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LA BALANZA

Han pasado dos días desde que hablé con Gabriel y, aunque este mediodía me ha llamado antes de volar hacia Estocolmo, no ha mencionado el tema. Creo que quiere darme tiempo para pensarlo bien, de verdad. Eso significa mucho para mí.

—Es la oportunidad de tu vida, monguer —me dice Bea con los ojos brillantes, mientras me sujeta los antebrazos—. No estás hecha para estar encerrada en una oficina. Esa no es tu vida. Tú eres más. Más que todo eso y más que todos nosotros. A ti te esperan otras cosas, Silvia.

—Bea… él tiene problemas.

—¿Y quién no? —responde—. ¿Sabes lo que me cuesta decirte que te vayas? Eres mi mejor amiga. Mi hermana.

Miro al suelo. Cuando se pone así, no puedo… es mi talón de Aquiles. Daría todo lo que tengo por esa pequeña hija de fruta. Y cuando me dice estas cosas, no soporto la presión. Un nudo me aprieta fuerte la garganta y resoplo.

—Ya lo sé —intento pararla.

—Sabes las pocas veces que te lo digo, pero te quiero como la hija de la güija que eres, y rediós que me cuesta animarte para que te largues a las Américas, pero chocho…

—¿Y qué voy a hacer allí?

—Vivir tu historia de amor, ser la genia que eres y preparar el terreno para un futuro brillante que, por supuesto, me incluye a mí comiéndole el cimborrio a Adam Levine.

—Tengo que hacer algo con esa enfermiza obsesión tuya de comerte la minga del cantante de Maroon 5. Hace mucho tiempo que no me hablas de ningún hombre. ¿No serás capaz de estar «reservándote» para tu futuro marido famoso…?

—No, esa creo que eres tú, que te estás cerrando de piernas como escondiendo el anillo de los Nibelungos. ¿Te has puesto velcro ya?

Me río y la tomo por loca. Ella se acerca, me da un beso en el brazo y, apoyando la cabeza en él, me dice:

—Lárgate con Gabriel, Silvia, pero no te olvides de que tu otra mitad soy yo.

Ayer comenté con mi madre la posibilidad de marcharme mientras cenaba con ella. Y lo hice tan bien que creo que he envejecido un par de años. Mi naturaleza me empuja a decir las cosas a bote pronto, mal y con un centenar de palabras malsonantes cuidadosamente repartidas en el discurso, pero anoche lo hice como una persona adulta, normal y aburrida.

—Gabriel me ha pedido que trabaje para él en Los Ángeles. Me ofrece un trabajo bastante creativo y dinámico que a priori me parece interesante y, la verdad, está muy bien remunerado. Me pagaría en un mes más de lo que yo ganaría aquí en dos años. Todos los meses.

Ella me miró con cara de susto. Sabe tan bien como yo que es demasiado dinero para sonar a negocio honrado. Supongo que vuelve a estar asustada por si voy a convertirme en pilingui de lujo y estoy tentada a decirle que esas cobran menos de cincuenta mil al mes, pero tampoco estoy segura. Después me dijo que ella entendía que, si Gabriel era alguien digno de mi confianza, debía pensar en que puede mejorar mi vida porque me quiere. Ella es muy inocente, o eso me ha parecido toda la vida. No sé si puedo seguir su consejo como una directriz fiable.

Él dice que me lo dará todo, pero… ¿entre todas esas cosas no puede haber también disgustos y mala vida? No lo sé. No sé qué hacer.

Es la hora de comer y Álvaro sigue metido en su despacho, pero tiene la puerta abierta. Yo tampoco me he movido de aquí; estoy mirándole mientras él está absorto en la pantalla de su ordenador. Desde aquí veo el reflejo de la luz del ordenador en sus ojos y cómo sus dedos martillean la mesa, nervioso. No sé si es por mí, no sé si es por el trabajo, pero creo que Álvaro está al límite.

¿Qué pasaría si me voy? ¿No sería como empezar de cero? Alejarme de él supondría algunas ventajas. No verlo todos los días facilitaría las cosas; él estaría de acuerdo con esto. Mis hermanos, Gabriel, Bea… todos tienen razón en que poca vuelta atrás hay en esta situación.

De pronto, me levanto sin apenas pensarlo mucho y voy hacia su despacho. Me apoyo en el quicio de la puerta y él levanta los ojos hasta mí. Cuando sus labios dibujan una sonrisa fugaz, el corazón empieza a bombearme con fuerza. ¿Estoy segura de lo que voy a hacer? ¿Completamente segura?

—Dame un segundo —susurra.

Sus dedos vuelan por encima del teclado mientras él clava sus ojos grises en la pantalla. De pronto le da un clic al ratón y me mira con expresión amable. Me invita a sentarme.

—No sé si tendrás tiempo ahora —digo temerosa.

—¿Has comido? —me pregunta.

—No, aún no.

—¿Quieres que salgamos a comer algo y aprovechas para comentármelo?

Me muerdo el labio inferior y niego con la cabeza.

—Va a ser mejor que no.

—¿Es personal?

—Tanto personal como laboral. —Álvaro levanta las cejas y me da la sensación de que se queda lívido en un segundo. Pestañea, se frota los ojos y después me da pie a que siga—. He recibido una oferta de trabajo que… que no puedo rechazar.

—¿Y quieres aceptarla?

—No sé si quiero, pero sé que debo.

Resopla, apoya las manos en la mesa y mira sus dedos mientras se muerde el labio superior.

—¿Es por lo que te dije el otro día?

—En parte tenías razón. Estamos atándonos aquí por razones equivocadas. La situación es… insalvable.

Álvaro niega con la cabeza.

—No, no lo es. No te vayas.

—¿Habla el Álvaro jefe o el Álvaro exnovio?

—Los dos —dice mirándome muy fijamente—. Da igual cuánto te hayan ofrecido. Lo igualaré. Hablaré con Recursos Humanos y…

—No puedes igualar la oferta, me temo.

Frunce el ceño.

—¿Cuánto? —pregunta.

—Cincuenta mil.

—¿Cincuenta mil anuales? Joder, Silvia… ¿dónde?

—Cincuenta mil mensuales… —Y espero su reacción.

No se extraña. Solo asiente.

—Vaya, Gabriel… —murmura.

—Sí.

—Pues tienes razón. Contra eso no puedo hacer nada.

Nos quedamos en silencio y él pierde la mirada en su mesa. Siento presión en el pecho y apenas puedo respirar. Estoy dejando mi trabajo.

—No lo hagas —me pide sin mirarme—. No lo hagas, por favor. Me he equivocado muchas veces en la manera de darte consejos. He intentado imponerte mis ideas, pero esta vez apelo a tu sentido común, Silvia. Ha tenido problemas con las drogas, salió demasiado pronto de esa clínica, por no hablar de los episodios violentos y los intentos de suicidio.

—Tú no lo entiendes.

—Haré un esfuerzo por entenderlo si me lo explicas. —Me mira de pronto tan a los ojos que me abruma.

—Solo dices un montón de cosas que no tienen que ver con la persona a la que yo conozco. Gabriel no es así y… le quiero —digo de sopetón.

—Le quieres, sí, pero no le quieres como me quieres a mí.

Eso me deja K. O. y miro al techo, suspirando.

—Silvia…

—Me voy. Está decidido.

—¿Te vas? ¿Lo dejas todo?

—Me mudaré a Los Ángeles en año nuevo —decido en el momento—. Así que en quince días causaré baja en la empresa. Te ruego que le hagas llegar mi petición a Personal para que puedan prepararlo todo…

Álvaro no da crédito.

—Si es para hacerme reaccionar… —Se levanta y viene hacia mí—. Ya lo he hecho, Silvia.

—No es por eso. Quiero irme. Por favor, arréglalo para que pueda firmar el finiquito cuanto antes. —Trago saliva con dificultad.

Se pasa las manos por el pelo. En todas las broncas que hemos tenido en nuestra vida, nunca habíamos llegado a ese límite: dejar el trabajo. Silvia… estás dejando tu trabajo.

—Silvia… pide una excedencia. Tienes hasta dos años para volver y…

—Es que no quiero volver. No quiero irme pensando en que, si algo sale mal, puedo correr hasta aquí a lamerme las heridas —me quejo—. ¿No lo entiendes? Lo que quiero es empezar de cero.

No, no lo entiende. Cierra los ojos.

—Por favor…, pide una excedencia, aunque no vuelvas jamás. Hazlo por mí…

—¿En qué cambia eso el hecho de que me voy?

No contesta.

—¿Ni siquiera puedes verme? —pregunta—. ¿Te hago daño incluso desde mi despacho?

Abro la boca para soltarle una bordería, pero me doy cuenta de que ese camino no nos lleva a ningún sitio. Creo que es verdad que estoy creciendo y, aunque buena parte de esto es gracias a él, necesito irme. Lo sé. Y decido sincerarme.

—Me haces daño solo con mirarte, porque estás lejos y no me quisiste para siempre.

Parece que eso le duele más que si le hubiera soltado una fresca, pero tampoco era mi intención. Él baja la cabeza.

—No te vayas —susurra. No puedo verle la cara cuando lo dice, pero su voz…

—Tengo que hacerlo.

—Por favor… Por mí, por nosotros…, no te vayas…

Me levanto del sillón con las rodillas temblorosas.

—Por favor, Álvaro…, te lo pido por favor… Déjame marchar…

Álvaro se encierra en su despacho hasta las cuatro, y cuando sale, lleva su abrigo y su maletín. Se va a casa.

Dos días después me llaman de Personal para decirme que me acerque cuando pueda a firmar los papeles de mi excedencia. Excedencia. Joder, Álvaro… ¿hasta el final?