15
Sevilla, medianoche del 22 de diciembre de 1718.
Antoine se había vestido con colores pardos y se había puesto el coleto, una daga en una bota y el estilete en la espalda. Se ciñó el tahalí del que colgaba la espada, aunque no estaba muy seguro de que le dejasen empuñarla. Dos pistolas completaban el atuendo.
Al pie de le Torre de la Plata los aguardaba un esportillero que los condujo, salvando las atarazanas, a la puerta del Aceite donde los dejó solos. La impaciencia los acompañó hasta que apareció un hombre con un herreruelo y sombrero de ala ancha que le sombreaba convenientemente el rostro. Les hizo una seña desde lejos indicándoles que lo siguieran. Antoine supuso que la tardanza había sido para cerciorarse de que no había nadie más con ellos.
El hombre caminaba ligero unos pasos por delante de ellos y, aunque tornaba la cabeza observando los alrededores, nunca miró hacia atrás. La noche era fresca y el río aportaba la humedad que llegaba a los huesos. El guía, con gran alivio de Antoine, enfiló el puente de las Barcas para llegarse a Triana en la otra ribera. Era un barrio en el que los edificios se apiñaban junto al río y, hacia el interior, abundaban las casas con huertos acotados. Al final del puente, los recibió la siniestra silueta de la fortaleza de la Santa Inquisición, allí el guía torció hacia la izquierda y se internó en el caserío. Antoine apreció el revuelo de una capa entre las sombras de las casas. Rebasaron el molino de la Pólvora y llegaron a una iglesia en donde volvieron a cambiar de dirección, dejando el río a la espalda. La sombra agazapada no los abandonó durante el trayecto. A juzgar por lo que se resguardaba de la visión del guía y lo que se descuidaba de ellos, dedujo que era amigo. ¿Habría desobedecido François? No, la sombra era más fina y baja, parecía más un chiquillo.
El olor dulzón del horno del artesano lo llenó de regocijo: lo conducían a donde ella se encontraba confinada. El guía se detuvo bruscamente ante el portillo de una huerta y les hizo una seña para que franqueasen el umbral. Antoine inspeccionó receloso los alrededores: todo estaba en silencio. El hombre aguardaba sin mostrar impaciencia, sereno y dueño de sí, por lo que dedujo que estaba habituado a tales lances.
—Vosotros dos os quedáis aquí fuera —ordenó Antoine en voz alta para que lo escuchase el guía, quien no se opuso.
Antoine dejaba de esa manera señalada la puerta para los suyos, donde quiera que se encontrasen. Entró con los otros dos hombres a los que dejó apostados dentro, junto a la entrada, y cruzó el erial del huerto que lo separaba de la casa. Vislumbró a la escasa luz de la luna a dos hombres apostados en el tejado, y la punta de una vaina que asomaba en la revuelta de la casa, revelando la presencia de su descuidado dueño. A la vista, sólo había un hombre que custodiaba la puerta a la que golpeó rítmicamente, como si fuera una señal convenida. La puerta se abrió y la luz interior se derramó sobre la tierra, deslumbrándolo momentáneamente. La puerta, de madera vulgar, se le antojó que era la del destino y que se cerraría a su espalda y él no volvería a ver la luz del día. Se sacudió los negros augurios que se adueñaban de su mente y avanzó al interior.
—Nos encontramos de nuevo, querido yerno —lo recibió la voz grave de don Fernando— aunque no parecéis sorprendido de verme.
Antoine echó una rápida ojeada al interior: a la izquierda una ventana cubierta por un retal de lana, al fondo otra puerta abierta a lo que parecía una alcoba, y a la derecha una mesa con un largo banco adosado a la pared sobre el que Mariana permanecía sentada y en silencio. Antoine no quiso mirarla para que no le afectase su estado de ánimo ni su concentración, aunque fue consciente de las tres pistolas preparadas sobre la mesa. Calculó que el capitán Santander andaría ya por los alrededores y, si habían respetado a los dos hombres que dejó fuera, le sería fácil localizar el lugar, aun así, debía ganar tiempo.
—Dejasteis vuestra firma al no haber forzado la entrada en la casa —respondió Antoine mientras buscaba febrilmente una solución a la encerrona.
—No fue ineptitud sino deliberado —explicó don Fernando con una sonrisa—. No deseaba que acudieseis a las autoridades en la creencia de que el antipático francés estaba detrás de ello, cuando se trataba de un asunto meramente familiar. Como permití el desliz de Mariana en la nota cuando se refirió a la repetición de la venta de su persona, la cual me apuntaba descaradamente.
—¿Qué sabéis del francés?
—Me importunaba y se lo entregué a los peces del río, así que me debéis un favor —aclaró con cinismo el conde.
—¿Debo entender que me vais a dejar con vida? Si no es así, podíais haberos ahorrado la molestia —replicó Antoine frío.
La mirada de su suegro se endureció y la sonrisa huyó de sus labios.
—¿Habéis traído el dinero?
—¿Dejaréis a Mariana libre?
—No soy tonto. No voy a alargar el asunto hasta que vuestra gente llegue, aunque, ¡vive Dios! que han sido discretos: no hemos logrado detectarlos. El dinero me importa una higa. Hay dos barcos con cargas muy valiosas que vuestro apuesto hijo y su amigo eslavo pondrán a mi disposición a cambio de Mariana. Vos erais quien entorpecía mi ambición —explicó el conde y echó mano de las pistolas de la mesa.
Antoine fue rápido, pero don Fernando lo fue más al no haber un cinturón que lo estorbase. De un salto, Antoine se puso de costado para ofrecer menos superficie de blanco y levantó el arma, aunque su percepción le avisaba de que iba unos segundos por detrás del conde. Vio la sonrisa que bailaba en los diabólicos ojos del padre de Mariana, el triunfo y el placer de la sangre. Sonó un disparo. ¿Uno? Sintió la quemazón mordiente en la sien, en la oreja. Ya era tarde, perdió la visión antes que el conocimiento, oyó ruido a su espalda mientras se precipitaba al suelo, y en la pistola quedó el cartucho alojado en el cañón, frío al faltarle la chispa que no llegó a producirse para desalojar la bala.
André, desde la proa, vigilaba que la chalupa no embistiera a otra embarcación o chocase con algún tronco a la deriva, pues avanzaban a oscuras, sin ninguna luz de posición que alertara de su presencia. Los hombres remaban con ganas, liderados por François y Sébastien, mientras que Clem controlaba la caña en la popa. En la casa de Pilatos habían quedado las mujeres con don Pedro, rezando por el buen desenlace de la aventura. Embarcaron en el río Tagarete y, de allí, desembocaron en el Guadalquivir para no llamar la atención. Por la información de Teresa, sabían dónde quedaba el maestro obrador y habían planeado arribar lo más cerca posible.
En cuanto llegaron a la ribera saltaron a tierra y halaron el bote para que la quilla se hundiera en el fango y no lo arrastrara la corriente. Habían salido al mismo tiempo que su padre, quien iba a pie, por lo que calculaba que todavía no se habría encontrado con ese maquiavélico abuelo que había surgido de la nada, ya que nadie lo mencionó en su casa, aunque bien comprendía el por qué. Un poco más allá de donde habían desembarcado, había una saetía preparada para navegar. A bordo, la actividad era inusual e iban a botar una barcaza para arrastrar la nave a remo hasta el medio de la corriente fluvial.
—Es extraño que una nave abandone la seguridad del Arenal en medio de la noche, cuando no se pueden apreciar los bancales traicioneros ni las diferencias de profundidad —reflexionó don Gonzalo.
—En cualquier puerto hay movimiento a cualquier hora —objetó Clem.
—Pero no en Sevilla —insistió don Gonzalo—. Las marismas son traidoras. He recorrido este río durante toda mi juventud.
—¿Cómo piensa salir de aquí ese don Fernando? —especuló Santander—. ¿Por mar o por tierra? Los barcos grandes se encuentran abarloaos en la otra ribera. ¿Qué hace éste precisamente aquí?
—Es el medio de huida —concluyó Clem—. Tenemos que asaltarlo.
—Perderíamos tiempo y hombres —objetó André nervioso.
—Yo me encargaré —resolvió don Gonzalo—. Tengo credenciales. Buscaré a la ronda del puerto y me valdré de ella para detener la nave y registrarla. Continuad vosotros.
Le dejaron dos hombres de escolta y, solventado el problema, se internaron en las calles del barrio de Triana, venteando el aire como perros de presa en busca del horno pastelero. En cuanto se aproximaron al obrador, las oscuras sombras vomitaron hombres con espadas en mano: los esperaban.
Sin una voz, sin una palabra desabrida, se enzarzaron en una silente reyerta, en la que el ruido de los aceros hablaba de muerte. André, falto de confianza en sí mismo, asumió, en medio de la oscuridad, la certeza de que estaba igualado con su oponente, quien no veía mucho más que él. Batirse por la noche era más una cuestión de oído e intuición que de visión. François no se separó de su lado y, tal y como hacía con su padre, le cubría la espalda. Se concentró en lo que había aprendido durante esas semanas de entrenamiento en el patio: mantener al contrario donde él quería que estuviera. Resultó fácil, pues el hombre no comprendió la forma de batirse y, desorientado, dejó un hueco libre por el que penetró el acero de André sin piedad.
Un nuevo oponente se le cruzó en el camino y éste resultó más fácil, pero más peligroso. Consciente el rufián de su propia falta de habilidad con el acero, lo empleaba para desviar los mandobles de André, pero tiraba de la vizcaína que manejaba con una destreza letal. André se encontró en dificultades porque usaba de ella por lo bajo y a traición. En uno de los lances, a lo zaino, le alcanzó un chirlo en la pierna, a la altura del muslo y, gracias a ello, el arrufado se confió y tiró a fondo con el cuchillo, pero se topó con la daga de André que, por lo alto, lo degollaba diestramente, llevándose la vida del jayán en menos de un decir Jesús. Sintió cómo le salpicaba el cálido líquido que escapaba con la vida del rufo.
Echó un vistazo alrededor comprobando que, los que quedaban en el suelo, eran los salteadores. Ellos, con algunos rasguños y cortes de mayor o menor importancia, seguían adelante jadeantes y con la adrenalina desatada exigiéndoles más sangre.
—No sabían luchar cuerpo a cuerpo, pero no eran jayanes «de arredro vayas» —concedió Santander.
—No deseaban llamar la atención de la gurullada —corroboró Pedro, uno de los hombres de Santander—. Tenían cuentas pendientes con ellos.
—¿Gurullada? —repitió Andrés.
—Es la forma de hablar en los bajos fondos: germanía. Se refiere a la ronda del alguacil —explicó Santander e hizo señas para que avanzasen.
Llegaron a la tapia de una alquería y se asomó por la esquina con cautela y se echó hacia atrás.
—Están dos de los hombres que acompañan al duque, vigilados aparentemente por uno sólo.
—Me acercaré y simularé que soy un noctámbulo que regresa de jarana —planeó André.
—Quitaos el parche, es muy significativo —aconsejó Santander.
André corrió unas casas más allá y salió por otra esquina con paso cansado y arrastrado, se aproximó, con sonrisa estúpida y lengua insegura, a los hombres que se encontraban ante el portillo de la alquería.
—¡A la paz de Dios! —anunció para advertir que no llevaba malas intenciones —. Me he extraviado por estos laberintos y no localizo la casa en la que me alojo, junto al horno del maestro obrador —especificó gangoso y sin acento extranjero tras cuatro años de convivencia en el ejército español. Los hombres de su padre lo reconocieron y se pusieron alerta.
—A mi fe que no sólo andáis despistado, sino también constipado, pues el olor dulzarrón empacha el aire.
Y fue lo último que dijo antes de caer sin vida a los pies de André, quien evitó la espadañada de sangre haciéndose a un lado. Los dos hombres se apresuraron a retirarlo contra la tapia y Santander, con algunos otros, llegó espada en mano. Accedieron por la puerta al huerto que rodeaba la casa y tropezaron con los cuerpos de los dos hombres que había dejado su padre allí dentro. De los laterales de la construcción salieron más jayanes para interceptarles el camino, al tiempo que Clem, François, Sébastien y Jerôme saltaban la tapia de la alquería por diferentes puntos y se enzarzaban con ellos y con los del tejado.
Sonó un disparo, extraño por lo prolongado que pareció, como si tuviera eco, dentro de la casa. André corrió tras el capitán Santander, quien se precipitó hacia la puerta de madera y la derribó de una patada, entró pistola en mano dispuesto a hacer fuego y luego preguntar. André tras él, se quedó sin aliento, toda su vida perdió sentido ante la certeza de lo que le ofrecieron sus ojos.
La planificación de esa noche se llevó a cabo sin consultarla. Teresa escuchó en silencio las opciones y las decisiones que se tomaron. Nadie se fijó en ella, nadie contó con ella. Aquellos hombres habían asumido su presencia de tal forma que llegó a ser invisible.
No la engañaba el duque. Lo admiraba porque mantenía la cabeza fría, tomaba decisiones y ordenaba con su voz de barítono, pero las ojeras denunciaban la huída del sueño, las comidas regresaron a la cocina sin haber sido probadas, sus movimientos eran inquietos y desorientados, propios de una persona abrumada por los acontecimientos. Él sufría cada minuto que pasaba sin Mariana, pero no se acordó de Teresa.
Cuando conoció los pormenores de la excursión nocturna, ella ideó los propios. Los hombres iban directos en busca de la señora y dejaban al duque a su suerte con sólo cuatro hombres. Pero podían suceder dos cosas: que trasladasen al ama al punto de encuentro con el duque, en ese caso ambos estarían desamparados; o que el punto de reunión fuera una celada para matar al duque. Si no movían a la duquesa, sería liberada por los hombres y él moriría; y si la trasladaban, morirían ambos, aunque el duque no lo creía así a juzgar por las órdenes. De cualquier forma, ella permanecería junto al duque, que era quien verdaderamente corría peligro. Si él muriera, el ama lo seguiría a la tumba consumida por la pena.
Una vez decidida, quedaba escoger el lugar en el que aguardaría. Como desconocía el punto final, se decantó por el término medio: el puente de Triana.
Se vistió las ropas de Pierre, se puso el coleto y se caló un sombrero para esconder sus facciones de mujer. Se ciñó el cinturón, en el que aseguró las pistolas de su marido, y no olvidó la fina daga de Toledo. Finalmente, cogió un catalejo, que había conservado de su vida como marino, de entre las cosas de Pierre.
No fue difícil abandonar la casa a escondidas, porque todos estaban preocupados en sus propios asuntos, preparando las armas o atendiendo a las instrucciones. Y así, furtivamente, se encaminó al Arenal, salió por la puerta de Triana, situada frente al puente, lo cruzó y buscó un escondrijo desde el que pudiera atisbar el Arenal. Sacó el catalejo del bolsillo y enfocó la orilla contraria. A causa de la oscuridad, la Torre de la Plata quedaba fuera de su radio de visión y las personas eran bultos y sombras, pero le servía para saber si alguien se encaminaba al puente. Se arrebujó en el herreruelo para resguardarse de la humedad del río durante la espera y, en cuanto detectaba algo anómalo, desplegaba el catalejo y observaba un rato. Tenía muy presente que todo el plan se había trazado bajo conjeturas que, si resultaban falsas, darían al traste con todo aquello y con muchas vidas.
Finalmente los vislumbró. Enfocó nuevamente el catalejo para cerciorarse de la identidad y del rumbo que tomaban. El hombre que iba destacado los guiaba hacia el puente. Teresa plegó el catalejo y lo guardó. Rebasó el castillo de la Santa Inquisición y buscó amparo en las sombras, entre las intersecciones de las casas.
Pasó el guía que caminaba ligero y, un poco más rezagados, el duque con sus hombres. Echó una ojeada en la dirección que llevaban y, por la calle paralela, corrió para tomarles la delantera. Mientras volaba entre las calles, calculó la distancia hasta el obrador y, a mitad del camino, volvió a asomarse por una bocacalle temerosa de que no llegasen hasta el final. Los minutos de espera le sirvieron para reponerse del esfuerzo realizado. Pasaron otra vez por delante de ella y, de nuevo, corrió hasta el final de la calle, donde se detuvo en seco porque le llegó el olor dulzarrón de la miel que flotaba en el aire. Divisó a un hombre agazapado que custodiaba una puerta, el cual se alertó en cuanto oyó pasos y se introdujo por la puerta que cerró cuidadosamente para que no hiciera ruido.
Teresa aprovechó ese corto espacio de tiempo para cruzar el camino y llegarse a la tapia de la alquería, justo en el momento en que el guía que conducía al duque asomaba una calle más abajo. En cuanto comprobó que se detenían ante la puerta, se volvió y rodeó la casa en busca de un punto por el que acceder a ella. Descubrió una silla de enea olvidada junto a la puerta de otra alquería y, ante la premura de la situación, la cogió, la arrimó a la tapia y empleó los travesaños del respaldo como escalera para rebasar ésta. Cayó al otro lado como un saco, y ahogó un grito de dolor cuando dio con sus huesos en el suelo. Por un instante, permaneció con el oído atento por si la caída hubiera alertado a alguien, así como para asegurarse de que no se había roto nada. Recuperó el resuello, se incorporó y observó a su alrededor. Escuchó los pasos del duque en la parte delantera de la casa y se adelantó hacia unos frutales que le estorbaban la visión. Junto a la pared de la casa, había dos hombres en la sombra, atentos a los movimientos del duque. Teresa aprovechó la distracción para salvar el espacio que la separaba de la casa y se deslizó, pegada a la pared, en dirección contraria a la que estaban los hombres hasta la siguiente esquina, allí comprobó que otros dos hombres custodiaban esa parte. Vislumbró un vano en el medio de esa pared que, gracias al grosor de la fábrica, le permitiría refugiarse en él. Oyó ruido procedente del tejado y se apresuró a trepar hasta el vano que resultó ser una ventana, con la suerte de que estaba cubierta por una tela que no sólo impedía que la vieran desde dentro, sino que también le facilitaba escuchar lo que se decía en el interior de la casa.
El ruido de aceros en la calle por la cual ella había accedido atrajo momentáneamente su atención y la de los hombres que aguardaban encelados. Pensó en el capitán Santander y sus hombres. Si fuera así, tendrían muchas posibilidades de salir airosos de aquella situación. Se acomodó en el alféizar y sacó la pistola, la preparó y, con el cañón, apartó muy despacio la tela hasta que tuvo una buena visión de la estancia y de lo que sucedía en ella.
El conde estaba de pie, junto a la mesa en la que se sentaba el ama. A unos pasos frente al conde, cerca de la puerta, se hallaba el duque. El conde dominaba la escena y decía que el dinero le importaba una higa, que lo que codiciaba era la carga de los barcos y que el duque estorbaba sus propósitos.
Durante esa perorata, Teresa se tomó su tiempo para levantar la pistola y apuntar al conde. No le importaba lo que luego sucediera, vengaría la muerte de Pierre, la afrenta a su ama. El conde se inclinó por sus pistolas y se descolocó de su punto de mira, tardó un segundo en apuntarlo de nuevo y disparar, sin embargo, hubiera jurado que el estampido se oyó antes de que ella apretara el gatillo. Hizo blanco bajo la axila del brazo que sostenía la pistola, pero no impidió que el conde disparara a su vez antes de precipitarse al suelo.
Quedó frente a su ama que tenía el brazo levantado, empuñando un arma. Se miraron ambas, frente a frente, mientras el duque caía al suelo al igual que su rival y, en la puerta, asomaban el capitán Santander y André, tras reventarla de una patada.
Mariana sintió que el corazón se le escapaba del pecho cuando Antoine entró en la casa. Su marido no la saludó ni la miró pendiente de su raptor. Aquello la alertó de lo delicado de la situación. La conversación se sucedía rápida y su padre estaba desvelando su verdadera intención. Mariana comprendió el enorme alcance del daño que su familia iba a sufrir. Antoine estaba sentenciado de muerte y luego serían sus hijos por lo que estaba escuchando. Las palabras llegaban lejanas y letales a su razonamiento, que se iba nublando bajo el color de la sangre. Cuando su padre se inclinó sobre las pistolas, su mano, con vida propia, se estiró y empuñó la que quedó sobre la mesa, la levantó y disparó a bocajarro, cegada por el odio, por la desesperación, por el dolor de perder lo que más quería. Su padre cayó y la dejó frente a Teresa que asomaba acurrucada en la ventana frente a ella, sujetando una pistola humeante que también había descargado sobre el conde. La caída de Antoine y la entrada del capitán español junto con su hijo la devolvieron a la realidad de lo que había sucedido.
André apartó a Santander y entró en la estancia seguido de François. Su madre todavía mantenía en alto la pistola pero, aparentemente, estaba bien, así que se reclinó sobre su padre y le puso la mano en el cuello: latía. Teresa se descolgó de la ventana y corrió en auxilio de su ama, mientras que a su espalda oyó al capitán impartir órdenes para que no quedara nadie vivo, que no se disparasen las pistolas para no llamar más la atención ya que los perros del vecindario ladraban como descosidos, que se cerrase la puerta de entrada para evitar fisgones, y que alguien vigilara si asomaba la gurullada, alertada por el alboroto. François se agachó a su lado.
—Está vivo, la bala le ha rozado la sien y le ha arrebatado la parte superior de la oreja —le informó André—. Ha sido un desmayo.
Teresa había conseguido cortar las ligaduras de los pies a su madre, quien se precipitó sobre ellos.
—¡Antoine! —llamó llorosa.
—Está bien, madre, ha sido un desvanecimiento —tranquilizó André.
—¡Cuánta sangre! —observó acongojada—. Hay que vendarle la herida. Y sin ningún pudor, se remangó la falda para romper la parte baja de la camisa con ayuda de la daga.
El capitán permaneció en el umbral pendiente de lo que sucedía fuera y dentro de la casa.
—Hay que marcharse inmediatamente de aquí —apremió a los de dentro—, o tendremos dificultades para explicar todo esto a las autoridades sin escándalo de por medio.
Dejó entrar a Clem y a Sébastien para que los ayudaran con el duque quien, al ser incorporado, recobró la consciencia.
—François, asegúrate de que está muerto, no quiero cabos sueltos —ordenó el duque visiblemente mareado.
Pero Mariana se adelantó al marinero y, ante la conmoción de todos los presentes, se dedicó darle puntapiés al conde, que yacía inmóvil en el suelo.
—¡Claro que está muerto! —gritó fuera de sí—. ¡Tiene que estar muerto! ¡Para eso disparé! —exclamó como una loca pateándolo—. ¡Maldito seas una y mil veces!
André, descompuesto ante semejante espectáculo, se irguió para detener a su madre, pero Teresa se interpuso en su paso con un brillo extraño en los ojos. ¿Se alegraba?
—¡Ojalá te pudras en el infierno! —seguía vociferando Mariana enrabietada—. ¡Asesino! ¡Ladrón de vidas! —Sacó la daga de la manga donde la escondía, se agachó sobre el cuerpo muerto de su padre y lo apuñaló innecesariamente varias veces como una posesa—. ¡No tocarás a mis hijos! ¡No harás más daño!
Sólo su padre reaccionó ante la locura de su madre.
—François, detenla, ha perdido el juicio —ordenó el duque, intentando incorporarse con ayuda de Clem y de Sébastien.
François cogió a la duquesa por detrás para sujetarle los brazos. André se adelantó para arrebatarle la daga ante el temor de que pudiera herirse, pues se debatía y pataleaba falta de cordura. Teresa detuvo la escalofriante escena con dos rotundos y sonoros bofetones que dejaron las mejillas de su madre arreboladas como las de una muchacha. Fueron mágicos, pues dejó de vociferar y, exhausta, se dejó caer en brazos de François, quien la recogió y la alzó en brazos dispuesto a salir de allí.
En cuanto cesó el macabro espectáculo de la duquesa, se afanaron en recoger las armas, cargar con los dos hombres muertos y salir de allí tras el capitán Santander, quien abría la marcha junto con Jerôme. Avanzaron por las calles, embozados y ligeros, hacia el río para alcanzar el bote. Los vecinos, debido al escándalo, no se habían atrevido a asomarse a la calle, aunque habían encendido los faroles de las casas y permanecían atentos. Los alguaciles, inexplicablemente, no se habían presentado todavía. La razón quedó desvelada cuando llegaron a la orilla y comprobaron que la saetía estaba tomada por las fuerzas del orden. Éstas inspeccionaban las bodegas mientras que la tripulación estaba formada ante los corchetes. André distinguió la delgada y alta figura de don Gonzalo en el combés.
—¿Qué hacemos con don Gonzalo? —preguntó a Santander.
—No os inquietéis, es perro viejo. —E hizo señas para que subieran todos al bote.
En medio del río, en plena oscuridad, Antoine se sintió mejor. La brisa nocturna lo espabiló y buscó la mano de Mariana, que descansaba en brazos de François. Cuando sintió que le devolvía el apretón, se decidió a hablar.
—Así que alfajor. No creo que olvide nunca esa palabra —intentó bromear para infundirle ánimo.
—¿Por qué no disparaste? —susurró ella, abandonando el cobijo de François y aproximándose a él.
—Él fue más rápido.
—Antoine, a veces eres un enigma para mí. ¿Qué habría hecho yo sin ti? Antoine, llévame a casa, por favor — rogó y le apretó la mano firmemente.
Antoine sintió que el amor lo anegaba, deseaba estrecharla, abrazarla, cobijarla. Desde que la conoció, allá en Cartagena de Indias, había echado de menos su tierra, su Sevilla natal. A pesar de los años vividos en Francia, se consideraba española y conservaba muy presentes los recuerdos y las vivencias en la ciudad andaluza. Antoine le prometió el viaje, bien por curiosidad propia, bien porque era la ilusión de ella. En todo momento lo atenazó el temor de que se negara a regresar.
—¿De verdad deseas volver? Es probable que no podamos repetir este viaje.
—Me he dado cuenta de que en Francia soy española y de que aquí soy francesa. Nada me retiene en Sevilla, nada me reclama en Francia. Pero, en Anizy está mi vida, estás tú y están mis hijos. Allí sé quién soy. Ya no me atrae el mundo.
—Te llevaré a casa —prometió Antoine conmovido y acarició su mejilla suave y húmeda. Al menos, el viaje había valido la pena a pesar de los riesgos corridos: se había enamorado de nuevo como un chiquillo de su propia esposa.
Llegaron al Arenal donde las puertas de acceso a la ciudad estaban custodiadas. No querían llamar la atención tras la refriega en el barrio de Triana, la cual tendría una amplia repercusión en cuanto amaneciera, por lo que optaron por el discreto postigo que empleaba la gente de bien cuando salía a jugar a los naipes o a reunirse con la coima.
André caminaba pensativo detrás de su padre, quien daba continuos traspiés agarrado al brazo de Sébastien. La pérdida de sangre lo había debilitado, pero era algo de lo que era fácil recuperarse. Los que le preocupaban eran su madre y ese abuelo surgido del infierno. A los ojos de Dios y de los hombres, su madre era una parricida.
Llegaron a la casa de Pilatos y la puerta se abrió sin necesidad de llamar. Entraron en el tranquilo patio mudéjar y Teresa se puso al frente de la situación: ordenó que los hombres heridos se dirigieran al jardín chico para lavarse las heridas en la fuente antes de curarlas, y dejó a Mariana en manos de su hermana, doña Inés.
André vio a María, quien se abría paso hacia él. Se fijó en su rostro, anhelante y juvenil, y recordó el día en que desembarcaron en el Arenal, cuando no corría por él sino por su hermano y, seguramente, en aquel momento, lo buscaba para preguntarle por su padre.
—Vuestro padre está bien. Vendrá más tarde —informó sin darle lugar a hablar.
—Ya lo sé, me lo dijo el capitán —aclaró ella—, pero ¿y vos? Estáis lleno de sangre —observó visiblemente alarmada.
—Al sentir vuestra angustia, lamento no estar herido de consideración para que vos me aliviarais.
—No os chanceéis de mí. ¿No os habéis fijado en cómo lleváis la ropa? —le reprochó María sofocada.
—De sangre de mis enemigos que no mía, por cierto —le aseguró André jovial. El puntazo que recibió en el muslo era lo menos en cualquier reyerta.
La sincera preocupación que había mostrado la muchacha por él lo había encandilado. Lo miraba con los ojos muy abiertos y asustados, con los labios rojos entreabiertos, dispuestos a emitir su horror si fueran ciertas sus aprensiones y, nunca supo por qué, se abatió sobre ellos como si fueran de imán y los de él de metal. Se unió a ellos como si fueran viejos compañeros, los mordisqueó, los degustó a placer sin encontrar oposición y se demoró todo lo que le fue posible en un interminable y sediento beso de amor. Había llegado a casa.
Se separó de ellos al tomar conciencia de lo que estaba haciendo. Recordó que ella había preferido al tal Jacobs, con quien se iba a casar. Y comprendió de golpe que no podía dejarla, que las Indias no era un sitio para ella, que él la echaría en falta, que tenía que recibirlo cada vez que se ausentara, que la necesitaba para conversar por las mañanas.
—No está bien esto que habéis hecho —le reprochó María airada—. No tenéis derecho a tratarme así, cuando yo no os he importunado ni os he dado pie para ello.
André quedó fascinado por las lágrimas que querían abrirse camino en los ojos de ella.
—¿Por qué os ha molestado tanto? No he pretendido afrentaros, nada más lejos de mi intención. ¿Cómo voy a ofender a la persona que más me importa?
—Yo no tengo por qué importaros, me voy a casar y vos volvéis a Francia. ¿Por qué buscar más sufrimiento?
—¿Sufrís? ¿Por quién? ¿Por mí? ¿Por vos? —apremió André esperanzado.
—Por todo y por nada. Estoy confusa. No volváis a besarme.
—¿No os gustó? Jacobs besa mejor, obviamente —reprochó André celoso.
—No lo sé, nunca me había besado nadie —reconoció sonrojándose.
André sonrió, seguro ya del terreno que pisaba.
—María, hemos hablado mucho y nos hemos sincerado en más de una ocasión. Decidme, ¿por qué no me habéis elegido a mí?
—¿A vos? Vos no me habéis sido ofrecido como posibilidad, además, estáis fuera de mis expectativas, no soy noble. Me duele que juguéis conmigo cuando os he ofrecido mi más sincera amistad —concluyó María, se volvió y huyó hacia el jardín italiano.
Antoine no conseguía que la cabeza dejara de darle vueltas así que, cuando lo sentaron, lo agradeció interiormente. Teresa daba instrucciones a Jimena y a su hija para proceder a la cura de los hombres.
—Clem, corta la correa del bolso que llevo y entrégaselo a don Pedro: son las letras de cambio de la viuda Van Hee —explicó Antoine.
—En cuanto te recuperes quiero que me expliques algo más de ese maldito abuelo —exigió André en voz baja—. Ha convertido a mi madre en una parricida.
—Si quieres conocer a ese tagarote, has equivocado la persona. No estaba presente cuando decidí que tu madre era la mujer de mi vida. Deberás acudir a don Pedro, su gemelo. Y para ser una parricida has de matar a tu padre. Para tu madre y tus tías, su padre es don Pedro, no lo olvides.
André no aguardó más y corrió a la zaga de Clem, pues ambos iban detrás de la misma persona, aunque por razones diferentes.
Antoine se fijó en Teresa, quien andaba trajinando y dando órdenes a los heridos por el jardín. François regresó con una jofaina llena de agua para lavarle la sangre tanto seca como reciente de la herida.
—Éstas de la cabeza son muy escandalosas —comentó el hombre al ver teñida el agua de rojo vivo.
—¿Cómo se defendió André?
—Muy bien, liquidó a dos contrincantes él solo. Ha mejorado mucho.
Llamó a Teresa en cuanto estuvo suficientemente cerca.
—¿Cómo permitiste que la duquesa diera tal espectáculo?
—Había mucha rabia y mucho odio acumulado de antaño. Había disparado y estaba asustada. Era necesario que se desahogara.
—Lamento que André la haya visto así. Gracias por escoltarme, ignoraba que me apreciases tanto —añadió Antoine halagado.
—Lo hice por mi ama —rebatió retadora.
—Bueno, me consuela que, el día que ella falte, tendré una fiel colaboradora —concedió Antoine, divertido porque aquella escuálida mujer, a pesar de los años compartidos, no daba su brazo a torcer.
—Ese día, igual me voy. Soy libre —le recordó con una sonrisa y se alejó a donde la reclamaban.
Antoine, mientras hablaba Teresa, advirtió el sobresalto de Sébastien. Había sido el más inquieto, el más salvaje de sus hombres y nunca se había casado, aunque no le habían faltado las oportunidades. Sin embargo, los años iban cayendo, la sangre se atemperaba y se añoraba aquello que nunca se había necesitado.
—Sébastien, ¿te imaginas Anizy sin Teresa? —susurró al marino.
—No, capitán.
—Quiero que te metas en su cama y le hagas sentir que no puede vivir sin ti, evidentemente… con su consentimiento. No es una mujer con la que se pueda jugar. Espero que, durante estos años, hayas aprendido algo sobre mujeres.
—Por supuesto, capitán —confirmó Sébastien con una amplia sonrisa.
No se había engañado y al hombre le había complacido sobradamente la demanda.
—Ya está limpia. Hará falta un emplasto para reponer la piel —comentó François—. La oreja cicatrizará, pero sin el trozo perdido. ¿Desde cuándo lo sabíais, capitán?
—Desde hace un momento, pero tu pregunta me desvela que viene de lejos —contestó a François. Luego se dirigió a Sébastien—: ¿Teresa ha sido la causa de que prefirieras estar embarcado con mis hijos?
—Siempre he respetado las normas. Nunca ha habido discusión por Teresa entre nosotros. Ella eligió a Pierre.
El capitán Santander se acercó vacilante.
—¿Cuántas bajas? —inquirió Antoine.
—Los dos hombres que dejasteis en el patio. Lo demás son heridas de mayor o menor consideración, excelencia —respondió más confiado ante la pregunta del duque—. ¿Os encontráis mejor?
—Perfectamente. Lo más difícil de curar es el orgullo herido —bromeó Antoine.
—Eran hombres de la sierra, más acostumbrados a los asaltos por sorpresa y sin consecuencias que a los enfrentamientos cuerpo a cuerpo. ¿Cómo pensaba el conde salir de allí? ¿No temió una celada?
—La temió, por eso se dio prisa en liquidarme; es más, no quería el dinero: era un señuelo para atraerme. Si el asunto se ponía feo, emplearía a la duquesa como escudo.
—¿Por qué quería mataros si no os conocíais? —se extrañó François.
—Yo era el obstáculo entre la carga de los barcos que acudirán a recogernos y él. Una vez muerto, creía que podría manejar a André a su antojo: un hijo hace cualquier tontería por su madre.
—Como algunos maridos —puntualizó Santander sonriendo—. Era un plan suicida. Esas dos mujeres os salvaron la vida. En el cadáver había dos agujeros, uno por cada flanco.
—¡Sacré Dieu! Lo que se va reír Philippe cuando se lo cuente: otra vez les debo la vida.
François y Sébastien se rieron quedamente al recordar al marqués de Latour, quien había sido el primer oficial en el Le Fort durante la conquista de Cartagena de Indias y era un amigo de la familia desde entonces.
Sevilla se levantó trastornada por los acontecimientos nocturnos en el barrio de Triana. El alguacil, con la ronda de corchetes, había detenido al capitán de una saetía que transportaba contrabando y había confiscado la carga. Mientras tanto, en las calles del mentado barrio, se había producido una riña de grandes proporciones a juzgar por los muertos encontrados por las inmediaciones del obrador de pastelería y, entre ellos, se hallaba el conde de Olvera, don Fernando Tamares. Los rumores coincidían en que había sido una disputa o una venganza a juzgar por el número de puñaladas que había recibido el infame conde, además de dos heridas de bala: una sangría innecesaria.
Antoine se levantó tarde y François le informó de las novedades: don Pedro y don Gonzalo habían sido convocados por los ediles de la ciudad y la viuda de Van Hee se encontraba en el salón con la duquesa y su hermana.
Desayunó en la misma habitación mientras François le preparaba el baño. Tardó en desenredarse el pelo y luego en volver a vendarse la herida por lo que bajó tarde, ya se hallaban de regreso don Pedro y don Gonzalo.
—Lo que me ha quedado muy claro es que las autoridades desean perderos de vista. Faltó poco para que echasen las campanas al vuelo cuando informé de vuestra partida la semana que viene. Os achacan el aumento del índice de mortalidad de la ciudad —relató don Gonzalo de buen humor—, aunque no se atrevieron a achacaros el desastre, por el contrario, os envían sus condolencias por la pérdida familiar.
—Os sienta bien el vendaje. De momento disimula vuestra peculiar oreja —se chanceó don Pedro—. Me huelgo de que todo haya salido bien. Me llamaron para informarme del asesinato de mi hermano y me entregaron el cuerpo y sus pertenencias —comunicó sin emoción y le alargó un anillo con un sello en el que se distinguía el escudo de los Olvera—. Soy el nuevo conde de Olvera. Mis sobrinas han rechazado el privilegio.
—Por la parte que me corresponde, estoy de acuerdo. Nadie mejor que vos para limpiar el honor mancillado y devolverle el lustre al título y al nombre familiar. Además, estoy seguro que redundará en vuestros futuros planes. Tengo entendido que es una zona olivarera —apostilló con intención Antoine.
—Así es, aunque costará ponerla en orden; son muchos años de abandono. —Se dirigió a las dos sobrinas—. Es curioso, no siento nada a pesar de la aprensión que le invadía a mi hermano ante la posibilidad de que muriese uno de los dos. No voy a enterrarlo en Olvera, sino aquí, en Sevilla.
—Por mí, como si se lo sirves de comida a los peces —declaró Mariana nerviosa y demudada.
—Esta tarde me complacería que me acompañaseis a visitar a Veglio, don Pedro —medió Antoine para desviar la atención de su esposa.
—Voy también —se adhirió Mariana, más repuesta—. Inés me ha contado lo sucedido.
—No, querida, es un asunto de hombres, algo muy personal —recalcó Antoine, endureciendo la voz.
—¿Vas a matarlo? —preguntó alarmada.
—Físicamente, no. Será una muerte comercial.
—Entregué las letras de cambio a don Pedro, doña Constanza, quedo en deuda con vos. ¿Qué tenéis en mente?
—Las tengo en mi poder —confirmó con una sonrisa—. Se trata del barco que vais a introducir en la Flota de Indias. Si prescindís de Veglio, necesitaréis almacenes e infraestructura de transporte terrestre. Don Pedro no podrá vender y comprar una nueva carga él solo. A cambio de ese servicio, querríamos uno similar en Francia.
—Me lo habéis puesto muy fácil.
—Os lo voy a poner mejor —prometió la señora Van Hee—. A causa de la guerra que se avecina, os propongo disponer de nuestros barcos para transportar vuestras cargar y viceversa. No seríamos competidores, pues vuestra compañía comercia con objetos de lujo y la nuestra con aceite, vino, papel y tejidos finos.
—Nuestra compañía asegura las cargas —informó Antoine.
—Como la nuestra. ¿Con qué sistema?
—Hemos copiado la del galés, Edward Lloyd. Pagamos un «praemium» cada uno por su parte de la carga que, al no emplearse, va incrementando un fondo. Al principio fui yo el que arriesgó. Ahora ya hay fondo para cubrir las cargas sin arriesgar. Colbert reguló los seguros marítimos a través de la «Ordenance de la Marine» en 1681, pero hemos preferido hacer nosotros mismos las cosas.
—¡Ah! Sois vos mismo. Muy inteligente, no perdéis nada.
—He sopesado vuestra propuesta y es brillante: el barco sería nacional aunque no la carga y, de esa manera, eludiríamos los bloqueos de guerra. Me complace la alianza.
—Seríamos contrabandistas —matizó Mariana.
—Algo que nos es muy familiar, siempre lo hemos sido —reconoció Antoine divertido—. Nuestro comercio en las Indias, a los ojos de los españoles, no es legal.
—La carga de esos dos barcos que esperáis y que tanta expectación han suscitado ¿en qué consiste? —indagó doña Constanza.
—Naderías —restó importancia Antoine—. Nuestra intención es venderla en el puerto de Cádiz al mejor postor, bien para que la envíen a Indias, o bien para que la vendan aquí, si es que alguien aprecia el lujo; pero si la queréis es vuestra: son armarios verticales, cómodas, escritorios, muebles de aseo, los llamamos tocadores, todo ello de la fábrica de los Gobbelinos; espejos de mano de la fábrica de mi esposa, vinos de Latour, alfombras de Aubosson… y algo impropio para mencionarlo públicamente.
—¡Dios mío! ¡Es una carga carísima! —exclamó la viuda emocionada— ¿Qué queréis a cambio?
—Vinos dulces de los que conservan el olor y el sabor de la uva, aguardiente de Cazalla, mantelerías de La Coruña, pues he oído que son muy finas y que la Casa Real ha firmado un contrato con esa fábrica, seda, especias de las Indias Orientales, armas blancas de Toledo… La diferencia la depositaréis en letras de cambio a nuestro favor. Es necesario un remanente para futuras necesidades, ya sean de cargas o de reparación de naves, en algún puerto de la península.
—Es un placer hacer negocios con vos.
—El placer ha sido mío, señora.
Antoine estaba como loco, no sólo había abierto una línea segura hacia las Indias Occidentales, sino que dispondría de colaboración en la península y en Flandes en transportes, almacenes, banqueros y, en caso de que las cosas se pusieran feas, barcos con una bandera más ventajosa. Ansiaba reencontrarse con Francesco Lomelin para celebrarlo juntos.
—Y eso tan impropio… ¿es algo ilegal? Creo que estamos en confianza —animó la viuda.
—No, en absoluto —se apresuró a negar Antoine—, más bien escandaloso. Es un mueble que simula un costurero…
—Ja,ja,ja —se echó a reír Mariana—. ¡Oh, Antoine! ¡No me lo puedo creer! ¿Cómo se te ha ocurrido traer eso a España?
—Ya me he dado cuenta de que los españoles no lo aceptarán en sus casas, pero estoy seguro de que las mancebías más pudientes y con una clientela más escogida los querrán. No dejará de ser un toque de sofisticación para el local.
—¿De qué estáis hablando? —se interesó don Pedro.
—De bidés, mi querido tío, —explicó Mariana sonrojándose—. En Francia se está extendiendo su uso y en las casas se disimula como si fueran costureros o muebles bajos.
—¿Y para qué sirven? —indagó don Gonzalo desorientado.
—He oído hablar de ellos —terció la viuda Van Hee—. Son para lavarse antes o después de mantener relaciones —soltó rápidamente, como si las palabras la quemaran.
—¡Por todos los Santos! ¿Es que en Francia no hay pudor? —se escandalizó don Gonzalo.
—Pues son estupendos y muy útiles —alegó Mariana, roja como la grana, en su defensa.
—Si vos los aprobáis, me quedaré con uno —apoyó la viuda con una pícara sonrisa—, aunque tendré que encargárselo a uno de mis hijos. Haré que discretamente desvíe uno de esos bidés a mi casa.
—No es cuestión de pudor, don Gonzalo, —opinó don Pedro— sino de higiene. Me parece una idea brillante aunque, indudablemente, audaz.
—Como bien ha dicho Mariana, es un mueble cuyo uso se está extendiendo en las capas altas de la sociedad parisina, así como en los burdeles de alto postín —apoyó Antoine a su valiente esposa.
—Intento mantenerme a vuestra altura, señores, pero esto escapa a mi comprensión. Estoy seguro de que les pareceré un remilgado —se excusó don Gonzalo.
—Lo hacéis muy bien, don Gonzalo, —lo animó Mariana—. Cuando llegué a Francia, también fue difícil para mí comprender ciertas cosas. La sociedad española va a cambiar mucho a lo largo de estos años por lo que he podido comprobar. Necesita mentes abiertas y menos temerosas de la Inquisición. Afortunadamente, he vislumbrado algunas de esas mentes con ganas de cambios cerca del poder durante este viaje, de lo que me huelgo como española.
—O evolucionamos o morimos —sentenció don Pedro.
André había mantenido una larga charla con don Pedro. Le había contado las dificultades por las que había pasado para sacar adelante a sus sobrinas, quienes habían sido privadas del goce de su posición social por la apatía de su padre. Don Pedro las había educado pensando en un matrimonio ventajoso pero, a causa de una deuda de juego, su sobrina Mariana fue, literalmente, vendida a un supuesto mercader de Tierra Firme. El resto ya lo conocía el propio André. Al menos, aquel relato le sirvió para comprender la insólita reacción de su madre.
Eso lo condujo a considerar la situación de María, aunque ella contaba con el respaldo y el cariño de su padre; sin embargo, la muchacha, en su opinión, andaba errada. ¿No había admitido que él le importaba? ¿No se había preocupado ante la posibilidad de que pudiera estar herido? Inconscientemente, se había encaminado al saloncito en el que se reunían todas las mañanas. Estaba vacío, pues ya casi era la hora de comer. Tras el ajetreo de la noche, la casa había despertado a mediodía. Los mayores se habían reunido en el salón principal, intercambiando noticias y tratos comerciales, pero María estaba ausente. Decidió arriesgarse y se internó en el pasillo en el que se encontraban los alojamientos del padre y de la hija. Tuvo suerte y, en la primera puerta que llamó, obtuvo como respuesta la dulce voz de María que le permitía el paso sin preguntar su identidad.
—No quisiera importunaros en vuestro retiro, pero necesito hablar con vos urgentemente —se disculpó André según pasó al interior de la luminosa habitación.
—¡Oh! Creí que erais mi padre. No es correcto que os encontréis aquí, me comprometéis.
—He dejado la puerta abierta, como os gusta a vos cuando estáis conmigo —explicó André con ironía—, y mis intenciones son honorables. No veo en qué puedo comprometeros.
A la muchacha le subieron los colores de golpe y se mostró visiblemente nerviosa. André decidió no perdonarla.
—Anoche me reprochasteis que yo no os hubiera sido ofrecido: es cierto, no estoy en venta. Soy una persona adulta que sabe lo que quiere y elige lo que desea.
—Enhorabuena. ¿Habéis venido a reíros de mí? ¿A insultarme? —se defendió María.
—En absoluto. He venido a cerciorarme de si vos sentís lo mismo que siento yo.
—No estoy para charadas.
—Desde la mañana que os vi correr por el Arenal para abrazar a vuestro hermano, deseé ser el objeto de vuestras atenciones, las pláticas que hemos mantenido todas las mañanas me han confirmado ese anhelo y, anoche, el beso lo ratificó.
—¿Os estáis oyendo? —dijo María alarmada—. Media un muro insalvable entre nosotros. No importan nuestros sentimientos, tenemos el deber de mantenernos en nuestro puesto.
—Todo eso ya lo he oído, lo que no he escuchado de vuestros labios son vuestros sentimientos, ¿significo algo para vos? —preguntó André impaciente.
—No puedo reconocer lo que me está vedado, estaría perdida para siempre —admitió María exasperada.
André se puso a su lado en dos trancos y la cogió por sorpresa. La besó largamente, se deslizó hacia la oreja y bajó por el cuello. Un gemido escapó de su dulce garganta.
—No es justo, se opondrán lo duques, dejadme por favor —suplicó María.
André continuó implacable y regresó a su boca para silenciarla. Una mano sobre su hombro y la voz de Teresa lo detuvieron.
—¿Estáis locos? Habéis dejado la puerta abierta y en cualquier momento puede presentarse don Gonzalo —les recriminó.
—Es que a María no le gustan las puertas cerradas —declaró André divertido.
—No es momento para chanzas. ¿A qué jugáis, André?
—No es ningún juego. Voy a casarme con ella —expuso más serio.
—¿Habéis informado a los duques de vuestras intenciones?
—Todavía no.
—¿Y a qué estáis esperando? ¿A encontraros en la cubierta del barco que nos llevará de regreso a Francia? Corred antes de que vuestro padre abandone la casa. Se va con don Pedro a visitar a Veglio.
Teresa esperó a que André saliera de la habitación para encararse a la muchacha.
—Todo un sueño: un título y dinero.
—Yo no he consentido en nada, ha sido él quien se ha presentado aquí —se defendió María.
—Todas las mañanas lo embrujáis con vuestro violín. Lo sabéis vulnerable y os habéis aprovechado —la acusó Teresa.
—No es cierto. Yo nunca he aspirado a lo que sé que no me corresponde por nacimiento. Es bajo y sucio eso que insinuáis, me ofendéis.
Teresa observó que la muchacha estaba nerviosa y confundida. Ella no se había dado cuenta, por el ofuscamiento, de que discutía con una criada. Aunque conocía a María desde hacía unos meses y la sabía inocente y cándida, no había podido evitar el asegurarse de sus intenciones. Los hijos del ama eran como propios y no iba a permitir que ninguna lagarta los atrapara.
—Pero, ¿lo queréis o no lo queréis? ¿Os habéis decidido?
—No os entiendo: primero me reprocháis y ahora me acuciáis. ¿Qué pretendéis?
—La que no os decidís sois vos. ¿Sabéis lo que queréis?
—Claro que lo sé. Lo quiero a él, pero no es para mí.
—Pues entonces decidlo alto y claro, o se irá sin vos. Yo lo gritaría por esa ventana —le sugirió Teresa con una sonrisa traviesa y se volvió para dejarla sola.
Bajó con presteza las escaleras y salió al jardín donde los hombres reunidos despedían a doña Constanza. André aguardaba junto a su padre a ser atendido. Teresa cruzó el jardín y entró en el palacio italiano en busca de la duquesa, a quien halló en su habitación.
—La muchacha está enamorada, pero es como vos. Se castiga con la diferencia social y el honor —soltó sin preámbulos.
—¿Y André?
—A juzgar por lo que he visto, apasionadamente. Ya se le cayó la venda de los ojos, perdón, del ojo. Habéis arriesgado mucho, casi no hay tiempo.
—Tampoco lo había en Cartagena y me casé —rebatió el ama.
—¡Qué forma de complicar los sentimientos naturales! —se quejó Teresa—. Los míos ya los he solucionado sin tantas revueltas.
—¿A qué te refieres?
Antoine se volvió a André en cuanto se liberó de doña Constanza, a la que acompañaron los demás hacia el carruaje de la entrada.
—Dime, ¿qué es eso que tanto apremia?
—Quiero casarme con María. ¿Hay algún inconveniente?
—María es de mi agrado e incluso creo que te beneficiará. Te he visto llegar muy desorientado. ¿Lo has pensado bien? ¿No será un impulso pasajero?
—Pierde cuidado. Reconozco que no me he dado cuenta de lo que sucedía hasta ayer; sin embargo, estoy seguro. Con ella me siento como en casa, se me abre el alma y le confío lo más recóndito de mis pensamientos, la necesito a mi lado y sus abrazos y su sonrisa.
—Está bien, está bien —lo detuvo Antoine sonriendo—. Reconozco los síntomas. Me encargaré personalmente del padre, igual pone algún reparo.
—¿Algún reparo? Cualquiera daría saltos de alegría ante una proposición tan ventajosa.
—Él no es cualquiera. Es castellano y orgulloso, por eso mismo me encargaré yo.
Los gritos de Mariana y de Teresa atrajeron su atención hacia la ventana de la habitación de los duques.
—¿Qué ocurre? —se extrañó André.
—Tu madre y Teresa mantienen una de sus discusiones —contestó tranquilamente Antoine.
—¿No vas a detenerlas? A juzgar por los gritos, se van a matar.
—¿Quién? ¿Yo? Por vida de nadie me atrevería a meterme en una discusión entre esas dos mujeres. Al final, sería yo el blanco de sus diatribas.
Aguardaron unos minutos y Mariana asomó por la logia como un huracán. Se oyó el portazo de la habitación y en unos segundos se presentó en el jardín ante ellos.
—Enhorabuena, André. Estoy muy contenta con la elección que has hecho —escupió Mariana, congestionada por la disputa.
—Cualquiera lo adivinaría por vuestra cara —replicó André mordaz.
—No es tu boda la que me ha puesto así; sino Teresa. ¿Sabéis lo que ha tenido la desfachatez de confesarme?
Antoine esperó el chaparrón y lamentó la ignorancia de André de lo que se avecinaba.
—Si no me lo contáis, no lo sabré nunca —la apremió intrigado.
—Ha aceptado en su cama a Sébastien —declaró Mariana horrorizada.
—¿A Sébastien? ¿Qué tiene de malo Sébastien para que os escandalice tanto? —inquirió Antoine, admirado de la rapidez y de la maestría del marinero.
—¡Antoine! ¡Pierre no ha sido inhumado! Sus restos descansan en la capilla. ¿Es que careces de sentimientos?
—¿Y cómo se ha justificado ella? —preguntó interesado.
—Con las tonterías de siempre. A pesar de los años, sigue pensando que la vida se le escapa y siente que debe vivirla plenamente.
—Esa discusión es vieja entre vosotras —recordó Antoine con la mano en la barbilla para disimular una sonrisa—. Me extraña que no compartas todavía su punto de vista, y más con lo que ha estado a punto de suceder.
—¿Cómo puedes hablar tan a la ligera de algo tan grave? Nadie ocupará tu lugar el día que faltes, moriré contigo —replicó Mariana vehementemente—; por eso no entiendo la postura de Teresa.
—Me halagas pero, una vez muerto, no me importaría lo que hicieras —mintió Antoine.
—Me alegra saberlo. Estoy segura de que a más de uno le interesará mi proposición —lo retó ella—. Pero no pareces muy sorprendido por la nueva —recapacitó Mariana entrecerrando los ojos—. ¿Sabías algo?
—¿Sobre Teresa? Ni idea de lo que trama esa mujer.
—André, no mientas nunca a tu esposa. Los hombres desarrolláis la extraña idea de que somos tontas.
Antoine aguardó a don Gonzalo en el jardín. Sopesaba la elección de André. Resultaba una decisión muy precipitada a su juicio, se conocían de unas semanas y André no estaba muy equilibrado. María le agradaba, pues era cabal e inteligente, pero la encontraba muy ingenua para controlar a André; sin embargo, Mariana lo veía como una ventaja, pues la muchacha se amoldaría a los criterios familiares con más facilidad, y le recordó que ellos mismos tomaron una decisión igual de precipitada en Cartagena de Indias.
Don Gonzalo entró en el jardín camino del salón para almorzar y Antoine lo detuvo.
—Antes de sentarnos a la mesa me gustaría hablaros de mi hijo André. Esta mañana ha mantenido una conversación con vuestra hija…
—De la que estoy informado, no debéis preocuparos —interrumpió don Gonzalo—. María es muy sensata y no ha tenido en cuenta las vehementes palabras del vizconde. Mañana por la tarde nos entrevistaremos con la familia Jacobs y todo habrá concluido.
—¡Vaya! He debido comprender mal las palabras de mi hijo: me aseguró que era correspondido. Habré de comunicarle la mala noticia —se dolió Antoine.
—¿Es que aprobáis tamaño desafuero? Respondo de mi limpieza de sangre, pero no de mi hidalguía. Soy honrado, pero carezco de patrimonio y de caudales con los que dotar convenientemente a mi hija.
—Vuestra hija posee prendas propias, me parece una muchacha encantadora, discreta, cultivada e inteligente. En cuanto a la dote, os recordaré que la duquesa sólo contaba con tres vestidos, un par de zapatos, un lazo para el pelo y una sirvienta huesuda y arisca a la que concedió carta de libertad. Es noble, sí, pero ya habéis conocido a mi suegro. A pesar de eso, me casé con ella, y no me arrepiento. Si los chicos se quieren, yo lo apruebo.
Don Gonzalo se quedó mudo y caviloso durante unos minutos que le parecieron eternos a Antoine.
—Se conocen muy poco para hablar de amor —reflexionó don Gonzalo en voz alta.
—El plan era entregarla sin él al joven Jacobs, de todas formas, eso es asunto de ellos —razonó Antoine.
—María me lo confió porque le asusta la desigualdad —confesó don Gonzalo—, no es usual en España.
—Tampoco en Francia —reconoció Antoine.
—Es un gran honor el que nos hacéis con vuestra distinción: sería un loco si lo rehusara —concluyó don Gonzalo, dándose por vencido.
—Lo mismo creo yo —corroboró Antoine—. Acordaos de suspender vuestra entrevista con los Jacobs, y la boda tendrá lugar cuanto antes. Me gustaría que fuera aquí, en Sevilla, para que dispongan de tiempo de disfrutar de un poco de intimidad antes de embarcar en Cádiz. Ya conocéis lo que es un barco.
María estaba nerviosa ante la inminencia de la boda. El día anterior su padre y el duque habían hablado y se habían puesto de acuerdo. De vez en cuando se pellizcaba para asegurarse de que se hallaba despierta, de que era real lo que estaba viviendo: iba a casarse con el hombre más apuesto y más cariñoso del mundo, que además era vizconde, con dinero, casa y criados. El destino cambió el Caribe por Francia y trocó al muchacho por el hombre.
Se casaría con el vestido que lució en la fiesta de los Van Hee, por deseo expreso de André. La ceremonia tendría lugar en Santa María la Blanca, por capricho de la duquesa, y el banquete se serviría en la intimidad de la casa, por decisión de su padre, aunque la señora Van Hee había sido invitada como una excepción. Ella poco había decidido, pero no le importaba porque su sueño se había cumplido.
Desde que se había hecho público el compromiso, temía a André. Siempre que se lo cruzaba la obsequiaba con algo: un dulce, una pequeña joya o un ardiente beso que la dejaba sin resuello y ruborizada, de tal forma que la obligaba a permanecer un rato escondida para que no la sorprendieran incendiada. Era maravilloso sentirse el centro de sus atenciones, pero resultaba un engorro que ella se excitara tanto y fuera evidente para los demás. Él se reía, ella se enfadaba, aunque no por mucho tiempo porque, ante la posibilidad de encontrárselo de nuevo, se le alteraba el pulso. Se había convertido en un juego: el cazador y su presa.
André y Clem habían salido esa mañana para ultimar los detalles de la iglesia. Era el último día como soltera. Se relajó con el violín y luego regresó a su habitación. Sobre la mesa, en un sitio bien visible, habían dejado una linda arqueta de taracea junto a un pliego. Tomó la hoja y leyó:
«Yo decía que no, el orfebre decía que sí, que era posible combinar la pureza de la perla con la pasión del coral, y he aquí la prueba: igual que combinan la pureza de tu espíritu con la pasión de tus labios».
Abrió la arqueta y extrajo un collar de perlas con una cruz de coral engastada en oro, y en el reverso destacaban grabados sus nombres con la fecha del día anterior.
Oyó llamar a la puerta y el corazón se aceleró. Dio su permiso, pero el que entró fue su padre.
—¿Qué sostienes en la mano? —indagó con una sonrisa.
—Un regalo de André, en el que ha grabado nuestros nombres.
Su padre lo observó de cerca.
—Un hermoso recuerdo aunque, por lo que he oído, es un modesto presente.
—No exijo joyas ni presentes caros —objetó María.
—Estoy seguro de que no, pero los tendrás —ratificó su padre a la vez que descubría el mensaje.
—¿Puedo?
Ella asintió, arrebolada como una niña una vez más.
—¡Pardiez! Estos franceses saben cómo ganarse la voluntad de una mujer.
—¡Lo que más odio es que me pongo colorada cada vez que lo veo! —exclamó María desesperada.
Su padre sonrió.
—Es natural, les sucede a todas las muchachas y las vuelve más bonitas —intentó animarla.
María, en medio de su alegría por la boda, había olvidado que, probablemente, no volvería a ver a su padre en mucho tiempo. Inesperadamente, se abalanzó sobre él y lo abrazó. Lo cogió desprevenido.
—¿Qué te ocurre? ¿Qué temes?
—Me voy lejos de ti, padre.
Don Gonzalo le acarició la cabeza igual que cuando era pequeña.
—Es ley de vida, pero quedo contento al saberte en buenas manos y rodeada de gente que te aprecia. André tiene dos hermanas de tu edad y, por lo que me ha dicho la duquesa, Brancourt está a unas horas de Anizy, por lo que no estarás sola.
—Con Juan en el mar… ¿qué será de ti?
—Me quedan tus hermanas.
—Pero si no las aguantas: son cortas de entendimiento y gruñonas.
—Igual encuentro a una viuda bien dispuesta, como don Pedro.
—Me aliviaría saberte acompañado —reconoció María.
—Se supone que soy yo quien debería estar preocupado por ti, y no al revés —le reprochó emocionado.
Mariana despertó temprano. Los últimos días había dormido poco porque la acosaba el espectro de su padre. Recordaba de forma vívida cada segundo pasado a su lado, a pesar de que deseaba relegarlo al olvido. Por el día, los detalles de la boda la absorbían y los que la rodeaban la entretenían; por la noche, las pesadillas la cercaban amenazantes y Antoine la abrazaba, la acunaba como a una niña, le susurraba palabras de amor, le cantaba y, finalmente, se quedaba dormido, vencido por el trajín de los negocios y de pagar a los suministradores de la casa durante su estancia en Sevilla.
Antoine dormía plácidamente a su lado con la cabeza vendada. André se casaba esa misma mañana y, seguramente, Antoine, su hijo mayor, haría lo mismo con la hija de Noailles en cuanto llegasen a Anizy. La familia crecía. Sintió una urgencia indefinible por volver a casa. Nada la ataba a Sevilla, la ciudad que la había visto nacer y que se había convertido en una extraña. Anizy era su lugar, donde estaba su vida, donde descansaría a su muerte, en su regazo, junto a los suyos.
—¿En qué piensas? —preguntó Antoine somnoliento—. ¿No vas a levantarte? Creía que a las mujeres os trastornaban las bodas.
Mariana se abrazó al conocido y desnudo torso de su marido y lo besó ardientemente en los labios.
—Has cumplido tus promesas más allá de lo imaginable —susurró Mariana—. Me prometiste el respaldo de un nombre, el apoyo de una familia, el calor de un hogar y tu amor. Soy muy afortunada con tantas cosas como me has ofrecido. Te doy las gracias por todas ellas.
Antoine la abrazó, la acarició, la besó, rodó hasta ponerse encima, la torturó con el conocimiento de tantos años y culminó su deseo más antiguo.
—No hace falta que te compliques tanto para conseguir lo que siempre estoy dispuesto a satisfacer sin tanto preámbulo —se chanceó para restar gravedad al momento, y luego, más serio, añadió—: tú también has llenado mi vida.
—Aunque mi padre ha estado a punto de vaciártela —corrigió ella, tocándole el vendaje—. ¿No acudirás a la iglesia con esto?
—¿No me hace atractivo? A André le ha dado buen resultado el parche.
Llegaron a la iglesia en varios coches. Don Gonzalo, nervioso, ayudó a su hija a descender del carruaje. Estaba preciosa con su vestido de fiesta, cubierto por un largo velo de encaje de Brujas que había proporcionado la viuda Van Hee. A partir de ese día, su hija ascendería a un nivel de vida inimaginable. La noche anterior, habían hablado de París, de la ópera, de las tiendas, de los cafés que en España todavía no se conocían. La duquesa había prometido un vestuario completo para el invierno y, cuando comenzó a hablar de las prendas y de los vestidos que necesitaría, don Gonzalo sintió vértigo.
Cuando se arregló el compromiso, se dejó caer por la casa de don Pedro para ver de nuevo las pinturas de las casas. Se aprendió hasta el último detalle de la residencia de Brancourt, en la que residiría su hija. Departiría con la sociedad más importante de Francia y, seguramente, asistiría a algún baile que ofreciese el futuro rey. Había oído hablar a Bedmar de las fastuosas fiestas que ofreció el finado Luis XIV, en las que el lujo y el despilfarro fueron desmesurados. A él se le escapaba ese mundo, pero su hija y sus nietos lo disfrutarían.
Rebasaron la entrada de la estrecha fachada de Santa María la Blanca, llamada así por el pueblo por su advocación a Nuestra Señora de las Nieves. Hasta el siglo XIII había sido una sinagoga del barrio judío, luego se transformó en iglesia. Constaba de tres pequeñas naves separadas por arcos de medio punto que descansaban sobre unas cortas columnas de mármol rojo. A ambos lados del pasillo, se sentaban los hombres de armas que los habían acompañado y la familia. Como invitados figuraban la señora Van Hee y dos antiguos capitanes, compañeros de don Gonzalo.
Llegaron al altar, en donde aguardaba el novio junto a su madre, bellísima. A don Gonzalo se le removió la sangre. Alzó la vista para serenarse y descubrió la cúpula decorada con yesería barroca. Dos pinturas de Murillo decoraban la parte baja de la misma y otras dos se situaban en las cabeceras de las naves laterales, que representaban «El triunfo de la Inmaculada» y «El triunfo de la Eucaristía».
La misa había comenzado y don Gonzalo trató de mantener su mente en el acto, pero volaba rebelde. Allí estaba, ante el altar, junto a ella. Pero la boda no era la suya, sino la de sus hijos, una ironía del destino. Reconocía que él no hubiera estado a la altura del duque, no habría podido colmarla de atenciones y de lujo. Los chicos intercambiaron los anillos. Aunque podía asegurar que eso no había sido la base de su felicidad. Recordó la ansiedad por aprender, cuando le hablaba de las mareas y de las estrellas, la atención con la que lo escuchaba. ¿Qué le había ofrecido el duque para rendirla? Porque ella sólo tenía oídos para el duque, los ojos lo buscaban, la boca le sonreía, si él penaba, ella sufría. ¿Qué podía ofrecer él contra esa fuerza invisible e indisoluble que los unía?
La ceremonia reclamó su atención de nuevo: el novio levantaba el velo de la novia, su hija se volvió para mirarlo por última vez antes de entregarse al marido, y sus ojos le hablaron igual que los de la duquesa: de amor. La había perdido. Hizo un esfuerzo y sonrió bendiciéndola.