«M de misterio»

Había tantos policías en el piso de Dar que aquello parecía una tienda de dulces a la salida de un colegio.

El equipo de balística intentaba reconstruir el ángulo preciso de las dos balas que habían atravesado las altas ventanas del lado norte hasta el punto de impacto. Habían clavado a toda prisa unas sábanas y lienzos de pintor en las demás ventanas. En la habitación se encontraban media docena de agentes uniformados y otras personas de paisano. El agente especial Jim Warren era el representante del FBI, y también estaba su ayudante, una mujer bajita y llena de energía. El capitán Hernández, del Departamento de Policía de San Diego, estaba allí también con seis u ocho de sus habituales acompañantes, así como el capitán Sutton, de la Policía de Tráfico de California. Syd Olson y Tom Santana también habían acudido, y estaban sentados en el sofá de piel mirando el rifle colocado sobre la mesita baja.

—Nunca había visto un rifle semejante —dijo uno de los agentes de la Policía de Tráfico de California. El hombre se estaba tomando un café en una de las tazas blancas de Dar.

—Es una versión civil de uno de los rifles que usaría un francotirador de los Cuerpos Especiales.

—¿Sabemos cuál es la marca? —preguntó el capitán Hernández.

—Lo conozco —dijo Tom Santana—. Se presentó en un feria de Seattle hace unos años. Es un Tikka 595 Sporter con una mira Weaver T32.

—¿A qué distancia estaba el tejado? —preguntó el enpi Sutton.

—Casi a setecientos metros hacia el norte —dijo Sul—. Realmente, vi el primer fogonazo y ya estaba de camino antes de que se produjera el segundo disparo —hizo una seña hacia los policías uniformados que tomaban unos refrescos en la zona de la cocina—. Yo estaba vigilando en la colina que queda por encima del edificio, de modo que avisé por radio al coche de policía que había enfrente para que vinieran a ver al doctor Minor mientas yo salía en persecución del asaltante.

—Pero no sabía lo de la escalera de incendios —dijo el agente especial Warren.

—No —admitió Syd—. Subí por la escalera principal y al tejado tan rápido como pude. Vi al sospechoso en el segundo nivel de la escalera de incendios y bajando todavía. Le disparé dos veces, pero fallé.

—Uno de ellos era un disparo de advertencia, supongo —dijo el capitán Hernández, secamente.

—Los disparos consiguieron que el asaltante dejara caer el pesado rifle que llevaba en el contenedor que había debajo de la escalera de incendios —dijo Tom Santana—. Pero luego el hombre llegó hasta su coche y se fue antes de que la investigadora Olson pudiera acceder a la escalera de incendios.

—¿No identificó el coche, Syd? —preguntó el capitán Hernández.

—No llevaba placas de matrícula. Era americano. Compacto. Y se había ido hacía rato cuando bajé por la escalera de incendio.

—¿Falló usted desde tres pisos por encima del asesino —dijo el capitán Sutton—, y en cambio el francotirador acertó en su objetivo desde setecientos metros de distancia... con una llovizna ligera? Increíble.

—No es tan increíble —dijo Syd—. El tirador llevaba un cierto tiempo ahí fuera, esperando a que el doctor Minor encendiera una luz. Incluso había arrastrado dos sacos de arena para crear un ángulo de tiro perfecto. Habrá observado que la cantonera de la culata de madera de esos rifles estilo militar es ajustable... Nuestro hombre tuvo tiempo de ajustar los tornillos de modo que la cantonera quedase levantada, y así pudo obtener la altura perfecta para su ángulo de tiro.

—No hay huellas dactilares —dijo uno de la policía científica.

Syd y los demás dirigieron al hombre una mirada cansada.

—Por supuesto que no —dijo el capitán Hernández—. Estamos tratando con un profesional.

Uno de los expertos en balística se acercó al rifle.

—Es un tiro notable, desde seiscientos ochenta metros. Hemos calculado que el primer disparo iba dirigido exactamente al corazón. Hemos extraído el casquillo de la pared posterior del vestidor. El tirador ha usado cargas de Winchester 748 del cuarenta y cinco.

—Ya lo sabemos —dijo Syd—Todavía quedaban tres cartuchos en la recámara, que admite cinco, al recuperar el arma. No había casquillos en el lugar del disparo.

—Accionadas por cerrojo —continuó el hombre de la policía científica, impertérrito—. Se ha guardado los casquillos de los dos primeros disparos, pero el segundo lo ha efectuado a menos de dos segundos del primero. Y habría atravesado directamente el cráneo del doctor Minor si éste hubiera caído al suelo tal como esperaba. Y además...

—Por favor, ¿quiere dejar de hablar del «doctor Minor» en tercera persona? —dijo Dar, irritado—. Estoy aquí. —Estaba sentado en su silla Eames, vestido con un albornoz verde que no cubría todos los vendajes que le habían aplicado los enfermeros de la ambulancia en el pecho y el cuello por los cortes de los cristales.

—Pero no estarías aquí —añadió Syd—, si el tirador no hubiera apuntado a tu reflejo en el espejo, en lugar de apuntarte directamente a ti.

—Pues qué suerte he tenido —exclamó Dar.

—Sí, muchísima, la verdad —replicó Syd, con aire ofendido—. Si no hubiera sido por esa llovizna y por la niebla que subía del mar esta tarde, esa neblina leve, la mira le habría dicho al tirador que lo que veía era tu reflejo en el espejo y no un blanco de carne y hueso. Aun desde casi un kilómetro de distancia, ese tipo te metió una bala justo en el corazón.

—En el espejo —corrigió Dar—. Son siete años de mala suerte. —Bebió un poco de té caliente e hizo una pausa, mirándose la mano que sujetaba la taza. Le temblaba ligeramente. Qué interesante—. ¿Y por qué estaba usted vigilando ahí fuera, investigadora Olson?

Syd entrecerró los párpados.

—Que no quisieras ayudarnos a coger a esos hijos de puta no significa que te fuera a dejar sin protección.

—Pues no me protegiste demasiado, ¿no? El tipo ha conseguido dispararme dos veces... Por cierto, ¿estás segura de que era un hombre?

—Corría como un hombre —afirmó Syd—. Iba vestido con una cazadora y una gorra de visera. De altura normal, más bien delgado. No le vi la cara, y estaba demasiado oscuro para discernir su raza o nacionalidad.

El capitán Hernández trajo una silla de la cocina y la colocó en el círculo que se había formado en torno a la mesa de café. Apoyó la barbilla en el antebrazo y dijo:

—¿Forma parte del procedimiento normal, investigadora Olson, que los agentes de la oficina del fiscal salgan corriendo detrás de los tiradores solos... sin esperar refuerzos?

Syd le sonrió.

—No, capitán, claro que no. Pero Tom me respaldaba, y él y yo íbamos a hacer turnos durante unas cuantas noches. Estoy segura de que mis superiores en Sacramento me recordarán cuál es el procedimiento adecuado.

—Bien —dijo Hernández—. ¿Y cómo queda la investigación, después de todo esto?

Jim Warren, del FBI, se puso en cuclillas junto a la mesita baja.

—Bueno, no tenemos huellas, no tenemos descripción del tirador, ni la matrícula de su coche, pero sí que tenemos su arma. La mira Weaver no es demasiado inhabitual, pero no se venden demasiados Tikka 595 por aquí. Y aunque en una investigación preliminar no hayan aparecido huellas en los tres cartuchos que quedan en la recámara, quizás el laboratorio del FBI encuentre algo. Suelen hacerlo. Y podríamos seguir la pista a las cargas Winchester 748 MatchKing 8thp... No se trata de una munición vulgar de caza, precisamente.

Hablaron de más cosas. Dar se acabó el té y se quedó medio adormilado, notando todavía el dolor de los cortes y de la inyección antitetánica, pero aun así con sueño. Lawrence y Trudy llamaron a las dos de la mañana (estaban conectados a una red de seguridad) y a Dar le costó mucho trabajo conseguir que no se presentaran allí.

Amanecía ya cuando los últimos policías se fueron. Ahora tenía dos coches sin marcas de la policía de San Diego haciendo guardia, un coche patrulla de Tráfico dando vueltas por allí y, apenas visible, un policía uniformado y con un rifle que se encontraba apostado en el tejado del edificio desde el que le habían disparado, un antiguo almacén que estaba dos manzanas al norte. Dar no creía que el asesino volviera por el momento.

Al final sólo quedaron Tom Santana y Syd Olson. Ambos parecían muy cansados.

—Dar —dijo Syd, poniéndole una mano en la rodilla.

Dar se despertó de golpe. De pronto fue plenamente consciente de la presión de la mano de Sydney Olson, de la presencia del otro hombre y del hecho de que sólo había tenido tiempo de ponerse el albornoz cuando llegó la policía.

—¿Eh?

—¿Cambia algo esto?

—Que te peguen unos tiros siempre cambia las cosas —admitió Dar—. Si esto continúa así, me volveré un hombre religioso.

—Joder, deja de hacer bromitas, hombre. ¿Pensarás en serio en la posibilidad de que te ayudemos? Sería la única forma de garantizar tu seguridad y eliminar a esos hijos de puta.

—¿A todos ellos? —exclamó Dar—. ¿Crees que los puedes pillar a todos? Tom, ¿cuántos tapaderas, toros y vacas y trabajadores sanitarios y otros abogados estaban implicados en la operación vietnamita que desmantelaste hace unos años?

—Unas cuarenta y ocho personas —dijo Tom Santana.

—¿Y contra cuántos de ellos se formularon cargos al final?

—Contra siete.

—¿Y con cuántos acabaste?

—Con cinco... pero eso incluye a ambos abogados, el único médico auténtico de todo el montaje y el principal tapadera.

—Y salieron al cabo de... ¿cuánto? ¿Dos años? ¿Tres?

—Sí —admitió Tom—, pero los abogados ya no tienen licencia para ejercer, el médico ha tenido que trasladarse a México y el jefe todavía está en libertad condicional. Ya no montan accidentes falsos.

—No —dijo Dar—. Y ahora tenemos la Alianza y la Organizatsiya. El juego nunca cambia... sólo las caras.

Santana se encogió de hombros y se dirigió hacia la puerta.

—No te olvides de poner la barra en su sitio —dijo Syd, y se volvió, siguiendo a Santana hacia el ascensor.

Dar la cogió por la muñeca.

—Syd... Gracias.

—¿Por qué? —dijo ella, mirándole fijamente a los ojos—. ¿Por qué?

Pero se fue sin esperar la respuesta.

Reinaba una extraña oscuridad en el edificio, aunque había salido el sol, a causa de las lonas que tapaban las ventanas. Dar tomó nota mentalmente de que debía colocar unas cortinas tan pronto como pudiera. Volvió al dormitorio, se quitó el albornoz y se metió debajo del edredón. Pensaba que se iba a dormir en seguida, pero se quedó allí echado un rato, contemplando la luz del sol que se filtraba e iluminaba el alto techo.

Al final se durmió. Sin sueños.