosas que se pueden hacer si tienes tiempo… hasta que lo tienes. ¿Y tú? ¿Qué haces?
—Voy a la piscina, corro un poco con el perro, escribo canciones, escucho música, toco la guitarra, paseo, compro vinilos antiguos. Cada día me digo que voy a hacer cosas nuevas, pero me he habituado bastante a esa rutina. La rutina es buena para alguien como yo.
—¿Sabes algo de Tina, Frida y Volte?
—Volte ha abierto su propio gimnasio en Los Ángeles y le va muy bien; nos vemos a menudo. Me dio recuerdos cuando le dije que venía a verte. Ha adelgazado como, no sé, veinte o veinticinco kilos y de un abrazo aún puede matarme. —Sonríe—. Frida volvió a Chicago con su hermana y Tina… se vino conmigo a San Francisco. Cuando vendí la casa y fui a despedirme, se puso a llorar y me pidió explicaciones de quién iba a preocuparse ahora de que todo estuviera como me gusta. Le dije que yo y sollozó. Hasta ahí le llegaba la fe por mis habilidades domésticas. —Los dos nos echamos a reír.
—Tienes que comprender que quemaste el techo de la cocina.
Se tapa la cara y se carcajea. Ese recuerdo le ha pillado de improviso.
—¡Dios! ¡No me acordaba! ¡El flambeado de Gabriel! Seguro que ella sí lo recuerda, claro.
—No creo que nadie pueda olvidarlo.
—Intentaste apagarlo tirando agua al techo. —Se carcajea.
—¡Y tú gritaste como una niña! ¡Ay, pobre Tina! —Me acuerdo de cuando nos pilló haciéndolo en el sofá y un espontáneo calor me tiñe las mejillas—. ¿Y…? Dime, ¿qué tal le va?
—Bien. Muy bien. Vive en un apartamento con su hija. Ni siquiera sabía que tenía una hija. Por lo visto es una estudiante brillante. El año que viene irá a la universidad.
—¿Le da el sueldo para mandarla a la universidad? Debes pagarle muy bien.
—Le han dado una beca —me explica.
Le miro fijamente y después aclaro:
—Fondo Gabriel Herrera para estudios universitarios, ¿no?
Él mira la mesa y se avergüenza. Lo dejo estar. Si no quiere hablar de las cosas buenas que hace, no seré yo quien le presione.
—¿Cuánto tiempo te quedas? —digo cambiando de tema.
Gabriel se remueve incómodo.
—Bueno… yo… no tengo planeada una vuelta a muy corto plazo —responde.
Pasan un par de segundos en los que ninguno de los dos dice nada. Al final, suspiro, dispuesta a aclarar la situación. Si esta era una despedida, hay algo que no estamos haciendo bien.
—¿Qué es lo que quieres? —Y sé que estoy siendo muy brusca, pero creo que es necesario que hablemos claro.
—Quiero estar un tiempo aquí, contigo.
—Eso no puede ser.
—Solo quiero verte de vez en cuando.
—Te repito que no puede ser.
—A pesar de todo lo que pasó, eres la única persona en la que confío. No me niegues esto… Solo… solo necesito que seamos amigos como lo fuimos antes. Necesito un poco de aquello para encontrarle sentido a mi vida.
Respiro hondo. Yo también le necesito para completar la mía, pero no sé cómo va a salir esto. Tengo pánico.
—¿Y cómo se supone que lo vamos a hacer? —pregunto—. ¿De qué va a ir esto, Gab?
Pestañea y me mira fijamente. Gab, como le llamaba yo cariñosamente cuando era su mujer.
—Estoy en una especie de apartotel, en la calle Pez. Hotel Abalú. Llámame cuando te apetezca salir. —Sonríe tímidamente y me hace sentir una ternura que casi no puedo soportar.
—Eres un puto —bromeo—. Pones esa carita…
—Sé que te traería problemas con Álvaro, de modo que estoy dispuesto a pasar desapercibido, a verte a escondidas cuando tú puedas y…
No necesita insistir. Hace rato que cedí, me guste o no. Bien. Ahora tengo un amigo bandido que esconderle a mi futuro marido.