3
Segovia, junio de 1718.
Hacía una hora que habían dejado atrás Valladolid camino de Cuéllar y todavía no había señales del capitán Santander y de su pequeña tropa. Laver procuraba mantenerse en calma, pero era difícil con François a su lado que no dejaba de volverse en un intento por descubrir algún indicio de la presencia de los españoles. El orden de la comitiva era el habitual, con los exploradores destacados al frente y a los costados.
—¿Deberíamos esperarlos? —sugirió François inquieto.
—Ni hablar. Los caballos están frescos y la temperatura es muy agradable. Avanzaremos lo más posible en estas condiciones ya que a mediodía esto será un infierno y el calor nos obligará a movernos más despacio —rechazó Laver.
El paisaje era llano y cortado por hileras de álamos que seguían el recorrido de las corrientes de agua, los campos roturados se intercalaban con los incultos y las elevaciones eran suaves. El cereal predominaba por doquier. Cruzar el Duero les llevó tiempo y dinero, pero a partir de ahí el camino fue fácil y sin contratiempos. Cuando el calor comenzaba a apretar, tropezaron con un arroyo sombreado por fieles álamos que se erguían y avisaban al viajero del líquido elemento que discurría a sus pies. Laver ordenó detenerse para descansar y dejar que las caballerías bebieran.
Mariana y Teresa se distanciaron corriente arriba en busca de un poco de intimidad. François, pendiente de todo, le hizo una señal a Pierre para que no las perdiera de vista. Uno de los exploradores se acercó para informarles de que no habían visto o sentido a nadie que los siguiera como en otras ocasiones.
—Es extraño que en el primer trayecto nos siguieran tantos y ahora no haya nadie en el camino —le confió François su intranquilidad.
—Ahora conocen nuestro destino —reflexionó Laver.
—Estamos en desventaja, no sabemos lo que el camino nos deparará —continuó François.
—¿Es eso lo que te perturba? —preguntó Laver y, sin esperar respuesta, agregó—: Nos estamos haciendo viejos. Te recuerdo más templado.
—Siempre he sido nervioso. La seguridad de Clément era como un bálsamo —reconoció el hombre—. Es la primera vez que salgo del país sin él.
—Ah, entonces no es Clément, sino su autoridad. Ahora eres tú la cabeza de estos hombres y sientes el peso de la responsabilidad —analizó Laver—. Cuando viajamos solos, nunca te había visto tan receloso y, si lo analizas bien, corríamos más peligro.
—Seguramente tengáis razón. Nunca me ha gustado el mando. Pero desconocer el terreno también influye —reconoció François.
—Sin embargo, los hombres te respetan porque eres de mente despierta. No te infravalores y recuerda que no estás solo, hay más contigo a los que puedes consultar. ¿No lo he hecho yo siempre? —lo animó Laver.
—Es cierto, siempre contáis con nosotros, pero conserváis la última palabra.
—Cuando no hay unanimidad o cuando lo tengo muy claro —se sinceró Laver.
Pierre regresó con las dos mujeres a la zaga y repartieron queso y fruta entre los hombres antes de reanudar el camino. El paisaje cambió gradualmente y se curvó en unas lomas más pronunciadas que evitaban la visión a distancia.
Al cabo de un rato les llegó el sonido de disparos y del galope de caballos, pero no vislumbraron nada. Laver dio orden de resguardar a las mujeres en una quebrada con altos arbustos y se prepararon para recibir al enemigo, sin embargo, sólo llegó uno de los exploradores.
—Hay un combate detrás de esa loma, excelencia.
—Jerôme, quédate con las mujeres y cinco hombres, los demás seguiremos al explorador —ordenó Laver.
Rodearon la loma y entraron en una quebrada ancha que semejaba un desfiladero a causa de las paredes rectas, aunque bajas para recibir tal nombre. Sobre una de estas paredes tenía lugar la contienda. El explorador tiró por una vereda un poco empinada que daba acceso a aquella superficie y al final de ésta se hallaban los otros dos exploradores que contemplaban la lucha.
—¡Dios mío! Es el capitán Santander —exclamó François.
—Vamos a ayudarlo. Atacaremos al enemigo por la retaguardia —decidió Laver.
Su aparición en la explanada creó el desconcierto entre los hombres que lidiaban, y los enemigos aprovecharon para retirarse desordenadamente por donde encontraron algún resquicio. Santander contuvo a los suyos para que no salieran en persecución de los fugados.
—Hemos llegado en un momento muy oportuno —lo saludó Laver.
—Lamento contradeciros —respondió el militar con una sonrisa—. Me enteré en Valladolid de la emboscada que os estaban preparando y decidí adelantarme. En cuanto supe que os aproximabais, sorprendí a los agresores por la espalda. Aguardaban vuestro paso por el pequeño cañón. No envié aviso porque no deseaba alertarlos.
—Muy considerado de vuestra parte —agradeció François con ironía.
El capitán español lo miró fijamente y debió de sopesar la situación a tenor de su templada respuesta.
—No quería que sospecharan que andábamos en concierto. Lo único que hubiéramos conseguido es que aumentasen su número y hubiésemos estado todos en un aprieto.
—¿Quién puede aumentar el número de un día para otro? —indagó Laver más interesado por el enemigo.
—En este caso, el cardenal Alberoni. El que comandaba el grupo era su esbirro, un tal Capello de la Toscana, un mercenario. Es mi oficio conocer a todos —añadió con una sonrisa sardónica dedicada a François.
—¿Alberoni? Todavía no he llegado a la Corte. ¿Qué puede albergar contra mí? —inquirió Laver, obviando la soterrada lucha verbal que mantenían los hombres.
—Se me ocurren varias razones: que sois francés, que vuestro embajador Nancré no hace más que conspirar como el anterior embajador que tuvo que abandonar el país, un tal Saint-Aignan, y que vuestro regente codicia el trono español —enumeró el capitán.
—No imaginé que corriese peligro por ser francés. Creí que éramos bien acogidos.
—Y lo son, según qué franceses —matizó el capitán—. Vos sois demasiado importante para que crean que realmente estáis de viaje por divertimento.
Laver sopesó las palabras del español. Invitaban a una explicación pero no caería en una trampa tan elemental.
—En conclusión: el viaje será bastante incómodo a causa de mi posición —vaticinó Laver resignado—. Reemprendamos el camino. No quiero que nos sorprenda la noche en medio de la nada. ¿Qué vais a hacer vos?
—Nos agregaremos a vuestra comitiva. Ya no hay razón para mantenernos alejados. Les costará reagruparse y mucho más superarnos en número en tan poco tiempo. Para entonces, ya habremos llegado a Segovia.
El recinto amurallado de Cuéllar, con su castillo vigilante, los acogió por una noche y, en otra larga jornada, que facilitaba la tardía puesta del sol, avistaron Segovia sobre un promontorio. A Laver se le antojó la forma del casco de una nave por la forma oval del peñasco sobre el que se asentaba la ciudad. En la proa se erguía el alcázar, cuyo tajamar separaba los cursos de los ríos Eresma y Clamores. Sobre el caserío destacaba la catedral con dos torres como mástiles visiblemente diferentes y que ofrecían la sensación de que estaba coja.
—Hemos llegado por el Camino Real de Castilla —explicó el capitán Santander—. Vuestra residencia queda al otro lado de la ciudad. Accederemos por la puerta de San Cebrián, frente al monasterio de los dominicos.
El sol caía y el calor remitía por lo que los segovianos atestaban las calles para sacudirse el letargo del día. Aunque sus ropas no llamaban la atención por ser las corrientes en viajeros, los transeúntes se detenían a observarlos por el número tan llamativo de caballerías y hombres.
—Imagino que tendréis resuelto el alojamiento —aventuró Laver.
—Os molestaremos lo menos posible, aunque sí os rogaría que alojaseis a uno de mis hombres. Nos servirá de enlace en caso de que necesitéis de mi servicio, o para comunicarme vuestros movimientos con el fin de adelantarme.
—Mis hombres no confían en vos. No les gustará que estéis al tanto de todo —objetó Laver.
—Vuestros hombres no pueden dar un paso sin que todo el mundo lo sepa. Aunque se defiendan con el español, se los huele de lejos. Los míos sí, por esa razón pude protegeros antes de llegar a Cuéllar. Durante vuestra estancia en Segovia saldréis por los alrededores, de paseo o de caza, es igual. Conocer vuestros deseos de antemano me permitirá prever los movimientos de los espías o enemigos que también los sabrán.
—¿Intentarán algo aquí? —preguntó Laver inquieto.
—Más que una intuición, es una certeza —respondió el capitán español.
—De acuerdo —aceptó Laver resignado.
—Os dejaré al más joven. Es también el más inexperto, por eso lo empleo de recadero. Se llama Tomás.
En el entretanto, habían subido hasta la muralla y se habían adentrado en la ciudad por la dicha puerta de San Cebrián y, en lugar de atravesar la población, siguieron la circunvalación de la muralla hasta el acueducto romano.
—¡Es impresionante! —exclamó Mariana extasiada.
—Es cierto —ratificó Laver admirado—. ¿Está restaurado?
—No, que yo sepa. El acueducto romano es el tesoro mejor guardado de la ciudad —respondió el capitán orgulloso.
Dieron la espalda al acueducto y, pocos metros más allá, encontraron el palacio que les había conseguido el marqués de Bedmar para pasar los rigores del verano. El español les explicó que había sido construido junto al barrio judío, cuando éste fue desalojado por sus moradores al ser expulsados. La fachada impactó a Laver, que no estaba acostumbrado a ese tipo de decoración esgrafiada, ni al fino trabajo de las tracerías de las ventanas y balcones, ni a los extraños arcos mixtilíneos.
—Desde aquí hacia el sur encontrarás una gran mezcla de estilos arquitectónicos —comentó Mariana—. Los cristianos y los árabes convivieron ocho siglos. Te acostumbrarás a ello.
—¿Es así Sevilla?
—No encontrarás ningún parecido con esto ni con lo que hayas visto en Francia —le contestó divertida Mariana.
Se abrió la puerta de la casa y salió un individuo a recibirlos. Laver desmontó y lo mismo hicieron los demás, excepto los españoles del capitán, quienes aguardaron a caballo.
—Soy el administrador del dueño de la casa —se presentó el hombrecillo un tanto consumido—. Se halla completamente vacía de sirvientes, tal y como exigisteis, excelencia. He aquí las llaves.
—Así me place. En cuanto me instale, os haré llamar para satisfaceros el pago del arriendo. ¿Dónde alojaremos los caballos?
—Extramuros hay una hacienda que suele hacerse cargo de las caballerías. Os enviaré a alguien para que os muestre el camino.
El hombre se marchó presuroso, abriéndose paso entre los curiosos que se agrupaban en las calles adyacentes, atraídos por el inusual ajetreo de gentes.
—Yo también me retiro —anunció el capitán Santander—. Excelencia… —e hizo una reverencia a Mariana desde la montura.
Los españoles se alejaron por las calles de la judería hasta la puerta de San Andrés, por la que salieron al exterior.
Antoine y Mariana abrieron la marcha al interior seguidos de Teresa. El administrador, muy previsor, había dejado varias palmatorias con velas encendidas sobre una mesa. Teresa se adelantó, cogió una y echó a correr escaleras arriba.
—¡Pobre Teresa! ¿Se va a encargar de todo ella sola? —se apiadó Mariana.
—No. Buscaremos un par de mujeres, pero prefiero elegirlas.
—No podrás evitar que las compren y hablen de nosotros —razonó Mariana.
—Es posible, pero pretendo mantenerlas secuestradas. No saldrán a la calle ni atenderán la puerta —explicó Antoine.
—¿Dos meses?
—Las compensaré por ello.
—No creo que encuentres a alguien que se pliegue a tales condiciones.
—Teresa las hallará, no te preocupes —replicó Antoine que tenía una gran confianza en la menuda mujer.
Los hombres se afanaron en descargar los cestos y los dejaron al pie de la escalera que desembocaba en el patio central. Teresa bajó con expresión satisfecha.
—Las habitaciones están limpias y equipadas, aunque no hay bañera. El salón principal se encuentra arriba. Si os place, aguardad allí hasta que esté todo listo.
—Gracias, Teresa. Haz que suban nuestro equipaje. Yo me encargaré de él —ordenó Mariana—. Dirige a los hombres y organiza el alojamiento. Cenaremos lo que haya sobrado del camino. Mañana haremos la compra y el duque quiere que encuentres a algunas mujeres dispuestas a ser nuestras prisioneras durante nuestra estancia —medio bromeó Mariana.
—No desea espías. Yo me encargo —respondió Teresa con una sonrisa cómplice.
El capitán Santander regresó al Camino Real rodeando la muralla. Habían concertado el alojamiento y desayuno en la Hospedería del monasterio del Parral, a cambio de un generoso óvolo que saldría del bolsillo del duque de Anizy. El abad le avisó de que lo aguardaban en la iglesia. Dejó a los hombres para que se instalaran y se encaminó hacia allí. El hombre alto, de mediana edad, de rostro moreno y estragado por la intemperie, meditaba sentado en uno de los bancos. Tomó asiento junto a él.
—Estaba inquieto —entró el caballero en el tema sin preámbulos—. He oído rumores sobre un asalto fallido.
—Antes de llegar a Cuéllar —explicó el militar—, pero estaba sobre aviso y no ha habido bajas. El duque no confía en mí, aunque me acepta porque no le queda más remedio. No confiará en nadie. Ni siquiera había servicio en la casa. He dejado a uno de mis hombres como enlace, pretender otra cosa sería absurdo. Es inaccesible.
—¿Y la duquesa?
—Es difícil hablar con ella sin que parezca sospechoso. Teresa, la doncella, es su perro guardián.
Por el rabillo del ojo observó que su interlocutor sonreía pensativo. Le intrigaba el interés tan particular que mostraba el hombre. Lo conocía desde hacía años, sabía a quién servía y su inclinación política en aquella España tan revuelta, por lo que le resultaba extremadamente curioso que se tomase tantas molestias, personalmente, en proteger a los duques. ¿Con qué fin?
—¿Quiénes eran los asaltantes?
—Esbirros de Alberoni. Los austriacos carecen de fuerza en Castilla, sólo espías.
—Nos entrevistaremos aquí mismo mientras permanezcan en Segovia —acordó el caballero, quien recogió su sombrero, se levantó y, tras una genuflexión ante el altar, se dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta.
Antoine se sintió pletórico cuando descorrió las cortinas y el sol iluminó la estancia. El mismo sol que se mostraba generoso con España y rácano con Francia. La luz y la promesa de su cálido abrazo a lo largo del día levantaban el ánimo.
—¿Qué vas a hacer hoy por la mañana? —preguntó a Mariana, que bostezaba y se desperezaba en la cama.
—Acompañaré a Teresa al mercado. Me apetece mezclarme entre la gente y hablar mi lengua de nacimiento.
—¿No llamarás demasiado la atención?
—Iré vestida como Teresa y con una cesta colgada del brazo. Nadie se dará cuenta.
Laver lo dudó. Recorrió con la mirada los bien torneados brazos que asomaban sobre las sábanas y se fijó en sus ojos de miel: no pasaría desapercibida.
—Os acompañará Pierre con otros dos hombres. He quedado con un banquero genovés, quien me traerá correo y le entregaré nuestras cartas a su vez. Organizaré con él los pagos de nuestros gastos durante la estancia en Segovia y mantendré una charla sobre la situación política.
—No me das envidia. Me divierte más el plan con Teresa. Estoy de vacaciones ¿recuerdas? —le reprochó mimosa.
Antoine sonrió. Inconscientemente, poco a poco, había dejado la pesada carga de administrar el ducado sobre los hombros de su mujer, a los que había que agregar las tierras de Brandcourt que le correspondían a André, y, al mismo tiempo, era una de las dueñas de la industria de espejos y cristal de Saint-Gobain. Mariana nunca se había quejado y su labor era impecable. Esto le había permitido a él entregarse por completo a la construcción de barcos, como superintendente de la Armada Real, y a su actividad comercial con las Indias Occidentales, dentro de la Asociación Mercantil que había creado años atrás junto con su hermano Gastón, su amigo Latour, el genovés Lomelin, el capitán Duboisson, sustituido por uno de sus hijos a su muerte, y por los parientes contrabandistas de Percy L´Anglais, quien había ocupado el lugar de Eugénie, el fallecido contramaestre. Eran pocos, pero bien avenidos, y el dinero entraba en cantidad suficiente para repartir generosos beneficios, además del mantenimiento de la Asociación. Pero las relaciones entre España y Francia estaban en la cuerda floja y la prosperidad de la Asociación Mercantil dependía de ellas. Era primordial que resolviera la forma de salvar la empresa durante su viaje por España.
—Daré instrucciones a François para que uno de los hombres que os llevéis sea el español. Estoy seguro de que el capitán se enterará de la visita del genovés de todas formas, pero no pienso facilitarle la labor.
A media mañana, el genovés fue introducido con sigilo. Venía acompañado por dos jóvenes armados que lo aguardaron en la antesala.
—Excelencia, esta es la correspondencia que ha llegado a mi nombre para vos —dijo el hombre de pelo cano y elegantemente vestido al hacerle entrega de un abultado paquete.
—Éste es el que enviaréis a Francesco Lomelin como si fuera vuestro —Antoine le alargó otro de semejante grosor.
—El correo solucionado. Caudales —planteó sin remilgo el genovés.
Antoine estaba acostumbrado con la forma de trabajar de los banqueros y, en el fondo, lo agradecía.
—He de pagar el alojamiento y la manutención de dieciséis hombres que todavía no sé dónde están alojados, además de los gastos que generemos en esta casa.
—En la Hospedería del Monasterio del Parral —comunicó el genovés con una sonrisa—. Tanta gente llama la atención —justificó el anciano—. Si lo deseáis me encargaré yo mismo de los pagos. Lomelin me ha advertido de vuestros gustos y, si os lo sugiero, es porque sería más discreto. Aquí la nobleza no interviene directamente en los asuntos monetarios.
—De acuerdo. Enviaréis una relación de todos los gastos a Lomelin y una copia a mí. El viaje será largo y quiero estar informado. Además, si hubiera precios abusivos, amenazaréis con no pagar si no se avienen a razones. Quiero claridad en los tratos. Vos obtendréis un sueldo por ello.
—Comprendo. Estamos conformes —asintió serio el hombre.
—Necesitaré dinero fraccionario para los gastos personales —añadió Antoine.
—Será difícil. Circulan todo tipo de monedas: francesas, catalanas, valencianas… Eso, cuando circulan. Son unos tiempos caóticos los que vivimos, pero haré lo que se pueda. En cuanto lo reúna, os lo enviaré.
Realizados los negocios, Antoine le ofreció algo de beber y charlaron un rato sobre el estado de los caminos y la economía en España. Sería la información más fiable y menos tendenciosa que obtendría en el reino.
Teresa recorría los puestos del mercado junto con Mariana. Su marido las seguía un poco alejado y acompañado por dos hombres, uno de ellos era el joven español, Tomás, un muchacho de mirada avisada y talante sonriente. Los tenderetes de fruta, verdura, cereales, miel y frutos silvestres se sucedían. Teresa hizo una seña a Pierre para que se aproximara.
—Podéis hacer algo de provecho —sugirió con sarcasmo—. Cargar con la compra.
Pierre sonrió.
—Imaginé que me pedirías algo así y venimos preparados. ¡Tomás, trae el carretillo!
Tomás se acercó con un carretillo que se apoyaba sobre una sola rueda de madera, de los que usaban los canteros en las fábricas de los edificios de piedra. Teresa sonrió a su vez y dejó el cesto lleno de fruta y verdura en él.
—Ahora nos acercaremos al puesto del carnicero —anunció Teresa.
Tiró del brazo de Mariana, que contemplaba el mercado con la boca abierta. Se fijaba en la gente, en los mendigos que pululaban por allí, en los precios, en los chiquillos que correteaban esquivando a los compradores.
—Tened cuidado con ésos, son de los que aligeran los bolsillos y los gatos de los descuidados —le advirtió Teresa en voz alta para que la oyera sobre la algarabía de los vendedores que anunciaban su mercancía.
El puesto de la carne estaba un poco alejado de los demás, y hasta un ciego podía dar con él por el zumbido de las moscas que volaban a su alrededor. Se había formado cola, por lo que hubo que esperar un rato. Teresa se entretuvo en observar cómo una mujer, un poco más joven que ella, echaba agua por el suelo para limpiar la sangre que goteaba de las piezas. De vez en cuando, el carnicero se volvía y le gritaba órdenes: que desplumara un ave, que despellejara y limpiara una liebre, que espantara las moscas… Un muchacho, que debía ser el hijo por el parecido con el hombretón, despachaba carne junto a él y, un poco más allá, una chiquilla de unos trece o catorce años despachaba embutidos.
—¡Pobre Jimena! —oyó comentar a una mujer que aguardaba detrás—. Desde que murió el marido no deja de trabajar para el animal de su cuñado. La tratan sin ninguna consideración.
—Dicen por ahí que, después de trabajar como burras aquí, la mujer del carnicero las emplea en la casa y tienen que calentar la cama del padre y del hijo —apuntó otra.
Teresa no se fiaba de los comentarios de las comadres, pero sí en lo que veían sus ojos y, sobre la marcha, trazó un plan. Hizo una seña a Pierre para que se acercase y le habló en francés para que nadie se enterase de lo que tramaba.
—Tomás y tú lisonjead a la chiquilla para atraer la atención de los dos hombres, así yo, mientras tanto, podré hablar con la mujer sin que me estorben. No quiero peleas, sólo bullicio —advirtió Teresa.
Rogó a Mariana que guardase la cola mientras ella intentaba ganarse a la mujer. Discretamente se alejó de la fila y se acercó a donde la mentada Jimena se encontraba desplumando un ave. En cuanto comenzó la discusión entre los hombres, la mujer levantó la cabeza para ver qué ocurría y Teresa la abordó.
—Tengo entendido que sois viuda.
—Lo sabe todo Segovia. No os conozco —contestó la mujer recelosa.
—Trabajo para los franceses que se alojan en el palacio situado junto a la Alhóndiga. Necesitan una cocinera y una marmitona, pagan bien aunque hay un pequeño problema: no podrán salir de la casa mientras sus excelencias residan en Segovia —le explicó Teresa.
—Imposible —gruñó la mujer.
—¿Por la cuestión de estar encerrada dos meses? No veo que aquí estéis mucho mejor y no creo que os paguen un salario —intentó convencer a la mujer.
—Y después, ¿qué? ¿A mendigar por las calles? ¿A prostituirse mi hija? —rebatió amargamente.
—Podéis seguir viaje con nosotros. Iremos a Andalucía. En cualquier momento podéis encontrar otra oportunidad de trabajo en otro sitio; o mi amo puede situaros en alguna casa antes de abandonar el país —aventuró Teresa—. Coged la ocasión que os ofrezco para salir de esta pesadilla. Sed valiente. Este hombre no os ofrecerá un futuro.
—Nos encerrará si sospecha algo —alegó la mujer aunque sin fuerza.
—¿Guardáis algo de valor en su casa?
—Nada. Nos arrebataron todo como pago por nuestra manutención.
—Dejad eso, levantaos y seguidme —ordenó Teresa, una vez dueña de la situación.
La mujer la miró incrédula pero se levantó, aunque observaba al cuñado con ojos temerosos. Pierre y Tomás dejaron de discutir con el carnicero en cuanto vieron que Teresa había logrado su objetivo, pero el hombretón también se percató de lo que sucedía y le echó el alto.
—¡Eh! ¿Adónde crees que vas? —le preguntó de mal modo a su cuñada con el machete todavía en la mano y el delantal chorreando sangre.
—Como no pagáis un jornal ni a ella ni a su hija, han encontrado otro trabajo —le respondió Teresa altiva.
—¡De eso nada! Les doy comida y alojamiento. Además no os debo ninguna explicación —respondió malhumorado el carnicero—. ¡Vuelve aquí si no quieres que te rompa todos los huesos! —amenazó a su cuñada.
Teresa se dio cuenta de que la mujer se achantaba, pero llegó una ayuda inesperada.
—¿Qué ocurre aquí? —exigió con voz estentórea el capitán Santander.
—Me roban a mis trabajadores —replicó el carnicero airado.
—¿Os roban? ¿Sois libre? —preguntó a la mujer que llevaba Teresa cogida del brazo para que no se la escapara presa del pánico.
—Sí, señor. Él es mi cuñado y nos acogió cuando me quedé viuda, pero se ha quedado con todos nuestros enseres y no le debemos nada —respondió en un suspiro, sacando fuerzas de la nada.
—Las tiene como esclavas, aquí y en casa —añadió en voz alta Teresa para que todos lo oyeran.
—Entonces, no entiendo la controversia —declaró el capitán, esta vez hablando al público—. Si ellas son libres para decidir dónde quieren trabajar, al carnicero le debería convenir quitarse dos bocas que atender.
El apoyo al razonamiento del capitán por parte de los testigos, atraídos por el revuelo, fue unánime, incluso hubo alusiones maliciosas a otras intenciones del carnicero con la viuda y la hija. Teresa no esperó a que el hombretón se rehiciera del ataque de las gentes del que estaba siendo el blanco y la afrontara de nuevo. Tiró del brazo de la mujer e hizo una seña a Pierre para que procediera igualmente con la chiquilla.
—Salvaguardad a mi ama —susurró al militar cuando pasó a su lado.
Por el rabillo del ojo, según avanzaba, vio el estupor del capitán reflejado en el rostro y cómo se volvía bruscamente para buscar a la duquesa.
El capitán Santander se encontró con los ojos de miel fijos en él en cuanto se volvió. La duquesa le sonreía con su cesto bajo el brazo y apoyado en una cadera, vestida con ropas corrientes y el pelo recogido en un simple moño. Sin joyas, afeites, ni lazos. Aun así, destacaba como un diamante en bruto entre los anodinos rostros y cuerpos que la rodeaban. Era mucha hembra para aquella chusma, evaluó el capitán de un simple vistazo.
—Ignoraba que las damas en Francia acudieran ellas mismas al mercado, curiosa costumbre —le dijo en voz baja con una leve inclinación de cabeza a modo de saludo.
—Lo divertido de este viaje es que puedo hacer lo que allí me está vedado — respondió Mariana ilusionada y sonriente—. ¿Os escandalizo?
—En absoluto. Me asombra que el duque os lo permita y que vuestros criados os hayan dejado sola.
—Teresa me ha encomendado a vos y Pierre ha dejado a Tomás y Étienne, que están a vuestras espaldas.
Le tocó el turno a Mariana y la conversación quedó cortada. El carnicero estaba de mal humor, pero no se atrevió a enfrentarse con el militar. Mariana discutió con él sobre las piezas de carne que pretendía venderle, se reveló como una gran conocedora. Exigió las más frescas y las partes más jugosas. Santander la observó mientras mantenía el tira y afloja con el hombretón, quien tuvo que ceder al final. Cargó la carne en la carretilla que empujaba Tomás y enfiló hacia la salida de la plaza, camino del palacio, con el contoneo de una aldeana.
—¡Por Júpiter! Si no os conociera, diría que lo hacéis todos los días —exclamó admirado el capitán.
—Y no me conocéis. Iba al mercado frecuentemente con mi hermana Inés cuando vivía en Sevilla. Aunque soy noble por nacimiento, mi familia no ha tenido dinero —respondió la duquesa con toda sencillez.
Santander no salía de su asombro. Muchas mujeres se habrían cortado la lengua antes de reconocer algo semejante.
—El hombre renco, ¿Pierre? —y ante el asentimiento de ella prosiguió—, os sigue a todas partes. ¿Cómo es que vuestro marido os ha puesto una escolta así?
—Pierre es inteligente, buen luchador y no permitirá que me suceda nada. Ha sido mi sombra desde que lo conocí en Cartagena. No os fieis de su cojera, corre más que algunos que yo me sé.
Caminaban tranquilamente por las calles seguidos de Tomás, que empujaba el carretillo, y de Étienne. No llamaban la atención de los transeúntes porque sólo veían a un soldado con una moza, aunque ésta fuera espectacular.
—Es la segunda vez que me dicen que ese hombre estuvo en Cartagena, pero yo no recuerdo a ningún renco —continuó el capitán.
—Cuando nos asaltaron unos piratas por sorpresa, aunque los mataron a todos, Pierre fue herido de gravedad, de ahí su cojera. Cuando Miguel asaltó la casa, al final del asedio, Pierre yacía en la cocina herido, bajo los cuidados de Teresa.
—¿Os referís a los piratas que perdió el capitán Blois? —inquirió Santander extrañado.
—Sí, los que nadie encontró —respondió la duquesa sonriendo.
—¿Cómo pudo ser? —indagó el capitán interesado.
—Antoine no dejó a ninguno con vida y yo sugerí que los enterraran en el mismo patio en que habían perdido la vida —le explicó con toda sencillez.
—¡Pardiez! ¡Qué plan tan sencillo y genial! —exclamó Santander con los ojos brillantes.
—Es lo que dijo Philippe, el primer oficial y su amigo, para convencer a mi marido. Por cierto, les encanta recordar que la idea tan escabrosa fue mía.
—Compruebo que todos los que participaron con el duque en el asalto a Cartagena continúan unidos por invisibles lazos.
—No sólo aquellos, sino también los sirvientes y arrendatarios del ducado. Antoine me prometió una familia y me la dio —contestó satisfecha —, y muy grande. No olvido a los oficiales del San Andrés, quienes nos colmaron de atenciones durante la travesía con la Flota de Indias.
—¿Viajó en el San Andrés? —preguntó el capitán alterado.
—Sí, ¿Por qué os afecta? ¿Conocéis a alguno de ellos? Me encantaría tener noticias —aseguró Mariana ansiosa.
—Yo también viajé en el San Andrés de regreso a la península al año siguiente del asedio.
—Guardo un grato recuerdo del primer oficial, aunque me costó vencer su recelo pues era un hombre muy serio y celoso de sus prerrogativas, pero finalmente conseguí que me enseñara los vientos, las velas, a medir la latitud, a llevar un barco a buen puerto —le contó Mariana exultante.
—Sí, lo recuerdo, era un joven muy animoso —corroboró Santander, desconcertado por las extrañas inclinaciones de la duquesa.
—¿Joven? —se extrañó Mariana—. Don Gonzalo Estébanez no era ningún joven y estaba casado. Lo confundís con don Pedro de Alzara.
—¡Ah! —exclamó Santander al iluminarse la mente en una fracción de segundo—. Don Gonzalo era el capitán cuando yo lo conocí, de ahí la confusión.
Se encontraban ya ante la puerta del palacio, por lo que estaba obligado a interrumpir tan ilustrativa charla y a despedirse. Aguardó a que entrasen todos y ayudó a Tomás con su carretilla de vituallas antes de volverse al monasterio. Por el camino iba sonriéndose porque, por primera vez, le encajaban las piezas de las intrincadas relaciones humanas.
Por la tarde, cuando remitía el calor, Antoine propuso a Mariana visitar la Iglesia Mayor. Decidieron acercarse a pie con una pequeña escolta, comandada por François, para conocer la ciudad. Tomaron las vías principales porque estaban empedradas y ofrecían una mayor sensación de limpieza. La costumbre de vaciar las bacinillas por la ventana era una práctica vigente. El ascenso hacia la catedral era bastante pronunciado y se lo tomaron con calma. Observaban a los viandantes, que se detenían a su vez para mirarlos y cuchichear, admiraron la iglesia de San Martín con su pórtico lateral abierto y su alta torre, pasaron por delante de la cárcel y desembocaron en la plaza de la Iglesia Mayor. Antoine descubrió, a su derecha, otra iglesia más modesta, pero con una curiosa puerta de reminiscencias árabes.
—¿Cómo puede haber una iglesia junto a la principal? —se extrañó—. En esta ciudad hay más iglesias que habitantes. Los que se mueran aquí están de enhorabuena, no les faltará asistencia —ironizó.
—No seas irrespetuoso —lo amonestó Mariana—. Igual alguien entiende el francés.
Antoine guardó silencio para tranquilizar a Mariana, que se preocupaba por la salud de su alma, y se concentró en el edificio que iba a visitar. El ábside destacaba por la línea quebrada y llena de cresterías, pináculos y ventanales, todo ello en una piedra blanquísima que acentuaba la belleza. Siguió los pasos de su mujer, quien ya se aventuraba hacia el interior. Era una iglesia de peregrinación, como las de Francia: constaba de tres naves y una girola, para circular por detrás del altar sin entorpecer el culto. El suelo era de losetas de mármol de colores: rojo, gris y blanco. El trabajo de la forja de las rejerías del coro y de las capillas laterales era admirable, así como las bóvedas estrelladas y los vitrales. Se encontraba ensimismado, mirando hacia arriba, cuando oyó una voz familiar.
—Dios está de acuerdo en que nos reunamos de nuevo, querido amigo —lo abordó el marqués de Bedmar.
Había envejecido a ojos vistas, pero gozaba de buena salud. Don Isidro de la Cueva-Benavides, marqués de Bedmar, Grande de España, militar, diplomático, decano del Consejo de Guerra con Carlos II y ahora con Felipe V, pertenecía al extraño y heterogéneo grupo de amigos del duque de Anizy, personas con una peculiar forma de pensar fuera de su tiempo. Antoine sonrió e hizo una galante reverencia.
—Así debe de ser, puesto que adelanta nuestro ansiado encuentro. Nos ha llegado la invitación a una pequeña reunión en vuestra casa.
—No es mi casa, es prestada. No suelo venir a Segovia, aunque he de reconocer que resulta muy agradable en verano. Mi vida se divide entre Madrid y El Escorial, pero, por vos, he hecho una excepción de la que no me arrepiento —aclaró el marqués en un francés perfecto—. ¡Ah! ¡Qué olvidadizo soy! Os presento a don Gonzalo Estébanez, que ocupa un puesto en la Secretaría de Despacho, junto a nuestro buen amigo el marqués de Grimaldo. Me ayuda en algunos asuntos siempre que puede. Ahora, en verano, hay menos trabajo.
Antoine no le había prestado atención hasta que escuchó el nombre y se le agolparon los recuerdos de la lejana Cartagena de Indias. No lo había visto en su vida, pero había escuchado, con gran interés, todo sobre él.
—¿Acaso fuisteis vos el primer oficial del San Andrés?
Antoine vislumbró la sorpresa en los ojos del hombre. La tez oscura y arrugada denunciaba la vida de un marino curtido por la intemperie, así como las manos ajadas. Pero, en lugar de contestar, desvió la mirada más allá de él. Antoine se volvió en el instante en que Mariana les daba alcance.
—Mi querido amigo, estoy encantada de encontrarlo de nuevo y con tan buena salud —saludó Mariana con una sencilla reverencia.
—El encantado soy yo, que vuelvo a disfrutar de vuestra belleza, que es un regalo para mis viejos ojos —respondió el anciano galante.
Antoine no apartó la vista del marino quien, a su vez, no podía dejar de mirar a Mariana.
—Estaba presentando a vuestro marido… —prosiguió el marqués, pero no llegó a terminar la frase.
—Tengo el placer de conocerlo, pues coincidimos en el galeón que me trasladó a Cartagena de Indias hace años —interrumpió Mariana con un movimiento de cabeza y una sonrisa como saludo.
Don Gonzalo le devolvió la gracia, pero permaneció envarado y retiró la vista de la duquesa; sin embargo, a Antoine le pareció que no encontró dónde poner los ojos, o que éstos tenían querencia, porque pronto retornaron al punto de partida: su esposa.
—Perdonad mi vieja mente, don Gonzalo, había olvidado que erais marino —comentó Bedmar sonriente—. Así que conocisteis a la duquesa cuando era una chiquilla.
—Exactamente dieciocho años —puntualizó Mariana.
—Seguís igual que en mi recuerdo, si se me permite decirlo —habló finalmente don Gonzalo, aunque a Antoine se le antojó que con cierta dificultad.
—¿Estaréis mañana en la reunión? Me agradaría renovar nuestra amistad —indagó Mariana.
Sin embargo, la repuesta no llegó. La figura de una muchacha, de unos quince años, que se detuvo junto al marqués, captó la atención de los presentes.
—Es mi hija, María —presentó don Gonzalo—. Suele acompañarme allá donde voy.
Antoine no supo sacarle parecido con el padre a causa del envejecimiento prematuro de éste, excepto por el perfil y la forma oval del rostro. La muchacha vestía una lujosa tela, pero sin adornos ni joyas. La blancura de su piel y las delicadas manos delataban que había sido educada como una dama. Dedujo que don Gonzalo aspiraba a casarla bien y por eso la llevaba consigo, ya que se movía por los círculos adecuados.
—Es preciosa —alabó Mariana—. Tenéis que visitarme y ponerme al día sobre las costumbres y la moda en España. No sé cómo vestirme para no llamar la atención. Parece que mis vestidos son demasiado escotados para la costumbre de aquí.
—Vos siempre llamaréis la atención con cualquier cosa que os pongáis —respondió el marqués zalamero.
Salieron a la plaza y un coche aguardaba al marqués y a sus acompañantes. Se despidieron hasta el día siguiente y ellos se encaminaron, seguidos de su escolta, calle abajo hacia su residencia.
—¡Qué cambiado estaba! —expresó Mariana en voz alta.
—¿Ah, sí? —ironizó Antoine—. A mí me pareció igual de enamorado.
—¡Qué tonterías dices! Me refería al marqués —rechazó Mariana, y añadió—: si no lo conociste.
—Me lo contaste tú y me lo ratificó Teresa —respondió Antoine.
—Yo no te puedo contar algo que no es cierto, de eso estoy segura —refutó Mariana impaciente.
—Un marino profesional, casado y con responsabilidades, tuvo la paciencia de enseñar a navegar a una mujer. ¿Te parece poco?
—¿Estás celoso? —acusó Mariana incrédula.
—¿De qué te extrañas? Ese hombre conoce la manera de llamar tu atención, de llegar a ti. ¿Por qué no iba a estarlo? —se sinceró Antoine.
—Porque eso sucedió hace muchos años y no hubo nada entre nosotros —declaró Mariana.
—Lo sé. Pero también tengo la certeza de lo que he presenciado hace un momento.
—He sido amable, como siempre. No seas ridículo —se enfadó Mariana.
—Tú, no, querida; pero él casi se desmaya cuando te vio —zanjó Antoine—. La hija es muy mona —añadió en un intento de cambiar el tono de la conversación.
—Yo diría bastante guapa, pero no voy a discutir —matizó Mariana molesta.
—¿Por qué te has ofendido? A otras mujeres les halaga que se enamoren de ellas.
—Él no me ha ofendido. Me has afrentado tú —respondió secamente.
—¿Porque te he dicho que sigue enamorado de ti? —se sorprendió Antoine.
—No, porque te has puesto celoso. Una persona celosa significa que no está segura del amor de su cónyuge.
—Te puedo asegurar que esa no es la razón de mis celos —respondió Antoine serio—. Sólo me preocupan aquellos que saben cómo llegar a tu corazón; y éste, para mi desgracia, conoce el camino.
Habían llegado a la puerta del palacio y la conversación, para alivio de Antoine, se cortó, ¿o ella se había quedado pensativa? Eso debió de ser porque durante la cena ella volvió a retomarlo.
—Antoine, ¿sabes por qué me enamoré de ti?
—Por mi cuerpo atlético —contestó con una sonrisa—. Me paseé desnudo delante de vosotras durante días.
Mariana se sonrió ante el recuerdo.
—Hablo en serio —insistió ella.
—Porque te respeté, porque te ofrecí lo que querías, y no me refiero a bienes materiales, sería insultarte.
—Estás confundido, por eso que has mencionado te quiero más, pero me enamoré en el patio de aquella casa en la que compartimos tantas confidencias, donde pasamos tantos ratos solos, charlando sobre nosotros mismos. Destilabas pasión y ternura a la vez, tus maneras suaves chocaban con la agresividad de tus decisiones. Eras un polvorín entre la guerra y el amor.
—Nunca me habías contado esto —murmuró ronco.
—No me lo preguntaste, y a mí no se me había ocurrido decírtelo hasta que dijiste que don Gonzalo conocía el camino de mi corazón. La llave sólo la tienes tú.
Antoine se estremeció de pies a cabeza. Mariana no era proclive a mostrar sus sentimientos ni a manifestar su amor con palabras ardientes. Sus formas eran más sutiles: una sonrisa, una mirada, una insinuación, su entrega apasionada en el lecho y un sinfín de pequeños detalles que le indicaban que estaba pendiente de él. Por eso, cuando decía algo así, se le ponía la carne de gallina y, al mismo tiempo, se le encendía el deseo.
—No me gusta el papel de cancerbero —objetó, y su rostro radiante lo desmintió a manos llenas—. Suena a retener por la fuerza a alguien.
—¿Y qué son los celos sino una forma de chantaje?
—Touché —replicó Antoine ante la evidencia—. Pero don Gonzalo sigue enamorado.
—Ha habido otros muchos y no les has dado tanta importancia.
—Porque eran patéticos; pero don Gonzalo, a pesar de su silencio, tiene unos ojos que observan y dicen todo. Es inteligente y, por lo tanto, un rival.
—Yo no soy el campo de batalla de vuestras rivalidades. Te aconsejo que seas más inteligente que él, siempre lo has sido, no me decepciones. Las debilidades se pueden convertir en armas arrojadizas.
Antoine sopesó las palabras de Mariana. Había una advertencia en ellas. Ella se había dado cuenta de algo en lo que él todavía no había caído. Era un juego que Mariana ya había practicado en otras ocasiones para no parecer más lista. Pero había descubierto la mano izquierda con la que manejaba los hilos su sutil esposa, aunque nunca se lo había dicho. Le gustaban los juegos de inteligencia y eran de lo más interesante los que le ofrecía Mariana. Se había perdido algo y era una segunda oportunidad para que lo encontrase.
La sierra, durante la noche, concedía una tregua con el calor. Antoine se levantaba descansado y con fuerzas renovadas. Se dirigió a una salita que habían destinado como despacho, encima del escritorio estaba la bolsa que le había entregado el genovés, sacó la correspondencia, repasó los remites y separó una carta de Andrés y otra de Noailles, un amigo incondicional que formaba parte del Consejo de Regencia en Francia, cogió un abrecartas y rompió los lacres. Con ellas en la mano se sentó junto a la ventana y se dispuso a leer.
—¿Algo importante? —interrumpió Mariana al cabo de un rato, asomando la cabeza por la puerta.
—Pasa —la invitó con una sonrisa—. André, como siempre, parco en palabras. Comenta la preparación de una nueva campaña. Como verás, las noticias no son muy frescas pues salieron de Barcelona hacia Caller, en Cerdeña, hace unas semanas. Él todavía desconocía el primer destino.
—¡Vaya por Dios! —se lamentó Mariana—. Otra vez metido en guerra.
—No te angusties. Será como en Cerdeña. Sólo deben proteger el transporte de tropas. No participan directamente —la tranquilizó Antoine—. Me preocupa la misiva del duque de Noailles. El escocés que ha acogido el duque de Orleáns, John Law, quiere convertir su pequeño banco privado en Banco del Estado. Noailles se teme lo peor.
—Ese hombre puede llevar a Francia a la ruina —sentenció Mariana.
—Sólo a los que confíen en él —matizó Antoine menos dramático—, como nuestro amigo, el duque de Biron, que ha invertido todo su capital. Los inversores están como locos con los dividendos de la Compañía Occidental de Indias y del Mississippi.
—¿No se dan cuenta de que ha tenido que exiliarse de Inglaterra por las mismas maniobras económicas? —reflexionó Mariana.
—La hija lo tiene preocupado —prosiguió Antoine con las noticias—. Parece ser que se entrevista con un desconocido a sus espaldas y le ha designado una vigilancia sin decírselo a ella, no quiere romper su confianza.
—¿Y si se entera? Soy partidaria de hablarlo —expuso Mariana su punto de vista—. ¿Ha concertado el matrimonio?
—No, aunque hay muchos moscones revoloteando, pero él es muy político y aguarda una buena oportunidad. Ten por seguro que su matrimonio será sonado —vaticinó Antoine.
—¡Pobrecilla! —se compadeció Mariana. Una vez informada, abandonó la habitación y lo dejó solo.
Antoine era consciente de que Mariana detestaba los matrimonios concertados, a pesar de que había conocido algunos de ellos realmente felices. Se había negado a concertar los de sus seis hijos, por lo que, a estas alturas, todos, excepto Ana, estaban solteros y el futuro duque de Anizy no tenía ni posibilidad de sucesión. Ana, la melliza de Antoine, el heredero del ducado, era la única que había contraído matrimonio y bastante satisfactorio para todas las partes: sería la futura marquesa de Latour. La continua relación entre los dos amigos, Philippe Latour y Antoine, y las continuas invitaciones y encuentros en París llevaron aparejadas la relación de amistad entre los vástagos. Así, de forma imprevista y espontánea, surgió un amor bendecido por los progenitores, pues fortalecía una amistad ya de por sí sólida.
La hora de la siesta era el mejor invento español para Antoine. Mientras los españoles dormían, él empleaba esos momentos de tranquilidad y sosiego en otro menester más placentero. Tras una cabezada, se despertaba con renovadas energías y la brillante, cálida y fuerte luz meridional se filtraba por cualquier resquicio e iluminaba el cuerpo de Mariana, tendido junto a él, sobre las sábanas, con sólo una ligera camisa de algodón que arrebataba todo protagonismo a la imaginación.
Terminada la supuesta hora de la siesta, se remojaron en una tina redonda que habían improvisado como bañera para sacudirse la presunta somnolencia entre risas, nuevas caricias y alusiones subidas de tono. Se vistieron para recuperar la compostura y se acicalaron ya más serenos. Se trasladaron a la casa del marqués de Bedmar en silla de manos, ya que no estaba bien visto que se presentaran a pie, además, podían ensuciarse los zapatos con las bascosidades que arrojaban a la calle.
El recorrido era corto y en seguida llegaron a una plazoleta en la que se agrupaban varias casas solariegas. Algunas de ellas eran muy antiguas y ofrecían un aspecto de casa fuerte; sin embargo, el palacio donde residía el marqués ofrecía un aspecto más moderno.
Antoine estaba acostumbrado a departir en Versalles y a tratar con reyes y personajes relevantes de la política, y nunca se había sentido tan incómodo como en el patio con columnas de capiteles blasonados del marqués. El silencio fue tan brusco como absoluto al entrar ellos, y los convirtió en el centro de muchos ojos escrutantes. Antoine evaluó la situación en una fracción de segundo: Mariana, con el pelo recogido en alto que titilaba a la luz de las velas por la redecilla de brillantes que lo aprisionaba, el vestido de seda de fondo blanco en el que destacaba una gran profusión de florecillas multicolores, y el generoso escote que descubría unos hombros y un cuello perfectos, era un fanal al lado de las mujeres allí reunidas, de vestidos caros, pero oscuros, cerrados y sin adornos, de peinados complicados, pero tristes, de caras de porcelana, pero sin vida. A los hombres, ni los consideró. Tal sobriedad confería una uniformidad a la reunión que invitaba a la depresión.
—No me extraña que el rey sufra de ataques de melancolía —murmuró Antoine en francés para que no llegase a otros oídos que los de Mariana.
Ella no lo reprendió porque el marqués llegaba con una sonrisa.
—Sed bienvenidos a mi reunión. Os voy a presentar a la nobleza del lugar.
Las presentaciones fueron tediosas entre rostros anodinos que serían difíciles de recordar en un futuro. Laver fue todo sonrisas y procuró que un halago saliera de su boca para unos y otros, aunque evitó hablar de política. Esto no fue difícil, pues aquellas personas preferían centrarse en chismorreos sobre la cámara del rey.
—Lleva demasiado tiempo con ese agotamiento nervioso o ataque de melancolía, como quieran llamarlo los galenos —comentaba uno.
—Creo que consume cantidades ingentes de gallina hervida para superarlo —añadió otro.
—La gallina no es para eso, sino otro estimulante para copular —intervino un tercero.
—Vos conocisteis al rey Luis XIV ¿era tan fogoso como su nieto? —le preguntaron a Antoine.
—Reconoció oficialmente a diecisiete hijos. Opino que podéis sacar vuestras propias conclusiones con ese punto de partida —respondió diplomático Antoine—. Sin embargo, vuestro rey es muy piadoso, según tengo entendido, y sólo se desahoga con la reina.
—¿Qué noticias hay en Francia sobre España?
—Las que difunde el duque de Saint-Simon —respondió Antoine.
—Igual que aquí —medió otro asistente—. Sus comentarios corren como la pólvora por los mentideros del país: los extraños horarios, el desorden de comidas, que comparten todo, incluso las sillas agujereadas.
—En París se siguen las andanzas del abate Maggiali —añadió Antoine.
—¡Eso es mentira! —exclamó un hombre mayor que estaba un poco retirado de los conversadores, esbozando una sonrisa—. La reina no es infiel al rey porque el rey la ocupa de continuo.
Toda la concurrencia celebró la grosería con una carcajada. A partir de entonces salieron a relucir los problemas de Alberoni con la desvergonzada y rústica nodriza de la reina, la Pescatori y su familia. La nobleza española la jaleaba porque entorpecía al cardenal y reían los avatares de la convivencia. Antoine consiguió apreciar el negro sentido del humor de los españoles, así como el ingenio para las ocurrencias graciosas.
Las mujeres permanecieron aparte, entretenidas en otras conversaciones que, por lo que había podido observar, a Mariana le aburrían terriblemente. Don Gonzalo permaneció en un segundo plano sin participar, aunque atento a lo que se decía. Tal actitud no llamaba la atención de los que lo rodeaban por lo que Antoine coligió que la postura era inherente a él.
Cayó la noche y algunos de los invitados, que no residían dentro de las murallas de Segovia, comenzaron a despedirse. Antoine, junto al marqués, agradeció la asistencia y expresó su placer en conocerlos. Las mujeres recogieron los chales y se despidieron de Mariana. Comprobó que la prueba había superado a su esposa porque ésta nunca hubiera dejado entrever su hastío. Tras los últimos invitados, se cerraron las puertas que daban al exterior. Ellos se quedaron al ágape que les había ofrecido el marqués.
—¡Al fin solos! —exclamó el marqués—. Cada vez soporto menos estas reuniones. En Flandes la gente se retira pronto, pero en España nunca llega la hora. He vivido tanto tiempo fuera que ya he perdido la costumbre de trasnochar.
—¿A qué se dedican estos señores? —preguntó Antoine.
—Hace cincuenta años Segovia era la ciudad más próspera de Castilla. La lana era su principal recurso e hicieron mucho dinero, como evidencian las numerosas iglesias y monasterios que la rodean. Era la fuente de ingresos de la nobleza. Pero no han sabido regenerarse y han perdido terreno ante el empuje de las manufacturas de Flandes e Inglaterra. Son pequeños terratenientes sin futuro.
—¿Cómo pueden abandonar una industria con futuro? La gente necesita vestirse —planteó Mariana saliendo de su letargo.
—La industria requiere tesón, trabajo, renovación y formación —informó solícito el marqués—. Vos sabéis de eso más que nadie puesto que lucháis por Saint-Gobain. Muchos de estos hidalgos no están por la labor del esfuerzo, aunque ahora, con las nuevas ideas francesas, algunos se toman el asunto en serio: el duque de Béjar abrió una fábrica de paños a finales del siglo pasado; hace unos años Bergeyck, aprovechándose de su situación en el gobierno, abrió otra en Valdemoro; los holandeses se han afincado en Guadalajara el año pasado para encargarse de la Real Fábrica de Paños. Pero, como podéis comprobar, es todo muy reciente.
—Excepto el duque de Béjar, sólo me habéis citado a extranjeros —reflexionó Mariana—. Visitamos la Fundición de Cañones de La Cavada y los técnicos eran flamencos. ¿Y los españoles?
—A vivir la vida, mi querida amiga —respondió el anciano. Se apoyó en don Gonzalo para dirigirse al salón—. La nobleza estudia para la carrera burocrática, para tomar los hábitos o para entrar en el ejército. No hay una burguesía fuerte como en Flandes, en Francia o en Inglaterra, sólo artesanos y pequeños comerciantes con mentalidades estrechas y sin visión de futuro.
—Ahora se están creando escuelas para formar a los jóvenes. Próspero Verboom ha fundado el Real Cuerpo de Ingenieros en Barcelona y José Patiño la Escuela de Guardiamarinas en Cádiz, aunque el esfuerzo es insuficiente —puntualizó don Gonzalo. Entraron en una sala en la que se había dispuesto una mesa para cenar.
—Apoyamos a los franceses —prosiguió el marqués— con la esperanza de que nos sacaran de este retraso, pero nuestro rey se ha hundido en una extraña enfermedad que lo mantiene aislado y en un estado permanente de abulia, por lo que el gobierno ha quedado en manos de los parmesanos: la reina y el cardenal Alberoni.
—Lo único que hemos conseguido de Francia es que nuestra nobleza copie su forma de vestir y que los franceses se hagan cargo del comercio colonial —criticó don Gonzalo, aunque en su expresión no había menosprecio, sino reconocimiento de la realidad.
Antoine respiró hondo. Abruptamente cayó en la cuenta de lo que había visto Mariana antes que él. Don Gonzalo había sido marino, había cubierto la ruta de Indias durante años, conocía los entresijos de la Flota, de la Casa de Contratación y, lo más importante de todo, ahora intervenía en los asuntos de estado desde su puesto en la Secretaría de Despacho. ¡Era su hombre! Debía tratarlo como amigo y no como rival. Lo que más le dolió fue su autoestima. Ella había sido más rápida que él, ofuscado por banalidades.
—A mí me ocurrió lo mismo —intervino Mariana. Aceptó la silla que le ofrecía un lacayo—. Cuando llegué a París, me dejé arrastrar por el esplendor, el comercio, la moda, los cafés, las calles iluminadas como si fuera de día. Nunca había visto nada semejante.
—Y es que no hay nada igual —afirmó el marqués.
—Vos habéis viajado mucho y, por lo tanto, será cierto. Sin embargo, como me dijo mi marido en aquella ocasión: es oropel, brillo de luces con el que engañar a los incautos. Me imagino que a la nobleza española le ha sucedido lo mismo que a mí —confesó Mariana.
El marqués se había sentado a la cabecera, a su derecha Antoine con Mariana y frente a ellos, a la izquierda del marqués, don Gonzalo con su hija María. La cena comenzó a ser servida.
—No estoy de acuerdo en que Francia sea el modelo a seguir —prosiguió Antoine—. Las Provincias Unidas o Inglaterra lo están haciendo mucho mejor.
—Pero son herejes —objetó don Gonzalo lacónicamente.
—Ése es vuestro problema —atajó Antoine, mirándolo fijamente—: la religión. Desde que he llegado sólo he visto edificios religiosos. La religión absorbe los esfuerzos y los caudales de la nación. Hay más iglesias que palacios. Las fortificaciones datan de siglos sin renovarse o mantener su fábrica. La Iglesia os paraliza. En Francia somos católicos, pero no permitimos que nos ningunee el clero.
—Ahí tenemos el espíritu de La Fronda —recalcó el marqués animado.
—Mi marido no es irrespetuoso con la Iglesia —se apresuró a matizar Mariana sonrojada—, se limita a exponer la idea de que es un lastre para el avance de la nación.
—Querida, creo que lo has hecho peor que yo —la reprendió Antoine amablemente con una sonrisa.
—No os agobiéis —sonrió el anciano—, ninguno de los presentes sentimos apego a la Inquisición. No obstante, tened cuidado con vuestras manifestaciones. Estoy de acuerdo en que la Iglesia es un estorbo. No creo que sea una casualidad que las dos potencias económicas del momento sean protestantes.
—La Iglesia no es la única culpable —alegó don Gonzalo—. Venecia y Génova son católicas fervientes y han sido potencias económicas. Me inclino por la observación de su excelencia el marqués: nos falta una burguesía fuerte.
—Seguramente estéis en lo cierto —ratificó Antoine—. Las dos ocasiones en las que Francia vivió una gran prosperidad fueron con el rey Enrique IV, que se rodeó de burgueses hugonotes, y con Luis XIV, que destacó a los burgueses por encima de la nobleza en la administración.
—¿Negáis a vuestra gente la capacidad para gobernar? —inquirió don Gonzalo asombrado.
—Nobleza y burguesía son términos demasiado amplios. Tanto en una como en otra hay gente muy preparada y capaz. Debe gobernar aquel que posea la capacidad para hacerlo y quien ame a su país más que a su persona —sentenció Antoine.
Don Gonzalo dejó de comer sopesando lo que acababa de escuchar. Antoine mantuvo la expresión de su rostro inmutable, pero íntimamente regocijado: había captado la atención de la persona que necesitaba y había hecho trizas los prejuicios que pudiera haber albergado hacia él.
—No comprendo vuestro pensamiento, ¿criticáis al rey niño o al regente, el duque de Orleáns? —preguntó finalmente don Gonzalo.
—Al regente —respondió Antoine—. Toda su política es nefasta para Francia: reconoce a Jorge I y se alía con Inglaterra, nuestra mortal enemiga, sólo porque los ingleses han prometido un trono, ya sea el francés o el español; se enfrenta al Imperio español, que nos ha acogido como a hermanos, porque quiere el trono para él. ¿Y Francia? ¿Y los intereses de los franceses?
Si las indicaciones del genovés no eran erróneas, pensó Antoine, don Gonzalo era de la facción española, aunque apoyara a la facción francesa como mal menor.
—Os agradezco vuestra franqueza —dijo don Gonzalo—. Yo también seré diáfano con vos: no me gustan los franceses porque los veo como expoliadores de mi patria, de nuestro comercio. Comprendo vuestro interés en hermanaros con nosotros. Vos comerciáis con las Indias Occidentales, ¿no es así?
—Efectivamente —reconoció Antoine, impresionado por la sinceridad y la agudeza del español.
—Sin embargo, sé aceptar la realidad. Mi país ha perdido su oportunidad. Los reyes austriacos no se molestaron en desarrollar una industria manufacturera para abastecer las Indias, y para la nobleza ha sido más fácil obtener el dinero en puestos de la administración de las ciudades de allí, o confabularse con los extranjeros que les pagaban importantes sumas sin mover un dedo, aunque de eso vos sabéis más por experiencia. A la burguesía se le cierran los accesos a la administración, pues a los colegios mayores de Salamanca o Valladolid, donde se formaban, ahora sólo acceden los nobles. Sé de lo que hablo porque yo lo he padecido. Pero, a pesar de todo, reconozco que Felipe V ha sido una bocanada de aire fresco para España: los decretos de Nueva Planta han evidenciado la desunión peninsular y el peso de todos los gastos sobre las espaldas de Castilla; la nueva organización de la administración ha permitido el acceso y el ascenso de burgueses capacitados, como es el caso de José Patiño, Gaztañeta y otros muchos que siguen en la sombra, esperando su oportunidad. En España, tenemos hombres preparados si conseguimos sacudirnos el yugo de los parmesanos y la rémora de los franceses y de los ingleses en las Indias Occidentales.
—Comprendo vuestro disgusto, sin embargo, lamento que nos consideréis una rémora. He constatado que el despoblamiento del país es bastante grave y, para mantener una gran flota, hay que reclutar muchos marineros y formar a muchos oficiales: un hijo mío lucha en la Real Armada española. El indudable esfuerzo que habéis realizado en construir nuevas naves… —se interrumpió Antoine pensativo—. Según mis espías, al morir Carlos II, sólo contabais con trece galeones y algunas naves para controlar el Atlántico y abastecer las colonias. ¿Cómo ha podido sobrevivir un imperio en esas condiciones?
—Hemos tocado fondo —reconoció don Gonzalo apesadumbrado—, pero mi fe es ciega en los nuevos hombres como el señor José Patiño. Mis palabras han sido injustas y os ruego que me disculpéis, pero no puedo dejar de sentir amor por mi patria. España está agotada tras muchos años de continuas guerras contra los turcos y beréberes en el Mediterráneo, y contra las potencias europeas en el Atlántico para mantener las colonias. El esfuerzo humano ha sido muy grande y ahora necesitamos artilleros, técnicos, oficiales… Los hombres con conocimientos escasean en nuestras tierras.
—Vuestro pueblo es admirable —condescendió Antoine—. Con cuatro hombres intentáis recuperar un imperio que os ha sido arrebatado en Utrecht.
—Sois más afines de lo que creéis —intervino el marqués—. Ambos lamentáis una política desafortunada y amáis vuestro país. Me alegro de que hayáis definido vuestras posiciones y dirimido vuestras diferencias pues, hasta que partáis a Andalucía, necesitaréis del apoyo de don Gonzalo. Por esa razón, ha dejado sus obligaciones y está aquí. Yo soy muy viejo y no puedo ir y venir como antes sin agotarme. Don Gonzalo os acompañará a El Escorial, donde veranean el rey y la Corte, cuando os acerquéis a saludarlo.
—Os agradecemos todas las atenciones con las que nos complacéis y lamento haber cargado sobre vuestros hombros la tarea que hubiera correspondido a nuestro embajador, el marqués de Nancré —correspondió Antoine conmovido.
—Ha sido un placer haber compartido una conversación tan interesante con vos. Allá adonde vais, levantáis la polémica. Fue el propio rey, Luis XIV, quien me sugirió vuestra compañía en Versalles. ¿Recordáis cuándo nos conocimos? El rey os describió como el duque de las ideas y convicciones extravagantes. Que conste que a mí nunca me lo parecieron, y creo que al rey tampoco, pero le convenía el término «extravagante» para ocultar vuestra rebeldía —dedujo el marqués.
—¿Rebeldía? Nunca me he rebelado contra nadie, simplemente vivo según mis criterios —rebatió Antoine.
—Eso es rebelarse contra la mayoría que piensa de otra manera —explicó el marqués con una sugerente sonrisa y una mirada socarrona.
—La mayoría no piensa —medió Mariana.
—Por eso el individualista destaca mucho —insistió Bedmar—, pero esto sería otra interesante discusión que nos ocuparía toda la noche. Habéis sido muy pacientes con la provinciana reunión. Sufriréis algunas más a lo largo de vuestro viaje. No mostréis vuestro pensamiento —recomendó el marqués.
—La Inquisición no deja pensar —matizó don Gonzalo— y, en cuanto algo les parece fuera del orden establecido, lo llaman herejía.
—Hablando de pensamientos, ¡qué cabeza la mía! —exclamó el anciano—. Mi querida María, por favor, ¿podéis ir a buscar los libros que seleccioné esta mañana?
María asintió con la cabeza, se levantó y marchó diligente.
—Son unos libros con los que deseo obsequiaros. No olvido vuestra amabilidad.
—Os los cedí de buen grado y no estáis obligado a nada —rechazó Antoine.
—Así lo entendí, pero quiero corresponderos —insistió el marqués—. Encontraréis estimulante su lectura y os ayudará a comprender mejor mi país.
Antoine y Mariana se despidieron de sus anfitriones y bajaron al patio, donde les aguardaba una escolta que había aumentado considerablemente. María les entregó el paquete de libros del marqués que Antoine agradeció a la chiquilla con una sonrisa.
—El capitán Santander insistió porque Segovia entera conoce vuestro desplazamiento a la reunión en vuestro honor —explicó François.
—Es un hombre precavido. —Antoine aceptó lo inevitable y subió a la silla de manos.
Don Gonzalo se encontraba a salvo entre las paredes de su habitación. La duquesa, con los años, se había convertido en una mujer mesurada, sabia, segura, sin perder un ápice de su atractivo por ello. Durante la reunión la observó en medio de las mujeres, parlanchinas, pero vacías de contenido, quienes aburrieron a la duquesa con una conversación insustancial. Ella se mantuvo a la altura con gran elegancia y, en cuanto se quedaron solos, afloró la mujer inquieta e inteligente que recordaba. Intervino en la conversación de los hombres con gran naturalidad y, ni al marqués ni a su marido, les llamó la atención por lo que debía de ser una costumbre en ella.
Su hija María guardó silencio, como correspondía a la buena educación en una dama española, aunque también era inteligente. Tenía otras dos hijas a las que prácticamente no conocía pues, durante su infancia, había estado ausente, en el mar. Después, una vez en tierra, tampoco había mantenido mucho trato con ellas porque eran ignorantes y pueblerinas, como su madre, en cuya gloria tuviera Dios. El chico se encontraba haciendo carrera en el mar, y luego María, la benjamina, en la que había volcado toda su contenida ternura, su amor frustrado. Había pagado a un preceptor que la enseñó a leer, escribir y calcular, además de algo de historia, geografía y cultura clásica. Acompañándole a casas y tertulias en las que era invitado, María descubrió la música y él buscó un profesor. No le negaba nada. Pero la duquesa era brillante porque su marido le había permitido florecer. ¿Habría un hombre semejante para su hija? Todos los que conocía estaban llenos de prejuicios respecto a las mujeres, como él mismo hasta que conoció a aquella muchacha de ojos de miel.
El duque se había revelado como un personaje curioso. Había oído hablar tanto de él como una persona peligrosa y extravagante, que le sorprendió lo mucho que distaba de semejante descripción. De buena talla y atractivo a pesar de lo años, incluso su hija lo consideraba guapo por encima de la diferencia de edad, poseía una personalidad subyugante: sincero con las ideas, directo en las exposiciones, seguro de sí mismo, un hombre que despertaba pasiones u odios. Había hablado con el marqués de Nancré y lo había descrito como una persona estirada, que mira por encima a los demás, y con unas ideas incongruentes sobre política. Era evidente que lo odiaba. ¿Qué clase de amigos tendría en Francia? Bedmar lo describía como un hombre del gran marqués de Vauban, y el fallecido Luis XIV lo consultaba por ser una persona íntegra. Pero eran personas del pasado. ¿Con qué apoyos contaba actualmente?
Se sintió defraudado porque hubiera deseado encontrarse ante un ser amorfo y pagado de sí mismo y, ahora que era viudo, se había imaginado rescatando a la duquesa de una vida hueca y aburrida. La seguía amando, era imposible no quererla. El rizo sobre su frente, su sonrisa, sus manos de porcelana que se movían con la cadencia de un baile…
Llamaron suavemente a la puerta.
—Adelante —concedió su permiso.
Entró María, con una sonrisa que iluminaba su rostro, y se acercó a la vela del escritorio cuyo pábilo temblaba y distorsionaba las sombras sobre la pared.
—Decir que es guapa resulta insustancial. Su personalidad es muy fuerte, como la de su marido —evaluó la joven abiertamente.
—Efectivamente —corroboró don Gonzalo—, son una curiosa pareja que despierta la admiración de las personas sensatas y las envidias y odios de los mentecatos. No me gustaría estar en su pellejo.
—Pero la amáis —concluyó la joven.
Don Gonzalo miró a su hija sorprendido. ¿Cómo había llegado a esa conclusión? ¿Tan evidente era?
—Siempre he sabido que había otra —prosiguió María—. A madre no le hacíais mucho caso y, cuando murió, no buscasteis otra mujer como hacían otros hombres. Luego me di cuenta de que las mujeres os dejaban indiferente. Eso era porque otra llenaba vuestro corazón. En el encuentro de la Iglesia tuve la intuición de que era ella; esta noche, durante la cena, la certeza.
—Negarlo sería necedad por mi parte ya que eres tan observadora —admitió don Gonzalo.
—No os juzgo, es más, ahora comprendo que no encontréis mujer a su altura. Habéis puesto un listón muy alto.
Don Gonzalo suspiró.
—Eres muy comprensiva a pesar de tu juventud y de que no has experimentado las cuitas de amor. Llevo muchos años con su imagen grabada en mi corazón, aunque nunca confié en volver a verla. Pero el destino lo ha querido así. Ahora que conozco a su marido sé que nunca fue mía ni lo será. Estoy resignado con mi suerte. Ya ves, soy un romántico.
—¿Esa es la razón por la que los ayudáis? —indagó María.
—Al principio, sí, pero ahora que he tratado al duque… no sé —dudó don Gonzalo—. A lo mejor hay otras razones. Ve a acostarte y no te preocupes por mí.
Condujo a la muchacha hasta la puerta, la besó en la frente y la vio perderse por el corredor entre las sombras con la palmatoria en la mano.