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Génova, mayo de 1718.

El asfixiante calor de mediodía lo despertó. El arañazo continuo de una pluma sobre el papel atacaba su sensibilidad auditiva. Abrió un ojo y distinguió a su primo don Alonso, conde de Utiel, sumergido en la escritura. La respiración acompasada de Clem, que dormía, transmitía sosiego. Llevaban una semana en Génova, alojados en casa de un hermano de Francesco Lomelin, el socio y amigo de sus padres. Allí habían coincidido con Stefano, el hijo mayor de Francesco y profesor, en ocasiones, de André y sus hermanos, con quien habían estudiado contabilidad, derecho mercantil, cambio de moneda y otras materias por el estilo. La escuadra del marqués de Mari, con la que habían participado en la conquista de Cerdeña y de la que formaban parte, se encontraba fondeada en el puerto. Esa misma mañana había llegado la orden de zarpar en dos días para reunirse con el resto de la Real Armada en Barcelona. Según su primo don Alonso, capitán del Burlandín, en el que navegaban André y Clem como primer y segundo oficial respectivamente, había una nueva contienda en perspectiva. La Farnesio y Alberoni no desistirían de su empeño en recuperar los estados italianos perdidos en el tratado de Utrecht.

André rememoró el año en el que él y Clem habían huido de casa con tan sólo dieciséis años. Anteriormente, la aventura de cruzar el Atlántico en las naves de su padre los atrajo pero, tras varios viajes sometidos a un intenso aprendizaje por parte de Percy, el piloto del viejo capitán Duboisson, y bajo la estrecha vigilancia de Sébastien, decidieron aventurarse por su cuenta y riesgo. Las paredes del salón del château de Anizy relataban las hazañas de sus padres y ellos querían vivir las propias con sus tiernas mentes inflamadas en hechos heroicos. Se alistaron en secreto bajo las órdenes del duque de Berwick, quien se dirigía a España para apoyar a Felipe V en el asedio de Barcelona en 1715. La ciudad se rindió, pero ellos no volvieron a ser los mismos. No encontraron la gloria, ni los hechos heroicos, ni virtud alguna en aquella carnicería que era la guerra. Con las ilusiones destrozadas acordaron que Clem escribiera al duque, simulando que lo hacía a espaldas de André, quien no se atrevía a dar la cara hasta saber cómo respiraría su padre. Con aquella cobardía suya cargaría toda la vida. ¡Qué poco conocía a su padre! El duque de Anizy respiró, pronto y fuerte. El duque de Berwick los mandó buscar. Desconocía que estaban bajo sus órdenes ya que él no se hacía cargo de los reclutamientos. Había recibido una carta del duque de Noailles en la que se le explicaba que eran trasladados a la Real Armada española: el barco sería el Burlandín, capitaneado por el conde de Utiel. Pasaban del ejército francés al español por el acuerdo de colaboración entre las dos naciones soberanas con el grado de Tenientes de Fragata. Su vida mejoró notablemente, pues el mar lo llevaban en las venas.

Conoció a la hermana española de su madre: la tía Inés, tan distinta y tan parecida, quien lo recibió con los brazos abiertos y con una carta del duque de Anizy que le entregó. El único reproche que se le hacía en ella era la falta de noticias, y le indicaba que contactase con los genoveses de cualquier puerto, tanto para enviar correo como para solicitar dinero, con la total seguridad de que sería atendido. Se sintió avergonzado, pues no sólo no lo reprendía sino que le tendía una mano. Resarció a su padre con una larga carta en la que exponía las razones de tan adolescente comportamiento y lo rápido que le había enseñado la vida. Congenió con su primo don Alonso, unos años mayor que él y ya casado, pero condescendiente y poco severo con los líos de faldas de André y Clem. El conde de Utiel había cumplido treinta y un años, no destacaba por su estatura, aunque era agraciado de rostro, de piel curtida por la intemperie y pelo oscuro, y proclive a la sonrisa. En lo profesional encajaron perfectamente pues don Alonso había crecido sobre la cubierta de un barco hasta que falleció su padre de unas fiebres, al igual que André y Clem, quienes habían vivido en los barcos de la compañía de su padre.

—Creí que todavía dormías de lo quieto que estabas —lo sacó don Alonso de sus recuerdos.

No se había dado cuenta de que la pluma se había detenido. Don Alonso lo miraba fijamente desde su silla.

—No creo que me gustara ser capitán, si llegase el caso. No soy buen escribano. Llevas un buen rato ahí sentado.

Don Alonso esbozó una sonrisa.

—He aprovechado para escribir a Juana. Voy a ser padre —añadió con una abierta sonrisa.

—¡Enhorabuena! —exclamó André y se incorporó.

—¿Qué ocurre? ¿Se hunde el barco? ¿Por qué gritáis? —preguntó Clem adormilado.

—Don Alonso va a ser padre —informó André.

—Espero que mi madre esté satisfecha y deje de acosarme de una vez —suspiró  don Alonso.

—¡Vas listo! Reza por que sea niño y sano, si no…otra vez a empezar —vaticinó Clem.

—No seas pájaro de mal agüero —lo reprendió André a la vez que tocaba madera.

—Soy realista —refutó Clem.

—Tienes razón —admitió don Alonso—. Encontrará la excusa para volver a perseguirme. Quiere niños por todas partes. Lamenta que a ella sólo le diera tiempo de concebir tres antes de la muerte de mi padre.

—¡Qué extraño! Ahora que lo pienso, mi padre no apremia a mi hermano Antoine y es el primogénito. Reconozco que tengo unos padres muy raros. En las ocasiones en que los acompañábamos a Versalles, no nos atrevíamos a hablar de ellos con otros niños porque nos miraban con la boca abierta. Tardé en comprender que los duques no eran muy normales.

—Las cartas que he leído del duque me parecen propias de un hombre muy equilibrado —contradijo don Alonso.

—Y lo es —ratificó André con vehemencia—, por eso es raro. Si vieras la de tipos raros que pululan entre la nobleza francesa, por no citar a los locos…

—Lo peor, a mi modo de ver, son los matrimonios concertados —opinó don Alonso—. Hemos tenido la suerte de que nuestros padres se quisieran. Nuestra infancia ha sido diferente.

—Esos matrimonios son el salvoconducto para los inestables, ociosos e inútiles con título y dinero que no pueden conseguir una mujer por sus propios medios.

—¡Quién fue a hablar! El vizconde de Brancourt —recordó Clem.

—Yo no utilizo mi título para llevarme a nadie a la cama —negó André ofendido—. Mi físico y mi labia las dejan aturdidas.

André se parecía a su padre y había heredado el mismo color de ojos, sin embargo, los gestos y el carácter eran de la familia materna. Le gustaban las artes como a su tía Carmen con quien compartía el mismo carácter díscolo e independiente, los ademanes eran suaves y la mirada cálida como la de su madre. La vieja tía Éléonore decía que era una mezcla de ambos progenitores, demasiado bien realizada para la tranquilidad de las mujeres.

—Es cierto. Pero la fama te precede. Toda Génova habla de ti —declaró Clem y lo ridiculizó con una mirada de arrobo.

—Sé justo, Clem —intervino don Alonso.

—¡Menos mal! Alguien me apoya —suspiró aliviado André.

—Toda Génova, no. Sólo las mujeres —concluyó don Alonso con una risotada.

—Por cierto, ¿cómo nos acercaremos al baile de esta noche? —preguntó Clem.

—Iremos con Stefano —contestó don Alonso—. Él se encargará del coche.

—Me vestiré, pero no creo que asista. No quiero robaros las mujeres —se chanceó André.

—Me basto y me sobro —se jactó Clem.

—Por supuesto, las dejas anonadadas con tus canas prematuras —le devolvió la pulla André.

—En cuanto se enteran de que no son canas, todas quieren enredar sus virginales dedos entre mis sedosos cabellos rubios —bromeó Clem.

Había heredado no sólo la llamativa altura y la complexión de su padre, sino también una melena tan rubia que parecía blanca. Clem no era un hombre al que las mujeres olvidaran fácilmente. André se había acostumbrado a que lo identificasen como su compañero allá donde fuera, por lo que no resultaba muy discreto ir con él en algunas ocasiones.

—¿Qué piensas hacer entonces? —indagó don Alonso.

—No lo sé. Decidiré sobre la marcha —respondió André con desgana.

—No os preocupéis, don Alonso, vuestro primo tiene un ataque de melancolía. Ya ha sufrido algún otro —le advirtió Clem—. Lo mejor es dejarlo a su aire hasta que se le pase.

—Vamos a vestirnos. Se nos echa el tiempo encima —concluyó André, quien no quería ser el centro de la conversación.

 

Bianca se encontraba sentada en el tocador. Mientras la doncella terminaba el peinado, ella contemplaba su rostro en el espejo. El cabello oscuro y la tez morena delataban el origen latino y, en medio de una cascada de tirabuzones, destacaban los ojos, tan profundos como la noche. A sus dieciséis años se le presentaba toda una vida por delante, pero no era dueña de ella. Dependía de su padre y estaba obligada a obedecerlo y, si todo resultaba como su progenitor anunciaba, encontraría un marido adecuado que decidiría, a partir de entonces, sobre su vida. No era libre. Nunca sería libre.

La doncella terminó y Bianca se puso de pie. Se arregló el vaporoso y escotado vestido. Su padre no había escatimado medios, quería que brillara en la fiesta del Palacio Ducal. Se volvió para coger el echarpe que le entregaba la doncella y el crujido de la floreada seda le llenó los oídos.

—Llegaré tarde, Simona. No me esperes levantada —ordenó a la doncella.

Bajó presurosa las escaleras hacia el salón donde aguardaban sus amigas. Habían quedado en reunirse un poco antes para cotillear y llegar todas juntas al Palacio. Aunque era hija natural del marqués de San Felipe, era aceptada entre la oligarquía de la ciudad.

Su padre pertenecía a una noble familia sarda de ascendencia valenciana. Se educó en España y fue nombrado por el rey Carlos II gobernador militar de Cerdeña. En uno de sus viajes diplomáticos conoció a una bella napolitana, hija de un comerciante, pero él ya estaba comprometido con otra mujer, con el dinero que le proporcionaría el enlace además del ascenso político. A favor de su padre podía alegar que se hizo cargo de ella en cuanto su madre falleció de unas fiebres. La llevó a Caller con su familia y allí creció, alternando las clases con un preceptor y el caballo, la espada y el mar con los salvajes de sus primos. Era lo que más echaba de menos desde que su padre la había requerido junto a él: el ejercicio físico. El deber que le había impuesto su progenitor era muy duro a pesar de que ahora disponía de unas semanas de libertad en Génova. Lo más difícil era mentir. Nadie conocía su verdadera dedicación. Para sus amigas había pasado unos meses en Caller, ya que volvía a pertenecer a España. No había levantado sospechas esa impostura, pues todos conocían la activa participación de su padre en aquella empresa del año anterior.

Irrumpió en el salón en el momento en que Caterina Spínola estaba hablando.

—La señora Ferrari ha perdido la cabeza por él. ¡Oh! ¡Bianca! —exclamó al tiempo que se levantaba para saludarla—. Estás magnífica. Los aires de Cerdeña te han sentado muy bien.

—Vosotras también estáis preciosas —devolvió el cumplido y lo amplió a Lucía Doria y a Camila Lomelin—. Me tenéis que poner al día de los chismes de la ciudad.

—El mejor entretenimiento en estos momentos se encuentra alojado en casa de Camila —aportó solícita Lucía.

—Es cierto, pero no me gusta cómo lo trata el comadreo de la ciudad. Es amable, ocurrente, instruido…

—…y guapo, guapísimo —interrumpió Caterina—. Creo que es moreno, de porte varonil y con unos ojos…

—…lo que se cuenta de él se lo han inventado —terminó Camila.

—Eso lo comprobaremos esta noche. Todo el que es alguien en Génova acudirá a la fiesta. Me muero de impaciencia por conocerlo. Nos lo presentarás ¿verdad, Camila? —demandó Caterina ansiosa.

—¿Quién es ese dechado de virtudes que tanto os excita? —preguntó Bianca.

—El vizconde de Brancourt —se apresuró Lucía a informarla—. Es francés, aunque navega en un barco español cuyo capitán es primo suyo. Igual lo conoce tu padre porque intervino en la conquista de Cerdeña con la escuadra del marqués de Mari, que ahora se halla anclada en el puerto.

—¿Y cómo es que se aloja en vuestra casa? —se interesó Bianca, más por cortesía que por otra cosa.

—Por mi primo Stefano ¿recuerdas? Una parte de la familia reside en Laon, en Francia. Ellos mantienen relaciones comerciales muy estrechas con la familia del vizconde. Debemos corresponder.

La última frase se perdió en el aire. Todas eran hijas, primas o hermanas de comerciantes. Las relaciones comerciales de la familia eran sagradas y vinculantes para todos sus miembros. Gracias a ello, sobrevivían.

—Y entonces ¿qué nos retiene aquí? ¿Por qué no vamos a conocer esa maravilla de hombre? —acució Bianca.

—¡Bien! ¡Así se habla! —exclamó Caterina excitada— ¡Cuánto te he echado de menos! ¡Vamos a comernos el mundo esta noche!

Entre risas, bromas y pequeños gritos, salieron de la casa del marqués de San Felipe y, en el carruaje de Lucía Doria, se dirigieron al Palacio Ducal. Bianca se dejó arrastrar con la alegría de sus dieciséis años: quería vivir, sentir, reír en compañía de sus amigas.

El Palacio Ducal era un edificio imponente de tres plantas con enormes columnas pareadas que separaban los ventanales, y con el cuerpo central ligeramente adelantado al resto del edificio. La verticalidad estaba frenada por largas balaustradas en el segundo y tercer piso, éste último profusamente decorado con esculturas. Una larga alfombra les dio la bienvenida y las condujo al interior donde la fuerte iluminación las deslumbró. Mientras los ojos se acostumbraban, dejaron sus prendas de abrigo a los criados.

Bianca reconoció algunas caras: los Spínola, los Grimaldi, los Pallavicino, los Doria, los Veglio… Hablaban y bebían con la sonrisa en la boca, pero ella sabía que Génova era un polvorín a punto de estallar. Durante la guerra de sucesión por el trono español habían conseguido mantenerse neutrales. Aquel tanto había sido de Francisco María Grimaldo, quien había conseguido limar asperezas con Felipe V de España. Luego, entre 1715 y 1716, Austria se atrevió a violar la neutralidad genovesa y seis mil soldados entraron hasta Novi y suspendieron de su cargo al senador Rolando Ferrari por oponerse a sus designios. Los austriacos querían introducir sal de Cerdeña a la Lombardía y construir almacenes para tal fin en el arrabal de San Pedro de Arenas. Clemente Doria fue enviado a Viena para rescatar la neutralidad con dinero. Aquello supuso un duro golpe para los prohombres genoveses, no por el dinero en sí, sino por la vejación y por la fea realidad que evidenció: Génova estaba desamparada ante los desmanes de las grandes potencias. Su padre, el marqués de San Felipe, como embajador de Felipe V, prometió ayuda de España, pero ellos no se atrevieron a aceptarla. Necesitaban apostar por el ganador para sobrevivir, pero ninguna de las potencias había despuntado todavía.

—¡Bianca! ¡Espabila! —la jaleó Caterina—. Estás demasiado seria.

—Allí está el primo de Camila con los forasteros, pero no parece que ninguno de ellos sea el famoso vizconde —advirtió Lucía.

—¿Quién es el hombretón de pelo blanco? —preguntó Bianca impresionada.

—Es el segundo oficial y es rubio, no cano —informó Camila satisfecha.

—Nunca había visto nada igual —aseguró Caterina.

—Pues cómo será el vizconde para destacar sobre su segundo —alabó Lucía.

—Vamos, Camila, acerquémonos, saludas a tu primo y, con la excusa, nos presentas —animó Bianca.

Bianca siguió a su amiga que estaba visiblemente sonrojada. Los hombres ampliaron el círculo cuando las vieron llegar y alegraron el gesto ante las presentaciones. El primo de Camila y el conde de Utiel eran hombres casados y visiblemente más mayores que el fornido y sonriente rubio. Fue este último quien les informó de la deliberada ausencia del vizconde y, con toda desfachatez, se ofreció a ocupar su lugar.

—Aunque sólo sea uno, puedo entreteneros y divertiros a todas, pero me ganaría la desaprobación de los jóvenes que os contemplan apostados en aquella esquina. ¿Por qué no nos acercamos a ellos y dejamos solos a estos dos señores aburridos?

—Los tenemos demasiado vistos y uno de ellos es mi hermano. Preferimos las novedades —decidió Caterina.

—Me parece muy poco leal —recriminó Clem—. ¿Qué pensaríais si la novedad fuese una deslumbrante mujer y pasaran de vos porque os han visto demasiado?

—Es extraño que un hombre piense en los demás —expuso Bianca—; a no ser que esté deseando quedase a solas con una determinada mujer.

Durante las presentaciones y la plática, Bianca había observado el inexplicable nerviosismo creciente de su amiga Camila. Eran su familia y sus invitados, luego no era lógico, a no ser que le gustara el segundo oficial. Bianca se fijó más en él. Una vez superada la impresión de la altura y del pelo, tenía un rostro agraciado, con una expresión dulce cuando sonreía a pesar de su mandíbula cuadrada. Era una mezcla extraña que se iba definiendo en agradable según lo oías expresarse.

—¿Tanto se me nota? No he querido ser grosero en absoluto —se disculpó Clem con una sonrisa.

—Decidnos, ¿quién es ella? —demandó Caterina curiosa.

—El nombre de una dama nunca saldrá de mis labios. Los asuntos entre un hombre y una mujer son asuntos de dos.

—Cada vez que digo algo, sólo consigo una reprimenda de vuestra parte —se quejó Caterina.

—No he querido reprenderos, no soy quién. He defendido mi privacidad. ¿Vos no soñáis con alguien?

—No tengo remilgos en decíroslo: con vuestro primer oficial —contestó Caterina sin recato.

—¡Caterina! ¡Pero si no lo conoces! —exclamó Lucía escandalizada.

—Os hacen señas —llamó la atención Clem—. Será mejor que nos acerquemos o tendré que batirme en duelo con alguno de ellos por acapararos toda la noche.

Efectivamente, los jóvenes estaban impacientes por contactar con ellas. Habían preparado una fuga a La Lanterna y animaban a las chicas para que participasen.

—¡Qué van a decir mis padres! —se alarmó Lucía.

—Te reñirán como a todas, pero nada más. Es una fuga colectiva por lo que no perderemos nuestra honra —explicó Caterina divertida—. Será mejor que escuchar las lecciones del señor De Brest —agregó despectiva.

—No te vas a librar porque a mí me gusta la sensatez con la que habla. ¿Nos acompañaréis, señor oficial? —le rogó Bianca decidida a ayudar a Camila.

—Si no soy rechazado, me agradará vuestra compañía —respondió el joven y miró abiertamente a Camila.

—Por supuesto que no sois rechazado —rebatió enérgicamente Bianca, ya segura del terreno que pisaba, aunque Camila se mantuviera callada y ruborizada—. Es que algunas somos tímidas para expresar nuestros deseos.

A medianoche, las jóvenes se deslizaron, con la mayor discreción, hacia la puerta, donde los chicos las esperaban con los coches ya preparados para la escapada. Aquella hazaña iba a ser sonada. Estaba lo más granado de la ciudad envuelto en la fuga por lo que las consecuencias no serían tan terribles, pensaba Bianca para sus adentros. Ninguno de los jóvenes se atrevería a tocarlas, incluso algunos eran hermanos, como Marco Lomelin y Pietro Spínola. Nerviosas, recuperaron sus capotes y echarpes y salieron al exterior sin mirar atrás. La noche era cálida, el mes de mayo se encontraba en todo su esplendor. Los coches, guiados por los muchachos, corrían por las estrechas calles de Génova, rebasaron las murallas y siguieron el camino de la costa hasta el faro, la Lanterna como lo llamaban los italianos, una torre de diecisiete metros de altura que se divisaba desde cualquier punto de la ciudad.

Detuvieron la carrera al pie del faro y se apearon entre risas, gritos y bromas. El grupo era numeroso, pero bien organizado. Marco Lomelin había pensado en todos los detalles. Extendieron una pieza de tela de algodón, que alguno había conseguido, e invitaron a las muchachas a sentarse. Habían llevado viandas y bebida en grandes cestas.

—¡Mirad que luna! —gritó Pietro Spínola, tumbado y mirando al cielo.

Las muchachas se movían y cuchicheaban ansiosas y divertidas entre ellas. Bianca se había sentado junto a Camila y buscaba, en medio de la oscuridad, al rubio oficial francés. Lo vio junto a Marco Lomelin.

—Oye, Camila, voy a dar una vuelta.

—Te acompaño —se ofreció rápida Camila.

—No, no será necesario. Voy a buscar a alguien para que me guarde el sitio.

—Te lo guardo yo —insistió Camila.

—Estoy segura de que te agradará más la compañía que te busque.

Bianca se levantó y se dirigió hacia los dos muchachos.

—Perdonad que os interrumpa pero Lucía Doria pregunta por vos, Marco —mintió descaradamente—. No os preocupéis por vuestro amigo, no se quedará solo —añadió con intención.

Afortunadamente, Marco picó el anzuelo y se fue en busca de Lucía con una sonrisa risueña.

—Me parece eficaz, pero descarado vuestro gesto —rió Clem.

—No os fieis, no lo hago por mí, sino por vos. ¿Acaso no os agradaría la compañía de mi amiga Camila? —El muchacho acusó el golpe para satisfacción de Bianca—. Pues queda mi puesto libre junto a ella porque no pienso volver a ocuparlo. Sería muy desconsiderado de vuestra parte dejarla sola en medio de la noche.

—Sois muy observadora —repuso Clem ya recuperado—. ¿Cómo podré devolveros el favor?

—Si surgiera la oportunidad, ¿me presentaríais a vuestro invisible amigo, ése por el que todas suspiran tanto?

—Si no lo conocéis, ¿qué interés os mueve?

—Curiosidad y malicia: quiero que todas me envidien cuando me vean hablar con él —se sinceró Bianca riendo.

—Está hecho, pero no sé si habrá tiempo. Zarpamos pasado mañana.

—Pues me deberéis una en la próxima ocasión en que coincidamos —concluyó Bianca y se alejó al amparo de la oscuridad.

Descendió por un camino abierto entre las rocas hacia el mar. A mitad de la pendiente se abría un espacio más ancho a modo de mirador, en el que algún solitario pensador había tallado un asiento de piedra. Se acercó a él pero no se sentó. Últimamente tendía a la soledad, buscaba el silencio, se había acostumbrado a la tranquilidad que proporcionaba la vida del convento, aunque no la deseara. Pero el sosiego le permitía ordenar las ideas, imaginar, planear. ¡Qué hermosa noche! ¡Qué luna tan grande! Tenía razón Pietro. A lo lejos, dentro de la bahía, se distinguían los faroles de posición de las naves fondeadas, a sus pies se oía el rumor del oleaje al chocar contra las rocas…Cerró los ojos…y el olor a mar penetró en su cuerpo.

—Bella noche, tan bella como vos —dijo a sus espaldas una voz que la sobresaltó.

Se volvió y buscó en la oscuridad. Un poco más arriba que ella estaba un hombre sentado. Lo descubrió por su camisa blanca, que resplandecía a la luz de la luna, pero no distinguió sus rasgos. Su primera idea fue pedir auxilio.

—No os sobresaltéis —le dijo el extraño sin moverse del sitio—. Llevo un rato observándoos y no os he hecho daño ni lo pretendo. En realidad, somos dos almas gemelas.

—¿Y por qué habéis esperado a mostraros? —indagó Bianca. Echó de menos el puñal, pero acudía a una fiesta por lo que había quedado guardado en su habitación.

—Era demasiado bonito el cuadro para que vuestros gritos y vuestros ruidosos compañeros lo desbarataran.

—Sois muy osado, señor. No somos almas gemelas —lo reprendió Bianca.

—Seguramente no, pero esta noche los dos sentimos lo mismo, por eso hemos buscado la soledad.

—Sois muy pretencioso cuando declaráis que conocéis mis pensamientos —rebatió Bianca más tranquila. El extraño no se había movido del sitio, sus palabras eran pausadas y el tono conciliador.

—Estoy enamorado de la vida, la luna me atrae, el mar me llama, la noche me envuelve, la brisa me acaricia. Aquí puedo oír los latidos de mi corazón, los pensamientos fluyen, las ideas toman forma. Me gustaría que el alba no rompiera el encanto de la noche.

—¿Sois poeta? —se burló Bianca.

—¿Os atrevéis a negar que sentís lo mismo? —la retó el hombre.

Con los sentidos despiertos Bianca analizó la voz. Era grave y envolvente, transmitía confianza, seguridad. Pronunciaba bien el italiano, pero no era su lengua materna. Quizá español.

—No —contestó y volvió a mirar hacia el mar una vez segura de que no corría peligro—, pero vuestras palabras son de un romántico soñador, mientras que mis pensamientos discurren por caminos más reales. La vida es algo muy serio y duro.

—¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño y los sueños, sueños son —recitó la voz.

—No estoy de acuerdo con Calderón de la Barca —refutó Bianca impresionada por los conocimientos del hombre—. Es real, tangible y, en ocasiones, dolorosa.

—¿Veis cómo somos dos almas gemelas? He presenciado la cara fea de la vida, los cuerpos destrozados de compañeros muertos por una bala de cañón, por un hacha de asalto. Sangre, dolor y muerte. Por eso nos refugiamos en noches como ésta.

Oyó moverse al hombre y Bianca se volvió. Descendió despacio y despreocupado hasta el rellano en el que se encontraba ella. Sólo distinguía la blanca camisa, el brazo del que colgaba la casaca militar y la mano que sostenía el sombrero. Estaba de espaldas a la luna por lo que su rostro quedaba en sombra.

—Cualquiera huye de lo horrible. Es un sentimiento humano. Sigo sin encontrar esa afinidad de la que hacéis gala —denegó Bianca nuevamente.

—Que no hay nadie más aquí. Sólo nosotros dos sentimos lo mismo y disfrutamos de la noche de la misma manera y al mismo tiempo. ¿Por qué habéis escapado de la fiesta? ¿Por qué no estáis con vuestros amigos arriba?

A Bianca le llegó el aroma de azahar que desprendía el hombre. ¿Se habría acicalado para la fiesta? ¿Lo conocería ella?

—¿Habéis acudido a la fiesta de Palacio? —indagó recelosa.

—No. No sé quién sois si es lo que os inquieta, pero vuestras ropas lo denuncian a gritos.

Oyó la risa del hombre.

—Sois muy sincero. ¿Decís a cualquier extraña lo que pensáis?

—Es una buena terapia para no acabar loco. Decir lo que se piensa a una extraña que nunca se ha de volver a ver es liberador. Os invito a intentarlo. Mi barco zarpará en dos días, vuestros secretos quedarán a salvo, en alta mar.

Bianca se sonrió ante el descaro del forastero.

—¿Por qué creéis que tengo secretos?

—Porque sois humana, porque sois mujer. ¿Qué atormenta el alma de una muchacha como vos?

—Primero vos —rogó Bianca, desconfiada e interesada a la vez.

—Os complaceré, aunque yo os lo demandé primero.

El hombre calló y volvió el rostro hacia la lejanía por lo que Bianca pudo verle el perfil en el que destacaba una nariz recta. Discretamente se había aproximado a ella, era ancho de hombros, de cabello oscuro y le sacaba una cabeza.

—Lamento profundamente no haber escuchado a mi padre, aunque reconozco que esta aventura ha sido aleccionadora. Lamento no haber encontrado al amor de mi vida, ése que quita el sueño, que te impide respirar, que te obliga a odiar la vida si no es correspondido…

—…el que te deja sin aliento, el que te hace llorar —le interrumpió Bianca arrastrada por la tristeza de las palabras del hombre—. Yo también tengo miedo de no sentirlo —reconoció Bianca y se giró hacia el hombre, quien se agachó y la besó fugazmente en los labios. Se retiró tan rápidamente como se había abatido sobre ella. Hubiera llegado a imaginar que lo había soñado si no hubiera sido por el calor y la impresión que había dejado en ellos.

—Señor, intentáis seducirme con vuestros juegos sobre sentimientos —lo acusó airada.

—En absoluto —rechazó el hombre. Se sentó en una roca—. Vos tampoco lo creéis así puesto que no habéis salido corriendo. Tomad asiento —la invitó el truhán—. La noche es larga y me gusta la conversación.

—Creo que voy a volver con mis amigos. Me deben de echar de menos —pretextó Bianca no muy convencida. A ella también le resultaba agradable el encuentro.

—Vuestra excusa resulta muy endeble. No oigo gritar vuestro nombre. No me negaréis que estáis disfrutando con una noche… ¿distinta?

—Sois muy hábil embaucando.

—Y vos cruel con vuestras palabras. Primero seductor y ahora embaucador ¿qué vendrá después?

—Me habéis robado un beso.

—¡Ladrón! —dijo el hombre, exagerando su escándalo.

—¿Os burláis de mí? —inquirió Bianca molesta.

—Señora mía, nada más lejos de mi intención, pero permitidme que me defienda. Un seductor miente ¿he faltado a la verdad? Un embaucador engaña ¿dónde está la falacia? Y no he robado nada puesto que nada vuestro tengo, más bien yo os he regalado de forma espontánea un beso mío que todavía no me habéis agradecido.

—¡Cielo Santo! —exclamó Bianca entre asombrada y divertida—. Vuestra desfachatez no tiene límites, aunque he de admitir que sois ingenioso.

—Yo lo llamaría desesperación, pero no viene al caso una explicación. ¿Vais a compartir conmigo el asiento o todavía me teméis? —la retó de nuevo el hombre.

Bianca, muy digna, recogió el hipotético guante y se sentó junto a él. El aroma de azahar se volvió más presente.

—¿Por qué estáis desesperado?

—Porque en unos días comenzará de nuevo el calvario: sudor, pólvora, sangre, gritos, dolor y muerte. ¡Cuántas vidas desperdiciadas! ¿Y para qué?

—¿Para defender a la patria? —aventuró Bianca, convencida de la evidencia.

—¿Qué patria? Que yo sepa mi gente no está en peligro —rebatió el hombre.

—Pero habrá unos intereses —argumentó Bianca desconcertada.

—¿De quién son esos intereses? ¿Del pueblo? El pueblo sólo suspira por la cosecha y en seguir viviendo.

—Entonces, ¿por qué sois soldado?

—Por estupidez. Antes os dije que lamentaba no haber escuchado a mi padre.

—¿Vais a desertar?

—¿Desertar? ¿Por quién me tomáis? —tronó la voz del hombre—. Cumpliré con mi deber hasta la muerte —anunció más calmado—. No malinterpretéis mis palabras. No apoyo la guerra ni las razones de los soberanos, pero no abandonaré mis deberes.

—No fue mi intención insultaros —se disculpó Bianca—. En realidad me encuentro en una situación parecida. Tengo un deber que cumplir, pero tampoco creo en él.

Un relámpago blanco denunció la sonrisa del hombre.

—Al final somos almas gemelas.

—Al final conseguiréis que piense como vos, encantador de serpientes —reconoció Bianca divertida.

Los gritos que la llamaban desde arriba los interrumpieron. La estaban buscando; ya se retiraban.

—¡Estoy aquí! —gritó Bianca para que cesaran en su búsqueda—. ¡Ya subo!

—¡Bianca, date prisa! ¡Tenemos que volver! —se oyó la voz de Camila.

—Se acabaron los novillos —constató el hombre.

—Sí, veremos cómo se toman nuestras familias la escapada —dijo Bianca y se levantó para iniciar la marcha. Sin embargo, el hombre se movió con la rapidez y la elasticidad de un felino, le interceptó el paso y, antes de que pudiese reaccionar, sintió los labios del extraño sobre los suyos, pero esta vez se demoró, repasándolos y mordisqueando los bordes para terminar en otro beso más amplio y profundo. Cuando el hombre se retiró, Bianca estaba sin aliento.

—Éste tampoco lo he robado. No os he oído gritar ni me habéis mordido. Lo consideraré como un presente a alguien que se va a enfrentar a la muerte.

—La curiosidad ha sido más fuerte —respondió insegura e inició la subida.

—La sinceridad es preciosa en vos. Lamento haber sido el primero y haberme adelantado al amor de vuestra vida.

—No os habéis adelantado a nadie, pues no habrá amor en mi vida —aseguró Bianca. Continuó alejándose del extraño a la vez que se arrepentía de su asertación, que sonaba como una premonición.

 

André y Clem se hallaban acodados sobre el pasamanos del alcázar. Ante ellos se extendía una legua de mástiles que se balanceaban a causa de la inestabilidad del mar. André no se atrevía a aventurar una cifra de las naves que había allí reunidas, entre barcos de guerra y de transporte. El año anterior, por esas mismas fechas, se reunió una flota similar bajo el mando del marqués de Lede para conquistar Cerdeña, campaña que se solventó en escasos meses. Podría asegurar que eran casi los mismos de nuevo.

Enfrente, una vieja conocida: Barcelona. La primera vez que la vio era un muchacho inexperto y lleno de ideales en 1715. Ahora la ciudad estaba cambiando: en el lado contrario del Montjuich habían tirado medio barrio de la Ribera para levantar una fortificación que llamaban la Ciudadela, bajo los auspicios del conde de Montemar, quien seguramente lideraría la infantería, como en ocasiones pasadas, durante la nueva campaña. Era un buen profesional que meditaba las acciones y valoraba la sangre de sus soldados.

Barcelona ocupaba una estrecha llanura entre las desembocaduras del Besós y el Llobregat, al fondo destacaba una cadena de colinas paralela a la costa que impedía su extensión. Extramuros, una gran torrentera hendía la tierra y separaba la ciudad amurallada del arrabal que se extendía hacia los huertos. Los lugareños la llamaban la Rambla y su nombre se hizo extensivo para el arrabal. A causa de la proximidad de los montes, las ramblas eran una constante por toda la costa.

—Voy a bajar a tierra —anunció la voz de don Alonso a sus espaldas— ¿A quién le toca la guardia?

—A mí, capitán —respondió Clem.

—¿Queréis acompañarme? —le ofreció a André.

André y don Alonso desembarcaron y se encaminaron a la taberna en la que solían reunirse los oficiales de la Armada.

—¡Eh! ¡Los del Burlandín! ¡Aquí! —gritó el alegre capitán Despoix desde una mesa.

André devolvió el saludo con la cabeza y se dirigieron hacia él. Lo acompañaban el teniente de navío Spínola, genovés de treinta y un años, y el joven guardiamarina español don Pedro Mesía de Cerda.

—Volvemos a encontrarnos —dijo el capitán Utiel, a modo de saludo.

—Dilucidábamos sobre los posibles destinos —explicó el capitán Despoix—. ¿Nápoles o Sicilia?

—Me inclino por Nápoles. Es más importante y en Génova, de dónde venimos, lo tienen por seguro. Los austriacos han alertado a Génova y el conde Daun, general del ejército austriaco, está fortificando Nápoles —informó André.

—Puede ser cualquier punto. Los austriacos posicionan tropas por toda Italia —añadió don Pedro—. Sicilia no pertenece al Emperador.

—Pero esta guerra ¿es por el Emperador o por recuperar los territorios italianos? —planteó Spínola—. Si se trata de recuperar territorio, igual puede ser Sicilia.

—¿Y qué más da? En breve sabremos lo que alberga la enorme cabeza de Alberoni —explotó el joven don Pedro entre las risas de sus compañeros—. Además, la peor parte la llevan las tropas de tierra. Nosotros sólo somos el transporte, como en Cerdeña.

—Corren rumores de que los ingleses andan revueltos —comentó Despoix en voz baja, pues Barcelona estaba llena de espías que trataban de averiguar el destino de las tropas.

—No se les ha perdido nada en esta contienda —rechazó Spínola.

—Estáis equivocado —refutó don Alonso—. Estarán allí donde puedan obtener beneficio. Consiguieron Gibraltar y Menorca que, aunque fueron tomadas en nombre del austriaco, se quedaron ellos. Necesitan más.

—Carroñeros —murmuró Despoix con gesto despectivo—. Mañana habrá reunión de todos los capitanes de la flota con el mando. Cuando regreséis a vuestro barco, tendréis la notificación esperándoos —le advirtió a don Alonso—, aunque no nos confiarán el destino.

Al día siguiente, André y Clem aguardaban el regreso del capitán con ansiedad. Cuando subió a bordo, el conde de Utiel los convocó en su camarote. Allí los puso al corriente de la reunión, una vez sentados alrededor de la mesa.

—El almirante será don Antonio de Gaztañeta, un marino de los pies a la cabeza. Con dieciséis años, al morir su tío durante la travesía, trajo de vuelta el barco desde el Caribe. Ahora tiene unos sesenta años, delgado, sobrio en el vestir y de gesto adusto. Ha escrito El arte de fabricar reales y ha sido el Superintendente General de Fábricas y Plantíos de la costa cantábrica. Junto a él se hallaban don José Patiño, el intendente de Marina, y el conde de Montemar que liderará las tropas en tierra junto con el marqués de Lede, a quienes ya conocéis de Cerdeña. Los convocados éramos los jefes de escuadra: el marqués de Mari, don Baltasar de Guevara y don Jorge Cammock; y los capitanes de navío, entre los que conocía a don Fernando Chacón, don Francisco Liaño,  don Francisco Guerrero, don Diego de Torres y don Francisco Cornejo y Vallejo. El primer destino es Caller, donde se reunirá la flota, recalará y embarcará al teniente general don José Armendáriz con tropas de allí. Dejaremos Barcelona el dieciséis de este mes, es decir, en unos días —matizó don Alonso. Se rascó la barba bien recortada.

—Caller no aporta nada sobre el destino final —apuntó Clem.

—La ciudad es un hervidero de espías, no quieren dar pistas —alegó don Alonso—. No os he contado todo, pero el capitán Despoix no iba desencaminado. Terminada la reunión, me quedé deambulando, mientras los botes se arrimaban ordenadamente para llevarse a sus respectivos capitanes. Oí, a mis espaldas, la conversación que mantuvieron el marqués de Lede y don José Patiño: se sabe que el almirante Byng ha zarpado de Spithead hace unos días con una flota de veinte navíos. Lo más curioso es que nadie da importancia al hecho.

—No me gusta. Son demasiadas naves para no tener destino fijo —comentó Clem.

—Lo tendrán, pero ¿cuál será? ¿Apoyar a los austriacos aquí o aprovechar la coyuntura y atacar en el Caribe? —especuló André.

—Por lo que a nosotros se refiere, nos conviene la segunda opción —respondió don Alonso y se levantó para dar por terminada la conversación—. Nos han asignado un guardiamarina de la nueva escuela de Cádiz. Hasta ahora los oficiales procedían del Colegio de Pilotos de San Telmo de Sevilla. Se embarcará en las próximas horas. Nos turnaremos en su adiestramiento.