«V de vencer»
Dar fue invitado a asistir a las detenciones, pero declinó el honor. Tenía cosas que hacer. Oyó los detalles posteriormente.
En Inglaterra, le explicó después Syd, la policía prefiere esperar a que un sospechoso entre en su casa antes de realizar una detención. Existen menos probabilidades de que haya violencia y de que resulten heridos espectadores inocentes. En Estados Unidos, por supuesto, ocurre justamente lo contrario. Con demasiada frecuencia, en Estados Unidos la propia casa es un arsenal y una fortaleza. Los policías americanos prefieren realizar las detenciones en lugares públicos o semipúblicos, aunque controlados, donde el sospechoso, como último recurso, puede ser vencido gracias a una mayor potencia de fuego. La excepción en este caso iba a ser el rancho donde se sabía que los cinco rusos (incluidos Zuker y Yaponchik) se encontraban escondidos y donde el FBI quería atraparlos por sorpresa y vencerlos por la fuerza.
El FBI reclamó su prioridad y su jurisdicción en las redadas que se llevaron a cabo el jueves por la mañana, y como habían muerto tres de sus agentes, nadie se lo discutió. El agente especial Howard Faber de Los Ángeles dirigió personalmente el equipo táctico de dieciocho agentes equipados con cascos y chalecos de Kevlar y armados con metralletas que se dirigió hacia la torre Century City a las 6:48 de la mañana, hora del Pacífico. A James Warren le habría gustado también estar allí, pero se había hecho cargo de la operación de vigilancia y detención de los hombres de la mafia rusa aislados en un rancho, cerca del circuito de Santa Anita. La jefa de investigadores Sydney Olson también se puso un chaleco de Kevlar con la inscripción «FBI» en brillantes letras amarillas, y actuó segunda en mando a las órdenes de Faber en el asalto contra Trace. Como los demás, llevaba unametralleta Heckler & Koch MP-10.
Dallas Trace estaba en su programa en directo de la CNN, Ha lugar la protesta, como de costumbre a las diez de la mañana Hora de la costa este. El agente especial Charles Faber y cada uno de los jefes de su equipo táctico llevaban un diminuto monitor de televisión y fueron comprobando cómo pasaban los títulos del programa, terminaba la música de la cabecera y el presentador de Nueva York (otro antiguo abogado defensor) anunciaba el tema del día y daba la bienvenida a su amigo y colega de California, el famoso abogado defensor Dallas Trace. El abogado de pelo plateado estaba en su lugar habitual detrás de su escritorio, retrepado en su sillón de cuero, con su habitual chaqueta de piel de búfalo, y a través de las ventanas que tenía detrás se vislumbraba la neblinosa mañana de Los Ángeles.
Diez de los agentes del equipo táctico del FBI irrumpieron en la oficina, sacaron a las secretarias madrugadoras, los jóvenes abogados y las recepcionistas de sus cubículos y los reunieron a todos en la sala de recepción exterior, donde dos agentes vestidos con un Kevlar negro hacían guardia. Habiendo asegundo los vestíbulos y las oficinas, dos de los agentes abrieron entonces de una patada la puerta de la sala de conferencias que servía como camerino durante las retransmisiones televisivas. Tres de los cuatro guardaespaldas americanos del abogado Trace se encontraban allí sentados, contemplando el monitor, bebiendo café y devorando dónuts. Se quedaron mirando el equipo táctico con la boca abierta, sorprendidos, y al momento se encontraron tumbados en el suelo, con las manos detrás de la cabeza, siendo cacheados con brusquedad por los miembros del equipo del FBI. Cada uno de los guardaespaldas llevaba al menos un arma de fuego, y el más grandote y duro del grupo llevaba una segunda pistola en una funda a la espalda y un diminuto revólver en el tobillo. Dos de los tres llevaban también unas navajas de hoja larga que estaba prohibido llevar por la calle.
Observando su monitor portátil, seguro de que no se había oído nada en el despacho de Trace, Faber, tres de sus agentes con H&K MP-10 y Syd esperaban en el exterior de la oficina del abogado.
Dallas Trace estaba diciendo, con su acento arrastrado:
—... y si yo hubiera sido el defensor de esos pobres, perseguidos, acosados y hostigados padres, que, obviamente, son completamente inocentes de la trágica muerte de su hija, habría demandado al ayuntamiento de... —cuando el FBI dio una patada a la puerta y los cuatro agentes y Syd entraron con las armas empuñadas.
Los dos cámaras y el técnico de sonido miraron al realizador, para que les dijera cómo actuar. Éste dudó apenas unas milésimas de segundo, y luego hizo un gesto de girar con el dedo que significaba: «seguid rodando». Dallas Trace simplemente levantó la vista hacia los intrusos, abriendo la boca de par en par.
—Abogado Dallas Trace, queda usted detenido por conspiración para cometer asesinato y conspiración para cometer fraude —dijo el agente especial Faber—. Póngase en pie.
Trace continuaba sentado. Trató de hablar, encontrando una obvia dificultad en cambiar de chip desde la supuesta demanda que iba a anunciar a los pobres, perseguidos, acosados y hostigados padres de la niña asesinada, pero antes de que pudiera pronunciar un solo sonido, dos de los hombres de negro del FBI agarraron al abogado por los brazos y le pusieron en pie a la fuerza. Le doblaron los brazos a la espalda y Syd le colocó las esposas.
Después del que fue, probablemente, el período más largo de la vida adulta de Dallas Trace en el que éste permaneció callado, volvió a recuperar la voz... de hecho, rugió:
—¿Qué demonios están haciendo? ¿Tienen acaso una maldita idea de quién soy yo?
—El abogado Dallas Trace —dijo de nuevo el agente especial Faber—. Y está usted detenido. Tiene derecho a permanecer callado...
—¿Callado? ¡Una mierda! —gritó Dallas Trace, y su acento del oeste se vio reemplazado al instante, mágicamente, por un nasal acento de Nueva Jersey—. Dígale a esa puta zorra que me quite las esposas.
Un sondeo posterior mostró que fue ese comentario, pronunciado en directo en un popular programa de la CNN, lo que más contribuyó a que perdiera el apoyo de los potenciales jurados femeninos.
—Cualquier cosa que diga podrá ser utilizada en su contra ante un tribunal —continuó Faber mientras los dos hombres de Kevlar negro le quitaban al abogado el pequeño micrófono, el transmisor que llevaba en el cinturón y el hilo, y luego acompañaban a Trace afuera desde su escritorio—. Tiene derecho a un abogado...
—¡Yo ya soy abogado, imbécil de mierda! —aulló Dallas Trace, escupiendo saliva en todas direcciones—. ¡Soy el abogado defensor más importante de Estados Unidos de...!
—Si no puede pagar un abogado, se le asignará uno de oficio —continuó Faber con toda tranquilidad, mientras los cinco (los tres agentes, Trace y Syd) pasaban junto al pasmado realizador. Los dos cámaras sonreían ampliamente mientras dirigían el objetivo hacia la puerta, donde los otros agentes del equipo táctico esperaban con las armas dispuestas.
Dallas Trace miró hacia las cámaras por encima del hombro.
—¡Greta! —chilló, llamando a la presentadora de la CNN de Nueva York—. Ya lo has visto. Ya has visto lo que me han hecho...
Y Trace desapareció.
El realizador corrió hacia el micrófono todavía conectado y lo puso delante de la cara de Syd.
—¿Por qué ha realizado esta ultrajante detención en medio de...? —empezó el productor.
Pero Syd le interrumpió y dijo:
—No hay comentarios.
Ella y los dos agentes salieron por la puerta.
Aquel mismo jueves por la mañana, seis hombres del FBI y cinco agentes de paisano de Sherman Oaks irrumpieron en casa de Dallas Trace. No hubo resistencia. El guardaespaldas que se había quedado allí para proteger a la señora Trace estaba en la cama con ella cuando llegaron los agentes del equipo táctico del FBI vestido de negro y abrieron de una patada la puerta del dormitorio.
El guardaespaldas se soltó de la presa y las implacables piernas de Destiny Trace, rodó sobre sí mismo, miró la funda de la pistolera y la pistola que se encontraban en la silla a seis metros de distancia, miró hacia los cuatro cañones de H&K silenciados con sus miras láser, que marcaban pequeños puntos rojos en su frente, y levantó las manos.
La señora Trace se sentó en la cama, al parecer resistiendo cualquier tentación de cubrirse los pechos desnudos. La atención de uno de los hombres del FBI debió de desfallecer un instante, porque uno de los puntos de láser recorrió los turgentes pechos de la señora Trace antes de volver a la frente del guardaespaldas.
Destiny Trace frunció el ceño, hizo un puchero y miró al hombretón que estaba con ella en la cama, luego a los apiñados agentes del FBI con sus cascos de asalto, las gafas protectoras y las chaquetas antibalas, miró a los detectives de Sherman Oaks con sus chaquetas de Kevlar, volvió a fruncir el ceño y luego de repente gritó:
—¡Socorro! ¡Que me violan! Gracias a Dios que han llegado ustedes, agentes... ¡Este hombre me estaba violando!
El lunes anterior a las redadas del jueves, Lawrence pasó casi todo el día ayudando a Dar a colocar las nuevas cámaras de vigilancia.
—Esto te va a costar un ojo de la cara... con entrega nocturna y todo lo demás —dijo Lawrence mientras llevaban el primer vídeo, con su batería, los cables y la lona de camuflaje impermeable, desde el Trooper a los árboles que bordeaban la carretera de la cabaña—. Si me hubieras dado un par de semanas, te podría haber ahorrado mil dólares por lo menos con este material
—No lo necesitaré dentro de un par de semanas —observó Dar.
Colocaron la primera cámara en un árbol, junto al camino de grava, a un kilómetro y medio aproximadamente de la cabaña. Era un aparato de vídeo muy sofisticado, del tamaño de un libro de bolsillo, más o menos, con objetivos para zooms y un contro! remoto que la hacía girar. Unos delgados cables corrían hacia la batería de litio y el pequeño transmisor, que estaban ocultos en la base del abedul seco. La cámara de control remoto tenía dos objetivos: uno para usarlo a la luz del día y el otro para amplificar la luz de forma electrónica después de que oscureciera. Este equipo, junto con todo lo demás, le había costado a Dar un ojo de la cara, verdaderamente, aunque en sentido metafórico.
Cuando la cámara estuvo situada adecuadamente, Dar subió a la cabaña y se sentó en su Land Cruiser usando el mando a distancia para hacerla girar, subir y bajar, hacer zooms y cambiar de objetivo. Practicó para encender y apagar la unidad. Comprobó la recepción en su equipo portátil de recepción y control con un monitor de tres pulgadas en blanco y negro. Luego llamó a Lawrence con su teléfono móvil.
—Funciona estupendamente, Larry.
—Lawrence.
—Sube a la cabaña y nos tomamos un café antes de montar las demás cámaras. Y además, te tengo que enseñar una cosa que encontré en el bosque.
Después del café, Dar dejó el equipo de vídeo metido en su caja en la cabaña y se llevó a Lawrence a dar una vuelta. Se dirigieron hacia el este, al furgón de ovejas, pero cortaron subiendo desde el sendero, a través de las rocas, hacia el gran risco que se cernía encima de la cabaña. Desde allí bajaron escondidos por la ladera hasta llegar a un abeto que se encontraba a unos treinta metros por encima de la propia cabaña. Silenciosamente, Dar señaló una gran cámara de vídeo situada en un recoveco camuflado del árbol. La lente de la cámara estaba enfocada hacia la cabaña.
Lawrence no dijo nada, pero inspeccionó aquel objeto con tanto cuidado como un experto en municiones examinaría una mina terrestre. Finalmente, dijo:
—No tiene micrófono. No puede girar ni tiene zoom ni visión nocturna. Es de objetivo fijo, con un ángulo amplio, pero da una buena vista de tu zona de aparcamiento y la entrada a la cabaña. Además, tiene una batería muy potente, una cinta de grabación enormemente larga y casi con toda seguridad la capacidad de grabar la hora, y la antena está muy elevada. Quien quiera que te esté controlando puede grabar varios días en vídeo e ir pasándolo a toda velocidad para ver quién entra en la cabaña y cuándo llega.
—Sí —exclamó Dar.
—Con ese transmisor tan potente y la antena tan alta, podría estar retransmitiendo a varios kilómetros de distancia—continuó Lawrence.
—Eso es —accedió Dar.
Lawrence trepó por la parte baja del tronco,cubierta de savia, y examinó el instrumento de nuevo.
—No es tecnología del FBI, Dar. Es extranjera... Checa, creo. Algo tosca, pero resistente. Supongo que transmiten en formato PAL.
—Es lo que yo me imaginaba —accedió Dar.
—¿Los rusos? —aventuró Lawrence.
—Casi con toda seguridad —afirmó Dar.
—¿Quieres desactivarla?
—No, quiero que sepan dónde estoy —dijo Dar—. Sólo quería enseñártela para que no revelemos nada de nuestro trabajo mientras estemos frente a este objetivo.
—¿Y hay más? —preguntó Lawrence, lanzando miradas de soslayo hacia la moteada luz del día en el bosque.
—Ninguna más, que yo sepa.
—Ya echaré yo un vistazo por si acaso —dijo Lawrence.
—Te lo agradecería, Larry —Dar tenía gran respeto por su experiencia en el campo de la vigilancia electrónica.
—Lawrence —dijo Lawrence, volviendo a deslizarse por tronco abajo como un oso ruidoso.
Tony Constanza había cantado como un canario después de despertarse de la anestesia de la operación, el sábado por la tarde. Aunque su habitación del hospital estaba custodiada por medio docena de agentes del FBI, era obvio que le aterrorizaba que los matones de la Organizatsiya pudieran ir a por él en cuanio supieran que estaba vivo. Constanza debía de suponer que su mejor oportunidad era cantar, y cantar rápido además, antes de que Yaponchik, Zuker y los demás descubrieran dónde le tenían. Era obvio que sentía un saludable respeto por su capacidad letal. También sentía un cierto entusiasmo por pertenecer al Programa de Protección de Testigos y vivir (se había mostrado muy claro en ese sentido) en Bozeman, en Montana.
Constanza decía que no sabía dónde se escondían exactamente los rusos, pero que era «una especie de rancho, solitario, en las afueras del circuito de Santa Anita, en algún lugar pasado el bulevar Sierra Madre... en esas colinas pardas que están llenas de esa mierda de plantas rodadoras». El FBI había ya recibido la dirección a través de un comunicante anónimo (era la dirección de uno de los números de teléfono que Dar había visto marcar a Dallas Trace durante su observación de la casa). Ahora, la vigilancia del FBI rodeó la casa y confirmó la presencia de los cinco rusos.
El agente James Warren asignó veintitrés agentes del FBI para que llevaran a cabo una vigilancia constante del lugar (un rancho con una casa de estilo mediterráneo que se encontraba a un kilómetro del vecino más próximo), a partir de aquel sábado por la tarde. Le dijo a Sydney Olson que hubiera preferido ir allá de inmediato, pero que costaría unos cuantos días obtener las órdenes de búsqueda y arresto para los otros que estaban siendo incriminados por Constanza, y cualquier detención prematura de los rusos pondría en alerta a los demás. Mientras tanto, todos los movimientos que hacían los rusos eran seguidos cuidadosamente por agentes del FBI ocultos en camiones, camuflados como gente de la compañía telefónica o de reparaciones diversas, y mediante la vigilancia por vídeo y por helicóptero. La línea de teléfono de la casa no sólo estaba pinchada, sino que estaba totalmente interceptada. Warren tenía a su disposición veinte agentes más con entrenamiento táctico de asalto que acudirían nada más avisarlos. Los equipos de Pasadera, Glendale, Burbank y el Cuerpo Especial de la Policía de Los Ángeles se habían ofrecido voluntarios para ayudar, aunque no conocían los detalles de la operación.
Las primeras detenciones tuvieron lugar el domingo por la mañana, cuando los detectives Fairchild y Ventura de la Policía de Los Ángeles fueron llamados a despachos separados por la División de Asuntos Internos, les dijeron que entregaran sus placas, sus armas, sus cargadores y sus documentos de identidad, y que se les acusaba formalmente de complicidad con un delito de fraude y conspiración para asesinar a los cuatro agentes del FBI. Ventura fue informado de que la División de Acceso a la Información y el FBI conocían la transferencia secreta de fondos a unas cuentas que acababa de abrir fuera del país, en plazos de 85.000,15.000 y 23.000 dólares. No se habían encontrado transferencias bancarias a nombre del detective Fairchild, pero la investigación seguía todavía en marcha. Ambos detectives fueron interrogados.
El detective Ventura se mantuvo inquebrantable, pero Fairchild se derrumbó. No sólo admitió que Ventura le había obligado a meterse en el encubrimiento del asesinato de Richard Kodiak, sino que dijo que fue Ventura quien rastreó el paradero de Donald Borden y Gennie Smiley en la zona de la bahía, y que les delató ante los rusos de Trace para que recibieran los dos tiros en la cabeza tan profesionales. De acuerdo con el detective Fairchild, Ventura había presumido incluso de que «por otros veinte mil, habría tirado a la basura los malditos cadáveres yo mismo, y lo habría hecho mucho mejor que esos condenados gilipollas». Fairchild admitió, en una declaración firmada, que Ventura se había referido a Dallas Trace como «la gallina que les iba a dar a los dos un montón de huevos de oro», y que tenía planes para realizar más tratos con la Alianza del fraude. Fairchild dijo que Ventura había amenazado incluso con matarle a él si abría la boca acerca de la conspiración.
Ambos agentes de policía fueron puestos bajo custodia. Fairchild negoció un trato con el fiscal del distrito para pedir indulgencia a cambio de aportar pruebas. Ni el FBI ni la policía dieron a conocer las detenciones (ambos hombres fueron conducidos a una casa segura que poseía el FBI en Malibú para ser interrogados extensamente), y todo el mundo que llamaba a la comisaría y preguntaba por cualquiera de los dos detectives recibía la respuesta de que estaban «realizando un trabajo secreto y no se les podía localizar», mientras que todas las llamadas eran sometidas a un seguimiento. Dos de las llamadas procedían de los guardaespaldas americanos de Dallas Trace, y una de ellas incluso de la casa de los rusos en Santa Anita.
Syd expresó su preocupación por la seguridad de Dar ante este mismo durante los cinco días previos a las detenciones previstas de los principales implicados, pero Dar respondió con despreocupación:
—¿Por qué te preocupas? El FBI controla a los rusos, los matones americanos de Trace están vigilados... estoy más seguro de lo que había estado nunca.
Syd estaba demasiado ocupada preparando las detenciones para pasar algo de tiempo con Dar en la cabaña, pero no pareció tranquilizarse, de todos modos.
El lunes antes de las detenciones, Dar y Lawrence habían instalado también cámaras de fibra óptica en la cabaña. Dar eligió dos posiciones, ambas en la pared interior del sur, de modo que los dos objetivos cubrieran todo lo que se veía en la única habitación de la cabaña, excepto los armarios y el baño.
Dar abrió con la llave la trampilla secreta, condujo a Lawrence escaleras abajo y abrió también la puerta del almacén.
—¡Joder! —exclamó Lawrence—. Trampillas, habitaciones secretas... ¿Eres espía, Dar? ¿De la secreta?
—No —dijo Dar, un poco violento por haber mantenido en secreto aquel escondrijo—. Sólo necesitaba un lugar seguro para almacenar algunas cosillas. Ya me entiendes.
—No, en realidad no —dijo Lawrence. Miró en torno de nuevo—. Dios mío, parece la última escena de la primera película de Indiana Jones... aquel almacén enorme lleno de cajas. ¿No tendrás un trineo llamado Rosebud por ahí en alguna parte?
—No —contestó Dar, calmoso—. Tuve que quemarlo el invierno pasado cuando me quedé sin leña. —Condujo a su amigo a través de los pasillos que había entre las cajas, y le mostró el conducto de ventilación cerrado con la rejilla—. Si alguna vez tienes que salir de aquí, abre esto y sal a gatas, Larry. Hay unos sesenta o setenta metros hasta la vieja mina de oro de la que te hablé una vez. Al final sale a una cañada bastante abrupta que hay al este.
Lawrence meneó la cabeza.
—No me convence nada.
—Hay otro juego de llaves arriba —dijo Dar—. Para la trampilla, para esta habitación y los candados de la rejilla... Están en una bolsa de cuero debajo de la bandeja del hielo, en el congelador.
Lawrence volvió a menear la cabeza.
—Vale, pero no quería decir eso. Lo que quiero decir es que creo que no quepo en ese conducto tan estrecho.
Dar miró hacia el conducto, luego a Lawrence, y asintió.
—Bueno, si te quedas atrapado aquí abajo en caso de que las cosas se pongan... desagradables arriba, cierra la puerta de acero y quédate aquí. La habitación está blindada y es resistente al fuego, y el aire procede de la cueva, así que aunque se queme toda la cabaña entera encima de tu cabeza, este lugar seguirá siendo seguro.
—Ajá —dijo Lawrence, que, obviamente, no estaba convencido—. Trudy y yo nos vamos a nuestra casa de Palm Springs el resto de esta semana —dijo—. A menos que me necesites aquí
Dar negó con la cabeza.
—No. Y ten cuidado en Palm Springs hasta que oigas que Trace y los rusos y todos los demás están entre rejas.
Lawrence lanzó un gruñido y dio unos golpecitos en la pistola que llevaba metida en la sobaquera.
Conectaron los dos cables de fibra óptica y el transmisor a la red eléctrica de la cabaña, y luego al generador auxiliar, como refuerzo. Luego colocaron un cable de antena en la pared y lo hicieron pasar hasta el tejado de la cabaña. Después, bajaron desde la cabaña, interponiendo siempre la cabaña entre ellos y el campo de visión de la cámara de vídeo checa que había en la colina, y colocaron la segunda cámara exterior en el tocón quemado de un gran abeto Douglas que había justo donde empezaba la ladera de la montaña. Luego Lawrence volvió a la cabaña mientras Dar cogía el receptor/monitor oculto en la mochila y subía varios cientos de metros por la ladera.
—¿Tienes la imagen? —llegó la voz de Lawrence por el teléfono móvil.
—Sí —afirmó Dar. Cambió una y otra vez entre las cámaras dos y tres. Los objetivos granangulares daban una visión algo deformada de la habitación, pero todo el interior de la cabaña, excepto el baño y el interior de los armarios, era claramente visible en la diminuta pantalla del monitor. Aquellos objetivos no podían girar ni cambiar de posición, pero resultaban muy efectivos aun con una luz escasa.
—Ya sé qué es lo que pretendes —dijo Lawrence, por teléfono.
—¿Ah, sí?
—Sí —dijo el investigador privado—. Estás preparando una inmensa orgía y quieres grabarlo todo.
Dar probó la cámara cuatro. Ésta fue girando arriba y abajo enfocando la colina y todo el trayecto desde el sur hasta la cabaña. Con el objetivo gran angular podía ver varios kilómetros a través del valle hacia el sur, y acercarse a los objetos que se encontraban a cientos de metros de distancia.
La misma mañana del jueves en que se produjo la detención de Dallas Trace, el abogado William Rogers (el abogado de la zona este de Los Angeles que había ayudado al padre Martin a crear los Hermanos de los Desamparados) fue obligado a apartarse de la carretera de camino hacia el trabajo. El abogado salió de su vehículo y bromeó con los agentes de tráfico que iban en el coche patrulla acerca de que no había visto la señal de stop. Entonces los agentes del FBI, del sheriff y de la policía de Los Angeles aparecieron en el lugar.
Rogers fue esposado, se le leyeron sus derechos y se le introdujo en uno de los coches. El agente que estaba a su cargo le dijo a Syd que Rogers empezó a sollozar y a pedir que le dejaran llamar a su mujer, María. Los agentes no le dijeron al abogado que su mujer había sido detenida momentos antes en su oficina del cuartel general de los Hermanos de los Desamparados.
En los hospitales de todo el sur de California, la policía local y los agentes del FBI, acompañados por funcionarios de Inmigración, empezaron las redadas, e interrogaron y detuvieron finalmente a más de sesenta Hermanos de un grupo de más de mil retenidos. Todos los hospitales y centros médicos de California prohibieron el acceso a los Hermanos el mismo día. En los expedientes que tenía María Rogers en el cuartel general de los Hermanos de los Desamparados en el este de Los Ángeles se encontraron los nombres de más de un centenar de tapaderas del negocio de los fraudes a aseguradoras, además de médicos, abogados y colaboradores.
Dar colocó la quinta cámara de vídeo en su terreno el martes. Durante varias horas caminó por hectáreas y hectáreas de terreno que conocía muy bien. Al final se decidió por el mejor nido de tiradores que se encontraba encima de la cabaña, una pequeña zona llana y herbosa protegida por unas rocas bajas a ambos Indos y otras mayores detrás. Echado allí con el rifle Sniper M40 y la mira Redfield, Dar encontró que el alcance (un poco menos de doscientos metros) era tan bueno casi como la vista. Se podían hacer blancos perfectos entre los árboles de la cabaña, la entrada a la propia edificación y la zona de aparcamiento al oeste de la cabaña. El lugar de tiro estaba protegido por las rocas que sobresalían por detrás y por unos empinados declives a cada lado. Era perfecto; demasiado perfecto.
Dar siguió buscando un lugar menos obvio. Lo encontró a menos de setenta metros al noroeste del primero. Este segundo lugar estaba también oculto entre grandes rocas, pero ofrecía sólo un pequeño hueco entre unas piedras, y todo el lugar estaba cubierto de arbustos con pinchos, entre los cuales el tirador y su observador se podían echar boca abajo. El lugar era más elevado que el primero y ofrecía una visión ligeramente mejor, aunque era difícil apuntar desde diferentes ángulos sin exponerse. Los setenta metros o más de alcance no serían un problema para el rifle de tirador Dragunov SVD usado para matar a Tom Santana y los tres agentes del FBI.
A Dar le costó casi tres horas retirarse de aquel lugar sin dejar ninguna huella, volver a desandar todo el camino desde el risco al empinado sendero que conducía por detrás a las rocas del risco, y trepar por la pared de roca casi vertical, de más de treinta metros, hasta un punto que se encontraba en la roca más grande, por encima del segundo nido de tiradores. Allí tuvo que asegurar una cuerda de escalada de Perlon en una roca para bajar haciendo rappel por la empinada pared de la roca hasta un reborde cubierto de arbustos donde podía colocar la cámara de vídeo, ocultarla, ocultar también la batería y el transmisor con la lona impermeable de camuflaje, y luego disimular la larga antena transmisora metiéndola entre las grietas de la pared de roca, hacia la cima.
Entonces volvió a la cabaña y probó el monitor. La imagen no era tan clara como la transmisión de las otras cuatro cámaras, pero se podía ver bien el segundo nido de tiradores desde más arriba y acercar la imagen hasta el primer lugar, el que había encontrado más abajo.
Dar pasó el resto de la mañana caminando por los riscos rocosos y los hondos desfiladeros situados al nordeste de los dos lugares que había encontrado. No se sintió satisfecho hasta que llegó casi el mediodía.
Syd explicó que la principal preocupación del FBI eran los rusos. Les habían demostrado con creces su dureza y su habilidad para matar a larga distancia. Vinieron varios tiradores de primera del equipo táctico del FBI y expertos en asalto desde Quantico. Por la noche, sin armar ningún alboroto, ocho de las casas que rodeaban las colinas de Santa Anita por encima del bulevar Sierra Madre fueron evacuadas y tomadas como lugares de observación o centros de control y de mando para el equipo operativo del agente especial Warren.
Vigilaban todos los movimientos que hacían los rusos: les seguían en coche, les controlaban desde helicópteros que volaban a ocho mil pies con potentes aparatos ópticos, y cuando los cinco rusos condujeron sus dos Mercedes de vuelta al rancho el miércoles por la noche, el equipo táctico constaba ya de sesenta y dos personas. Por entonces, los tiradores del FBI con sus trajes de ghillie se habían ido acercando a 150 metros de la casa por todos lados, gateando con dificultad.
Los tiradores del FBI iban armados con el equipo más moderno que existía: rifles de tirador modificados De Lisle Mark 5, que disparaban munición de 7,62 milímetros en la combinación normal o la subsónica. Aquellos rifles descendían del venerable Remington 700 modelo de cerrojo de Dar, pero habían evolucionado más o menos tanto como los pilotos de la lanzadera espacial respecto a los primeros australopitecos africanos. Las armas utilizaban pesados cañones equipados con supresores integrales («silenciadores», para los profanos) que, cuando se combinaban con munición subsónica, permitían una precisión excepcional a más de doscientos metros. Los rifles no producían sonido alguno, ni siquiera el chasquido de la bala al romper la barrera del sonido.
Montada en cada De Lisle Mark 5 iba una sola mira, ligera e integrada, que comprendía una potente mira telescópica, una mira nocturna intensificadora de la imagen, un rastreador de rayos infrarrojos y un visor térmico. Los tiradores del FBI podían matar a doscientos metros bajo la lluvia y en una noche sin estrellas, a través de la niebla o del humo.
El resto de los, equipos de asalto del FBI iban equipados con cascos de Kevlar, armadura para todo el cuerpo, caretas antigás, gafas con rayos infrarrojos, metralletas con supresión total y miras láser, pistolas automáticas del calibre 45 y granadas de aturdimiento conocidas en el negocio como «piñas». Para el asalto de las cinco de la mañana del jueves, el equipo en cabeza se protegería detrás de una barrera de proyectiles de gases lacrimógenos lanzados a través de todas las ventanas, y usarían un ariete hidráulico para echar abajo la puerta delantera. Entonces entrarían en el edificio los tres primeros equipos tácticos por todas las ventanas y puertas que pudieran del piso de abajo. Esperando en el garaje de la casa más cercana se encontraba un vehículo de asalto completamente blindado con un ariete. Cinco helicópteros estaban destinados también al asalto, y cada uno de ellos llevaba tiradores de primera. Dos de los helicópteros iban equipados con hombres que bajarían con cuerdas y efectuarían un asalto rápido desde el aire.
—No parece una lucha demasiado equilibrada —sugirió Syd Olson al agente especial Warren el miércoles por la tarde.
Warren le dirigió una ligerísima sonrisa.
—Si se convierte en algo remotamente cercano a una lucha equilibrada —dijo—, merezco que me despidan.
Syd asintió y llamó a Dar a su casa para ver qué tal le iba.
A Dar le iba bien el miércoles por la tarde. Había ocupado la mañana trabajando en el almacén de su apartamento (escribiendo sobre el choque mortal de los Gómez y preparando una reconstrucción animada por ordenador de la muerte del abogado Espósito en el montacargas). Habló unos minutos con Syd, le dijo que iba a subir a la cabaña para dormir y recuperarse mientras ella y sus colegas hacían todo el trabajo duro, al día siguiente. Le pidió a ella que tuviera cuidado, le prometió que se verían el jueves y le deseó buena suerte.
Dar había pasado toda la tarde y la noche anterior ajustando la mira de sus dos armas. En la cañada del este de la cabaña (que tenía veinte metros de ancho donde se abría la mina de oro, y se estrechaba hasta menos de veinte colina arriba, en paralelo al lugar donde Dar había encontrado los potenciales nidos de francotiradores), disparó varios cartuchos de municiones tanto con su M40 de cerrojo como con el Cincuenta Ligero prestado.
Dar usó una nueva adquisición, unos binoculares Leica Geovid BDII que costaban 3.295 dólares, y comprobó el alcance con el telémetro de láser incorporado mientras iba colocando blancos a distancias de 100 metros, 300 metros, 650 metros y 1.000 metros. Como la mayoría de los tiradores de la vieja escuela, Dar calculaba mentalmente en yardas y luego lo trasladaba a metros. Estaba encantado de ver que sus cálculos visuales de la distancia del blanco en cada caso no diferían más de un metro y medio de la lectura del láser. El telémetro de los binoculares Leica tenía una garantía de precisión de un metro en cálculos de 1.100 aproximadamente.
Aunque Dar había disparado el M40 (el viejo rifle de caza Remington 700 modificado) ocasionalmente en pruebas de tiro a lo largo de los últimos años, tenía que volver a familiarizarse con el arma. Cuando recibía entrenamiento como marine, de joven, descubrieron que Dar tenía una visión de 20/10, cosa que significaba simplemente que lo que una persona con visión 20/20 veía con absoluta claridad a cien metros, Dar lo veía igual de claro a doscientos. Aunque Dar había decidido convertirse en un marginado gracias al entrenamiento avanzado como tirador, había sido calificado como «tirador de élite» en el campamento de entrenamiento de reclutas de Parris Island. Según la honorable tradición del cuerpo, los tiradores se podían clasificar en tres categorías: «buena puntería», «de primera» y, en casos muy muy raros, «de élite». Dar había sido calificado como de élite al obtener un récord de 317 blancos sobre 330, una distinción tan poco usual que su comandante en jefe le había dicho que sólo una docena de marines le habían igualado desde la Segunda Guerra Mundial. El primer récord de 317 blancos lo había obtenido un marine que se convirtió luego en famoso escritor y biógrafo
Las cualidades necesarias para desarrollar una puntería tan excepcional incluían el control de la respiración, muy importante, una vista extraordinaria, paciencia, habilidad para disparar un arma desde distintas posiciones y habilidad para calcular la distancia, la gravedad, el viento y las peculiaridades propias del arma a cada disparo. Otra cualidad importante, y no debidamente apreciada, era la habilidad a la hora de ajustar el portafusil, algo difícil de enseñar, pero que resultaba natural en el joven Dar. Ahora, casi treinta años después, Dar sabía que su visión se había deteriorado hasta un normalísimo 20/20 para tirar a distancia, pero la comodidad con el arma, la capacidad de ajustar el portafusil adecuadamente sin pensar en cómo lo hacía, la sensación de tener el alcance adecuado y la habilidad para ajustar la mira del arma y disparar con toda facilidad y de forma precisa va estuviera echado, de rodillas, sentado o de pie... todo eso lo seguía teniendo.
Dar puso gran cuidado aquel martes por la tarde al ajustar la mira del M40. Su mira Redfield modificada estaba equipada con retículas de puntos milimétricos así como torreta de elevación y viento. Ajustó la torreta de elevación de acuerdo con los diferentes alcances a los que disparaba, y movió la de viento de izquierda a derecha para compensar los efectos laterales del viento sobre la bala. El «cero» del arma era, sencillamente, la posición requerida para colocar un disparo exactamente en el centro del objetivo en cualquier distancia dada, sin viento. Allí el desfiladero venía en su ayuda, puesto que bloqueaba los vientos reinantes del oeste y permitía a Dar colocar el arma a cero en todas las distancias durante la calma, cuando no soplaba brisa alguna.
Durante el entrenamiento avanzado como tirador en Quantico, y luego de nuevo en Vietnam, Dar había establecido sus propios requisitos de precisión. Disparando con la munición adecuada, como la que estaba usando ahora, Dar no se sentía satisfecho si no conseguía agrupar sus disparos en un diámetro de 20 milímetros a una distancia de cien metros, de 125 milímetros a seiscientos metros y de 300 milímetros (normalmente) a mil metros. El objetivo final no era tan generoso como parecía en un principio, Dar era consciente de ello, porque a una bala disparada con su M40 le costaba aproximadamente un segundo viajar seiscientos metros, y sin embargo dos segundos enteros recorrer mil metros. Dos segundos es una eternidad en la balística. Las variaciones del viento entran en juego en una cantidad de tiempo tan elevada, y si además el blanco es móvil... para qué hablar.
Dar pasó cinco horas el martes disparando el M40 desde las cuatro posiciones (tumbado, sentado, arrodillado y de pie). Se acostumbró a las posturas, se colocó el portafusil cómodamente apoyado, la culata bien apretada contra su mejilla, un punto de «soldadura» o de contacto entre la mejilla y el dedo pulgar en el hueco de la culata de madera, el dedo colocado sobre el gatillo sin contacto con la parte lateral de la culata, la respiración tan pausada que casi resultaba imperceptible. Y entonces cerró los ojos durante algunos segundos. Si al abrirlos de nuevo las dos finas líneas que se cruzaban en la mira telescópica se encontraban todavía centradas con absoluta precisión en el lugar donde había apuntado, sabía que había obtenido por fin la llamada «puntería natural».
Lo que le costó más recuperar fue el control del gatillo. Éste se había convertido en algo natural para él durante su estancia en los marines, pero sabía por las prácticas de puntería que tenía que trabajar mucho para volver a recuperarlo ahora. El control del gatillo consistía en mantenerlo sujeto, aunque relajado, y en el punto adecuado de su ciclo de respiración afinar la puntería y luego apretar el gatillo justo el milímetro adicional necesario sin mover el rifle en absoluto. No era complicado, pero requería concentración, control muscular y control de la respiración.
Habiendo ajustado la mira del M40, Dar se llevó unos blancos a campo abierto, fuera de la cabaña, y estuvo disparando en condiciones de viento. El martes era un día ventoso, y con un viento fijo de 24 kilómetros por hora, la bala se desviaba 11 centímetros del objetivo a doscientos metros, 50 centímetros, cosa bastante molesta, en un objetivo a seiscientos metros, y nada menos que un metro y veinte centímetros en un blanco a seiscientos metros de distancia. Por supuesto, el viento casi nunca era el mismo.
Dar sabía que la nueva generación de tiradores iban a combatir con calculadoras de bolsilllo o (en el tipo de armas más sofisticado) con miniordenadores en la mira, equipada con sensores electrónicos de viento incorporados.
Dar pensaba que eso era una forma de desperdiciar la potencia de la mente humana y de los sentidos. A él le habían entrenado para calcular el viento. Con menos de cinco kilómetros por hora uno apenas sabe si en realidad el viento sopla o no, pero el humo sí se mueve. Las rachas de 8 a 13 kilómetros por hora mantienen las hojas de los árboles en movimiento constante, y Dar sabía diferenciar el sonido de los diferentes valores del viento en los pinos y abetos Douglas que rodeaban su cabaña. El viento que oscila entre 13 y 19 kilómetros por hora levanta polvo y tierra, así como las hojas caídas, y se forman remolinos. Entre 19 y 25 kilómetros por hora, los pequeños abedules del campo se agitaban constantemente.
Dar había sabido instintivamente, ya desde que era un joven marine entrenándose para ser tirador, que la velocidad del viento forma parte sólo en muy pequeña proporción de la ecuación. También hay que tener en cuenta su dirección. Cualquier viento que soplase en el ángulo adecuado hacia su dirección de fuego (desde las posiciones correspondientes a las ocho, nueve, diez, dos, tres y cuatro en punto) era un viento con un valor pleno. Los vientos oblicuos (desde la una, las cinco, las siete, las once en punto) debían ser tenidos en cuenta sólo como de valor medio, de modo que una brisa de 11 kilómetros por hora pero que procediera de la posición de las nueve en punto sólo debía contar como viento de 6 kilómetros por hora, cuando realizaba los ajustes adecuados a su mira. Finalmente, si el viento soplaba directamente a su posición de tiro o bien desde detrás (las seis y las doce en punto) Dar observaba sólo pequeñas incidencias en la bala: una ligera caída en la velocidad si se disparaba contra el viento; un aumento correspondiente en la velocidad con el viento de popa. Como era piloto de planeador, había afinado mucho su percepción de la velocidad y la dirección de los vientos.
Una vez considerados esos factores de alcance y viento (preferiblemente en microsegundos) Dar usaba la antigua fórmula de los tiradores de la Marina para el alcance expresado en centenares de yardas, lo multiplicaba por la velocidad del viento expresada en millas por hora y lo dividía por quince. Dar podía realizar ese cálculo de forma instantánea e instintiva, aun después de todos aquellos años.
Echado y de rodillas en aquel campo cubierto de hierba, a lo largo de toda la tarde del martes, Dar mantuvo el pequeño monitor de vídeo conectado a la cámara uno que tenía activada junto a él, para asegurarse de que nadie se acercaba en coche a la cabaña mientras practicaba. A veces con el traje de ghillie, en otras ocasiones con unos pantalones verdes y una camisa de faena, Dar fue disparando a unos blancos colocados a intervalos regulares y se concentró para conseguir grupos de «minutos de ángulo» (dentro de la superficie de una pulgada cuadrada, a cien metros de distancia). Pero después de alcanzar esos grupos regularmente (en unas condiciones ligeramente ventosas y en todos los alcances preestablecidos) Dar recordó un tema crucial.
«Esos blancos sólo son papeles», se dijo.
El miércoles por la tarde, justo antes de anochecer, todos los hombres del FBI que se encontraban en el perímetro del rancho de los rusos se pusieron en alerta. Por aquel entonces, ocho equipos tácticos de tiradores con trajes de ghillie habían ido arrastrándose hasta unos 150 metros de la casa y por los tres lados de la propiedad, bordeando la calle. Tres de los tiradores estaban escondidos entre la hierba alta a menos de cinco metros del césped recortado.
A las 16:30 llegó la única llamada telefónica del día. Fue interceptada y grabada en las cintas del FBI.
Voz: El traje que llevó a la tintorería ya está limpio, señor Yale.
Voz que se creía pertenecía a Gregor Yaponchik: Muy bien.
El FBI efectuó el seguimiento de la llamada en cuestión de segundos: procedía de un establecimiento de tintorería de Pasadena. Warren hizo que un agente llamase a la tintorería y preguntase si el traje del señor Yale estaba listo ya. El jefe dijo que sí y confirmó que acababa de llamar al señor Yale para informarle de ello. El jefe se disculpó por no poder entregar el traje, pero explicó que la zona del norte de Pasadena no estaba comprendida en su zona habitual de entrega. El agente que había llamado le dijo al jefe que no había problema.
A las 20:10, un camión blanco entró y tres hombres hispanos con camisas grises y pantalones de trabajo bajaron de él. El camión llevaba un letrero de una empresa de jardinería en el costado, y el agente especial Warren tuvo a su gente al teléfono en cuestión de segundos, comprobando con la empresa si la visita era legítima o no. Ciertamente, a aquella hora no parecía demasiado probable.
Pero lo era. La gente de la empresa de jardinería aseguró a los agentes especiales que aquel era su servicio semanal, y que se había retrasado por problemas con el camión y «complicaciones» en casa del anterior cliente. Syd explicó después que Warren estuvo tentado de decir a la empresa de servicios que llamara a su gente y les hiciera salir de allí ya mismo, como alma que lleva el diablo, pero los tres jardineros habían empezado ya su trabajo: cortar el césped, recortar los arbustos y podar un árbol pequeño y seco, y los tres hombres del FBI decidieron que atraería menos la atención si los dejaban acabar. Ya era casi de noche.
Uno de los trabajadores se acercó a la puerta principal y los agentes de la casa, a unos cuatrocientos metros de los rusos, obtuvieron una foto muy clara de Pavel Zuker hablando con brusquedad al jardinero, que asintió rápidamente. Zuker cerró la puerta y un segundo después la puerta del garaje se elevó. En la débil luz, la gente del FBI pudo vislumbrar unos bultos que podían ser sacos de hojas secas junto a los dos Mercedes que había en el garaje.
Los jardineros se dieron mucha prisa (la oscuridad se iba acercando a pasos agigantados) y cortaron el césped rápidamente, hasta sólo unos metros de distancia de los tiradores del FBI que estaban echados en el suelo, bien aplastados, entre las hierbas altas. Uno de los jardineros incluso detuvo la segadora, recogió lo que parecía una herradura y la arrojó en la hierba alta que había tras el césped, y casi le rompió la crisma a uno de los tiradores del FBI.
Casi se había hecho completamente de noche cuando acabaron de segar el césped y podar las plantas, y el FBI observó cuidadosamente cómo desaparecían los tres jardineros en el garaje y reaparecían al cabo de un momento con los abultados sacos llenos de hojas.
—Contadlos —pidió el agente Warren por radio.
—¿Los sacos de hojas secas? —dijo un inoportuno agente.
—No, imbécil, a los jardineros. Aseguraos de que sólo los tres que han entrado en el garaje se meten luego en la camioneta.
—Sí, así es —confirmaron los observadores y tiradores.
Los tres entraron y volvieron a salir, arrojaron los pesados sacos a la parte de atrás del camión y guardaron también otros restos. La luz del porche y unas luces diminutas que marcaban el camino se encendieron automáticamente. Las luces de la casa también se encendieron cuando se alejaba el camión.
—¿Debemos interceptarlos? —preguntó el agente especial que estaba en el perímetro exterior.
—Negativo —exclamó Warren—. Su jefe dice que están haciendo horas extras y que se van a casa desde aquí. Dejad que se vayan.
Los tiradores que estaban en la hierba y los observadores en las casas y los helicópteros que pasaban a gran altura cambiaron a visión nocturna. Todo el mundo habría preferido planear el asalto para las 3:30, cuando los rusos se encontraran mas, adormilados (o mejor, dormidos del todo), pero como debían sincronizarse con las demás detenciones, se había decidido que el asalto no debía comenzar antes de las cinco de la mañana. Warren Syd y los demás habían decidido que valía la pena correr el riesgo de un asalto al amanecer para asegurarse de que Dallas Trace y el resto de personas que estaba previsto detener aquella mañana no oyeran nada en las noticias matutinas.
Dar también disparó la Barrett Cincuenta Ligera durante varias horas el martes por la noche. Era una experiencia fascinante. El rifle iba con un bípode, pero aun así era muy difícil de manejar, porque pesaba catorce kilos y medio sin la mira telescópica y medía un metro cincuenta y cinco centímetros de largo. Un monstruo. Al añadir la mira telescópica M3a Ultra y unas pocas cajas de cartuchos a la carga, Dar se acordó de que tenía mal la espalda.
El miércoles Dar realizó su trabajo en casa, habló brevemente con Syd a última hora de la tarde, cogió la escopeta Remington modelo 870 de debajo de la cama, la cargó, se llenó el bolsillo con munición extra y se llevó la bolsa con la ropa al Land Cruiser. Miró con mucho cuidado a su alrededor en el garaje del sótano antes de encaminarse a su vehículo. Sería muy molesto hacer todos aquellos preparativos para después encontrarse con que un ruso cabreado le disparaba con una pistola del 22 en el garaje de su propia casa.
Pero no lo hicieron.
Dar se metió entre el tráfico. Quería llegar a la cabaña mucho antes de que anocheciera, y lo hizo. Se detuvo en el largo camino de grava que se dirigía hacia la cabaña, y activó las diferentes cámaras de vídeo una por una. Nadie en la carretera, delante.
Nadie en los puestos de francotirador que había por encima de la cabaña. Nadie visible de momento en los campos que había al pie de la cabaña. Nadie en ésta, tampoco.
Dar avanzó el resto del camino, entró las bolsas y algunos comestibles y preparó la cena. Pensó en llamar a Syd, pero sabía que estaría muy ocupada en el centro de operaciones tácticas toda la noche.
«Qué demonios —pensó—. Ya lo oiré en la radio mañana, y lo leeré en los periódicos de la tarde».
Bebió un poco de café.
«Bueno, eso espero».
En algún momento en torno a la medianoche, comprobó de nuevo que las puertas de la cabaña estaban cerradas y apagó las luces. El fuego todavía ardía en la chimenea, llenando la cálida habitación con su parpadeante luz, y Dar había dejado una lámpara de poca potencia encendida en la cocina y otra junto a la cama.
En lugar de irse a la cama, sin embargo, Dar cogió la escopeta y el receptor/monitor, desplazó con sigilo la alfombra, abrió la trampilla y bajó al sótano. Las luces se encendieron automáticamente. Dejó la escopeta apoyada en el muro exterior, abrió la puerta de acero y cruzó el almacén hacia la rejilla de ventilación. Abrió el grueso candado que había allí, inspeccionó el polvoriento conducto con la linterna y luego se metió por él apoyándose en codos y rodillas, recorriendo los sesenta y siete metros y respirando con mucha más pesadez de lo que le habría gustado, hasta que llegó a la segunda rejilla. La abrió también, salió a la vieja mina de oro y encontró el rifle M-40 envuelto en el plástico y la pesada mochila donde los había dejado el día anterior.
Sacó el chaleco antibalas de la Marina metido en la mochila, levantó ésta y se colgó cómodamente el rifle en el hombro derecho. El agua goteaba en el viejo pozo de la mina. Había charcos por todas partes, de quince centímetros de hondo casi todos. Dar los atravesó chapoteando, usando todavía la linterna para ver. Llevaba unas botas impermeables de montaña, los pantalones verdes y la camisa de camuflaje abierta y suelta por encima del grueso chaleco. En el cinturón llevaba el cuchillo de acero negro K-Bar en su funda. Llevaba también el teléfono móvil en el bolsillo de la camisa, pero estaba apagado.
Una vez llegó a la entrada de la mina, apagó la linterna y la guardó, y sacó los anteojos de visión nocturna L.L. Bean. No había luna y el barranco estaba lleno de sombras, pero Dar dejó que sus ojos se adaptasen a la oscuridad de forma natural y mantuvo los anteojos puestos en la frente mientras se abría paso por el desfiladero, luego subía el estrecho sendero por la cara este del desfiladero y continuaba trepando hacia el lugar elegido de antemano.
Era una noche hermosa: pocas nubes, más fresca que la mayoría de las noches de verano, pero perfecta para dar un paseo.
El equipo de asalto del FBI echó abajo la puerta principal del rancho de Santa Anita exactamente a las 5 de la mañana. Unos agentes lanzaron unos proyectiles lacrimógenos a través de todas las ventanas. Otros agentes que estaban en la puerta arrojaron piñas en el salón y se metieron en el interior, con los rayos láser buscando los blancos a través del humo.
El salón estaba vacío. Unos agentes llevaban unas escaleras de mano y otros agentes se arrojaban contra las ventanas del dormitorio, mientras los tiradores del FBI les cubrían. No había nadie en los dormitorios.
El agente especial Warren dirigía el primer equipo de asalto de habitación en habitación en la planta baja, y luego escaleras arriba, hacia el segundo piso. Dos helicópteros aterrizaron en el césped, mientras dos más se quedaban suspendidos por encima, con unos potentes focos apuntando hacia abajo a través del humo que se disipaba y la luz del día, que se hacía más viva por momentos. Los hombres del FBI que iban en los helicópteros dispararon más gases lacrimógenos a través de las ventanas del segundo piso.
Nadie en el segundo piso. Nadie en la cocina. Nadie en el sótano.
Fue uno de los últimos equipos en llegar al edificio el que transmitió por radio la noticia. Había cadáveres en el garaje.
Warren y otra docena de agentes más, todos muy voluminosos con sus armaduras y sus cascos, los anteojos y las máscaras colgando, convergieron allí al cabo de veinte segundos.
Los tres hombres hispanos estaban muertos y sólo llevaban la ropa interior. Cada uno había recibido un tiro en la cabeza.
—Pero sólo salieron tres en el camión anoche... —empezó un joven agente especial.
—Los putos sacos de hojas..., —dijo el agente especial Warren.
—¿Debemos ampliar el perímetro? —preguntó una figura con casco.
Warren se inclinó hacia atrás en el marco de la puerta, poniendo el seguro a su H&K MP-10 con silenciador.
—A estas alturas podrían estar ya en México —dijo, fúnebre.
Sin embargo, al cabo de un segundo Warren ya estaba en la radio, alertando al cuartel general, y autorizaba un helicóptero y búsquedas por tierra para localizar la furgoneta de la lardinería, confirmaba que la Policía de Tráfico, la de Los Ángeles y otras agencias debían ser informadas inmediatamente y autorizaba una caza a nivel nacional.
Enviaron un mensaje desde la casa de Malibú donde se mantenía retenidos a los detectives Ventura y Fairchild. Al parecer a Fairchild, que cooperaba con los investigadores, se le había permitido salir para realizar un breve paseo escoltado hacia la playa, la noche anterior. Los agentes del FBI no sabían que había un teléfono de pago justo al salir de la playa, pero Fairchild se apartó de su vista durante unos segundos para orinar entre los arbustos, y aquella mañana uno de los agentes dio un paseo por la playa y vio el teléfono. Inmediatamente lo hizo examinar para ver si se habían hecho llamadas hacia el exterior desde él.
Y sí, se habían hecho. Se había realizado una de quince segundos a las 16:30. La llamada era para el cuñado del detective Fairchild, que regentaba una tintorería en Pasadena.
—Mierda —exclamó uno de los agentes.
—Mierda, hostia y rehostia —exclamó otro.
—Joder — remachó el agente especial Warren, que no tenía supervisores inmediatos en la escena del crimen—. Apuesto a que Fairchild ha sacado aún más dinero que Ventura... sólo que lo tenía mejor escondido.
—¿Debemos decirle al agente especial Faber y a la investigadora Olson lo de los rusos? —preguntó el agente a cargo del control.
Warren miró su reloj. Eran las 5:22 de la mañana. La detención de Dallas Trace se iba a producir al cabo de más de noventa minutos.
—Faber y su gente están en posición y con silencio de radio —dijo—. Llamaré a Cassio, el agente a cargo del perímetro de seguridad de Century City que cubre la espalda del equipo de asalto, y le diré que vamos a enviar una docena más de agentes de equipo táctico para reforzarle.
—¿Cree que los rusos tratarán de rescatar a Dallas Trace? —preguntó un agente que se encontraba junto a Warren, con los ojos como platos.
El agente especial se echó a reír de buena gana.
—No existe ni la más remota posibilidad. Esos tipos saben que ha saltado la liebre. No van a salir de una emboscada para meterse en otra. Se lo diremos a Faber y al resto de los equipos de asalto cuando acaben su parte. —La voz de Warren perdió todo asomo de humor entonces, y dijo algo muy poco propio del FBI—: Y a ese poli de Los Angeles, Fairchild... ¡lo quiero capado!
Syd recibió el aviso ocho minutos después de que el FBI se hubiera llevado a Dallas Trace y a sus tres guardaespaldas en vehículos separados. Ella estaba de pie en la calle, junto a la torre de oficinas de Century City, muy ocupada limpiándose el sudor que le empapaba el pelo y soltándose las lengüetas de velcro de su chaleco antibalas, pero se detuvo en seco cuando vio el número en el buscapersonas.
Warren explicó la situación en dos frases.
—¡Dar! —exclamó Syd, mirando su reloj.
—Investigadora Olson —dijo el agente especial Warren—, esos rusos no son ningunos aficionados. Nos llevan una ventaja de diez horas. No van a perder el tiempo con ningún estúpido intento de venganza. Probablemente, en estos momentos se encuentren ya en México.
Las palabras que pronunció a continuación se perdieron al gritar Syd:
—¡Mande dos helicópteros del FBI con equipos tácticos a la cabaña de Dar... ahora mismo! —y cerró el teléfono de golpe, recogió su metralleta y corrió a toda velocidad hacia el Taurus que tenía aparcado. No se imaginaba que la transmisión de su teléfono móvil había sufrido interferencias y el agente especial Warren no había entendido nada de lo que acababa de decir.