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Mar Mediterráneo, noviembre 1718.

A principios de noviembre, la escuadra de Baltasar de Guevara recibió instrucciones de llegarse a Cádiz con los prisioneros liberados de la batalla de cabo Passaro. André y Clem lo celebraron, pues calcularon que los duques todavía se encontraban en Andalucía a juzgar por la última carta. Embarcaron entusiasmados hacia el nuevo destino y ante la expectativa de algo de acción. Estaban hastiados de vagabundear por la isla y haraganear todo el día. La dotación de la nave había sido completada con marineros rescatados de otros barcos, e incluso llevaban unos cuantos oficiales como pasaje, entre ellos el teniente Spínola. Mesía y Despoix habían sido embarcados en otras naves.

Zarparon de La Valeta el San Luis, de sesenta cañones, bajo el mando de Guevara; el San Juan, de sesenta cañones, con Francisco Guerrero de capitán; el Hermione, de sesenta cañones con Rodrigo de Torres, todos ellos navíos de línea; el San Felipe, de treinta cañones con Francisco Liaño de capitán; y el Burlandín, de cincuenta cañones con Alonso Utiel, éstas últimas fragatas.

Se notaba más el invierno en el mar que en tierra. André se subió el cuello de la casaca del uniforme para resguardarse de la Tramontana. Al menos, el tiempo había sido clemente desde que habían dejado Malta. Observó el velamen y su posición, lo comparó con el de otras naves de la escuadra y se sintió orgulloso de lo parejos que navegaban todos. Semejaba un baile por la sincronización que guardaban. Guevara acumulaba experiencia, era prudente y buen calculador de sus posibilidades. Su primo, don Alonso, había comentado que no era proclive a aventuras si no llevaba las de ganar. André siguió con la mirada al teniente Spínola que pasaba de la cubierta al combés y viceversa, era un oficial inactivo y se aburría, pero no podía aliviar la travesía a su amigo.

—Toca relevo ¿no has oído al grumete? —dijo Clem a su espalda.

—Estaba distraído —admitió André.

—Suele ocurrir cuando no hay mucha faena. ¿Dejarás la Armada cuando lleguemos a Cádiz?

—¿Tú que harás?

—Nos metimos juntos en este embrollo y saldremos juntos —afirmó Clem convencido.

—Deberías seguir tu camino —aconsejó André—. ¿No amas a Camila? Consíguela. Me gustaría dejar la Armada, pero me asusta la idea de enterrarme en Brancourt solo.

—Tienes tierras de las que ocuparte y una afición retomada del pasado. ¿Tan difícil es encontrar una mujer?

—Mujeres hay muchas, pero yo deseo enamorarme como nuestros padres, como tú.

—Cuanto más te empeñes, más esquivo será —vaticinó Clem—. No lo he buscado y me siento muy desafortunado. No puedo cifrar toda mi vida en el amor. En Malta has dibujado como un poseso, ¿te gustaría ser como tu tía?

—No alcanzo su destreza, lo sabes muy bien. La pintura es su pasión. Yo no sé cuál es la mía.

—Tal y como yo lo veo, tu problema es la desorientación. Has perdido el timón de tu vida y navegas sin rumbo, dando bordadas. En ese caso, te aconsejo que vivas al día, el momento, hasta que recuperes el control —resumió Clem.

André se retiró a descansar con las palabras de Clem rondándole la cabeza. ¿Cuándo había perdido el control? ¿Es que lo había aferrado alguna vez? Sí, cuando decidió huir de casa, y mira lo que le había deparado tal determinación. Pero creyó en ello con la ingenuidad del desconocimiento. Por lo tanto, el problema era la pérdida de la inocencia, la imposibilidad de engaño, la falta de fe en lo que hacía. Había crecido, había madurado y no sabía cómo ser consecuente con ese nuevo yo. Sin embargo, Clem era un bastión contra la incertidumbre, pisaba fuerte y se tomaba los asuntos con más filosofía. De los dos, siempre había sido el más sensato.

Durante varios días navegaron de través, con el viento del norte y rumbo al oeste. Las escasas velas que divisaron se evaporaron por el horizonte. Formaban una escuadra y aterrorizaban a los pequeños navegantes. A no ser que se encontrasen con otros barcos de guerra, llegarían a Cádiz sin novedad.

Al realizar una maniobra con el aparejo para tensar las velas, André se fijó en el joven Estébanez. Había cambiado mucho desde que lo conoció. Esos meses habían sido un infierno para todos pero, especialmente, para los más jóvenes y bisoños en el mar. Había ganado confianza en sí mismo, había aprendido lo que era la camaradería, a experimentar miedo y a superarlo.

—¡Halar las drizas! —ordenó el oficial de cubierta—. ¡Ese cabo, amarradlo al candelero de la mayor!

Las órdenes de otros oficiales le obligaban a centrarse en el trabajo. Últimamente tendía a la melancolía como un enamorado, pero sin amor.

 

Clem observó a André preocupado. Lo conocía muy bien y le alarmaba saberlo atrapado en la angustia. En Génova ya vislumbró ese cansancio vital. La pérdida del ojo y la incertidumbre del futuro lo habían acentuado. A pesar de sus propios problemas de amor, procuraba mostrarse animoso y con iniciativa para arrastrar a André, pero éste pesaba como una piedra al cuello y lo ahogaba.

Había depositado sus esperanzas en el nuevo destino: Cádiz. ¡Ojalá encontrasen a los duques! Él mismo añoraba a su familia; hacía ya cuatro años que habían dejado Francia. Los duques le devolverían a su hijo el ánimo y la curiosidad por la vida.

No había vuelto a recibir noticias de Camila. En cuanto conocieron su nuevo destino, escribieron a Stefano para ponerlo al corriente, pero no se atrevió a enviar una misiva a Camila. No era justo, ya que no poseía fortuna personal para poder siquiera planteárselo. André buscaba el amor porque podía permitírselo, pero para él era un lujo inalcanzable. Si decidían regresar a Francia, le pediría al duque un sitio en alguno de los barcos comerciales, donde los oficiales estaban mejor remunerados que en la Marina de Guerra.

—Estáis muy pensativo, señor De Brest —dijo a su espalda el capitán.

—Me preocupa vuestro primo —se sinceró Clem.

—Cuando crees que lo has vivido todo, surge algo nuevo. La muerte de la muchacha y la pérdida del ojo han hecho mella en él; sin embargo, es fuerte y confío en que recuperará su innata inclinación a la alegría.

—Confío en que la familia le devuelva la estabilidad emocional que ha perdido.

—Estamos cerca de España, estad pendiente de las órdenes del San Luis, pronto viraremos hacia el sur, camino del estrecho. —recomendó don Alonso.

 

Estébanez había sido relevado de la guardia y hacía tiempo hasta la hora del rancho antes de retirarse a su hamaca. El ambiente del barco había cambiado. Cuando se embarcó estaba aterrorizado de cometer un desliz, la tensión de realizar las tareas perfectamente lo había superado en más de una ocasión. Pero, tras la experiencia del combate y la convivencia con los oficiales en Malta, había encontrado un equilibrio originado por la confianza.

Una vez más relajado y más seguro, comenzó a saborear el gusto por el mar, por los compañeros en los que, aunque hubiera grandes diferencias sociales y una estricta disciplina, había descubierto buenas amistades que aliviaban la soledad y la falta de calor familiar.

Ahora que había superado los temores propios del novato, se sentía como un auténtico lobo de mar y estaba dispuesto a comerse el mundo.

—¡Vela a estribor! —gritó el vigía de la cofa del mayor.

Ya no se alarmaba tan fácilmente; habían avistado velas en otras ocasiones. Avisaron para el rancho y se aprestó a recibir su ración de la que daría cuenta en cubierta. Pronto volvería a estar en la Escuela de Guardiamarinas en Cádiz, encerrado entre cuatro paredes.

 

André fue despertado por un grumete, quien lo alertó sobre nuevas órdenes del San Luis, la nave capitana. Se vistió rápidamente y subió al alcázar donde se reunió con Clem y don Alonso.

—¿Qué sucede?

—Hemos divisado cuatro naves —informó don Alonso—. Guevara ha ordenado aproximarnos y hemos desplegado más vela.

—¿De qué nacionalidad?

—No lo podemos asegurar, la llevan arriada —dijo Clem—. Creemos que Guevara se mueve por instinto. Es muy sospechoso que no se identifiquen.

—Navegamos en aguas españolas —intervino don Alonso—. ¿Veis esa bruma en el horizonte? Es la península. Los ingleses tienen difícil el abastecimiento de Mahón y de Gibraltar.

—Me huelgo de vérmelas con esos cobardes —dijo André emocionado.

—Todos sentimos lo mismo —corroboró don Alonso sonriendo.

André consideró la situación: necesitaban resarcirse de alguna manera de la ignominia de Passaro y, sobre aquellos infortunados, iba a abatirse toda la ira acumulada por la escuadra española.

Al final del día, el avistamiento fue mayor pero el enemigo, alertado, intentaba la fuga. La noche no acompañó a las presas y una luna se perfiló en la cóncava bóveda celeste recortando la silueta de las naves, a pesar de llevar los faroles de posición apagados. Hubo una encalmada al romper el alba, por la proximidad de la tierra y a causa del cambio de los vientos terrales por lo marítimos. André constató que la distancia que mediaba entre los perseguidores y los perseguidos se había acortado sensiblemente. Las presas seguían sin identificarse, pero a esas alturas ya daba igual: ningún país era amigo de España.

—He subido a la cofa —comentó Clem a su lado—. Hay mercantes y de guerra, pero no sé en qué proporción porque dos de ellos se encuentran más allá de estribor.

—Buen botín —festejó André.

—Lo sería si navegáramos en los barcos de tu padre; de éstos no vamos a ver un peso.

—No podemos obtener venganza y lucro a la vez, es lo que tiene servir en la Armada. Necesitas dinero para casarte con Camila —reconoció André— y, evidentemente, el mejor sitio para obtenerlo es trabajar para la compañía. Está decidido: dejaremos la Armada en Cádiz.

—No te precipites. No tomes una decisión basándote en mis necesidades, además, hablas de mi boda como si fuese cosa hecha cuando es algo inalcanzable. No voy a cometer el error de organizar mi vida en torno de algo inexistente —razonó Clem.

—Tú no, porque eres cabal; pero yo sí, porque soy un idealista y un romántico. Yo he tomado mi decisión, tú haz lo que quieras —concluyó André la discusión.

Por un momento tuvo el impulso de contarle lo que estaba intercediendo para favorecer ese enlace, pero no estaba seguro del resultado ya que no había recibido contestación de su hermano ni de Stefano. No convenía alimentar falsas esperanzas por lo que calló.

—¡Órdenes del San Luis, señor! —advirtió el piloto.

Prestó atención a las señales de la nave capitana: había que navegar en abanico y mantener el barlovento del enemigo. Guevara se posicionaba sin prisas para lanzarse sobre la presa en el momento preciso. André enfocó con el catalejo el enemigo y llegó a sentir la angustia del que conoce su suerte de antemano. Distinguió una fragata de guerra que escoltaba a tres mercantes y, aunque no hubieran izado la bandera, el uniforme de la tripulación de la nave denunciaba a gritos su afiliación inglesa. Nuevas órdenes de Guevara: tiro a la arboladura; quería los barcos intactos.

—Tenemos que reconstruir nuestra flota —confirmó don Alonso, de acuerdo con la juiciosa orden.

A mediodía, el San Luis cañoneaba a la fragata de guerra que se había quedado rezagada para hacerlos frente. El San Juan de Francisco Guerrero le ganaba el sotavento para cogerla entre dos frentes. Los demás continuaron a la caza de los mercantes hasta que el San Felipe, más ligero y maniobrable, entabló combate con uno de los mercantes que respondió con una andanada a la admonición de Francisco Liaño. El Burlandín y el Hermione siguieron con la persecución y, al rato, André dio la orden para que los gavieros treparan por los flechastes hasta los masteleros que debían aferrar para disminuir la marcha del navío; mientras tanto, en cubierta, se preparaban los hombres para halar o amollar las drizas según dispusiera el oficial y, bajo cubierta, las portas se habían abierto y se liberaban los cañones de los bragueros.

A pesar de ser naves mercantes, estaban gobernadas por marinos de los pies a la cabeza y muchos de ellos entrenados en buques de la Armada inglesa por lo que no eran un enemigo desdeñable; de hecho, se disponían a vender cara la piel. André se cuidó de la maniobra del barco para deslizarse por la aleta de babor del enemigo, mientras que Clem se ocupaba de los artilleros.

Habían cargado los cañones con palanquetas, siguiendo las instrucciones de desarbolar la nave enemiga. El barco mercante abrió fuego primero y, mientras la bala sólo cortaba algunos aparejos, oyó la voz de Clem gritar la orden de fuego. La nave se estremeció por el retroceso de los cañones detenidos por la guindaleza. Las cuadrillas de cada cañón se movieron al unísono, limpiaron con esponja y cepillo el ánima, e introdujeron una nueva carga que empujaban hasta el fondo con el atacador. Los marineros de apoyo, una vez terminada la operación, halaban del braguero y con ayuda del espeque lo colocaban de nuevo en posición de disparo. Cuanto mayor era el entrenamiento, mejor era la eficacia de los artilleros y la rapidez de carga. Los grumetes se preocupaban de acercarles los cartuchos de pólvora y de reponer agua en los cubos para refrigerar los cañones.

Aunque saltaron cabos de la jarcia firme y de labor, no habían causado grandes daños al enemigo, por lo que recibieron una nueva andanada de los ingleses cuando les llegaron a la amura, e hicieron blanco, liberando astillas como proyectiles por doquier.

Observó a Estébanez, quien permanecía en su puesto con la calma que precede al combate, pues se hallaban en los prolegómenos. Se sonrió al recordar cómo resbalaba sobre la sangre de la cubierta del San Felipe el Real.

Una vez rebasado el enemigo, se concentró en la maniobra de viraje.

—¡Nuevas órdenes del San Luis! —gritó el piloto.

—Guevara ordena el abordaje —confirmó don Alonso—. ¡Esa artillería —gritó a los de abajo—, quiero barrida la cubierta antes del abordaje! ¡Spínola, organizad la fuerza de asalto!

 

Don Alonso calculó que, para arrimarse a la nave enemiga, antes debía favorecer la descarga de los cañones para que no los disparasen cuando estuvieran casi juntos los barcos y causaran daños irreparables. Así que los engañó con una barrida de cubierta desde lejos a la que respondieron, nerviosos, los oficiales del mercante. Nada más sonar la andanada, sin reparar en los daños, dio la orden de la guiñada que los situó a un palmo de la nave enemiga. El teniente Spínola dio orden de lanzar garfios para emparejarse con la otra nave y evitar que se separasen al tiempo que, desde las cofas y los obenques del Burlandín, los francotiradores evitaban que éstos fuesen retirados disparando a los que lo intentaran.

Don Alonso vio a André que se preparaba para el abordaje y no le gustó el asunto. Lo que menos deseaba era que su primo se jugase la piel. En un enfrentamiento individual tendría alguna posibilidad, pero en uno multitudinario, ninguna. La reducción del campo visual izquierdo lo convertía en un blanco perfecto. Así que decidió darle una orden con testigos, para que no pudiera rechazarla sin caer en rebelión contra su capitán en plena acción de guerra.

—¡Teniente Laver, defended el alcázar!

Y se volvió hacia la toldilla para observar al resto de la escuadra. Imaginó que su primo echaría fuego por el único ojo pero, aunque sólo conocía al duque de Anizy por referencias, no tenía arrojo suficiente para enfrentarse a ese señor en caso de que André sufriera algún percance injustificado. A su modo de ver, el combate no revestía ningún riesgo fuera de lo común y, con los oficiales que llevaba de otras naves, había suficiente personal para realizar un abordaje sin exponer a toda la dotación.

La fragata de guerra se rendía ante el acoso del San Luis y del San Juan. Las naves mercantes no fueron tan valientes como en un principio dieron a entender y se entregaron sucesivamente. Los ingleses siempre temieron el enfrentamiento cuerpo a cuerpo, y más, si era con españoles.

El teniente Spínola se hizo con el mando de la mercante, encerró a la marinería en el sollado y dejó libres a los oficiales en cubierta bajo palabra. Don Alonso destinó una pequeña dotación a la nave apresada para gobernarla hasta Cádiz.

Perdieron dos días en reparaciones, como recuperar jarcias y coser velas. Los cascos de las naves no sufrieron en demasía, excepto los dos navíos de línea que se enfrentaron a la fragata de guerra, a pesar de todo, los desperfectos no fueron de consideración.

Emprendieron la navegación hacia el estrecho y la tripulación se mostró más animada con las presas que llevaban. Don Alonso, más relajado, fue abordado por su primo quien le comunicó la decisión de dejar el servicio de la Armada española y, después de tres años, don Alonso comprendió que echaría de menos a esa pareja tan peculiar, el moreno y el rubio, por los que daría un brazo. Le había caído del cielo un primo que no había visto en su vida y ahora casi perdía a un hermano, pero el estado melancólico de André no correspondía con el carácter abierto y extrovertido del muchacho que conoció, y requería un cambio. Al menos, no le guardaba rencor por la orden que le dio antes del abordaje.

 

André comprobó la maniobra una vez más, pues en el estrecho soplaban vientos muy fuertes. Debía vigilar que la nave no derivara demasiado hacia África, donde los corsarios andaban pendientes de los incautos.

—No hemos estado en Cádiz —dijo Clem a su lado, apoyado en el pasamanos del alcázar—. De allí parten las legendarias flotas a Indias por lo que será una ciudad muy animada.

—Os equivocáis, señor —corrigió Estébanez, acodado un poco más allá—. Es una población humilde, con una escasa fortificación por lo que es asolada frecuentemente por corsarios y escuadras enemigas en busca de falsos tesoros.

—Mi madre partió de Cádiz en la Flota de las Indias hacia Tierra Firme —informó André.

—Mi padre ha sido capitán de Mar y Guerra en un galeón de la Armada de la Mar Océana y, en muchas ocasiones, acompañó a la Flota; sin embargo, Cádiz, por su peligrosa posición, no ha prosperado. Los grandes comerciantes y banqueros residen en Sevilla. Conozco bien Cádiz, he vivido muchas temporadas en el pasado y, actualmente, hasta que termine mis estudios, en la Escuela de Guardiamarinas.

—¿Cómo puede ser un puerto tan importante y carecer de la protección debida?

—La dejadez de los Austrias, dice mi padre —continuó Estébanez—, y la falta de visión práctica. Pero ahora hay mucha expectativa con el futuro de Cádiz. El intendente Patiño se ha fijado en la ciudad y, además de trasladar la Casa de Contratación, ha creado la Escuela de Guardiamarinas. Tengo entendido que están estudiando la posibilidad de fortificar seriamente la ciudad y de crear unos astilleros, pues los del norte son insuficientes.

—Estáis muy informado de los planes políticos —observó André.

—Mi padre trabaja en la Secretaria de Despacho —aclaró Estébanez.

—¿Hace mucho que no lo veis? —preguntó André.

—Va a hacer el año. Me escribió antes de que embarcase en Barcelona y me contó que estaría ocupado con una importante misión para el marqués de Bedmar.

—Ese nombre me suena, creo que mi padre lo conoce —dijo André más animado—. ¿Qué haréis en Cádiz?

—He de presentarme en la Escuela, como el señor Pedro Mesía. Al menos, llegamos con las manos llenas de aventuras y de experiencias que otros, menos afortunados, no habrán tenido en la Carrera de las Indias. La mayor parte de los viajes son bastante aburridos.

—Recuerdo cuando embarcamos por primera vez —rememoró Clem nostálgico—. Todas nuestras expectativas se hundieron en un mar respetuoso y amable durante una travesía aburrida.

—No tan aburrida —corrigió André sonriendo—. Volvimos locos a Sébastien y al viejo capitán Duboisson.

Los días eran muy cortos en el mes de noviembre y ya caía el sol cuando avistaron Cádiz. Quedaba atrás la bahía de Algeciras con el Peñón de Gibraltar recortado en el horizonte. Delante se abría la bahía gaditana que les ofrecía el refugio y el abrazo amoroso de la madre patria.

Rodearon la península en la que se ubicaba la ciudad y se guiaron por el faro para entrar al resguardo de la rada. André avisó al capitán Utiel, que descansaba en el camarote, para que participase del recibimiento de los gaditanos a la escuadra, que volvía con la cabeza alta gracias a las presas hechas al inglés. Los curiosos se agrupaban en los muelles y André observó la verdad que había en la descripción del joven Estébanez.

El capitán Utiel se reunió en tierra con Baltasar de Guevara, jefe de la escuadra, mientras que los presos eran desembarcados y conducidos a la Cárcel Real y las autoridades elaboraban una lista con los nombres de los oficiales para enviarla a Londres junto con la cuantía que se exigía de rescate.

A André le había correspondido la primera guardia, por lo que recibió a don Alonso a su regreso.

—Solucionado el asunto de las naves apresadas —comentó en voz baja cansado—. Uno de vuestros genoveses me asaltó con este recado para ti. —Le entregó un pliego—. Mañana hablaremos.

Se retiró y lo dejó a solas con el pliego. Le dio la vuelta y, a la luz del farol de posición, distinguió el sello de su padre en el lacre. La sangre se le alteró y respiró hondo. ¿Estarían todavía en España? ¿Volverían a verse? ¿Cómo lo recibirían? Habían pasado cuatro años, una vida cuando miraba atrás. Dio un par de vueltas más al pliego antes de decidirse a romper el lacre. Le sorprendió la brevedad de la carta, pues su padre no era avaro ni con las palabras ni con las noticias.

«Querido André:

Os esperamos en la Casa de Pilatos en la ciudad de Sevilla. Si por alguna circunstancia no pudieseis llegaros hasta aquí, hacérnoslo saber para desplazarnos nosotros. Extended la invitación a nuestro querido sobrino, el conde de Utiel, y al guardiamarina don Juan Estébanez.

Tu padre, que te aguarda,

Antoine».

André respiró con alivio al saberlos en Sevilla y que pronto se reuniría con ellos, pero se quedó perplejo ante la insólita demanda de la presencia del joven Estébanez. ¿Cómo conocía su padre la existencia del muchacho? ¿Lo habría citado en una carta anterior? Hizo memoria pero no lo recordó, aunque sí pensó en la posibilidad de que hubiera sido Clem quien deslizara algo de su aventura en el bote en medio del mar; de otra manera, era incomprensible esa deferencia con un joven desconocido para ellos.

El recuerdo del bote lo trajo a la realidad. Él se estaba acostumbrando y olvidaba la pérdida del ojo, pero sus padres lo ignoraban todavía. Le asaltó el temor, no por el rechazo, algo impensable; sino porque habría de revivir la pena y la tristeza en los rostros de las personas que le importaban.

El día siguiente estuvieron ocupados en el abastecimiento de la nave pues adolecían de fruta, verdura y agua potable limpia. Puso a Clem al corriente de la misiva de su padre, y éste le aseguró que no había escrito nada sobre la aventura del bote para no inquietarlos innecesariamente. Así que la invitación a Estébanez quedó envuelta en el misterio. Don Alonso regresó con noticias importantes para ellos.

—Clem organiza los permisos de la marinería y, en cuanto a dejar la Armada española, primero os pondré al día de los acontecimientos y repercusiones políticas de nuestra derrota en Passaro. Estamos en guerra contra la Alianza. Francia no la ha declarado abiertamente pero vuestro regente, el duque de Orleáns, ha promulgado un decreto en el que insta a todos los franceses a dejar el servicio a Felipe V, tanto por mar como por tierra. El rey Felipe V ha respondido aceptando a todos aquellos que quieran permanecer bajo bandera española y asegurando que se respetarán los efectos que se posean en el territorio español.

André y Clem se miraron anonadados. ¿Tomaría Francia partido por la Alianza? Nunca habían sido amigos de Austria ni de Inglaterra.

—¿Cómo vamos a luchar junto a los pérfidos ingleses tras la cobarde victoria que han obtenido? —objetó Clem escandalizado.

—¿Eso quiere decir que os quedáis en la Armada? —inquirió don Alonso esperanzado.

—Por mi parte, preferiría no luchar en ningún bando —declaró André cauto—, de todas formas, he de considerar cómo afectará a mi familia. Continuar en España y luchar contra mi país significaría perder mi nacionalidad y mi patrimonio.

—Acepto la invitación de tu padre —declaró don Alonso—. Tengo demasiado interés en conocerlo como para dejar pasar por alto semejante oportunidad. Voy a buscar pasajes para Sevilla en alguno de los barcos que zarpen mañana río arriba. La escuadra permanecerá veinte días por lo menos reparando y avituallándose para la próxima empresa. Allí tomaréis la decisión y, sea cual sea, no afectará las relaciones familiares, ni la amistad —expuso don Alonso—, eso está por encima de los intereses de las naciones.

Embarcaron en un jabeque español junto a Estébanez, quien había recibido carta de su familia en la que le informaban de que se encontraban en Sevilla. Se felicitó ante la casualidad y había enviado un mensaje a su padre la tarde anterior en la que le comunicaba la invitación de un duque francés, padre de su primer oficial. Salieron al mar y costearon hasta la punta del Perro, que señalaba la desembocadura del Guadalquivir. Nada más doblar el cabo se asentaba una pequeña población: Sanlúcar de Barrameda. A partir de ahí, se remontaba el río que bajaba con tierra fangosa y que depositaba grandes aluviones que formaban, a su vez, una barra de arena traicionera que obligaba a maniobrar a los navíos. El paisaje era una marisma interminable en la que encontraban refugio muchos tipos de aves y lo convertían en un paraíso para un estudioso de la ornitología.

—Me parece un sueño este lugar —comentó André—. He oído hablar tanto de todo esto a mi madre.

—Y no sólo a tu madre —puntualizó Clem—, hemos leído mucho sobre la ruta de la Flota de Indias.

—La ruta por la que llegaban los galeones cargados de tesoros —enfatizó don Alonso, avivando la imaginación de los jóvenes.

—¿Coincidiremos con alguna flota de ésas? —preguntó Clem esperanzado.

—¿En noviembre? No —negó  categóricamente don Alonso dando al traste con las ilusiones.

Guardaron un silencio casi religioso mientras contemplaban las marismas que se extendían a ambos lados del río. La temperatura era agradable a pesar de que no lucía el sol, escondido tras la nubosidad, y de ser invierno. La navegación era sinuosa para evitar los arenales o zonas de escaso calado y un marinero en la proa iba cantando la profundidad. Al llegar a Coria, don Alonso les anunció la proximidad de Sevilla. André sintió un hormigueo por todo el cuerpo, originado por la ansiedad y la emoción de conocer la ciudad en la que su madre había nacido, de la que había oído hablar desde niño. Por sus venas corría alborotada la sangre, sangre sevillana que reconocía su lugar de origen. Pronto hollaría el suelo de la ciudad más famosa por sus tesoros, por su mercado, por el sol, y en donde la suntuosidad árabe se mezclaba con la cristiana.

—¡Mirad! —exclamó Clem también excitado.

En medio de la llanura, sobre un meandro que trazaba el río, se asentaba la ciudad amurallada y alrededor se extendían los barrios periféricos. Las numerosas embarcaciones que recorrían el río se apartaban y dejaban paso a las naves de mayor calado y con más dificultades para maniobrar. A la izquierda, frente a Sevilla, se desplegaba el barrio de Triana, tan populoso como la ciudad. A la derecha, distinguieron los aserraderos del astillero donde se cortaban cuadernas y tablazones de barcos y, detrás de éstos, la iglesia de San Diego. Rebasaban la desembocadura del Tagarete, a los pies de la Torre del Oro, cuando el cielo se abrió y dejó que los rayos del sol se filtrasen e iluminaran gradualmente la ciudad, quedando bien marcada la línea de luz que avanzaba sobre la sombra y que confería a la población un áurea de irrealidad al ojo del pintor que André albergaba dentro. Era un halo de luz hiriente que sajaba como un cuchillo y desvelaba, poco a poco, lo que ocultaban las sombras al viajero.

La nave remontó el río en busca de un lugar para atracar entre los numerosos barcos abarloados, con la proa o la popa dirigida al Arenal sobre el que se asentaban las graveras con las que allanaban los caminos, las tiendas y puestos de venta de todo tipo de productos. Los ciudadanos recorrían a pie, a caballo o en coche, según la posición social, la larga extensión extramuros en la que bullía la vida.

Don Alonso, buen conocedor de la ciudad, les explicaba lo que se mostraba a sus ojos.

—Ésa es la puerta de las Atarazanas y aquella de más allá la del Aceite. Allí la Iglesia Mayor, construida sobre la antigua mezquita. Destaca por la torre, la Giralda, de la que están muy orgullosos los sevillanos.

—He observado que aquella comitiva nos sigue desde tierra —interrumpió Clem—: son tres coches y unos cuantos jinetes de escolta.

—Seguramente sean los duques, con mi madre y don Pedro —ratificó don Alonso.

André, con la emoción de ver Sevilla, había olvidado momentáneamente a sus padres. El estómago se le encogió de pronto: cuatro años separados. Buscó en su bolso y sacó la cajita de los ojos, vació su cuenca del que llevaba puesto y lo guardó junto a los otros.

—¿Qué haces? —preguntó Clem preocupado.

—Voy a ponerme el parche. Creo que es mejor ser claro con este asunto. El ojo de cristal está bien cuando se sabe.

—Estoy de acuerdo —medió don Alonso—, el cristal produce una sensación extraña para el que no esté al corriente.

Se aproximaban al puente de las Barcas cuando el jabeque viró para alcanzar la orilla, más despejada por esa parte. Estaban casi frente a la puerta de Triana, cuyo camino conducía al puente que cruzaba al barrio del mismo nombre. Durante la maniobra observaron que la comitiva se detenía, los jinetes descabalgaban y que de los coches se apeaban hombres y mujeres a los que no se distinguía a causa de la distancia.

—¿No veis a vuestro padre? —le preguntó Clem a Estébanez.

—Seguramente no habrá podido acudir —lo disculpó el joven guardiamarina—. Mi padre no se halla en Sevilla por placer, cumple una misión para el gobierno, según tengo entendido. Nunca es claro con sus deberes, no le gusta dejar constancia por escrito de esos temas.

—Es discreto —alabó don Alonso.

Todo quedó en el olvido en cuanto oyeron al capitán dar la orden de subir a cubierta el equipaje de los pasajeros. Don Alonso gritó a una de las barcas que pululaban por el río para que los llevase a tierra. Descendieron Estébanez y Clem para acomodar el equipaje en el bote y después don Alonso y André, que se despidieron del capitán.

Según se acercaban a tierra, distinguieron a François, Sébastien y Jerôme, quienes se habían adelantado para ocuparse del equipaje. Los hombres se mostraron tímidos ante los muchachos, ya convertidos en hombres y desconocidos tras cuatro años de ausencia, pero Clem, que reventaba de alegría, se abalanzó sobre ellos, los abrazó y exigió nuevas.

—¿Cómo estáis? ¿Qué sabéis de mis padres? ¿Qué tal el viaje por España? —preguntaba como un loco, sin dejar tiempo para una respuesta congruente.

—Se te distinguía a una legua de distancia, sigues tan rubio como siempre ¿o es que lo tienes blanco del miedo que has pasado? —se chanceó Sébastien, complacido de la espontaneidad de Clem a pesar de ser un oficial.

Sin embargo, François y Jerôme se mantuvieron en su sitio. André notó la mirada escrutadora y especulativa de François sobre él.

—Con vuestro permiso, señor, cargaremos el equipaje en los coches.

—Imagino que os dirigís a mi primo, el conde de Utiel —dijo fríamente André y se apartó para dejar espacio a don Alonso—, porque, en caso contrario, tendrás que explicarme en qué momento he pasado de ser André a ser señor.

André advirtió que sus palabras de fingida ofensa habían conmovido al viejo marinero de su padre, quien adelantó una mano, pero André, en lugar de estrechársela, lo abrazó como a un hermano.

—Según vos es un momento, según nosotros han sido cuatro años. Salisteis siendo chiquillo y volvéis como hombre y como primer oficial, con el mismo rango que vuestro padre ostentaba cuando lo conocí —dijo François emocionado.

—Nos aguardan junto a los coches —interrumpió don Alonso nervioso.

Se encaminaron los cuatro hacia los carruajes. Los nervios y la emoción empañaban la claridad de visión de André y la distorsionaba el exceso de humedad en el único ojo. Sintió la imperiosa necesidad de tocarse el parche, pero el orgullo se lo impidió. Entre gente que desconocía, distinguió a su madre apoyada en el brazo de su padre. Una muchacha, de cabello castaño y vestido oscuro, se separó de un hombre alto y delgado y echó a correr, perdiendo la compostura, hacia ellos. La chica llenó su campo visual y la vio llegar flotando, con la alegría, la sonrisa y el amor en un rostro perfecto y limpio pero, en el último momento, lo esquivó y se entregó al abrazo de Estébanez, quien la elevó por encima de él riendo. André suspiró y echó de menos un amor entre los brazos, pero pronto quedó en el olvido la escena.

La mirada arrebolada de su madre le dijo todo: su amor y su dolor. Avanzó unos pasos y lo recibió entre los brazos. André se entregó a ella como un niño, reconoció su aroma, recordó su suave piel, se estremeció con el sonido de su voz. La abrazó y se preguntó, una y otra vez, por qué huyó, qué buscaba, si lo había encontrado, si había merecido la pena. Debía algo más que una disculpa a su madre.

—Te he echado mucho de menos, madre —acertó a decir con la voz estrangulada por la emoción.

—Y tú has estado en mis oraciones y en mi pensamiento siempre —contestó entre lágrimas Mariana—. Hijo mío, ¿qué te han hecho? —preguntó con cariño, tocó el parche suavemente con sus dedos de seda y, sin esperar contestación, lo besó.

—Madre, no sientas lástima por mí —rogó André.

—¿Lástima? Haría falta más que un parche en un ojo para nublar el día más feliz de mi vida. Quiero mimarte —declaró y lo abrazó una vez más.

Por encima del hombro de su madre distinguió a su padre, quien aguardaba ligeramente apartado. Se separó con suavidad de su madre y se enfrentó al duque.

—Señor —e hizo una reverencia con la que reconocía su jurisdicción sobre él—. Padre, te agradezco el recibimiento que me dispensas después de mi falta de consideración al separarme de tu lado.

—André, aunque haya sido por carta, ya hemos hablado del asunto y, para mí, quedó zanjado. Bienvenido y bendito seas —dijo Antoine y lo abrazó. Cuando se separaron, Clem estaba su vera.

—Excelencia —e hizo una reverencia—, os presento mis respetos.

—Eres oficial de la Armada, vuestros padres estarán tan orgullosos como todos nosotros.

—¡Oh, Clem! ¡Cómo has crecido! —exclamó la duquesa y lo achuchó como a un hijo más—. ¡Cuánto te pareces a tu padre!

—Os presento a mi hijo don Alonso, conde de Utiel —dijo doña Inés al tiempo que se aproximaba junto con don Pedro.

Continuaron las presentaciones durante un rato y André se apartó para conocer al hombre del que tanto había oído hablar desde la niñez.

—Señor, aunque es la primera vez que os veo, os puedo asegurar que os conozco desde niño. Ni mi madre ni mi tía Carmen os han olvidado en sus conversaciones ni en sus oraciones.

—Si eso es cierto, no entiendo por qué no me tuteas —respondió don Pedro, quien le abrió los brazos.

—Reconozco los rasgos de Carmen, pero no los de mi madre.

—Tu madre mejoró la belleza de la suya, que en paz descanse. ¿Qué te inquieta?

—Nuestro joven guardiamarina conversa con ese hombre y la muchacha que lo saludó tan efusivamente. ¿Han llegado con vosotros?

—Estébanez es un alto dignatario del gobierno al servicio de vuestro padre y se aloja en la misma casa. Pero ya te irás informando de todo, ahora parece que vamos a retirarnos.

Efectivamente, su padre daba instrucciones para partir de allí. Los Estébanez ocuparon un coche; don Pedro y doña Inés con don Alonso otro; y ellos el tercero. Cuando el carruaje arrancó, en su intimidad, oyó la ansiada pregunta de labios de su padre.

—¿Dónde fue? ¿En Passaro?

André asintió.

—¡Dios mío! Ha sido muy reciente —suspiró su madre y se echó adelante para tomar su mano.

—No te preocupes, madre, Clem te sustituyó muy eficientemente —bromeó incapaz de soportar la angustia que reflejaban los ojos de miel.

 

Don Fernando los vio abandonar el Arenal. Regresaba de Triana cuando le llamó la atención el numeroso grupo y los coches con escolta. Reconoció a su hermano y a sus hijas y se detuvo para indagar la razón de tanto despliegue. Habían desembarcado unos oficiales de la Armada y se quedó a presenciar el recibimiento. A juzgar por los abrazos eran personas allegadas las que acapararon toda la atención, incluso la escolta se relajó.

Se caló bien el sombrero para evitar que se le viera la cara y se aproximó lo más posible, sin llamar la atención de los soldados. Al mayor de los oficiales lo reconoció pues era igual que su padre, el conde de Utiel; el del parche era muy apuesto, la versión joven del acicalado y remilgado duque de Anizy; pero el del pelo blanco, que contrastaba con la tez morena, le rindió el corazón: era un dios escandinavo. Cuando su hija lo abrazó se preguntó quién sería: ¿un hijo de Carmen?

Cuando abandonó a las tres mocosas en Sevilla, nunca imaginó que pariesen tales maravillas de hombres. Los abrazos iban y venían. Su hermano Pedro entabló conversación con su nieto. Su nieto. Aquella era su familia, sus hijas, sus nietos, pero los disfrutaba Pedro. Sintió la envidia, el rencor, el odio. Él había cargado con el patrimonio familiar: un caserón de piedra sin valor en Olvera, un título sin dinero y una mujer sin espíritu, cuya apariencia no denunciaba la facilidad con la que había fecundado. Pocas noches compartieron e, inexplicablemente, nacieron tres niñas lloronas. Tal era su beatitud y su rigidez durante el acto que más parecía aquello un sacrificio que un encuentro amoroso. Para él sí que fue un calvario y, en cuanto falleció, se sintió liberado.

Decidió dar rienda suelta a sus pasiones y se dedicó a vivir la vida. A los vicios, decía Pedro. Pero necesitaba dinero para vivir como él quería y un noble no trabaja. Eso no lo entendió el burro de su hermano, quien estudió, consiguió el puesto de Veedor de la Flota y se hizo cargo de las tres lloronas.

Ahora se hacía viejo y debía procurar por su futuro, y sus hijas se lo iban a facilitar. Siguió el camino por el Arenal hacia la puerta de Triana. Había un hombre de la sierra que vigilaba la casa de Santa María la Blanca. El plan se hallaba en curso, le quedaba la espera del cazador: temple y paciencia.