«U de ultrarrápido»
Primero, fue el silencio.
El Twin Astir de dos personas se deslizó por el aire tan silenciosa y resueltamente como un halcón de cola roja, planeando y elevándose sobre invisibles corrientes de aire caliente. El único sonido externo era el suave susurro del aire sobre la piel de metal y lona del avión, y como su velocidad era lenta, apenas producía sonido. Cuando hubieron subido a ocho mil pies de altura, Dar hizo que ambos se pusieran las máscaras de oxígeno, y se inclinó hacia adelante para comprobar que la de Syd funcionaba correctamente. Como llevaban las máscaras, no podían hablar. Sólo el suave silbido del oxígeno servía de trasfondo al movimiento del aire en el exterior.
En segundo lugar, estaba la luz del sol.
Era un día radiante, con un cielo azul, sólo unas pocas nubes lenticulares por encima de los promontorios a sotavento de los altos picos; la visibilidad perfecta, aparte de esto. La luz del sol formaba prismas en la limpia bóveda celeste, que ofrecía una visión de 360 grados desde los doce mil pies. Hacia el oeste, más allá de los riscos y las montañas y las hondas fallas, relucía el Pacífico. Hacia el sur y el este ardía el brillo del desierto y el mar de Salton. Fácilmente visible hacia el norte se encontraba el banco de niebla contenido por las colinas del este de Los Angeles, y la gran extensión roja de Baja fluía hacia el sur, más allá de los bancos de niebla, por encima de Tijuana y Ensenada.
En tercer lugar, estaba la proximidad.
Si no hubiera sido por las tiras de sus arneses, Dar podría haberse inclinado hacia adelante por encima de la consola de instrumentos trasera y pasar ambos brazos alrededor de Syd. Dar notaba el olor del champú cuya espuma él mismo había ayudado a extender aquella mañana en el pelo de Syd. Recordaba el agua y el champú bajando por sus hombros y sus pechos cuando él le aclaró el pelo y le quitó el exceso de agua, con las burbujas del jabón brillando sobre sus pechos y sus pezones a la luz de la mañana..
Dar meneó la cabeza y se concentró en el vuelo del planeador.
Cuando llegaron al aeródromo de Warner Springs aquella mañana, Steve se quedó muy sorprendido pero se sintió feliz de alquilarle a Dar su Twin Astir (aunque no aceptó cantidad alguna por el alquiler), y Ken se quedó muy sorprendido también de ver a Darwin Minor allí con una mujer.
Dar había realizado una larga inspección previa al vuelo del biplaza, y luego él y Syd repasaron las características del paracaídas por tercera vez.
—Steve no me obligó a llevar paracaídas —dijo Syd.
—Ya lo sé —accedió Dar—, pero si vuelas conmigo, tienes que llevar uno de éstos.
Su viejo paracaídas había sido doblado cuidadosamente, y él lo ajustó y tiró de las correas hasta que quedó perfectamente adaptado a la medida de Syd. La mañana iba pasando y hacía más calor cada vez mientras Dar iba repitiendo las instrucciones una y otra vez: cómo deshacerse del avión, tirar del cordón de apertura, controlar los elevadores, soltar aire del paracaídas para cambiar de dirección, doblar las rodillas al tomar tierra y otros inquietantes detalles.
Finalmente, Syd quiso saber:
—¿Has saltado alguna vez de un planeador?
—Nunca —respondió Dar.
—¿Has usado alguna vez en tu vida un paracaídas?
—Una vez, hace unos diez años —confesó Dar—. Sólo fue un lanzamiento de prueba, para ver si era capaz de hacerlo en caso de necesidad.
—¿Y qué?
—Me asusté de muerte, la verdad —dijo Dar, con toda sinceridad, y luego empezó a repasar las instrucciones otra vez.
Discutieron un poco acerca de si Syd debía llevar su Sig semiautomática y la munición en el cinturón. Dar señaló que no había necesidad de llevar armas de mano en un viaje en planeador, y que la pistolera, el arma y los tres cargadores envueltos en cuero interferirían con el arnés del paracaídas y los cinturones de seguridad. Syd indicó que ella era una agente de la ley, y que tenía la obligación oficial de llevar el arma en todo momento. Dar rebatió aquel argumento advirtiéndole que las armas se podían convertir en un verdadero tormento al cabo de media hora de estar en el aire.
Él se llevó el oxígeno porque Ken y Steve estaban entusiasmados sobre las posibilidades que presentaba el día para realizar un vuelo en ondulatoria (el medio más espectacular que tenía un planeador para ganar vedadera altura), y le costó unos minutos más dar instrucciones a Syd de cómo guardar el pequeño bote de oxígeno y usar señales para comunicarse cuando la mascarilla impidiera la conversación.
—Un asunto importante —había dicho Dar cuando el avión de remolque de Ken empezó a llevarles hacia el oeste en la brisa—. Si tenemos que usar el oxígeno, no vomites con la mascarilla puesta.
—¿Y qué hago si me mareo?
—Hay una bolsita metida en el lado derecho de tu asiento, ahí. Te quitas la mascarilla, vomitas en la bolsa y luego te la vuelves a poner.
—Maravilloso —dijo Syd cuando el Twin Astir alzó el vuelo—. Realmente haces que me sienta ansiosa por emprender este vuelo.
Syd no mostró señal alguna de mareo durante el vuelo. De hecho, se mostró eufórica cuando les remolcaron hacia el oeste, hacia las montañas, en el llamado claro Föhn, un remolino de aire que subía en espiral, entre las nubes lenticulares y las montañas, y les soltaron en el lado que estaba contra el viento. Dar hizo que planeasen en torno al claro y luego volvieron, usando el remolino como si ascendieran por una ladera y un ascensor invisible, que era la fuerza de sustentación, les levantara en repetidos pases.
Había tenido mucho cuidado de señalar que aunque el día era hermoso y claro, podía haber muchas turbulencias al entrar en el remolino.
—¿Las nubes deben hacer eso? —le había preguntado ella por encima del hombro, mirándolas recelosa mientras el Twin Astir parecía iniciar un rizo al intentar moverse por el aire.
—Desde luego que sí —dijo Dar—. Si no se doblan de ese modo, se rompen. Es mucho mejor que se doblen.
Habiendo examinado el frente ondulatorio a través de sucesivas aproximaciones, Dar voló de nuevo a través de la turbulencia de las nubes externas y encontró el verdadero centro de la fuerza ascensional. Después, el trayecto fue suavísimo y silencioso, y verdaderamente impresionante.
—Dios mío —exclamó Syd—. Es como ir en un ascensor.
—Es eso justamente —dijo Dar.
—Pero no parece que nos estemos desplazando en absoluto en relación con la tierra, con la montaña —dijo Syd.
—Ahora mismo no nos desplazamos —explicó Dar—. El viento es lo bastante fuerte para levantarnos, pero nuestra velocidad de suelo es cero. Tendré que dar otra vuelta y pasar dentro de un minuto o nos volveremos a ver arrastrados hacia esas nubes lenticulares y perderemos la fuerza ascensional... pero por ahora, estamos en un equilibrio perfecto.
Syd respondió pasando la mano hacia atrás por encima del asiento y la consola baja de Dar. Él dudó sólo un segundo y en seguida la cogió y la apretó.
A ocho mil pies Dar hizo que ambos se pusieran la mascarilla de oxígeno, sólo por precaución.
Continuaron con el suave deslizamiento arriba y abajo, dando vueltas hacia la derecha, y luego se quedaron colgados en la fuerza ascensional como un halcón sostenido por una invisible columna de aire caliente, contemplando cómo el cielo se ponía cada vez más azul y el horizonte se iba ensanchando.
Dar trazó un mapa tridimensional mental de los espacios aéreos con y sin control de aquella parte de California, que iban desde la clase A a la clase G, y dedujo que se encontraban en un espacio E. Eso significaba que estaban dentro de un espacio aéreo controlado, pero no cerca de ninguna torre de control, utilizando sólo las normas de control visual de los vuelos. Podían subir hasta un techo de 18.000 pies por encima del nivel de mar, que era donde empezaban las rutas de los aviones comerciales. Niveló el planeador al salir del remolino a 14.500 pies sobre el nivel medio del mar y amplió los círculos que describían incrementando la velocidad del aire para mantener la altura.
Dar hizo que Syd cogiera el mando delantero y controlase el avión durante un rato, enseñándole a dar lentas vueltas sin entrar en pérdida ni bajar demasiado.
Syd se soltó la mascarilla y preguntó:
—¿Podemos hacer alguna acrobacia?
Dar frunció el ceño pero se bajó también la mascarilla, notando la mordedura del frío del aire.
—¿Acrobacias aéreas?
—Sí, eso —dijo Syd—. Steve me ha dicho que sabes hacer rizos, tirabuzones, todas esas cosas, con este tipo de planeador.
—No creo que te gustara —dijo Dar.
—¡Pues claro que sí! —protestó ella.
—Vuélvete a poner la mascarilla —indicó Dar—. Te vas a poner hipóxica, creo. —Pero añadió—: Y agárrate... pero no a los mandos. Aparta los pies de los pedales.
Estaban todavía en la zona de elevación, derrapando de una forma bastante acusada mientras Dar mantenía el morro del Twin Astir hacia la brisa, y entonces bajó el morro para ganar algo de impulso. Sin dar ninguna advertencia más, usó los alerones para realizar un tirabuzón con el planeador, mientras simultáneamente, con el timón y los elevadores, mantenía el morro del Twin Astir dirigido hacia un punto que se encontraba justo por encima del horizonte. El planeador se recuperó a la perfección apuntado de forma exacta hacia donde él lo había dirigido.
—¡Guau! —exclamó Syd—. ¡Otra vez!
Dar meneó la cabeza. Consciente de que estaba presumiendo delante de ella («ante una chica», pensó), peraltó hacia la derecha, dejó caer el morro por debajo de la línea del horizonte para ganar velocidad, aplicó una continua elevación mientras iba girando los alerones y el timón y realizó un tonel de 360 grados con el Twin Astir, volando en una hélice descendente en torno a un invisible eje horizontal. El cielo y la tierra cambiaron sus respectivos lugares, una, dos, tres, cuatro veces.
Dar volvió a nivelar el aparato, comprobó la altura, echó una mirada a las superficies de control y trasteó con el anillo MacCready en torno al variómetro para estimar cuál sería el mejor momento de tránsito para pasar a la siguiente corriente térmica.
—¡Más! —gritaba Syd.
Dar levantó el morro del aparato hasta que el planeador perdió elevación y ángulo de ataque y cayeron en picado. El efecto fue más o menos el mismo que caer por el hueco vacío de un ascensor. El morro iba cayendo y el Twin Astir se precipitó directamente hacia la tierra, ahora a unos diez mil pies por debajo de ellos. Era como si alguien hubiese cortado las cuerdas que les sujetaban en el aire y el elegante planeador se hubiese convertido en un simple trozo de metal y tela inútil, desplomándose como un cajón de aluminio que se deja caer desde un avión de carga.
Syd lanzó un chillido y Dar se sintió culpable un momento hasta que comprendió que el grito era de pura emoción, y no de terror. Se aflojó la mascarilla y dijo:
—Tendrás que sacarnos tú de esto.
—¿Cómo?
—Empuja el mando hacia adelante.
—¿Hacia adelante? —gritó Syd, a través de la mascarilla—. ¿No hacia atrás?
—No, seguro, hacia atrás no —dijo Dar—. Hacia adelante. Al principio, suave.
Syd empujó el mando hacia adelante, las superficies de las alas empezaron a encontrar elevación y, suavemente, bajo la guía de Dar, ella les fue sacando del picado hasta que el variómetro les indicó que ya no perdían más altura.
—Este truco tan tonto se llama «caída de alas» —dijo Dar.
Cogió los controles, le dijo a Syd que se agarrara y luego subió el morro hasta una posición empinada, casi imposible. Su velocidad se redujo fuertemente. Justo en el momento antes de entrar en picado, Dar aplicó todo el timón a la guiñada, imprimió un brusco giro de 180 grados al Twin Astir, apuntó con el morro casi directamente hacia abajo para coger velocidad y finalmente devolvió el planeador a su posición normal y tranquila.
—¡Otra vez! —gritó Syd.
—No, no, ya vale —dijo Dar. Se quitó la mascarilla y cerró el regulador—. Todas estas tonterías nos han hecho bajar hasta los ocho mil pies. Ya puedes quitarte la mascarilla y cerrar el oxígeno.
Syd lo hizo, pero rogó:
—Va, hagamos un rizo.
—No, no te gustará —dijo Dar, sabiendo perfectamente que le encantaría.
—Por favor...
Antes de que Dar pudiera responder, un helicóptero blanco Bell Ranger apareció rugiendo a quince metros de donde ellos se encontraban, por estribor, y se quedó a su misma altura.
—¡Imbécil! —empezó a exclamar Dar, y luego se calló al ver que las puertas traseras no existían y que un hombre con traje oscuro estaba agazapado en la abertura. Entonces vio brillar el cañón de un arma, y las balas empezaron a incrustarse en el planeador, justo detrás de la cabina.
Dar había escuchado incontables grabaciones sonoras de las cabinas (la cinta sin fin de quince minutos de las llamadas «cajas negras», que en realidad son de color naranja) y en una inmensa mayoría de accidentes aéreos mortales, la última palabra del piloto o del copiloto era «¡mierda!» o cualquier otro exabrupto selecto. Dar sabía, por el tono de las palabrotas, que no eran exclamaciones de protesta por la muerte inminente, sino un lamento profesional de rabia y frustración por la estupidez propia por haberse metido en aquel problema o no ser capaz de resolverlo. Por matar a todos los que iban a bordo.
—Mierda —dijo Dar, mientras bajaba el morro y viraba el planeador hacia la izquierda, perdiendo altura mientras tanto. Lo niveló varios metros por debajo del helicóptero, pero éste voló hacia adelante y dio una vuelta de 180 grados, rugiendo al volver a acercarse a menos de veinte metros del Twin Astir, y el hombre que iba detrás disparó al pasar junto al planeador. Dar había pisado los frenos y el Twin Astir cayó en picado (simplemente, se dejó caer) y las balas pasaron por encima de la cabina,
Syd se las había arreglado para sacar la Sig-Sauer de 9 milímetros de entre las tiras y arneses y trataba de asomarla por la pequeña portezuela deslizante que servía de ventilación.
—¡Maldita sea! —dijo cuando vio al helicóptero pasar junto a ellos y dar la vuelta en un remolino para atacar desde la parte de atrás—. ¡Ese tío de atrás tiene un AK-47! —gritó.
Syd abrió la ventanilla de la derecha.
—¡No puedo apuntar por estas absurdas ventanillas tan pequeñas sin desatarme!
—¡No, no te desates! —dijo Dar. Intentaba pensar desesperadamente, encontrar una ventaja. «¿Qué ventaja puede tener un planeador sobre un helicóptero que va a trescientos kilómetros por hora?», se dijo. El planeador podía rizar el rizo, cosa que no podía hacer ningún helicóptero... «Qué maldito apuro», pensó Dar. El Twin Astir podía realizar un bonito rizo a baja velocidad mientras el Bell Ranger volaba en círculos alrededor, disparando hasta hacerlos trizas.
«¿Algo más? Bueno —pensó Dar—, podemos volar muchísimo más despacio que ellos... pero ellos pueden quedarse inmóviles en el aire, mierda».
El Bell Ranger venía otra vez por su costado izquierdo. Dar veía que sólo había dos ocupantes: el piloto en el lado derecho, delante, y el hombre del traje, con un rifle de asalto AK-47, efectivamente, en la parte de atrás, con ambas puertas desmontadas. El hombre parecía llevar una especie de arnés de seguridad y se deslizaba con toda facilidad en el asiento de atrás, de una puerta del helicóptero a la otra.
Dar esperó hasta el último segundo, cayó en picado para ganar velocidad y rizó el rizo con el Twin Astir, mientras entraban en la turbulencia del claro Föhn que producía el rotor vertical.
«Demasiado tarde», pensó Dar mientras oía al menos otros dos disparos en algún lugar detrás de ellos.
Mientras subían y realizaban el rizo, Syd agarrando la semiautomática con ambas manos, Dar se preguntó si los impactos que habían recibido serían graves. Ninguna de las balas había penetrado todavía en la cabina. El planeador no tenía motor que destruir, ni tanque de combustible que pudiera incendiarse, ni cables hidráulicos que cortar, pero su sencillez también implicaba que cualquier impacto en el cable de control podía desestabilizarlos. Una bala en los alerones podía hacer que Dar perdiera totalmente el control. Incluso las balas que habían pasado a través del fuselaje, aparentemente inofensivas, en realidad estropeaban el flujo del aire que acariciaba la suave superficie del planeador, entorpeciendo el control.
Dar siguió con el rizo, y vio que el Bell Ranger se mantenía inmóvil a unos cien metros al oeste, esperando que ellos recuperaran el nivel del vuelo. En lugar de salir del rizo, Dar mantuvo el morro bajo y lo dirigió hacia el suelo.
«Es un error», pensó, contemplando cómo el altímetro iba bajando con asombrosa velocidad. Su instinto le había dictado que hiciera bajar el planeador hacia aquellos cañones y desfiladeros, usando los riscos para coger altura, y tratara de interponer alguna cosa (una colina, una montaña, árboles) entre ellos y los que les disparaban. Pero tan pronto como vio que la altura se situaba por debajo de los mil pies, comprendió que había cometido un error... que podía resultar fatal.
No era un avión normal lo que les perseguía. Aquel maldito aparato giraba sobre su propio eje mientras seguía volando hacia adelante, y podía peraltar tan agudamente como el Twin Astir quedarse inmóvil mientras el planeador llegaba a entrar en barrena.
Pero Dar ya estaba decidido. Miró por encima del hombro
El Bell Ranger estaba inmóvil por encima y por detrás de ellos, un ave de rapiña esperando a que su víctima acabase sus contorsiones para abalanzarse sobre ella.
Dar estaba empezando las contorsiones. Voló bajo a través de un amplio valle, buscando un lugar donde hacer aterrizar el Twin Astir, seguro de que tendrían más oportunidades en el suelo que en el aire. No había praderas. Tampoco laderas abiertas. Todo eran árboles, rocas y riscos.
El helicóptero se inclinó hacia adelante en un agudo ángulo delante de ellos, con los rotores brillantes.
—¿Podemos abrir esta cubierta? —gritó Syd—. Tengo que disparar.
—No —dijo Dar. Dirigió el planeador directamente lucia una pared de roca, encontró la cálida corriente ascendente a unos diez metros de las rocas y peraltó con fuerza hacia la izquierda, trepando en la corriente de aire.
El helicóptero giró también con toda facilidad, se puso al mismo nivel que ellos y voló a su lado, a una distancia que quedaba justo fuera del alcance del rotor. Dar vio sonreír al hombre de atrás al levantar el AK-47.
—¡Tony Constanza! —dijo Syd. Se había soltado el arnés lo suficiente para inclinarse hacia adelante y sacar la boca de la Sig Sauer por la abertura de ventilación.
Constanza disparó la automática mientras Dar hacía bajar el morro del planeador, apuntando hacia los riscos.
Una bala dio en el morro del Twin Astir. Otra se estrelló en la cubierta transparente, pasó entre las cabezas de Dar y Syd y salió atravesando el plexiglás, por la derecha.
—¿Te ha dado? —gritó Dar.
Antes de que Syd pudiera responder, Dar hizo bajar el morro del planeador sólo a unos centímetros de las copas de los abetos, arrancando las agujas superiores, y luego peraltó agudamente hacia la derecha por el estrecho valle, hacia abajo.
El Bell Ranger ganó altura, pasando el borde de los riscos a metros de distancia, en lugar de centímetros, y luego rugió por encima de ellos y les pasó, dirigiéndose hacia el sur, con el rifle de asalto de Constanza disparando sin parar.
Dar voló más bajo que los árboles, siguiendo un pequeño riachuelo que corría por el centro de una estrecha cañada. Delante de ellos, el helicóptero dio un giro brusco y se quedó quieto, en camino, manteniéndose con la portezuela abierta frente a ellos y la boca del AK-47 lanzando llamaradas.
Dar giró hacia la izquierda y notó dos impactos en el ala derecha. Luego se metió por el hueco que había en el risco del este y que había observado desde arriba. Allí había sustentación, pero no podía permitirse utilizar plenamente la velocidad mientras mantenía el morro bajo y volaba por aquella cañada tan estrecha, con las puntas de las alas del Twin Astir a menos de dos metros de las paredes de roca a cada lado del arroyo.
El Bell Ranger apareció rugiendo tras ellos.
—Tengo que disparar —gritó Syd de nuevo, volviéndose en su asiento con brusquedad. Llevaba el arnés tan suelto que se había visto arrojada hacia atrás y hacia adelante durante los agudos peraltes y la agitada recuperación.
—No —dijo Dar—. Ya estamos empezando a perder el control. Si abrimos la cubierta, la aerodinámica será una porquería.
El helicóptero pasó rugiendo a cuatro veces la velocidad del planeador. Constanza se asomaba hacia afuera, arrojando una lluvia de balas en su dirección, pero no tenía un buen ángulo de tiro.
El planeador se metió en un valle más amplio, justo en el borde de la elevación mayor, casi de vuelta a los montones de nubes lenticulares, y Dar peraltó hacia arriba y a la izquierda. El planeador dio unos bandazos debido a los efectos de las corrientes cálidas que fluían hacia arriba y les apartaban de las rocas, y se encontraron por encima de los riscos, planeando a mil pies por encima de un valle amplio que iba descendiendo.
—Así no podemos seguir —dijo Dar a Syd—. Tenemos que ganar altura.
—Ya teníamos altura —dijo Syd, todavía con la pistola de 9 milímetros sujeta entre ambas manos—. Y has bajado hasta aquí
—Ya lo sé —exclamó Dar—. La he jodido.
Dar llevó el planeador hacia las potentes corrientes verticales, más cerca de la cresta de la montaña, justo cuando el Bell Ranger realizaba otro barrido. Constanza se asomaba ya de nuevo sujeto con el arnés de seguridad, disparando sin cesar las balas brillantes a la luz del sol. Los disparos dieron en la cola del Twin Astir y Dar notó que los controles ya no respondían bien. Otra bala se estrelló en la cubierta transparente justo detrás de la cabeza de Dar. Este hizo bajar el morro de forma acusada, perdiendo velocidad y ganando altura a medida que entraba en los turbulentos bordes de la columna de aire ascendente, y otra bala dio en el relleno de su asiento.
«¿O ha sido en mi paracaídas?», se preguntó Dar, sabiendo ya lo que iba a hacer.
—¿No te ha dado? —volvió a preguntarle a Syd mientras subían en espiral, con el altímetro y el variómetro girando en la dirección de las agujas del reloj a medida que ganaban altura rápidamente por la fuerza ascensional del remolino. La velocidad de tierra del planeador disminuyó prácticamente del todo mientras se dirigían otra vez hacia el oeste llevados por la fuerza del viento, subiendo como un gorrión presa del pánico mientras el helicóptero iba rugiendo en torno a ellos en una hélice cuidadosamente coreografiada.
Los ojos de Dar estaban clavados en el instrumental. Necesitaba una altura de al menos cinco mil pies por encima del nivel del suelo para que su plan (si es que se podía llamar plan a aquello) tuviera una mínima posibilidad de funcionar. Resultaba obvio que el helicóptero no iba a darles el tiempo suficiente para ello. El Bell Ranger se acercaba más y más, el tirador se asomaba en esta ocasión por el lado izquierdo, y ambos aparatos iban subiendo en una lenta espiral hacia la izquierda.
Syd se soltó más los arneses, se inclinó hacia adelante para poder coger ángulo a través de la estrecha ventanilla y disparó cinco veces al helicóptero.
Dar vio saltar las chispas en la parte delantera del fuselaje, y luego vio cómo Tony Constanza se metía entre las sombras del asiento posterior. Dar podía ver al robusto pistolero gritarle al piloto.
El Bell Ranger peraltó hacia la derecha y pasó por encima de ellos, rugiente, formando una espiral en el sentido contrario a las agujas del reloj. Sabían que Dar tendría que nivelar la altura en algún punto. Entonces ellos aparecerían desde la parte trasera o por encima... en algún ángulo desde el que Syd no pudiera dispararles sin atravesar primero la cubierta transparente del Twin Astir.
—¡Ponte bien los arneses! —gritó Dar, y luego le explicó lo que pensaba hacer.
Syd volvió la cara hacia él. Tenía la boca abierta de par en par.
—Me tomas el pelo.
Dar meneó la cabeza.
—Agárrate.
El planeador se inclinó hacia la derecha en el borde exterior del claro Föhn de la corriente térmica. Los vientos eran más fuertes, y el calor del mediodía había incrementado la intensidad de la poderosa corriente ascendente térmica, pero Dar no estaba seguro de si la creciente turbulencia que encontraban provenía de la fuerza ascensional o de los daños en el fuselaje y el control de superficie de su aparato. No importaba. El bonito avión de dos plazas de Steve sólo tenía qüe aguantar unos pocos minutos más.
El Bell Ranger se les acercó a distancia de tiro, deslizándose hacia un lado como si fuera por encima de unos raíles.
Dar bajó para coger velocidad y luego hizo rizar el rizo al planeador. Mientras pasaban al helicóptero, las balas llovían por la parte de popa del fuselaje como fragmentos de metralla. Dar notó que el timón derecho no respondía, pero todavía mantenía algo de control.
El helicóptero se quedó donde estaba: el piloto sabía que Dar tenía que completar el rizo.
Y así lo hizo, iniciando luego otro rizo interior mucho más amplio. Syd disparó dos veces desde el asiento delantero. Las balas del AK-47 se estrellaron en la consola de los instrumentos de Dar, destrozándola, abrieron cuatro agujeros en la parte superior de la cubierta, a sólo unos centímetros de sus cabezas, y estropearon tanto el morro que el planeador se desvió hacia la izquierda, mientras trataba de remontar el segundo rizo.
El Bell Ranger mantuvo su posición, esperando que Dar volviera a pasar de nuevo.
Justo antes de llegar al punto superior de su rizo, quizás a unos quinientos pies por encima del helicóptero, Dar hizo girar al incontrolable Twin Astir hasta que realizaron un rizo exterior. Notó la fuerza negativa tratando de obligarle a subir y a salir del aparato (la presión del arnés de contención en sus hombros resultaba dolorosa) y oyó jadear a Syd. La visión de Dar se oscureció y luego se volvió roja durante un instante, y luego él obligó al reacio planeador a nivelar su vuelo y levantó de nuevo el morro.
No quedaba más fuerza ascensional. El Twin Astir se paró del todo y empezó a caer de repente.
Dar bajó el morro lo suficiente para mantener un poco el control. El piloto del helicóptero sin duda estaba contemplando sus absurdas acrobacias, porque dirigió hacia abajo el morro del Bell Ranger y aceleró hacia el valle.
Demasiado tarde. La velocidad de Dar se aproximaba a la velocidad terminal del planeador. Durante unos preciosos y breves segundos, pudo ponerse a la misma velocidad que el helicóptero.
Y lo hizo, atacando el flanco trasero derecho del helicóptero blanco, rojo y azul como si el tambaleante Twin Astir, que daba sacudidas sin parar, fuera un P-51 que venía a por ellos. Por supuesto, Syd no podía disparar hacia adelante debido a la cubierta transparente, y si esperaba hasta acercarse al helicóptero y encontrarse a la altura de éste, el rifle de asalto semiautomático de Constanza les haría pedazos. Ningún artefacto volador ofrece una plataforma estable para un arma, pero al menos el ex matón de la mafia de Dallas Trace tenía la ventaja de poder regar el cielo con balas a mansalva.
Pero Dar no iba a consentir que volviera a tener esa oportunidad.
«¿Qué tenemos nosotros que no tengan ellos?», pensó de nuevo, por enésima vez. Y por enésima vez llegó a la misma conclusión: «paracaídas». Por supuesto, era posible que su paracaídas hubiese resultado hecho jirones por las balas que habían pagado debajo de su cuerpo. Pronto lo iba a averiguar.
Lo que temen los pilotos de los planeadores, más que ninguna otra cosa, es una colisión en el aire. Y ahora él iba a causar una.
Dar, Syd y su frágil y herido Twin Astir bajaron en picado desde lo alto, como el gorrión que ataca al halcón. Si continuaban con aquel deslizamiento, adelantarían al helicóptero durante un instante, al mismo tiempo que se introducían en la sierra circular de quince metros que formaban las hojas del rotor. Eso resultaría fatal para todos. En el último segundo, Dar dejó caer el morro del Twin Astir, abrió los frenos de la velocidad, estabilizó el aparato lo mejor que pudo y se inclinó hacia la izquierda.
El ala izquierda del planeador golpeó el conjunto protegido del rotor. Parte del ala se rompió y se dobló.
Dar inclinó el aparato fuertemente hacia la derecha, luchando con el mando y con los timones. Quizá le quedasen solamente tres segundos más de control.
El planeador se inclinó de nuevo hacia la izquierda. Aquella vez, el ala rota se introdujo en el conjunto del rotor como una tabla de madera se introduce en las hambrientas fauces de una cierra circular. La hoja del rotor estableció contacto con el ala, la fue cortando, se comió literalmente algunos trozos y luego empezó a romperse también y su deteriorado rotor se empezó a separar del aparato
Respondiendo a los imperativos newtonianos, el planeador giró violentamente en el sentido contrario a las agujas del reloj y cayó en barrena. Dar sabía que ningún piloto del mundo podría recuperarse de una caída como ésa. El planeador, que era un modelo de perfección aerodinámica sólo unos minutos antes, ahora se había convertido en un montón de chatarra que caía en picado. Dar perdió de vista el helicóptero y trató de concentrarse en los instrumentos, pero entre las balas que habían atravesado la consola y la velocidad terrible de la caída no conseguía ver nada inteligible. El horizonte, las montañas, los riscos, el desierto, todo giraba a una pasmosa velocidad, pero como Dar y Syd se encontraban en el centro mismo de la masa giratoria, apenas notaban la fuerza centrífuga. Dar no tenía ni idea de si se encontraban a tres mil pies de altura o a treinta por encima del punto de impacto. No se oía ruido alguno, excepto los sonidos como de deshielo que producía el ala izquierda al desgajarse por completo.
Syd luchaba con el cierre de la cubierta, pero al parecer estaba atascado. Dar consiguió soltarse la hebilla del arnés, se quitó las correas y se puso de pie en el planeador que giraba como loco. Sabía que sólo tenía unos segundos para actuar, porque los giros se estaban convirtiendo en una caída libre en la dirección del ala estropeada. Se inclinó por encima del hombro izquierdo de Syd y se arrojó con todo su peso contra el segundo cierre de la cubierta. El plexiglás roto se abrió por completo y de pronto el viento entró frío y rugiente, estrellándose contra la cara y el torso de Dar, y tratando de extraerlo de la pequeña cabina. Dar se agarró a la pequeña consola de instrumentos que tenía enfrente mientras se inclinaba hacia adelante para ayudar a Syd a librarse de los arneses.
—¡No, esas correas no! —chilló por encima del rugido del viento mientras ella continuaba desabrochándose, como loca—. Ése es el paracaídas.
Syd se detuvo y se puso de pie. Él vio que ella había tenido tiempo suficiente para meter la pistola de nuevo en la funda y asegurar la correa que la sujetaba.
La agarró por la mano derecha, con la que ella se sujetaba al borde de la cabina.
—¡Salta cuando haya contado hasta dos! —gritó él—. ¡Date impulso con fuerza contra el fuselaje...! ¡Tenemos que apartarnos! ¡Uno... dos!
Se arrojaron al espacio. Durante un segundo, Dar vio los brazos de Syd abrirse como las alas de un pájaro, y la sangre latió con fuerza en sus venas al preguntarse si se acordaría de tirar del cordón de apertura. Pero ella ya se alejaba del avión, que había empezado a caer dando vueltas en torno a su eje y se había convertido en una enorme batidora que giraba diez metros por detrás de ellos, y unos segundos más tarde Dar vio abrirse el paracaídas de ella. Tiró también de su anilla, un segundo después.
Sólo después de la sacudida que estremeció su cuerpo al abrirse el paracaídas miró Dar hacia arriba. No vio agujero ni desgarrón alguno en la tela. Sus manos asieron los elevadores y Dar hizo girar el paracaídas hasta que oyó el ruido del descenso del Bell Ranger hacia ellos. Si el piloto había conseguido mantener el control del aparato, Dar sabía que él y Syd podían considerarse muertos.
Pero el helicóptero no estaba controlado... al menos no demasiado. La hoja vertical de cola del rotor había desaparecido casi del todo, y lo que quedaba estaba devorando el conjunto del rotor a grandes bocados. El piloto había apagado el motor, que al parecer humeaba, quizás a causa de uno de los disparos desesperados de Syd, o más probablemente por algún fragmento de metralla que hubiera salido disparado del desaparecido rotor de cola, y trataba de salvar el aparato, intentando que los rotores principales les proporcionaran la altura suficiente para sobrevivir al impacto.
El helicóptero se dirigía recto hacia Syd y él.
A Dar sólo le costó un instante comprender que no se trataba de otro intento de asesinato. Estaba seguro de que el piloto no quería una segunda colisión, especialmente con los cuerpos y la tela del paracaídas enrollándose en los rotores, pero que no podía hacer gran cosa sino procurar controlar el helicóptero mientras se precipitaba hacia el suelo en una espiral enloquecida.
Oyeron un ruido por encima y por detrás de ellos y Dar se retorció en sus arneses para mirar. Se dio cuenta de que tanto vivía si sólo treinta segundos como cincuenta años, nunca olvidaría la imagen que estaba contemplando.
Syd había apartado las manos de los controles del paracaídas y tenía la semiautomática de 9 milímetros firmemente sujeta con ambas manos. Tenía las piernas separadas en la posición de tiro correcta, sólo que un millar de pies por encima del suelo y estaba vaciando el segundo cargador de su Sig en el parabrisas de plexiglás del Bell Ranger.
El helicóptero no le dio a Dar, pero le faltó tan poco que tuvo que encoger materialmente las piernas para evitar el impacto de los rotores. Luego, la pesada máquina continuó su espiral descendente, cada vez más y más rápido.
La pistola de Syd estaba abierta. Dar le vio arrojar el cargador gastado, sacar otro del cinturón y colocarlo en su sitio, mientras el paracaídas de color blanco y naranja iba dando vueltas en espiral por encima de él. Ella estaba demasiado lejos para gritarle, de modo que lo único que podía hacer Dar era señalar hacia los elevadores, tirar del adecuado para que soltara suficiente aire y le enviara hacia abajo, girando en aquella dirección, y luego señalar hacia una zona de prados sin árboles.
Syd asintió, se enfundó el arma y empezó a tirar de las anillas del elevador, intentando seguir a Dar hacia aquel claro. Luego ambos dejaron de luchar y se quedaron contemplando los últimos segundos del Bell Ranger, a centenares de pies por debajo de ellos.
El piloto era bueno, pero no lo suficiente. Un helicóptero en autorrotación no es más que un enorme peso muerto controlado por una palanca de mando prácticamente inutilizada, pero el piloto consiguió controlar la espiral mortal de modo que no impactaron contra los árboles y siguieron dando vueltas hasta llegar a un claro, y más o menos alinearse con la ladera de la montaña, que formaba una pendiente de treinta grados. Si Dar hubiera pilotado un planeador, habría seguido las orientaciones para los aterrizajes de planeadores fuera del aeródromo e intentado tomar tierra colina arriba, tanto para reducir los giros como para aprovechar el último impulso ascendente que ofrecía ésta, pero la ladera no ofrecía nada al enorme Bell Ranger, y el piloto no tuvo otra elección que posarse en dirección descendente, en un trozo liso, y dejar que los patines de aterrizaje se deslizaran por la superficie como los de un trineo.
Desde varios centenares de pies, arriba en el aire, el prado parecía bastante liso. Dar era consciente de lo engañosa que era esa sensación: seguramente habría piedras de todos los tamaños, barrancos y arbustos tupidos, e incluso obstáculos mayores. Fuese lo que fuese lo que topó con el Bell Ranger, el caso es que el golpe fue contundente, la parte delantera de los patines de aterrizaje se clavó en el suelo y el helicóptero dio una vuelta de campana al momento. Los rotores golpearon en el suelo un segundo después y enviaron una nube de polvo por el aire.
A través de la nube de polvo, Dar veía el Bell Ranger dando vueltas de campana. La estructura de cola se partió y se separó, la burbuja de la cabina de mando estalló y se hundió hacia adentro. El sonido, audible desde allí, resultaba terrorífico, aunque estaban a más de sesenta metros por encima. Luego la masa de retorcidos hierros del fuselaje se detuvo al chocar con dos rocas más grandes, un centenar de metros colina abajo. Se oyó un ruido más apagado hacia el sur y Dar se contorsionó y dio la vuelta justo a tiempo para ver cómo la mole destrozada del Twin Astir desaparecía entre los altos pinos, a varios centenares de metros de distancia.
Dar se concentró en intentar aterrizar suavemente, mostrándole a Syd cómo hacerlo con su ejemplo. No fue un buen ejemplo, la verdad. Acabó dándose un buen golpe con un sauce en la entrepierna y viéndose catapultado entre los matorrales, y acabó echado boca arriba con el paracaídas que le arrastraba por la coIina. Syd aterrizó con toda suavidad unos metros más arriba... de pie. Dio un par de saltos y se quedó quieta, algo aturdida al parecer, pero de una pieza.
Dar luchó para desembarazarse de su arnés y se puso de pie para ayudarla a quitarse todos los aparejos antes de que el viento la arrastrara por la colina. De pronto, todo empezó a darle vueltas de nuevo. Decidió sentarse un momento hasta que el movimiento se detuviera, y en cuanto se dejó caer, apareció Syd sin arneses, y le ayudó a desenredarse los pies de entre la tela del paracaídas que se arremolinaba en torno a él.
—Vamos —dijo ella, y los dos empezaron a bajar hacia el lugar donde se encontraban los restos del Bell Ranger.
Syd hizo una pausa para mirar la estructura de cola y el rotor destrozado, que tenía todavía enredados trozos del ala de su planeador, pero Dar bajó corriendo de forma bastante patosa los últimos metros. Notaba el áspero hedor del fuel de aviación en la brisa, y sabía que si algo llegara a incendiar la cabina de los pasajeros, cualquier superviviente del choque habría sobrevivido en vano.
La cabina estaba completamente destrozada. El piloto estaba muerto, todavía en su asiento, sujeto por los arneses, destripado y casi decapitado por el plexiglás retorcido y el suelo metálico. Dar no veía el asiento de atrás. El combustible fluía libremente del aparato accidentado. Se subió a los patines del aparato vuelto del revés y se quedó de pie sobre la cabina principal, mirando hacia abajo, al asiento trasero. Constanza no estaba en él.
—¡Dar! —chilló Syd, desde una distancia de veinte metros colina arriba, y luego se calló.
Tony Constanza salía tambaleándose desde detrás de unn de las piedras más grandes. Estaba maltrecho y ensangrentado, con la chaqueta y la camisa del traje casi arrancadas de cuajo, pero todavía apuntaba a Dar con su rifle AK-47.
—¡Quieto! —gritó Syd, agachándose y apuntándole con la pequeña Sig-Sauer.
Constanza le dirigió una rápida mirada. Estaba a menos de tres metros de Dar y el arma automática Kalashnikov estaba apuntada a su pecho.
«Puedo reducirle», se dijo Dar, confusamente. «No, no puedes, gilipollas», fue la clara respuesta mental.
—¿Qué, me vas a matar con esa cosita desde ahí lejos, zorra?
—gritó Constanza—. No antes de que corte en dos a este cabrón. Tira el arma, puta.
Al oír aquella palabra Dar casi saltó. El AK-47 le mantuvo quieto en su sitio.
Syd bajó el arma.
—¡No! —gritó Dar.
—¡He dicho que la tires, so zorra! —gritó Constanza, levantando la boca del rifle de asalto y apuntándolo a la cara de Dar.
Syd levantó de pronto la Sig-Sauer y disparó tres veces. Los disparos sonaron tan juntos que casi le parecieron a Dar uno solo. La primera bala voló la rodilla izquierda de Tony Constanza y la convirtió en un jirón de carne roja y blancas astillas; la segunda le dio más arriba en la pierna izquierda; la tercera en la nalga izquierda, haciéndole girar sobre sí mismo.
El AK-47 vació la mitad de su cargador en el suelo.
Dar saltó hacia atrás y le dio una patada al arma. Syd bajó la colina a grandes zancadas, manteniendo todo el camino la pistola apuntada hacia el hombre que rodaba y chillaba.
—¡Ayudadme, cabrones! —decía Constanza, que fue rodando hasta que se detuvo—. ¡Me has volado las pelotas, puta!
—No creo —dijo Syd. Le dio una patada en el vientre y le apuntó con la pistola en la parte de atrás de la cabeza mientras, con manos expertas, le cacheaba y le tiraba de las muñecas hacia atrás para esposarlo.
—Syd —dijo Dar, bajito—. ¿En Quantico no te enseñaron a apuntar al centro de la masa corporal a esa distancia con una pistola?
—Por supuesto que sí —replicó la jefa de investigadores—. Pero a este cabrón lo necesitamos vivo. —Se enfundó de nuevo el arma—. ¿Es la única forma que conoces de tratar a los malos? —preguntó entonces—. ¿Cargártelos?
Dar se encogió de hombros.
—Sí, es lo que mejor sé hacer —se arrodilló junto al hombre que gimoteaba—. Se va a desangrar por la herida esa del muslo y se morirá —dijo Dar—, si no hacemos algo.
—Sí —accedió Syd, sin mostrar emoción visible alguna en el rostro.
Dar sujetó a Constanza mientras Syd le quitaba el cinturón y lo ceñía apretadamente por la parte superior del muslo, usándolo como torniquete. El hombre chilló cuando Syd apretó fuerte el cinturón, y luego se desmayó.
Dar se sentó pesadamente en la hierba seca.
—Se desangrará y morirá antes de que nos encuentren. Pasarán horas antes de que Steve o Ken empiecen a preocuparse
Syd meneó la cabeza.
—A veces, Darwin, querido, eres un poco pretecnológico. —Sacó el teléfono móvil del bolsillo de la chaqueta y marcó un número—. Warren —dijo—. Jim... Soy Syd Olson. Sí. Tenemos a Tony Constanza, pero está bastante malherido. Si le queremos como testigo principal, será mejor que mandéis un helicóptero médico a... —bajó el teléfono—. ¿Dónde demonios estamos, Dar?
—En la cara este de Monte Palomar —dijo Dar—. A la altura de los cuatro mil pies, más o menos. El helicóptero tiene una caja de bengalas de colores en la parte de atrás... Dile a Warren que dispararemos una cuando oigamos el sonido del helicóptero.
—¿Lo has oído todo, Jim? —dijo Syd—. Bien. Sí... Esperamos. —Miró a Dar—. Van a enviar un helicóptero médico de la Marina, de Twenty-nine Palms.
—Dile que esta zona está infestada de serpientes de cascabel —dijo Dar.
—Esperamos —repitió Syd—, pero Dar dice que esta montaña está a tope de serpientes de cascabel, así que por favor, di les a los marines que muevan el culo si quieres tener vivos al testigo y a los que lo han apresado —y colgó.
Se miraron el uno al otro, luego al pistolero inconsciente y luego de nuevo entre sí. Ambos estaban empapados de sudor, amoratados por los golpes, rojos de la sangre que brotaba de pequeños cortes y heridas, y cubiertos por una costra de polvo. De pronto, se sonrieron.
—Dios mío, qué guapo eres —dijo Syd.
—Justamente iba a decirte lo mismo a ti —replicó Dar.
Y se abrazaron y se besaron tan apasionadamente que casi despertaron al inconsciente pistolero.
Casi.