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El Escorial, agosto de 1718.

Antoine había trazado un plan para desplazarse a El Escorial. El día trece por la noche iban a ser recibidos por sus majestades, por lo que toda la Corte estaría al tanto de la recepción. Sería un viaje arriesgado tal y como estaban las cosas. Apuraron el tiempo y el día doce, al alba, abandonaron Segovia con ropa de viaje y un caballo con el equipaje de la presentación ante los reyes. El grupo era muy reducido: Mariana acompañada de María, François, Sébastien, Santander y Pedro, uno de los hombres españoles. El resto del personal saldría de Segovia dos horas más tarde, con el jaleo propio de una recua de caballos de carga con el bagaje y hombres de armas. Pierre y Jerôme organizaban la partida y los hombres de Santander los escoltarían hasta Madrid. Jimena y su hija los acompañarían y atenderían a Teresa. El viaje estaba previsto como lento y con numerosos descansos durante el recorrido por lo que sería llevadero para las mujeres y para la herida. Para cuando los perseguidores se dieran cuenta de que los duques no viajaban con la comitiva, habrían perdido un tiempo muy valioso.

Llegaron a media tarde ante El Escorial porque, al ser pocos y sin el embarazo del equipaje, cabalgaron de continuo sin que nadie se quedara rezagado. El Real Monasterio, situado al pie del monte Abantos, se encontraba en medio de la nada, sin arboledas bajo las que protegerse de la inclemencia del sol.

—Ahora comprendo por qué lo llamaron San Lorenzo: esto es una enorme parrilla —apuntó sarcástico Antoine, que sudaba copiosamente.

—No seas irreverente —recriminó Mariana—. El rey Felipe necesitaba un lugar solitario para el retiro.

—¡Por vida mía que lo encontró! —murmuró malhumorado Antoine.

Según se aproximaban, Antoine observó la monótona edificación de granito: de planta cuadrada con torres rematadas con chapiteles en las cuatro esquinas y altos y resbaladizos tejados de pizarra. En medio del conjunto destacaba, por la altura de las torres campanario y de la cúpula, la iglesia. El conjunto era impresionante pero, a excepción de las ventanas que se abrían al exterior, mas parecía una fortificación que un monasterio. La entrada principal se situaba al oeste y, una vez allí, se enfrentaron a tres entradas: a la izquierda, el colegio; en el centro, el patio de los Reyes de Israel; y a la derecha, el convento.

No se molestaron en buscar alojamiento por tres noches y decidieron quedarse en la hospedería del convento, lo cual trajo aparejados algunos inconvenientes.

—¡Por los clavos de Cristo! —juró airado y entre dientes cuando los monjes acomodaron a las mujeres aparte.

—Excelencia, ¿no se le ocurrió que esto es un monasterio? —apuntó Santander a su lado mientras recorrían el largo y ancho pasillo conventual.

—Pero la Corte está instalada aquí ¿verdad? —cuestionó Laver obcecado.

—La nobleza y los burócratas en el exterior, con sus familias —informó el español pacientemente—, y los aposentos de sus majestades se encuentran detrás del colegio y fuera del convento.

El régimen y el horario fueron parejos a los de los monjes jerónimos, razón por la cual aumentó la desesperación de Antoine, para quien las misas y los responsos religiosos debían ser los justos, sin concesiones. En la misa de vísperas coincidió con Mariana.

—Mañana en el patio de los Reyes, después del desayuno —le susurró al oído.

Era una cita, y se sonrió. Volvía a ser joven y asaltaba a las damas mientras se recogían en oración en las iglesias. Era ridículo que a sus cuarenta y siete años se hallase junto a su mujer y no pudiera tocarla, ¿no predicaban que lo que Dios había unido no lo separasen los hombres? Mariana se reía de sus reflexiones, pero una serie de incongruencias como ésa lo mantenían alejado de la religión: creía en Dios, pero no en los hombres.

Siempre había preferido el campo. El bullicio y el ruido de la ciudad los soportaba por una corta temporada pero, cuando entró en la celda que le había sido adjudicada, creyó que se había quedado sordo hasta que reconoció el silbido de su respiración y los latidos del corazón. La sólida construcción granítica lo aislaba de un exterior igualmente silencioso: entonces comprendió lo que implicaba estar a solas con uno mismo, entonces descubrió lo que significaba detener la vida y se sobrecogió al reconocer la frialdad y la soledad de la muerte.

Respiró hondo y se movió por la celda para desperezar los músculos en tensión, para sacudirse la impresión que lo atenazaba. Recordó que en la monumentalidad de los edificios jugaba un factor psicológico para influir sobre las gentes sencillas, y eso mismo pretendió el rey Felipe II cuando encargó la fábrica: un rey muy piadoso y defensor del catolicismo frente a la ola protestante. ¿Un rey muy piadoso? ¿Desde cuándo un rey era piadoso? Ahí había otra incongruencia de la Iglesia. Un rey piadoso no enviaba una Armada a invadir un país sin considerar la pérdida de vidas, ni imponer criterios religiosos, ni ordenar el asesinato de un secretario que le estorba, ni emparedar en vida a una amante desleal como la princesa de Éboli. No, no era piadoso: en primer lugar porque no sería un rey, ya que un rey debía gobernar, hacer la guerra y hacer cumplir la justicia; en segundo lugar porque había tomado decisiones viscerales como reflejaban sus rencores contra Inglaterra y contra los que lo rodeaban. Sólo quedaba una solución: era un farsante, y el Monasterio Real era el escenario en el que representaba la farsa para el pueblo.

Con tan extrañas reflexiones y con tan amargas realidades, el sueño lo venció y olvidó la soledad, el silencio y la gloria terrenal del rey Felipe II, en la que descansaba.

A la mañana siguiente, Antoine se reunió con los hombres y salió al patio de los Reyes, donde se había citado con Mariana. Le sorprendió descubrirlo lleno de pequeños grupos de gente sobriamente elegante que departía amistosamente. Localizó a Mariana y a María en compañía de un hombre sesentón.

—Tenemos al moscardón de turno —se quejó Antoine, a quien le costaba soportar el cruce de palabras huecas y sonrisas meditadas ya de buena mañana.

—Ese moscardón, como lo habéis llamado, no es un moscardón cualquiera —apuntó el capitán Santander—. Se llama don Juan Manuel Fernández Pacheco, marqués de Villena, Grande de España, y ha sido virrey en Navarra, Aragón, Cataluña, Sicilia y Nápoles. Actualmente, es Mayordomo del Rey, sin obligaciones —recalcó la última frase.

—¿De la altura de Bedmar? —se interesó Antoine.

—Y del mismo gusto —corroboró el capitán.

Se encaminó hacia el grupo, siendo consciente de las miradas disimuladas que le dirigían los demás congregados, mientras que sus hombres se mantuvieron aparte y observaban el patio.

—¡Oh! ¡Aquí lo tenemos! —oyó a Mariana—. Os presento a Antoine Laver, duque de Anizy, mi marido. Don Juan Manuel Fernández, marqués de Villena —le presentó a Antoine a su vez.

Tras las reverencias, el marqués de Villena no ocultó su satisfacción.

—Nuestro querido amigo, don Isidro, marqués de Bedmar, me ha hablado frecuentemente de vos, y no he podido evitar el saciar mi curiosidad. Me ofrezco como guía en vuestro recorrido por las dependencias del monasterio, y así podremos hablar distendidamente y sin testigos de palabras ajenas.

—Sois muy amable —agradeció Antoine—. Estoy convencido de que la compañía será provechosa.

—Imagino que las sobrias fachadas y este pétreo patio no resultan tan atractivos como Versalles, sin embargo, me atrevo a vaticinar que, lo que se alberga entre estas paredes, os va a dejar asombrados —anunció el marqués.

Siguieron los pasos del inesperado guía, con María a la zaga, hacia los pisos superiores, mientras que el resto de la escolta los aguardaba en el patio. Sobre la puerta de la fachada principal y frente a la iglesia, se situaba una sala muy larga y bien iluminada que los dejó, efectivamente, extasiados.

—Es la biblioteca —informó sucintamente el marqués. Les dejó tiempo para que se recrearan en los detalles a placer.

A Antoine le recordó la Capilla Sixtina en el Vaticano, que había visitado en uno de sus servicios en la Armada por el Mediterráneo. La biblioteca estaba cubierta por una bóveda de cañón, cuyos espacios estaban divididos por arcos fajones, reales o pintados, las paredes se hallaban ocultas tras las estanterías labradas en maderas preciosas, que soportaban miles de volúmenes colocados con los cantos de las hojas hacia fuera. En medio de la sala había unas mesas enormes de mármol y una esfera armilar.

—Estoy atónito y maravillado —reconoció Antoine.

—El entorno es tan sugestivo, con tanta decoración que me sería imposible concentrarme en la lectura —halagó Mariana.

—¿Conocéis a nuestros autores, excelencia? —indagó el marqués.

—Durante estos días he leído las obras que me recomendó el marqués de Bedmar: «El Lazarillo de Tormes», «Fuenteovejuna», «El alcalde de Zalamea», aunque reconozco que he necesitado frecuentemente la ayuda de mi esposa para comprender algunos giros idiomáticos.

—Puedo recomendaros algunos otros. Lo cierto es que, desde que nuestro rey Felipe reina, disfrutamos de un nuevo apogeo aunque, culturalmente, nos encontramos muy rezagados con respecto a Francia. He asistido a la ópera y al teatro en París y son espectáculos muy por encima de los nuestros, sin embargo, el contenido de nuestras obras es bastante digno.

—Algo más que digno, juzgo yo —matizó Antoine—. La figura del pícaro me ha parecido atractiva e ingeniosa, y en la obra de Lope de Vega y Calderón subyace una crítica muy original sobre la monarquía y la justicia. Son obras universales porque son situaciones muy reales, al igual que las que plantean Moliere o Shakespeare.

—Tengo entendido que, después de vuestra presentación al rey, partiréis hacia Madrid. Como entusiasta lector que sois, a quien no detiene la barrera del idioma, os voy a hacer un pequeño presente que os enviaré a la casa de Bedmar. Hace escasos años, a instancias mías, he conseguido que se fundara «La Real Academia Española», con la finalidad de fijar voces y vocablos de la lengua española, y ello me ha dado acceso a infinidad de bibliotecas privadas. Guardo unas obras de Cervantes que me complacería obsequiaros.

—Sois muy generoso y espero devolveros el favor que me hacéis en cuanto regrese a mi patria. Quedo en una deuda muy grata con vuestra excelencia. Os felicito por mostrar tal iniciativa y empuje. Bedmar me ha comentado el esfuerzo que realizan algunas personas para abrir escuelas y academias con el fin de extender la cultura. Es muy loable, siempre y cuando no sean exclusivas para la nobleza.

El marqués de Villena se sonrió.

—El marqués de Bedmar es de la misma opinión: la burguesía está más preparada que la nobleza.

—Yo no lo expresaría así —refutó Antoine—, digamos que la burguesía muestra un interés que los nobles han perdido. La nobleza es igual en todas partes, no os engañéis, incluso en Francia. Algunos nobles piensan que la cultura nace con ellos, que es inherente al título, como el valor.

—Cierto —admitió el marqués riendo—. He visto a nobles correr como conejos ante las balas de los enemigos, y a otros que no sabían leer ni escribir. La nobleza española está muy anticuada, todavía busca favores y esquiva obligaciones, os resultará muy pueblerina, pero tiene mucho orgullo de casta.

—Pero el orgullo no mantiene una casa ni un rango. Luis XIV se rodeó de burócratas burgueses muy capaces, a los que ennobleció como recompensa a sus esfuerzos. Carecen del sentido del honor y de ese orgullo de casta del que habláis, pero manejan las haciendas con mano firme y las hacen muy rentables. Lo sé porque convivo con ellos. La nobleza, que allí llamamos «de espada», la tradicional, ignora cómo dirigir los mayorazgos, carecen de visión comercial o financiera para rentabilizar las tierras y, en lugar de aprender de la nueva nobleza, la aparta, la detesta por orgullo de casta, pero ese orgullo está marcando su fin. No sobrevivirá si no se adapta.

—Como os habéis adaptado vos. Interesante idea —confirmó reflexivo el marqués—. Si os parece, continuaremos la visita. Además de la biblioteca, el monasterio consta de la iglesia, un panteón, un convento que ya conocéis, un colegio y un seminario. Detrás de la iglesia se encuentran las dependencias reales que visitaréis esta noche.

Después del recorrido prometido, se despidieron del marqués en el patio de los Reyes.

—En la villa hay buenos figones para almorzar —recomendó Villena—. Ahora mismo el rey debe de estar desayunando y luego acudirá a misa.

—A pesar de que había sido advertida, me parece peculiar el horario real —comentó Mariana.

—Los horarios reales son los mismos que en cualquier otra parte, aunque ligeramente retrasados —replicó el marqués reticente—. Al caer la noche almorzará y ya de madrugada, entre las cuatro y las cinco, os recibirá. Allí nos encontraremos de nuevo.

Antoine hizo una seña a la aburrida escolta, que aguardaba a la sombra en una esquina del patio, para que se reuniera con ellos. Se dirigieron a la villa, que había sido sensiblemente incrementada por las casas de los funcionarios de la Corte y por los palacetes de algunos nobles que seguían al rey allá donde fuere, aunque distaba mucho de alcanzar las cifras de Versalles durante el reinado de Luis XIV. Holgazanearon el resto del día por la población y cenaron pronto en la hospedería para echarse un sueño antes de acudir a la recepción.

Antoine aguardó en el claustro a Mariana. Le molestaba enormemente la peluca y sólo se la ponía en las grandes ocasiones, llevaba casaca con grandes vueltas en las mangas ribeteadas en oro y los zapatos lucían hebillas de plata cuajadas de brillantes. Mariana entró en el claustro por el extremo contrario a donde él se encontraba. La acompañaba María e iban enredadas en una conversación. Había elegido un vestido de seda en color crudo con los encajes debidamente almidonados y María la había peinado con un moño alto del que caían numerosos tirabuzones. Una redecilla del color del pelo, con numerosos y diminutos diamantes que refulgían a la luz de las velas, recogía el conjunto. En su cuello de cisne destacaba el collar de esmeraldas que provenía del botín de Cartagena y que había sido engarzado por orfebres italianos: era la nota de color y de riqueza de su atuendo y de su posición.

Antoine se sonrió ante la ironía: venían a cumplimentar al rey de las Españas enjoyados con el botín que habían obtenido en sus colonias.

—Hace tiempo que me he conformado con mi papel de acompañante espanta- moscardones, querida —bromeó Antoine cuando llegaron las mujeres hasta él.

—No seas tan modesto. ¿Acaso crees que no me doy cuenta? Hoy has decidido privar del sueño a todas las mujeres de la Corte —lo piropeó con una lánguida mirada.

—Me conformo con tu vigilia —contestó Antoine galante—. Aunque será un desperdicio con tanto monje de por medio —concluyó con un amargo realismo que hizo reír a Mariana.

 

María los vio partir, diciéndose lindezas y chanzas, hacia el patio de los Reyes, donde habían quedado con el marqués de Villena. Se recostó en una columna subyugada por la apostura del duque. Ella deseaba un hombre como aquel. Los muchachos que le había presentado su padre eran demasiado serios para su juventud o demasiado jaraneros para el matrimonio, no había término medio. Era consciente de que buscaba un imposible. La duquesa le hablaba en francés para que practicase el idioma y lo hablara con fluidez, lo que ella agradecía pues no se le ofrecían muchas ocasiones, pero no veía la finalidad de aquello si su marido era un patán, seguramente con título o dinero, pero un inculto a fin de cuentas, como los que se había cruzado hasta el momento. Cada vez que le presentaban a un mozo se sentía como en el mercado, un regateo o una evaluación de las relaciones familiares, del dinero que aportan, la limpieza de sangre, las buenas costumbres, patrimonio…

Encaminó sus pasos hacia la celda en la que tendría que recoger todos los afeites y ropas que habían quedado en desorden. El duque estaba enamorado y ella quería conocer el amor. Había traído el violín y sintió la necesidad de abandonarse a él. Le sucedía últimamente con frecuencia, cuando le embargaba una extraña melancolía que la sensibilizaba en extremo y la llevaba al borde del llanto sin que hubiera ninguna razón para ello. Estaba enamorada del amor.

 

La zona palaciega rodeaba el ábside de la iglesia, lo que llamaban la Capilla Mayor. Los pasillos eran largos, abovedados, los suelos de ladrillo, las paredes blancas, con un zócalo de un metro de altura de azulejos de Talavera. En la sala de los Alabarderos hallaron los primeros grupos de contertulios que intercambiaban noticias y pareceres. Las paredes, pintadas con grandes escenas de batallas, atraparon a Antoine: los ejércitos de las batallas de San Quintín y de Pavía eran impresionantes por la nitidez de colores y la representación tan realista sobre la disposición militar, pero la batalla naval de Lepanto desató su entusiasmo.

—¡Mariana, mira! —exclamó como un chiquillo.

Mariana, colgada del brazo del marqués de Villena, arrastró a éste, en el momento en que iba a entablar conversación con unos conocidos, a donde se hallaba su marido.

—¡Fíjate! Las galeras, los botes, el dibujo. Los de Anizy no están tan mal, aunque son más modestos —manifestó.

—A Felipe II le gustaba el detalle, el verismo —comentó el marqués contagiado del entusiasmo de Antoine—. Ésta fue la batalla en la que el escritor, Miguel de Cervantes, perdió el brazo.

Se volvieron y descubrieron que habían acaparado la atención de todos los presentes. Uno de ellos, más decidido, se aproximó para presentarse.

—Soy el duque de Maqueda.

—¡Oh! Sois el padre de los dos encantadores chiquillos, a quienes tuvimos la fortuna de conocer en la cacería de Riofrío —exclamó Mariana con una inclinación de cabeza por saludo y una radiante sonrisa.

—Me complace que guardéis tan grato recuerdo de un momento tan infortunado. Los ecos del atentado han llegado a la Corte —manifestó abiertamente el duque.

—Todo quedó en un susto —intervino Antoine— y el auxilio de vuestros hijos merece todo nuestro reconocimiento. Es un joven muy despierto pero, ahora que conozco al progenitor, descubro que tiene un buen ejemplo.

—Soy militar y hombre de campo, la Corte y sus halagos no son mi jurisdicción —cortó secamente el hombre, pero sin agresividad en el tono—. Me he presentado movido por la curiosidad, pues sólo se oye hablar de vuestras excelencias.

—Vuestra llaneza y sinceridad me agradan —contemporizó Antoine—. Yo tampoco soy hombre que pierda el tiempo por los salones de la Corte. Mi posición tiene obligaciones que vos comprenderéis muy bien.

—Llevo todo el día con los duques y no me he aburrido ni un ápice —confió Villena a Maqueda.

—Ya que sois militar, os propongo que me expliquéis la batalla que dio origen a este monasterio y que tan magistralmente está representada en estos muros.

El estupor de Maqueda fue evidente. Lo había cogido por sorpresa tan peregrina demanda ya que, si para los españoles fue un glorioso triunfo, para los franceses fue un fracaso vergonzoso.

—Nosotros os dejamos —anunció Villena divertido—. Prefiero entretener a mi dama de otra forma más alegre.

El marqués avanzó por el salón, erguido y sonriente, susurrando algo a Mariana, quien seguía colgada de su brazo. Antoine encaminó sus pasos hacia el mural junto al duque de Maqueda, pero no llegaron hasta allí. Un personaje regordete, rubio y de piel muy blanca, los interceptó.

—Excelencia, soy el señor Bubb, embajador de Inglaterra.

Antoine inclinó la cabeza y, al mismo tiempo, notó la tirantez de su compañero por el rabillo del ojo.

—Me gustaría conversar en privado con vos, cuando fuera posible —solicitó el inglés con una sonrisa beatifica.

Sin embargo, a Antoine le molestó profundamente que lo interrumpieran y, por otra parte, consideró una impertinencia la forma de abordarlo en medio de un acto social.

—No se me alcanza qué tipo de conversación podamos compartir —replicó sin miramientos—, como no sea que tengáis a bien anunciarme la derogación de las Actas de Navegación y que, a partir de ahora, mis barcos comerciarán libremente en vuestros puertos.

—Sin duda estáis de broma, excelencia —cuestionó el embajador aturdido por el desafuero.

—Pues sacadme de dudas. Hablad delante del duque de Maqueda, no llevo entre manos ningún negocio oculto con una potencia enemiga —recalcó Laver.

—No dice eso vuestro Regente —se revolvió el hombre con el gesto crispado—. Se ha extendido como la pólvora que el causante del atentado que sufristeis era inglés. Os puedo jurar que no he mediado en ello.

—Pero vuestro estimado general Stanhope, a quien no veo por aquí, es un tanto inquieto —espetó Maqueda con la expresión dura.

—Soy consciente del desagrado que inspiramos a los españoles, pero os aseguro que los oscuros sucesos que se viven en la Corte no hablan inglés —destiló el señor Bubb.

—¿Insinuáis que hablan italiano? —lanzó Antoine, con el nombre del cardenal Alberoni en la mente, aunque no creía una palabra del embajador.

—Existe poca confianza entre los señores de la administración española y el cardenal, quien controla las decisiones y la información por un único Despacho, sin permitir que nadie intervenga en los asuntos de Estado; pero luego debe recurrir a la administración, lo cual ofrece un aspecto maravilloso de confusión y desorden —ironizó el embajador.

—El cardenal se mantiene por el deseo real —admitió Maqueda.

—Exactamente de la reina —puntualizó Bubb.

—No entiendo a dónde lleva esta conversación. Ningún Estado acepta la tutela de otro. Comprendo que los españoles aspiren a gobernarse ellos mismos —apoyó Antoine.

—No os apresuréis, excelencia, en vuestras simpatías —advirtió el embajador—. Es una nación peculiar. A pesar del estado de decadencia en que está, no hay ninguna nación que pueda levantarse de nuevo y rehacerse más fácilmente que ella, y ahora lo podemos comprobar mejor que nunca en la lucha que mantiene por Italia, rompiendo el Tratado de Utrecht. ¡Sicilia! ¿Cómo habéis podido pensar que nos quedaríamos con los brazos cruzados? —expetó el señor Bubb airado, dirigiéndose a Maqueda.

—¿Os referís al almirante Byng? —inquirió áspero el duque de Maqueda con una gélida mirada.

Al señor Bubb se le fue el poco color que le quedaba y, con una brusca inclinación de cabeza, se retiró sin añadir más.

—¿Qué sucede con el almirante Byng? —inquirió Antoine inquieto.

—Se encuentra en el Mediterráneo con veinte naves, y de seguro que sus intenciones no son las de sacudirse las telarañas.

—Los ingleses son muy capaces de actuar sin mediar una declaración de guerra. Desde que comenzó la disputa por el trono español, sacan provecho de una situación a la que no han sido invitados con total impunidad —admitió Antoine.

—Vuestro Regente no cree lo mismo —deslizó  el español.

—Yo no soy Felipe de Orleáns ni él representa el sentir del pueblo francés, eso os lo puedo asegurar —aseveró Antoine.

—Vienen por vos —informó Maqueda al acercarse un lacayo—. Son las cuatro y media de la madrugada por lo que los reyes han terminado su siesta.

—Resulta sumamente peculiar esto de los cambios de horarios. ¿No salen a departir con todos? —preguntó Antoine.

—Nunca. Sólo en actos solemnes y si se encuentran con ánimo. Finalmente, no he podido explicaros cómo os derrotamos en San Quintín —recordó el duque con una sonrisa sesgada, pero sin acritud.

—Es una lástima que nos despidamos sin haber conseguido mi objetivo.

—Sin embargo, yo me retiro con mi curiosidad satisfecha. Sois un hombre desconcertante y me complace descubrir que lo que había oído sobre vos, es absolutamente cierto.

—¿Me dejaréis con la incertidumbre?

—Nada que no sepa un hombre discreto: que sois un hombre cabal y de mente abierta, sin prejuicios —se sinceró el duque de Maqueda.

—Y que no soy un peligro para los intereses de los españoles —concluyó Laver con una sonrisa—. Perded cuidado, no me habéis ofendido —se adelantó a un ademán del duque—. Estáis en vuestro derecho y en vuestra casa.

Dos lacayos reales lo aguardaban a su espalda y ambos se despidieron con una inclinación. Antoine los siguió para reunirse con Mariana y el marqués de Villena, a quien dejaron en compañía de unos amigos.

Los lacayos los guiaron a través de unas estancias de pequeñas dimensiones hasta el Salón del Trono aunque, para Antoine, el término de salón resultaba un eufemismo. Lo único destacable eran unas puertas de marquetería que, como supo más tarde, el emperador Maximiliano había regalado a Felipe II.

Los reyes aguardaban sentados y junto a ellos, de pie, el cardenal Alberoni. Los duques de Anizy hicieron su reverencia como si fuera el mismo Luis XIV y, sin dudarlo, Antoine se dirigió en francés al rey.

—Median muchos años desde que os vi partir de París, sire, sin embargo, me huelgo de encontraros con buena salud, a pesar de los rumores que corren por una Francia preocupada por un hijo suyo.

El rey, Felipe V, menudo, rubio, de ojos azules y una piel blanca, que acusaba la carencia de sol a causa del horario trastocado, se levantó con la levedad propia de una persona de sus hechuras y se aproximó a Antoine sonriente.

—Nuestro abuelo os tenía en alta estima y os citaba a menudo como ejemplo de un buen vasallo —se volvió hacia Mariana—; y no sería francés ni Borbón, si fuera capaz de olvidar vuestra belleza, señora.

—Si recibís así a todas las damas del reino, imagino que iluminaréis las noches de muchas de ellas. Habéis heredado el aire conquistador de vuestro abuelo, sire —halagó Mariana.

Isabel de Farnesio prosiguió sentada y tiesa, sin abandonar su pose mayestática. A Antoine, aunque era de rasgos correctos, le pareció corriente y con la piel marcada por una viruela juvenil. Su mirada era sesgada y Antoine coligió el resentimiento por verse relegada de la audiencia.

El momento fue interrumpido por un lacayo que entró precipitadamente y demandó la presencia del prelado, quien había permanecido aparte supervisando la escena. El cardenal Alberoni, bajo, panzudo por el buen yantar, con una cabeza demasiado grande y unas manos demasiado pequeñas, se vio obligado a abandonar la estancia a desgana, tras disculparse con sus majestades.

Antoine aprovechó el revuelo e hizo un gesto con los ojos a Mariana, señalándole la reina. Mariana captó el mensaje en una fracción de segundo.

—Llevo un par de meses fuera de Francia y ya extraño la comida —dijo al recordar las conversaciones de los aristócratas de Segovia. Se dirigió en italiano a la parmesana para que se hallara cómoda.

—¡Qué difícil es adaptarse! —reconoció la reina.

Mariana no tuvo que esforzarse mucho para que la reina se despachara a placer con los inconvenientes de vivir en un país diferente al propio, ni con lo desdichada que se sentía porque los enemigos de España le negaban el Ducado de Parma, cuando pertenecía a su familia desde hacía siglos.

Antoine sintió que la diosa Fortuna lo asistía cuando se encontró a solas con el rey de España, sin testigos molestos.

—Sire, los franceses estamos abrumados por la dirección que toman los acontecimientos. No deseamos levantar las armas contra vos cuando hemos derramado la sangre por manteneros en el trono. Os rogamos, encarecidamente, que escribáis a vuestro sobrino, todavía niño, y le advirtáis de que dos naciones hermanas no deben reñir entre sí.

Antes de que el rey abriera la boca, Antoine sabía que le había llegado al alma con su declaración.

—Estamos tan sorprendidos como vos, pero nuestro primo, el duque de Orleáns, lo mantiene aislado. De todas formas, escribiremos una carta con las serias razones por las que debemos mantenernos unidos frente a nuestros enemigos naturales y, una copia de ésta, la enviaremos a los parlamentos. No sabéis cuánto lamento el abandono de nuestros compatriotas y la ruptura del sueño de nuestro abuelo, que es el nuestro propio. ¡Qué diferente hubiera sido todo si nuestro querido hermano, el duque de Borgoña, siguiera vivo! ¡Cuánto lo extrañamos! Hasta el día de su muerte nos escribimos de continuo.

—Tenía conocimiento de ello, por eso mismo es mayor mi desasosiego.

—Nos os creemos y agradecemos vuestro desvelo.

La conversación derivó en recuerdos de personas y lugares de París. Antoine, de reojo, observó cómo la reina permaneció en su trono y mantuvo a Mariana de pie, frente a ella, sin concederle ninguna distinción. Mariana, lejos de amilanarse, se expresaba en italiano y movía el abanico y las manos con gracia al hablar. Era una maestra en etiqueta cortesana, educada en la Corte más versada y dura: Versalles. Aleccionaba a la caprichosa italiana, quien no quitaba ojo del espléndido collar de esmeraldas de su esposa.

La audiencia terminó bruscamente por un aviso urgente del cardenal Alberoni, quien requería la atención de sus majestades sobre asuntos de gobierno que no admitían dilación. El rey, contrariado, aceptó la situación y se despidió de los duques, deseándoles un venturoso viaje por España.

Antoine y Mariana regresaron por las desiertas salas, los cortesanos se habían retirado a descansar.

—Según ese reloj, son las seis de la mañana —observó Mariana—. Ya es de día y me muero de sueño. Esa mujer me ha dejado agotada. ¿Habéis logrado algo?

—Te agradezco el esfuerzo. No es buena como enemiga, tiene mala entraña. El rey Felipe me ha prometido que escribirá a su sobrino, Luis XV, y a los consejos.

—¿Servirá de algo?

—No lo creo. Está en manos de la ambición de Orleáns, de la estupidez de Alberoni y de la falta de carácter del rey. ¿Cómo un rey longevo, vigoroso y de mente despejada, ha dejado una descendencia tan endeble y enfermiza? Por lo que sé, nuestro futuro Luis XV tampoco es un hombre de carácter.

—Estoy muy cansada para seguirte en tus reflexiones —se excusó Mariana y se apoyó en su brazo.

—Lo siento, mi amor, has estado maravillosa: eclipsabas a esa italiana —la animó Antoine mientras cruzaban el patio de las Máscaras.

—¿Por qué te desagrada tanto?

—Necesitó marcar las diferencias entre reina y súbdita. No estaba segura del terreno que pisaba, la desorientaste con tu parla italiana y tu desenvoltura. Al rey no le fue necesario, sabe quién es.

—No fue desatenta. Me contó cómo se hacía traer alimentos desde Parma y, ¿podrás creerlo? Ese cardenal cocina para ella —explicó Mariana divertida—. ¡Qué extravagancia!

—Querida, los extravagantes somos nosotros, los duques de Anizy; los reyes son caprichosos —puntualizó Antoine y, al salir al patio, se detuvo—. ¡Escucha!

—¡Un violín! —murmuró Mariana para no romper el encanto.

Se quedaron inmóviles y disfrutaron de la luz del amanecer, del silencio conventual roto por aquellas vibrantes notas que invitaban al goce celestial. Un monje, con el hábito de los jerónimos, los devolvió a la realidad terrenal.

—Si vuestras excelencias no se apresuran, llegarán tarde al desayuno — apremió.

Ambos se sonrieron y se despidieron como dos chiquillos con un casto beso y un apretón de manos.

Unos golpes secos a la puerta de la celda lo despertaron. Al minuto, la puerta se abrió y entró François.

—Capitán, es mediodía —anunció el hombre al tiempo que abría los postigos de la ventana para que la luz y el calor veraniego inundaran la estancia—. Un criado del marqués de Villena os aguarda en la entrada de la hospedería. Dice que estáis invitado a almorzar en su casa y os ruega que no lo rechacéis, pues es importante vuestra presencia.

La nueva lo despabiló completamente.

—¿Y la duquesa?

—Hemos conseguido avisarla y quedar en la puerta del convento en lugar de en el patio.

Una vez aseado y vestido, se encaminó hacia la entrada del convento. Los hombres y las damas esperaban con el criado. Mariana había conseguido ocultar los estragos de la noche en vela bajo algunos afeites y estaba dispuesta para afrontar otra reunión.

—Ignoro a qué se debe tan intempestiva invitación, pero sigue en pie mi idea de partir mañana de madrugada —declaró Antoine a los presentes.

—Estaremos dispuestos —aseguró Sébastien—. Esto no es como Versalles, los españoles son muy aburridos.

—Os retractaréis de vuestras palabras cuando estemos en Madrid o en Sevilla —prometió Santander.

Siguieron al criado a través de la Lonja hacia la fachada norte, por donde se extendía el caserío que albergaba algunas dependencias de la administración, del servicio y algunas casas importantes de los aristócratas. Por el camino fueron cambiando impresiones.

—Has perturbado la paz del pobre marqués con tu belleza y tu conversación y ahora no puede vivir sin tu presencia —bromeó Antoine.

—¿No te pareció mucha casualidad que se presentaran personas tan afines? Tanto el de Villena como el de Maqueda nos abordaron —comentó Mariana, obviando la chanza de su marido.

—Maqueda lo reconoció abiertamente. He indagado sobre el violinista de esta mañana, pero los monjes no saben nada.

—Fue bonito, ¿verdad? No es de extrañar que desconozcan al virtuoso, ya que no forma parte del convento.

—¿Tuviste más suerte? Pero si te pregunto, ya no será una sorpresa mi intención.

—Conozco tu intención, ¿una serenata? Me encantará, no renuncies a ella.

—Me falta el violinista —recordó Antoine.

—La violinista —corrigió Mariana.

—¿Una mujer? ¡Vaya sorpresa! Se pone interesante el asunto.

—Interesantísimo —matizó Mariana divertida—, y más cuando descubras que María era la virtuosa violinista.

—¡María!

—¿Excelencia? —inquirió María detrás de él en la creencia de que la llamaba.

—¿Por qué no me habías comentado que tocabas el violín? ¿Por qué no has tocado para mí? ¿Lo llevas en secreto? ¿Te avergüenzas de tu habilidad?

—No, excelencia —respondió la chica aturdida por el chaparrón que le caía.

—Descontaré de tu sueldo cada minuto que me has privado de tu música —bromeó feliz Antoine ante la estupefacción de la muchacha.

—No te alarmes, el duque no se ha vuelto loco. Es la forma de expresar su pasión por la música —tranquilizó Mariana.

La casa del marqués de Villena les pareció modesta, pero no los sorprendió. Ya se habían habituado a la austeridad castellana. María se quedó, junto con los hombres, en una habitación habilitada para el servicio de los invitados, mientras que los duques fueron introducidos en un amplio patio en el que una serie de caras, unas conocidas y otras no, los examinaban en silencio.

—Me honra la confianza que me habéis demostrado al acudir solícitos —se adelantó Villena con gesto grave—. Voy a presentaros a las personas que nos acompañarán durante el almuerzo. El duque de Maqueda, a quien ya tenéis el placer, el duque de Liria y Jérica, hijo de vuestro duque de Berwick, el marqués de Santa Cruz, militar y diplomático, el marqués de Grimaldo, quien encabeza la Secretaría de Despacho, acompañado por el señor Estébanez, y el señor Campillo en representación del señor Patiño del cuerpo de Contadores de la Armada.

Según iba conociendo la identidad de los presentes, Antoine intuyó que aquello distaba mucho de ser una reunión social. Eran personajes de la nobleza más encumbrada y de la alta administración, pero no se le alcanzaba qué hacía él allí. Decidió aguardar a que ellos se lo revelasen.

—Almorzaremos primero y después, en la sobremesa y sin testigos del servicio, abordaremos los problemas que nos agobian —propuso el marqués de Villena como anfitrión.

Todos asintieron y abandonaron el patio hacia el salón en el que se servirían las viandas.

—En una ocasión coincidimos en Versalles —comentó el duque de Liria.

—Lo recuerdo, aunque entonces todavía erais francés —corroboró Antoine.

—¿Me lo reprocháis? Fue imposición de mi padre cuando vio la dirección que tomaban los asuntos de Estado. Me dijo que, a partir de ese momento, yo sería español y él se quedaría en el bando francés, para no perder las posesiones adquiridas aquí.

—Muy inteligente vuestro padre. Os confieso que despierta mi admiración una mente tan práctica.

—En un principio seguimos los pasos de Luis XIV pero, ahora mismo, dudo de que hayamos acertado. Podríamos encontrarnos en bandos opuestos y no resulta de mi agrado —lamentó el joven.

—Ni del de nadie —enfatizó Antoine—. Francia tiene muchos intereses en España, pero el regente, no.

El almuerzo fue frugal, tanto en comida como en bebida, lo que manifestaba la importancia de la reunión posterior al querer conservarse serenos y despiertos. Regresaron al patio, donde habían colocado sillas en círculo y unas mesas auxiliares con vinos dulces y golosinas. Fueron tomando asiento a la vez que el servicio cerraba las puertas de las dependencias que asomaban al patio y abandonaban éste.

—El asunto que nos reúne aquí, caballeros, es grave —comenzó el marqués de Villena—, pero dejo la palabra al señor Campillo, quien les informará más puntualmente que un servidor.

Se sentó el marqués y el señor Campillo, un joven de veintiséis años, se levantó y tomó la palabra.

—Durante la madrugada, mientas los duques de Anizy departían con los reyes, el cardenal Alberoni recibió la noticia del ataque de la escuadra inglesa del almirante Byng, el día once de agosto, sin previa declaración de guerra, a nuestra Armada destacada en Sicilia, cerca del cabo Passaro. El desastre para nuestro país ha sido de tal alcance que tendremos serias dificultades en las comunicaciones marítimas durante años. Inglaterra ha quedado dueña de los mares y nuestras tropas en Sicilia en una situación complicada ante la falta de asistencia y transporte.

Campillo se sentó en medio de un sobrecogedor silencio. Antoine se volvió rápidamente hacia Mariana y sus miradas se cruzaron invadidas por la alarma.

—¿Se conocen detalles sobre los barcos? —preguntó impulsivamente Mariana.

—Sabemos que un sobrino y vuestro hijo sirven en la Armada española —intervino el marqués de Grimaldo—, y comprendemos vuestra angustia, excelencia, pero es muy pronto para conocer ese tipo de detalles.

—Todos estamos nerviosos y somos muchos los que tenemos familiares allí —confirmó Villena.

—¿Qué ha decidido el rey? —inquirió el duque de Maqueda.

—Ése es el problema —contestó Grimaldo—. El rey se ha puesto furioso. Ha ordenado la confiscación de todos los bienes de los ingleses y la expulsión de éstos del territorio.

—Es una consecuencia lógica, no un problema —matizó el marqués de Santa Cruz.

—El problema es que sus majestades han salido repentinamente de caza sin dejar instrucciones al cardenal —terminó Grimaldo.

Nuevamente el silencio reflejó el desconcierto que invadía a los congregados. Antoine comprendió la desesperación de esos hombres al saber que el gobierno quedaba en manos de un cocinero, aunque anteriormente hubiera sido secretario de Vendôme, pero había servido de secretario y, desde luego, no había tomado las decisiones por el duque. El rey se lavaba las manos de forma descarada ante la magnitud del desastre.

—¡El cerdo de Bubb lo sabía ayer cuando se cruzó en mi camino! —estalló el duque de Maqueda—. ¿Por qué le urgía hablar con vos en privado?

—¡Orden! No os volváis contra los duques de Anizy —cortó Villena—. Los he citado porque están envueltos en una oscura trama y creo que es de vital importancia para nosotros esclarecerla. El señor Estébanez nos pondrá al corriente.

Don Gonzalo Estébanez se levantó para exponer los hechos. Relató el viaje de los duques hasta Segovia, la fuerte escolta que les había proporcionado y el atentado que habían sufrido en Riofrío.

—Estamos indagando sobre ese atentado aunque, de momento y sin pruebas, apunta al propio embajador francés, el marqués de Nancré.

—¡Eso es absurdo! —exclamó el duque de Liria—. El duque de Anizy es una persona muy respetada en Francia y con importantes amistades. Os puedo asegurar que su asesinato no quedaría impune.

—Calmaos, os lo ruego —intervino Antoine—, no os lo toméis como algo personal, yo no lo hago. Por alguna razón, soy más importante muerto que vivo.

—Mi padre pertenece al Consejo de Regencia, y dudo mucho que cometiera tamaña felonía —defendió ardientemente el de Liria.

—Es más, estoy seguro de que el Consejo de Regencia ignora muchas cosas —admitió Antoine para que el joven se sosegara.

—Entonces, ¿a quién os referís?

—No lo sé, pero intuyo que vos mismo acabáis de decirlo. —Antoine se levantó para tomar la palabra—. Colijo que la razón por la que me habéis invitado es porque soy francés y, ahora que las hostilidades con Inglaterra, uno de los miembros de la Triple Alianza, han sido declaradas, deseáis conocer qué rumbo tomará Francia. No puedo sacaros de la duda. Mi interés, como el de muchos franceses, está en la hermandad con España, pero el interés del regente se centra en asegurarse un trono, y es capaz de cualquier cosa si alguien se lo promete, hasta de vender el país —añadió Antoine iracundo.

—Pero el Consejo está formado por buenos patriotas —interrumpió el duque de Liria—. Mi padre conserva sus intereses en España, no desea la guerra.

—Exacto, y el regente lo tiene en cuenta —puntualizó Antoine—, y vos mismo mencionasteis mi importancia entre ellos, y ahí se me hizo la luz. El plan es perverso y torticero, pero puede servir como desencadenante de una guerra.

—¡Dios nos asista! ¡Vuestro asesinato en España! —exclamó Grimaldo, poniéndose en pie.

—Nuestro razonamiento, por desgracia, no llevaba mal camino —se dirigió a Estébanez, quien asintió con la cabeza.

—Mi querido duque, os habéis convertido en una bomba a punto de estallar entre nuestras manos —se condolió el marqués de Villena.

—Bueno, esto no deja de ser una conjetura hasta que no reciba noticias de Francia —recordó Antoine mientras tomaba asiento.

—Efectivamente, entretanto os rogamos prudencia y que sigáis aceptando la ayuda que os hemos ofrecido a través del señor Estébanez —concluyó Grimaldo.

—Queda Alberoni —expuso nervioso el marqués de Santa Cruz.

—No podemos hacer nada, excepto esperar a que se ahorque él solo con la soga que le demos. Creo que es lo que el rey pretende —reflexionó Grimaldo.

—Sólo hay dos caminos —intervino el joven Campillo—: que Francia nos declare la guerra, y esto traerá aparejado la caída de Alberoni; o que Francia haga frente común con España, de lo que podría resultar el fortalecimiento del cardenal o su destitución por interés del regente, quien pretende el trono español, como ya dejó evidencia de su ambición en la reciente conjura durante la grave postración del rey.

—Nos interesa Francia como aliada —tronó Maqueda—. En caso de que nuestro rey falleciera, Dios no lo quiera, nos quedan dos herederos de la corona de su primer matrimonio. El problema sería la Parmesana como regente, pero creo que cada cosa debe ser resuelta a su tiempo, esto son suposiciones sobre hechos que no han acaecido. Lo inmediatamente real y necesario es el apoyo de Francia.

—Ha firmado la Alianza —afirmó Santa Cruz.

—Papel mojado —contestó Maqueda—. De eso saben mucho los ingleses. Les convendría un poco de su misma política.

—Señores, —se levantó el marqués de Villena— hemos sido informados de la situación política y de los peligros que amenazan al país. A partir de aquí, son presunciones sobre el futuro y nuestro tiempo se agota. Dentro de una semana nos reuniremos para conocer el giro que van tomando los hechos a raíz del desastre de Passaro.

Se levantaron todos, aunque nadie salió del patio, sino que siguieron discutiendo sobre lo más conveniente y las consecuencias de la destrucción de la Armada. Antoine observó cómo Estébanez abandonaba el patio y se perdía en las dependencias del servicio.

—Tengo entendido que mañana partís hacia Madrid —lo abordó el marqués de Grimaldo.

—Así es. No se me ha perdido nada en El Escorial y me acucia un vivo deseo de conocer la capital del Imperio —manifestó Antoine.

—No hace falta que recalquéis vuestra falta de interés por los asuntos políticos. Sois igualmente peligroso mercantilmente. Este desastre naval os favorece en los asuntos transatlánticos.

—A este precio, no deseo ningún beneficio. Puedo haber perdido un hijo que me es muy querido —rebatió Antoine molesto.

—No he pretendido ofenderos. Pero, al igual que vos me recordáis vuestro desinterés, yo os expongo mi conocimiento sobre vuestros asuntos. No obstante, necesitamos de vuestro afecto para nuestra causa. Sois hombre despierto, y nadie mejor que yo comprende que la política es un comercio a otro nivel, donde se compra y se vende información, simpatías, una frase adecuada en el momento oportuno…

—No soy vuestro hombre —concluyó Antoine.

—No hablo de traición —censuró Grimaldo—. Necesitamos vuestra simpatía, como la de Berwick y otros muchos. Necesitamos todo el apoyo posible.

—Eso lo tenéis, incluso antes de que hollara el suelo español —alegó Antoine fervientemente.

—En Madrid, guardad las espaldas, hay mucha espada de alquiler. Y no os perdáis nuestro teatro, en el corral de comedias del Príncipe representan «El perro del hortelano».

—No olvidaré vuestras recomendaciones ni vuestro interés en mi bienestar —se despidió Antoine con una inclinación de cabeza.

En la entrada aguardaban los sirvientes con las sillas de manos y algún caballo de los asistentes. Estébanez se despidió de su hija en cuanto los vio salir del patio.

—Me quedaré hasta la semana que viene para enterarme de cómo se desarrollan los acontecimientos y para esperar la respuesta de París, que tiene que estar al caer —informó a Laver, se inclinó y marchó en pos de Grimaldo.

Ellos emprendieron el regreso seguidos de la escolta, aburrida y deseosa de un poco de acción.

—Mañana partiremos como había previsto —anunció Antoine en voz alta para que lo oyesen a su espalda—. La Armada española ha sufrido una derrota en Sicilia. Los chicos están allí, pero desconocemos su situación.

Mariana se aferró a su brazo y se apoyó en él. Antoine le acarició el rostro con la mano libre y la besó en la coronilla mientras caminaban.

—Es muy probable que estés sufriendo por algo que no ha sucedido —susurró Antoine—. Igual ha encontrado a una mujer que lo ha rescatado de entre las rocas.

Con la alusión al pasado consiguió que Mariana alzase la cabeza hacia él. Antoine se detuvo abruptamente y besó el rostro húmedo por las lágrimas incontenidas. María se miró los pies y los hombres encontraron interesante la calle o el cielo mientras el duque brindaba consuelo.

Le costó separarse de Mariana, sobre todo, sabiéndola triste. Entró en la soledad de su celda donde revisaría, no precisamente su conciencia, sino lo que había oído esa tarde. Un ruido junto a la puerta lo alarmó. Desenvainó el estilete, más por costumbre que porque creyera que fuera necesario en un convento, y se aproximó sigilosamente a ella. El picaporte se movió lentamente y la puerta se abrió despacio. Al no haber una respuesta, una figura encapuchada entró recelosa. De un empujón Antoine la cerró y apuntó al cuello del visitante nocturno, a quien acorraló contra la pared.

—¡Por Dios, Anizy! Nada debéis temer, soy Nancré —se identificó el embajador francés.

—Más bien creo lo contrario. ¿Venís a rematar la faena de Riofrío? —silbó Antoine airado.

—No tengo nada que ver en ello. De eso vengo a hablaros, jugándome el pescuezo.

—Estáis acertado porque os lo voy a rebanar.

—Retirad esa daga y hablemos como personas civilizadas, Anizy.

—No me ha parecido civilizada la forma de entrar en mi aposento —reprochó Antoine.

—No podía anunciarme y que todo el mundo se enterara. Nadie debe saber que he estado aquí. Recibí el encargo del regente, pero me negué rotundamente a ejecutarlo. Soy diplomático, no asesino de los míos. No he perdido el juicio.

Antoine retiró el estilete, pero lo mantuvo en la mano.

—Hablad.

—Cuando me negué, creí que el asunto habría quedado en el olvido; sin embargo, aquel día, en Riofrío, se me presentó un individuo torcido: un intendente de policía venido a menos, quien llegaba con el encargo del regente.

—Os agradezco la noticia —ironizó Antoine.

—Fue imposible avisaros —se agitó Nancré—. Desconozco sus órdenes, incluso es probable que me asesine a mí también si consigue su propósito, porque conozco la verdad de lo que está sucediendo.

—¿Y yo que pinto en vuestro miedo? ¿Buscáis mi protección? —preguntó despectivo.

—En absoluto —rechazó Nancré reponiéndose—, aunque reconozco que no habéis perdido el tiempo y habéis hecho amistades muy poderosas en este país. Mi deseo es que las cosas estén claras entre nosotros: estoy en la misma situación que vos, y mi mano no está detrás. Soy consciente de que, si salimos con vida de esto, nos veremos en Francia.

—Ha quedado claro —contestó lacónicamente Antoine.

Se miraron a los ojos, pero la expresión de Antoine se mantuvo adusta y fría, por lo que Nancré se dio la media vuelta y, sin mediar una palabra de despedida, abandonó la celda. Antoine guardó el estilete y se sentó en el borde de la cama. Ya no necesitaba la confirmación de Noailles: el regente, el duque de Orleáns, lo quería muerto.

Se dejó caer hacia atrás todo lo largo que era. Cuando expuso su vida al servicio del rey, moría por Francia; no obstante, ahora, su muerte era reclamada por un individuo que no era rey ni representaba a Francia, por ello tenía que recurrir al sórdido asesinato. Su muerte era importante para la oscura ambición de un necio. ¿Dónde quedaban los ideales del honor y de la nobleza? Hacía falta una nueva Fronda, pero esta vez contra el regente. ¿Cuántas veces había lamentado la participación de su padre en la Fronda contra Luis XIV? Y, ahora, él mismo clamaba por una. Pero esta vez no era contra el rey, era un igual, el duque de Orleáns que jugaba a ser rey.

Se incorporó y sobre la mesa vio el libro que estaba leyendo: «Fuenteovejuna». Se sonrió. ¡Qué oportuno! ¿Quién mató al Comendador? Fuenteovejuna, todos a una. No era una obra de ficción. De pronto, se sorprendió de la lucidez de su autor. Inglaterra había decapitado a un rey y, desde entonces, gozaba de un parlamento con poder legislativo, pero eran herejes. ¿Sería hereje por pensar como pensaba? ¿Habría nacido en el país equivocado? Echó de menos a Mariana. Cuando las ideas locas cruzaban su mente, ella lo sosegaba con razones lógicas y ecuánimes, y el agua derramada retornaba a su cauce.

El alba lo sorprendió en la misma postura en que se durmió. Se levantó nervioso y se desvistió. Con el agua de la palangana se lavó los restos del sueño y se vistió la ropa de viaje con el coleto de cuero. Al poco, llamó François en la puerta y entró con chocolate caliente y pan recién hecho.

—Mientras desayunáis, retiro las ropas para hacer el equipaje —explicó—. Sébastien y Santander están ensillando los caballos. María ya me ha entregado el equipaje, por lo que deduzco que en breve estarán preparadas.

—Avisad a Santander. Llevará un mensaje a don Gonzalo antes de partir.

 

El sol alcanzaba el cenit y ellos seguían avanzando sin descanso. María no había cabalgado tanto en su vida. A pesar de los guantes para proteger las manos del roce de las riendas, estaba segura de que se le formarían callosidades que le impedirían ensayar con el violín. Finalmente, se detuvieron a la vera de un arroyo, bajo un grupo de árboles. El duque anunció el ansiado reposo y el almuerzo.

Hizo un intento de bajar del caballo, pero las piernas no respondieron. François se aproximó sonriendo y se ofreció a ayudarla. Más que bajar, se dejó caer. El hombre la recogió sin comentar nada y se encargó de la montura. María agradeció mentalmente su discreción. Renqueando se aproximó a la duquesa.

—Vamos a alejarnos un poco —anunció su excelencia.

—Aguardad —ordenó el duque—. Sébastien está reconociendo el lugar para comprobar la seguridad.

Cuando Sébastien regresó, indicó cuál era el mejor sitio para ellas.

—¡Ya no podía más! —exclamó la duquesa. Se quitó las botas y las medias y metió los pies en el agua—. Entiendo que estén nerviosos, pero si seguimos a este ritmo, no hará falta que nos asesinen, les habremos facilitado el trabajo.

—¡Qué cosas decís, excelencia! —reprochó María, sin dejar de seguir el ejemplo.

—Te he visto renquear, luego estás igual de dolorida que yo.

—No lo niego pero, aunque esté triste, no quiero morirme.

—¿Estás triste? ¿Por qué?

—Mi hermano Juan es guardiamarina pero, como se incorporó en el último momento, ignoramos en qué nave embarcó. Cuando salga la lista de los barcos perdidos y salvados, no sabremos la suerte de mi hermano.

—¡Dios mío! —musitó Mariana. Se pasó las manos por la cara—. Yo tampoco quiero morirme pero, entre la incertidumbre y el caballo, temo que lo consigan.

 María calló. La duquesa no disfrutaba de un buen día, a pesar de su buena predisposición habitual.

—¿No tenéis hambre? —gritó el duque detrás de unos arbustos.

—Ahora vamos —replicó la duquesa con desgana—. Lo que más me cuesta es mostrarme alegre y fuerte para que mi marido no se preocupe —confesó en voz baja mientras salía del agua—. No voy a calzarme hasta que vuelva a montar. Me apetece pisar la hierba.

María la imitó agradecida por la liberación ya que el sol apretaba. Los hombres, sentados en círculo, se pasaban el queso y la hogaza de pan. Habían extendido una capa para ellas y la ocuparon el silencio. Aunque nadie hablaba, María intuía que habían conversado largamente durante su ausencia. El duque, pendiente de su esposa, preparaba la fruta antes de ofrecérsela.

En España, las mujeres servían a los hombres y éstos raramente mostraban un detalle con ellas, fuera de los propios del galanteo. Pero en el duque no había galanteo, sino amabilidad, cariño, preocupación. Deseaba un hombre como aquél y, tan cierto como brillaba el sol, lo echaría en falta toda la vida. Recordaba las relaciones frías y cansinas entre sus padres y entre otros matrimonios que había conocido. Ellas, cumplidoras de su obligación con resignación; ellos, exigentes con sus prerrogativas, egoístas como niños y desagradecidos al buscar solaz en las mancebías. ¿Qué encontraría su padre para ella?

Observó por el rabillo del ojo al duque. Era muy apuesto a pesar de la edad y comprendió el amor de la duquesa. Un hombre que resultaba fácil de amar, perfecto: el cuerpo prieto por el ejercicio, la mirada cálida, la voz templada, atento a los deseos de su esposa. ¿Cómo sería en el lecho?

—¿Os ocurre algo, María? —preguntó el capitán Santander—. Os habéis puesto muy roja.

—¡Oh! Es el calor y el cansancio —explicó atropelladamente, como si todos hubieran leído sus pensamientos—. No sé si conseguiré llegar a Madrid de una sola pieza.

En las cercanías de Madrid, el camino estaba más transitado y bajaron el ritmo, a pesar de todo, hacia la media tarde, cruzaron el puente de la Segoviana, construido con sillares de granito y con nueve ojos de medio punto sobre el río Manzanares. Desde allí, divisaron el Alcázar Real por su fachada occidental, que revelaba el origen medieval y la finalidad militar por los cuatro cubos semicirculares, rematados con chapiteles, que se erguían sobre el tajo.

María dio gracias a Dios en cuanto vislumbró la familiar casa del marqués de Bedmar, y también rogó para que los inquietos duques descansasen unos días en la residencia.