«Q de quebranto»
A Barbara nunca le conté lo de Dalat —pensó Dar, mientras servía las bebidas y sacaba los utensilios necesarios para preparar unos espaguetis—. Aunque estábamos muy unidos, nunca hablamos de eso. No se lo conté ni a ella, ni a Larry, a nadie».
«Pero ahora todo es diferente —se dijo—. Un francotirador ruso trató de asesinarte el otro día».
«Bien, de acuerdo». Dar entrechocó su vaso con el de Syd y bebieron el excelente whisky mientras preparaba la comida en un silencio sólo roto por el torbellino de sus pensamientos.
Dalat era y es todavía una ciudad montañosa de Vietnam, situada a los pies del elevado monte de Lang Biang, a unos ochenta kilómetros de la costa. En 1962, el presidente Kennedy y el gobierno de Estados Unidos mostraron su solidaridad con el régimen sudvietnamita que estaba en aquel momento en el poder (Dar no recordaba el nombre del hombre fuerte de aquel entonces) cediendo plutonio y otros materiales radiactivos a Vietnam del Sur y ayudándoles a poner en marcha un reactor nuclear que funcionase en Dalat. El reactor se usaba para producir radioisótopos con fines de investigación y médicos, pero lo más importante de todo: era un símbolo del estatus de Vietnam del Sur y un gesto de cooperación y amistad por parte de Estados Unidos.
Hasta marzo de 1975. Nixon y Kissinger habían «vietnamizado» la guerra con gran éxito. Los soldados que habían sido equipados para ocupar el lugar de los seiscientos mil estadounidenses entre marines, personal de las Fuerzas Aéreas y otros que habían sido apartados, se encontraban en plena retirada. El Vietcong y el ejército regular de Vietnam del Norte corrieron a invadir y a ocupar todas las antiguas bases, fortalezas y ciudades tomadas por los americanos en Vietnam. A Saigón le faltaban sólo diez días para ser ocupada de nuevo, y la situación de la embajada americana (donde sólo quedaba una guardia simbólica de marines) era, para decirlo con la expresión de argot que usaban los marines en la época, una jodienda. Un gran ejército naval esperaba junto a la costa, listo y preparado para llevarse a los últimos diplomáticos que salían huyendo, a los subordinados y a los marines.
En medio de toda aquella confusión (expedientes ardiendo, familias que huían, equipo abandonado, miles de «auxiliares» vietnamitas rogando que les llevaran con ellos), dos técnicos sudvietnamitas aparecieron en la embajada americana y tímidamente les recordaron a los americanos que el reactor todavía estaba funcionando, y que el plutonio para armamento estaba almacenado allí. El embajador y los militares de más alto rango finalmente recibieron informes de este hecho en medio de toda la confusión, e inmediatamente ordenaron a los técnicos vietnamitas que volvieran a Dalat a toda prisa y desconectaran el reactor, mediante un procedimiento de cierre de emergencia. Se les ordenó que llevasen todo el material radiactivo vital, «especialmente» el plutonio, a Saigón, donde sería trasladado por la flota que esperaba.
Los técnicos vietnamitas replicaron que les encantaría hacer todo aquello, pero recordaban respetuosamente al general y el embajador que Dalat estaba en curso de ser ocupado tanto por el Vietcong como por las unidades del ejército del norte, que todas las carreteras y líneas de ferrocarril hacia Saigón y la costa habían sido destruidas por el enemigo, y que los vuelos programados para entrar y salir del diminuto aeropuerto de Dalat habían sido cancelados a causa de la proximidad de los soldados del ejercito del norte. Todo el resto del personal del reactor había huido, y el propio reactor en aquel momento estaba funcionando al ralentí sin nadie que lo controlara. Los dos técnicos explicaron cómo habían conseguido huir ellos, abriéndose paso con disparos de armas cortas, en una avioneta que pertenecía al hermano pequeño de uno de los técnicos, que casualmente resultaba ser un capitán del ejército de las Fuerzas Aéreas de Vietnam del Sur, y que les había dejado en Saigón aterrizando en pleno campo, junto a la caótica carretera nacional, e inmediatamente había vuelto a despegar para dirigirse solo hacia Tailandia, y aunque los dos técnicos serían enormemente felices de poder volver a Dalat y ayudar a sus amigos americanos, en realidad eran dos técnicos del nivel más bajo, que no tenían ni idea de cómo desconectar un reactor, y además, habiendo arriesgado sus vidas para llevarles la noticia del dilema del reactor, quizá ya se hubieran ganado así su viaje a Estados Unidos y una nueva vida.
—¿No tenemos por ahí algún cerebrito nuclear? —preguntó el embajador—. ¿Algún marinero o alguien que sepa cómo cerrar un reactor y manejar un poco de plutonio?
Y resultó que sí lo tenían. A bordo del portaaviones nuclear que se encontraba junto a la costa había dos americanos miembros de la Comisión de Energía Atómica de Estados Unidos, así como de la Agencia Internacional de la Energía Atómica, un tal Wally Henderson y otro tipo llamado John Halloran. Ninguno de los dos eran militares. Ambos eran hombres agradables, profesores de carácter amable que no habían oído hablar en su vida de Dalat ni de la existencia de un reactor en Vietnam del Sur. Resultó que se encontraban en la costa de Vietnam porque varios de los barcos de guerra que evacuaban al ejército llevaban muchas armas nucleares, otros iban por ahí dando tumbos, en el radio de acción de las plantas de energía atómica, y el Departamento de Defensa había pensado que era prudente, entre toda aquella confusión, tener allí a alguien que estuviera por encima del nivel de un técnico de la Marina o de un ingeniero nuclear, que supiera cómo funcionaban realmente las armas y los reactores que había a bordo de los barcos. Sólo por si acaso.
Wally Henderson y John Halloran fueron trasladados en seguida en helicóptero hacia el hormiguero de Saigón, se les instruyó y se les envió de inmediato a Dalat con doce marines. Las órdenes que recibieron tanto los científicos como los marines fueron muy sencillas: cierren el reactor, no dejen que explote o lo que sea que hagan los reactores cuando los manosea el enemigo, rescaten todo el material radiactivo que puedan, retiren los aproximadamente ochenta gramos de plutonio del reactor y vuelvan a toda prisa a Saigón. Si el aeródromo está ocupado, vayan caminando los ochenta kilómetros a través de la jungla hasta llegar a la costa, desde donde solicitarán por radio que vayan a recogerles. Deben llevarse el plutonio a toda costa.
De los doce marines, cuatro eran tiradores. Dar Minor, de diecinueve años de edad, un universitario precoz con una licenciatura en física, cosa que nadie en el estamento militar o la embajada sabía ni se preocupó de averiguar cuando le enviaron a Dalat, era uno de aquellos tiradores. Cuando aterrizaron en Dalat en un antiguo DC-3 comercial, que habían hecho mucho menos manejable colocándole a toda prisa una instalación forrada de plomo para almacenar los materiales radiactivos, ocho de los marines, incluido el militar que los dirigía (un teniente) se quedaron atrás para proteger el campo de aterrizaje de los norvietnamitas mientras Dar y los otros tres acompañaban a Wally y John al reactor. Era poco después de las siete de la mañana, y la niebla matinal se disipaba ya.
El reactor estaba abandonado, y los guardias de élite del ejército habían desaparecido. Las cancelas y las puertas principales estaban, literalmente, abiertas de par en par. Pero el enemigo no había llegado todavía. Al joven Dar Minor, aquella instalación le recordó el Fort Knox de pega que había visto en la película Goldfinger cuando tenía ocho años: una estructura abovedada de cemento, enorme y reforzada, sobre una colina baja. El reactor de Dalat estaba rodeado por casi un kilómetro y medio de promontorio cubierto de hierba en todas direcciones. Había tres hileras de alambrada de espino en todo el perímetro, una dentro de otra, con cien metros de intervalo, y los cuatro marines tuvieron la presencia de ánimo suficiente para cerrar las cancelas de cada una cuando fueron pasando con el jeep y los dos nerviosos científicos hacia el recinto del reactor principal. En tres direcciones no se veía otra cosa que espesa selva, y en la cuarta, la carretera abierta que conducía a Dalat. El reactor dominaba el terreno elevado de aquel kilómetro y medio de campo abierto. Para un francotirador (aunque fuera uno sin experiencia, como Dar a sus diecinueve años) era, obviamente, una zona mortífera en extremo.
Aunque aún no había recibido su bautismo de sangre, Dar era el líder de su equipo de dos hombres. Los tiradores formaban parte del cuerpo de Marines sólo desde 1968. Entonces se reconoció su importancia para la guerra y se aprobó la organización y formación de pelotones de francotiradores en el seno del cuartel general de cada compañía, así como en cada batallón de reconocimiento. Formalmente, el pelotón de tiradores consistía en tres brigadas de cinco equipos, con dos hombres cada uno, y un líder para cada equipo, además de un suboficial, un armero y un oficial, de modo que la fuerza total de cada pelotón ascendía a un oficial y treinta y cinco hombres. En realidad, el batallón de reconocimiento tenía una configuración ligeramente distinta, y sus fuerzas ascendían a un total de un oficial y treinta hombres. Los tiradores de los Marines actuaban (como había sucedido a lo largo de toda aquella guerra, la de Corea y las dos guerras mundiales) en equipos de dos, ambos tiradores de primera, aunque el líder era quien realizaba literalmente los disparos, mientras que el número dos actuaba como observador.
Durante la misión de Dalat, Dar era el líder del Equipo Dos, y como líder de ese equipo, llevaba un rifle Remington 700 de 7,62 milímetros con acción de cerrojo, modificado y rebautizado como M40 por los marines, mientras que su observador iba armado con un M-14 de precisión. Antes, los observadores de los equipos de tiradores de Vietnam habían estado utilizando el M-16 normal para fuego rápido, pero los marines descubrieron brutalmente que los M-16 no resultaban precisos a largo alcance y pasaron a usar el M-14, de precisión reforzada.
Para aquella misión, los dos equipos de tiradores habían llevado más armas y municiones de las que podían transportar, literalmente. Dar había imaginado que como la guerra había terminado ya, Estados Unidos dejaría abandonado equipo por valor de decenas de miles de millones de dólares. ¿Qué importarían por tanto unas cuantas armas más o menos en aquella misión? En el segundo jeep iban cuatro rifles M40 más, dos M-14 de repuesto, un cañón de M40 más para cada equipo, y cajas llenas de municiones. Cada uno de los cuatro marines llevaba sus propios binoculares y una radio de onda corta, mientras que los dos equipos compartían una radio grande PRC-45 para llamar a la artillería o pedir un ataque aéreo. Además de los binoculares, cada observador llevaba un telescopio de reconocimiento de veinte aumentos. Para mejorar su capacidad de observación, el segundo jeep llevaba dos pesados DON (Dispositivos de Observación Nocturna) y cuatro miras Starlight AN/PVS2 más pequeñas, montadas sobre los dos M-14 de repuesto, los de precisión. Uno de los DON más grandes iba colocado sobre un trípode, pero el otro iba montado en el elemento principal de su arsenal, una ametralladora Browning M2 calibre 50 especialmente modificada para que funcionara como arma de tiro único. Además, para la M2 había una enorme mira telescópica Unertl de uso diurno.
El observador de Dar era un joven cabo negro de veintidós años, originario de Alabama, que se llamaba Ned. Ned en realidad había superado en puntuación a Dar, aunque sólo ligeramente, en cuanto a la puntería, pero Dar había completado las 205 horas reglamentarias de instrucción oficial de los tiradores, 62 horas de práctica de puntería, 53 horas de entrenamiento de campo y 85 horas de ejercicios tácticos de tiro, todo con la mayor puntuación. El mejor de todos los equipos en realidad era el sargento Carlos, un hombre ya mayor (treinta y dos años), y el único de los cuatro marines que había entrado en combate. El observador de Carlos era otro chico de diecinueve años llamado Chuck, de Palo Alto.
Dar y los otros aparcaron los jeeps fuera de la vista, en uno de los muchos edificios vacíos del complejo, echaron un rápido vistazo a la sala de control del reactor, fantasmal y vacía, mientras los dos científicos se disponían a trabajar, y luego salieron a uno de los parapetos dispuestos a montar guardia durante las cuarenta y ocho horas siguientes. Carlos estaba encantado con el diseño del reactor en términos de posición de tiro. Tenían dos galerías con paredes de cemento, que cubrían un ángulo de 360 grados, en torno al edificio principal del reactor, una a una altura de cuatro pisos y la otra justo debajo de la bóveda, a dieciocho metros de altura total. Los muros de ambas galerías estaban pavimentados de forma que cada veinte pasos, más o menos, el cemento se levantaba un metro aproximadamente por encima de la altura media del muro, de un metro veinte de altura. Aquello convertía el parapeto en una verdadera muralla almenada, según el sargento Carlos. Para completar la sensación de fortificación, los cuatro marines amontonaron rápidamente más de ochenta sacos de arena de los puestos de guardia abandonados de abajo, creando unos puestos de tiro muy protegidos y unos muros de contención.
Los muros reforzados de la estructura de contención, de siete pisos de alto, tenían tres metros sesenta de ancho. Los muros del parapeto tenían un metro veinte de grosor. Aunque se apiñaban unas cuantas edificaciones anexas junto a la base del edificio del reactor, los parapetos eran lo suficientemente altos para que el campo de tiro no presentase obstáculo alguno, en ninguna dirección. El acceso a los dos niveles y la sala de control principal era interno, a través de pasillos y escaleras. No había ventanas.
—Jodeeeer —dijo el sargento Carlos cuando acabaron el extenuante trabajo de acarrear los sacos de arena—. Si Davy Crockett, Jim Bowie, el coronel Travis y todos los demás hubiesen tenido un lugar como éste y unas armas como éstas en lugar del viejo y mierdoso fuerte de El Álamo, mis antepasados nunca les habrían agujereado el pellejo ni tomado el fuerte.
A Wally y John les costó cuarenta y dos horas cerrar del todo el reactor, colocar y cargar los diferentes isótopos y encontrar el envase que contenía los ochenta gramos de plutonio para armamento. El enemigo llegó al reactor de Dalat tres horas después que los marines.
Una hora después de la llegada de Dar, el teniente Hale se comunicó con ellos desde el aeropuerto. Los ocho marines que quedaban allí (también equipados con potente armamento) estaban enfrascados en un tiroteo cuando apareció un batallón del Vietcong. Media hora después, el hombre que estaba en la radio del teniente Hale anunció que la mitad de los hombres habían muerto, incluido el teniente, y que los marines que quedaban estaban intentando contener a lo que parecía ser una compañía totalmente mecanizada del ejército regular norvietnamita. El DC-3 había despegado, dejándoles atrás. Los hombres de Hale pidieron que les sacaran de allí, pero los helicópteros de combate y de evacuación no pudieron acercarse a la terminal del aeropuerto porque desde las líneas de árboles cercanas les machacaban sin cesar con fuego antiaéreo.
Durante otra hora más, Dar y los otros tres marines de los parapetos del reactor escucharon el distante traqueteo de los disparos de arma corta: los característicos estampidos de los M-16 y los M60, el tableteo del Kalashnikov AK-47, la explosión de los morteros y el estruendo de los cañones de los tanques. El sargento Carlos dijo que era la primera vez de sus tres incursiones en Vietnam que había oído fuego de tanques procedente del enemigo.
Entonces cesaron los disparos. El silencio subsiguiente fue tan terrible que Dar se sintió muy aliviado cuando aparecieron los primeros miembros del Vietcong en jeeps del ejército de Vietnam del Norte, unos cuantos vehículos acorazados ligeros y una fila de camiones que subían por la carretera principal de Dalat.
—Mira eso —dijo el sargento Carlos.
El M2 calibre 50 con una mira especial Unertl había sido instalado en la pared ancha, entre los sacos de arena. Mientras Chuck y Ned observaban con las potentes mirillas de veinte aumentos, el sargento Carlos abrió fuego en la columna del Vietcong a una distancia de tiro de dos mil doscientos metros, ¡más de dos kilómetros! La primera bala convirtió la cabeza del conductor del primer jeep en una enorme nube de niebla roja. La segunda bala (una explosiva) dio en el tanque de la gasolina del jeep e hizo saltar el vehículo quince metros por los aires. El tercer tiro de Carlos penetró en el blindaje ligero de uno de los vehículos que iban detrás del jeep principal y sin duda debió de matar al conductor, porque el vehículo acorazado se torció hacia la derecha y cayó en una honda zanja de riego. El cuarto disparo del sargento se incrustó en el motor del tercer vehículo de la fila (un camión terriblemente pesado), de modo que el vehículo se detuvo y todo el convoy quedó bloqueado. Las tropas saltaron de los camiones y empezaron a correr hacia la selva que se extendía a ambos lados.
El sargento Carlos continuó su pausado ritmo de disparos mientras los otros tres hombres vigilaban a través de las miras de localización. Cada vez que Carlos disparaba, moría un ser humano. Luego los camiones quedaron vacíos, mientras el Vietcong avanzaba hacia ellos a través de la selva y pedía el apoyo del ejército norvietnamita. Como medida de precaución, el sargento Carlos hizo volar tres camiones más con munición explosiva. Las llamas y el humo se elevaron a gran altura en el aire matutino.
—Ya ves, ver que matan a tus compañeros desde más de un kilómetro de distancia deteriora mucho la moral —dijo el sargento Carlos. Dejó que se enfriara el arma del calibre 50 mientras asignaba al equipo de Dar al parapeto inferior y se disponía a preparar su propio rifle Sniper M-40 con acción de cerrojo para un trabajo «en corto», a sólo ochocientos metros o menos aún.
Dar siempre había oído que las historias de guerra se iban deformando en los recuerdos, a medida que se contaban una y otra vez, pero nunca había contado la historia de aquellas cuarenta y ocho horas en Dalat. Su recuerdo de aquel período siempre había sido igual de firme y no había cambiado nada, como una piedra alojada dentro de su alma.
Las patrullas de reconocimiento del Vietcong empezaron a devolverles el fuego y a enviar exploradores desde las líneas de los árboles, unos veinte minutos después de que el sargento Carlos detuviera su primer convoy. Carlos y Dar usaron sus M40 del calibre 7,62 para matar a los soldados del Vietcong en cuanto salían de las sombras de la selva o se descubrían por el resplandor de la boca de sus armas.
Con excepción de los disparos de AK-47 que daban en las edificaciones anexas o en la grava que había debajo, y unos pocos que alcanzaban y apenas conseguían descascarillar un poco el edificio que, contenía el reactor propiamente dicho, todo estaba en silencio. Dar oía poca cosa excepto el pausado ladrido de los M40 y los comentarios en voz baja: «Blanco... blanco... abatido, pero aún se mueve... muerto... blanco» de Ned, su observador.
Aquella misma tarde a primera hora, cerca de un centenar de vietcongs salieron de cubierto y asaltaron el complejo del reactor. Dar y Carlos mataron primero a los tiradores que cubrían como podían a la infantería con sus rifles K-44, menos precisos (en realidad se trataba de antiguos rifles de tirador soviéticos Mosin-Nagant M1891/30 de 7,62 milímetros, usados por el Ejército Rojo durante la Segunda Guerra Mundial). Cuando acabaron con los tiradores (que siempre son la prioridad básica de los demás tiradores) dispararon a los zapadores que llevaban torpedos Bangalore para volar las vallas. Cuando los zapadores hubieron caído todos, Dar y el sargento Carlos dirigieron su atención hacia todos los oficiales del Ejército de Vietnam del Norte que pudieron localizar. Tan pronto como cualquier hombre con uniforme verde y casco de médula gritaba una orden o apremiaba a los demás soldados o blandía una pistola que no fuera la habitual AK-47, recibía un disparo. Cuando la menguada línea de asalto llegó a unos ochocientos metros, aún a doscientos metros de la valla exterior, Ned y Chuck abrieron fuego rápido con sus M-14 de precisión.
La línea se rompió. Los vietcongs corrieron hacia la selva. Unos pocos consiguieron llegar.
Las tropas regulares del ejército del norte aparecieron unos minutos después. Atisbando a través de la mira del observador, Dar se quedó sorprendido. Nunca había visto un tanque ruso 1-55, y mucho menos le habían enseñado cómo acabar con ellos. los dos tanques que iban delante parecían tener el plan de conducir directamente por la carretera, echar abajo la cancela de la valla y seguir en línea recta hacia el complejo del reactor. No disparaban los cañones de setenta y dos milímetros. Los cuatro marines se dieron cuenta de que no recibirían fuego de mortero ni artillería de los comunistas. Evidentemente, algún militar de alto rango había tomado la decisión de que el reactor de Dalat debía ser capturado sin dañar el edificio de contención. Era una decisión idiota, y Dar lo sabía, porque unos proyectiles de mortero bien apuntados podrían haber matado a los cuatro marines y sólo habrían causado pequeñas marcas en los macizos muros de cemento. Wally y John, que trabajaban dentro, en la sala de control, dijeron después que no habían oído los disparos. Afortunadamente para los marines, la estructura de mando del Ejército de Vietnam del Norte parecía saber menos aún de reactores nucleares que el embajador de Estados Unidos.
Cuando el tanque que iba en cabeza llegó hasta unos mil metros de distancia, el sargento Carlos empezó a disparar balas explosivas del calibre 50 a las miras periscópicas.
—¡No me jodas! —chilló Ned, por encima del estruendo reinante—. No querrás destrozar un tanque con un rifle, ¿verdad?
—Esas rendijas de visión son a prueba de balas —dijo el sargento Carlos, entre disparo y disparo—, pero no a prueba de polvo. No se puede conducir bien cuando uno no ve una puta mierda.
Tuvo que disparar ocho proyectiles, pero al final el tanque se detuvo. Un minuto después, los tripulantes del vehículo salieron y echaron a correr hacia la distante línea de los árboles. Dar y el sargento Carlos los mataron a todos. Tuvieron que disparar doce balas en los visores y alrededor de ellos para detener el segundo tanque, hasta que éste viró repentinamente hacia la derecha y se detuvo. Los tripulantes se quedaron dentro hasta mucho después de anochecer. Cuando corrieron hacia la línea de los árboles, un poco después de medianoche, Dar mató a tres de ellos utilizando su mira Starlight. El tercer tanque dio la vuelta y se adentró de nuevo en la selva, no sin antes dejar escapar una andanada de cañonazos, al parecer por pura frustración. La andanada hizo un agujero de un metro de ancho en el perímetro exterior de la valla e impactó en la colina herbosa. El conductor del T-55 había cometido el error de volverse para coger la velocidad máxima en lugar de retroceder sin más. Uno de los disparos del sargento Carlos a doscientos metros dio en el depósito de gasolina adicional del lado derecho, y el tanque se internó en la selva con las llamas lamiendo su parte posterior.
Hubo dos intentos más de ataque de flanco por parte de la infantería antes de ponerse el sol. Ahora, los equipos de tiradores de los marines iban desplazándose de nivel en nivel, de muro en muro, disparando en todas direcciones. Debían tener cuidado de no resbalar y caer con todos los casquillos desperdigados en los suelos de cemento del parapeto. El Vietcong llegó a la valla exterior y la hizo volar en un último intento antes de que oscureciera. Treinta hombres se introdujeron en la zona que había entre la valla exterior y la segunda.
—¿Han colocado minas los del ejército? —preguntó Chuck, esperanzado.
—No —replicó el sargento Carlos—. Es el único sitio de todo el puto Vietnam del Sur donde no hay minas.
Los treinta hombres de infantería lanzaron un grito de victoria, izaron la bandera de Vietnam del Norte y corrieron hacia la segunda valla. Los cuatro marines les mataron.
Pasaba de la medianoche cuando los soldados del Vietcong y el ejército regular empezaron a salir a rastras de la selva hacia la alambrada exterior. En el entrenamiento a Dar le habían enseñado que la nueva generación de dispositivos pasivos de intensificación de imagen (miras nocturnas) eran el equivalente en Vietnam de lo que había sido la mira de bombardero Norden en la Segunda Guerra Mundial: tecnología de alto secreto. En los primeros años del conflicto bélico de Vietnam, el dicho era: «Charlie domina la noche». Ahora los marines también dominaban la noche.
Veinticinco años después de Dalat, Dar veía en un anuncio de L.L. Bean o cualquier otro catálogo de excedentes del ejército unos anteojos de visión nocturna por seiscientos dólares y tenía que sonreír. Aquel preciado y milagroso artefacto para poder ver por la noche, por el que uno daría la vida antes que perderlo, se había convertido en el artículo número NP14328 del catálogo, disponible al día siguiente, con entrega por mensajero. En los últimos años había solicitado un par de anteojos semejantes por correo y los había encontrado no sólo más ligeros y efectivos que su antigua mira Starlight, sino con un precio mucho más asequible.
Ned usó el Dispositivo de Observación Nocturna montado en un trípode para localizar al enemigo a distancias de más de mil cuatrocientos metros y alertar a Dar y a Chuck para los disparos que efectuaban con la Starlight a ochocientos metros o menos, al alcance del M-14. El sargento Carlos usaba el otro DON montado en el M2 del calibre 50 para cazar a los soldados enemigos a mil quinientos metros en el momento en que se movían entre las sombras de la noche.
De forma poco habitual para aquella época del año en Vietnam, el cielo estuvo despejado a lo largo de toda aquella interminable noche. No había luna, pero las estrellas brillaban radiantes.
Poco después del amanecer del segundo día, seis tanques T-72 nuevecitos y seis T-55 empezaron a avanzar traqueteando, directos hacia el reactor Dalat. La infantería se movía a poca distancia detrás de ellos, y los tiradores del ejército del norte seguían cubriéndoles con su fuego desde los árboles.
—No sabía que esos cabrones de norvietnamitas tuvieran tantos tanques en esa mierda de ejército que tienen —comentó el sargento Carlos, subrayando sus palabras, pronunciadas en voz baja, con un escupitajo del tabaco que mascaba.
En lo más profundo de los intestinos del edificio, Wally y John habían dormido una hora cada uno. Mientras el uno dormía, el otro seguía manipulando materiales radiactivos con carretilla elevadora. Ninguno de los marines había dormido nada
El sargento Carlos contempló la aproximación de los tanques a la alambrada exterior. Estaba muy atareado desde antes de amanecer, hablando por la radio PRC-45. Justo antes de que los tanques llegaran a la alambrada exterior, se oyó el rugido de unos aviones ligeros (Phantoms F-4 en este caso) a unos sesenta metros, que rompieron la formación y dejaron caer su condimento explosivo. Dar contempló con incredulidad teñida de fatiga cómo la torreta del T-72 que iba en cabeza se alzaba hasta cien metros en el aire, más alto incluso que el propio F-4, y las abrasadas piernas del conductor quedaban claramente visibles colgando y pataleando en la torreta que se desplomaba.
Varios tanques sobrevivieron a la incursión aérea y empezaron a dar vueltas, confusos, algunos pasando incluso por encima de su propia infantería entre el humo y las llamas. Treinta segundos después, una misión de ataque complementario con tres Skyhawks A-4D que venían desde el U.S.S. Kitty Hawk arrojó napalm en los tres costados del complejo del reactor. El humo y las llamas abultantes hicieron muy difícil para Dar y los otros matar a los supervivientes que quedaban, pero la verdad es que había pocos.
Las siguientes veinticuatro horas estaban menos claras en el recuerdo de Dar, aunque se habían grabado de forma indeleble.
La única explicación que encontraba es que algo le había ocurrido al tiempo. El tiempo se vio distorsionado, retorcido, deformado por completo, casi hasta el infinito o hasta la eternidad, ésa fue la impresión que tuvo, aunque al mismo tiempo se dobló sobre sí mismo en momentos y horas y acontecimientos que se superponían y coexistían. Fue como si Dar hubiese caído por debajo del liso horizonte de uno de esos agujeros negros que estudió en su trabajo de doctorado, en años posteriores.
Hubo unos cuantos asaltos generales de infantería más la mañana de aquel segundo día. Durante uno de ellos, los ataques aéreos de la Marina se retrasaron media hora y varios cientos de soldados regulares del norte (no los vietcongs vestidos con pijamas negros, sino tropas bien alimentadas, uniformadas y soberbiamente armadas, el orgullo del general Giap del Ejército Norte) alcanzaron la valla interior. En una situación normal, Dar y los demás habrían llamado a la artillería de las bases cercanas, pero toda la artillería americana había hecho las maletas y abandonado ya el país, y la artillería del ejército de la provincia había sido derrotada. Lo único que había mantenido a salvo a su pequeño Alamo particular era el hecho de que Giap, obviamente, quería tomar el reactor intacto.
Dar recordaba que fue durante uno de esos ataques en la mañana del segundo día cuando el cañón de su M40 se fundió y tuvo que sustituirlo por el rifle de repuesto. Ned murió por un disparo de un contratirador del Ejército del Norte antes del último ataque de aquella mañana... o quizás justo después. Dar no lo recordaba con absoluta certeza. Pero sí que recordaba la secuencia de las muertes. Ned recibió un tiro en el ojo cuando usaba la mira de veinte aumentos, hacia el mediodía. El sargento Carlos recibió uno en el pecho y la garganta en algún momento de la descarga cerrada de la tarde, y murió antes de que el sol se pusiera, rojo y pleno, detrás de la montaña de Lang Biang. Chuck murió a causa de una salva de balas segundos antes de que pudieran abordar el Sea Stallion.
Durante la noche anterior, mientras Wally y John todavía trabajaban con brazos mecánicos y mandos a distancia, metidos dentro del edificio, Chuk y Dar hablaron del plan B. El plan B consistía en recorrer caminando los ochenta kilómetros que había hasta la costa. Ambos marines sabían que era imposible ya. No porque hubiera ahora al menos dos batallones de infantería mecanizada del Ejército del Norte y quizás tres compañías de vietcongs en la selva o junto a ellos. Los marines podían habérselas con eso. Pero al haber muerto Ned y el sargento Carlos, Dar y Chuck nunca conseguirían llegar hasta la costa con los dos cadáveres, ayudando al mismo tiempo a los científicos a transportar los cientos de kilos de peso de isótopos radiactivos y de plutonio y de no sé qué más. Y los marines no abandonan jamás a sus muertos.
Dar siempre había pensado que esa costumbre casi rayaba en lo obsceno (poner en peligro vidas humanas por cuerpos muertos), pero también sabía que no iba a ser precisamente él quien rompiera la tradición y dejase a Carlos y Ned a merced del enemigo.
Cuando llegó el último ataque del día y se produjo la última incursión aérea, fue otra vez con napalm, que caía desde cuatro F-4 muy rápidos. Parte de la artillería abrasó los edificios colindantes, los jeeps y la base del propio edificio de contención del reactor. Dar nunca olvidaría el olor de carne humana asada, ni la vergüenza que sintió al darse cuenta de que, debido al hambre que sentía, ese olor le hacía salivar. No había comido desde hacía veinte horas. Los gritos parecían llegar desde un par de metros de distancia, y no desde cincuenta. Dar recordaba con claridad haberse acurrucado en el suelo del parapeto, cubriendo el rifle con su propio cuerpo como si estuviera protegiendo a un niño, mientras las llamas se elevaban más de cincuenta metros en torno al edificio del reactor y el aire se hacía demasiado abrasador para poder respirarlo.
Chuck y Dar pasaron la segunda noche cambiando de posición constantemente, usando las miras Starlight de los M-14 y los DON de calibre 50 para localizar y disparar a los grupos de zapadores y los soldados que avanzaban por todas partes.
—¿Has visto alguna vez Beau Geste? —dijo Dar a Chuck durante un momento de calma entre disparos.
—¿Qué? —exclamó el otro marine, desde el parapeto más alto.
—No importa —dijo Dar.
El Ejército de Vietnam del Norte estaba intentando disipar el humo por aquel entonces, cosa inteligente, porque incluso las miras nocturnas intensificadoras de la imagen eran incapaces de ver a través de él, y había ya tanto humo en el aire que perjudicaba a los tiradores de cobertura del Ejército del Norte.
Normalmente, cuando un soldado se acercaba a menos de cien metros, o Chuck o Dar veían moverse algo verde a través de las infernales cortinas de humo y el resplandor blanco y borroso de las llamas, y uno de ellos podía matarlo con un simple disparo. Pero cuando disparaban desde el mismo lado del edificio, los dos marines actuaban con una eficiencia mayor, y gritaban: «¡Mío! ¡Lo tengo!» como un jugador de béisbol que esperara una pelota.
A las 2 de la mañana de aquella segunda noche, Wally y John salieron tambaleándose a los parapetos para anunciar que todo estaba cargado en palés y que podían irse ya en los jeeps. Mientras Dar les explicaba que los planes habían cambiado, el enemigo les seguía hostigando constantemente con fuego. Miles de balas daban en los parapetos. Los sacos de arena estaban hechos trizas, y el sonido de las balas al golpearlos era tan regular como una lluvia densa sobre la lona de una tienda de campaña. Los rebotes de las balas eran lo más peligroso. Ambos marines sangraban abundantemente por los impactos de fragmentos de cemento y balas.
Dar recordaba que Wally se limpió las gafas (el científico tenía los ojos rojos por la fatiga, pero también estaba conmocionado al ver el aspecto de Dar, tan ensangrentado y exhausto) y dijo:
—¿Han estado disparando todo el tiempo mientras trabajábamos?
La radio PRC-45 quedó destruida poco después de que Wally y John acabasen su trabajo, pero Dar ya había pedido dos ataques aéreos a las 4. El plan original requería que un pequeño helicóptero bajara a recoger a los dos marines, los dos cadáveres, los científicos y la media tonelada de material radiactivo. Les cubrirían utilizando masivamente napalm y bombas dispersoras, y a continuación los cañones del Huey atacarían con cohetes los árboles en tomo a todo el perímetro. Pero la Marina dudaba de que un Huey del Ejército pudiera levantar toda aquella carga, y enviar a dos helicópteros para que trataran de aterrizar entre todo aquel humo y fuego era correr hacia el desastre. Finalmente, la Marina dijo que intentaría liberar un helicóptero más grande, de los de rescate (un Sea Stallion) de sus deberes como elemento de transporte de importantes políticos vietnamitas, sus familias y sus equipajes y posesiones desde Saigón hasta el grupo de portaaviones.
Llegaron las cuatro y pasó la hora y no hubo ataque aéreo, ni bombarderos, ni helicóptero de rescate Sea Stallion... Dar sentía que no quedaba esperanza alguna de evacuación después de que amaneciera, porque el Ejército de Vietnam del Norte tenía unos importantes defensas antiaéreas y unos lanzamisiles tierra-aire rodeando todo Dalat por aquel entonces. Hacia las 5:40, Dar cambió soñoliento el M-14 y la mira Starlight por el rifle Sniper M40 con la mira de visión diurna Redfield. Recordó limpiar primero la sangre de la lente, aunque no tenía ni idea de quién era aquella sangre. Por primera vez, mientras la segunda aurora de Dalat iba extendiendo sus rosados dedos (la frase homérica seguía resonando en su cabeza) Dar notó cómo se aproximaba la katalepsis. Notó que se rendía al miedo y a la sed de sangre; notó que perdía el control que llevaba toda su corta vida intentando dominar.
Los aviones rugieron a las 6:45, seis Phantom F-4 que lanzaron tanto napalm que Dar perdió las cejas y gran parte del pelo. Los helicópteros de combate llegaron antes de que el ensordecedor estruendo de los reactores se hubiese esfumado. Los Hueys lanzaron cohetes y machacaron los árboles en todas direcciones. Los misiles del Ejército del Norte volaban la selva sin compasión, dejando rastros de humo cruzados como una elaborada exhibición de fuegos artificiales. Pero los helicópteros bajaron aún más, rozando la hierba a un metro más o menos, y aplanaron las vallas, pasando en realidad a través de las paredes de llamas antes de abrir fuego con sus minicañones, prefiriendo ponerse al alcance de la enorme cantidad de disparos de armas cortas en lugar de mantener la altura y ser abatidos por un misil.
Y entonces llegó el Sea Stallion, haciendo volar el humo en complicadas espirales que hipnotizaron completamente a Darwin Minor, exhausto y vencido por el estupor. Casi se olvidó de moverse, tan fascinado estaba por las intrincadas espirales y los vórtices de humo creados por las enormes hojas del rotor. Años después, Dar utilizó la matemática del caos para estudiar las variaciones fractales de ese fenómeno.
Pero de los acontecimientos que se produjeron a las 6:45 de aquel segundo día, sólo recordaba vagamente a Chuck apartándole del parapeto, y a él mismo llevando el cuerpo del sargento Carlos al helicóptero que les aguardaba mientras Chuck cargaba con el desmadejado bulto de Ned, y luego regresando para ayudar a los científicos a trasladar los isótopos y demás trofeos afuera, a la luz.
El contenedor forrado de plomo con 80 gramos de valiosísimo plutonio armamentístico tenía prioridad absoluta, igual que las rocas que habían cogido de la superficie de la Luna los astronautas de la misión Apolo tras salir del módulo lunar, unos años antes, así que Chuck lo cogió y echó a correr hacia el Sea Stallion mientras Dar arrastraba la última caja de piezas del reactor hacia la puerta de salida.
Dar todavía conservaba en la retina una imagen perfecta de Chuck alcanzado por una docena de balas cuando el humo se apartó lo suficiente para que los tiradores avanzaran hacia la verja interior. Dar se quedó paralizado allí mismo. Wally y John estaban ya en el Sea Stallion, pero Dar estaba fuera, a menos de cien metros de los veinticinco o más tiradores del norte que acababan de convertir a Chuck en un sangriento amasijo de carne. Aunque el tiempo parecía extrañamente distorsionado en aquellos momentos, Dar sabía que no llegaría a coger su rifle y correr para ponerse a cubierto. Contempló las bocas de los AK-47 volverse en su dirección como si todo hubiera sido coreografiado en cámara lenta. Entonces, un helicóptero Huey pareció derivar hacia ellos, también en cámara lenta, y su ametralladora dio la vuelta y disparó en un silencio que sólo existía para Dar, los cartuchos vacíos volando y cayendo a centenares, a miles, cayendo y tapando la luz del naciente sol. Era una imagen bella, desde un punto de vista puramente estético: la luz del sol reflejada sobre el metal. De pronto, todos los tiradores del norte se vieron envueltos en una nube de polvo, cayeron y retrocedieron, como hubieran sido apartados por la invisible mano de Dios.
Dar se puso el cadáver de Chuck encima de los hombros, agarró el valioso cilindro de plutonio y corrió hacia el Sea Stallion.
Hasta el día presente, Dar seguía sin recordar nada de la carrera hasta el helicóptero que le esperaba, excepto el último atisbo del reactor de Dalat a través del humo arremolinado. El edificio de seis pisos estaba totalmente agujereado por las balas No se podía extender la mano hacia ninguna parte de la pared sin encontrar huecos. Los sacos de arena habían desaparecido completamente, habían quedado hechos trizas, y los fragmentos se habían desintegrado con los balazos.
Tampoco recordaba Dar el aterrizaje en el portaaviones. Recordaba sólo vagamente la confusión que reinaba a bordo mientras le llevaban hacia la atestada enfermería. El cirujano de la Marina le preguntó:
—¿Qué heridas tienes?
—No me han dado —contestó Dar—. Sólo son cortes de las balas rebotadas y los trozos de cemento.
Le habían cortado las botas y la camisa y el pantalón ensangrentados y apestosos, y limpiado el ensangrentado cuerpo con una esponja.
—Lo siento, hijo —dijo el cirujano cincuentón—. Estás equivocado. Tienes al menos tres disparos de AK-47.
Mientras le anestesiaban, Dar no estaba preocupado. Había llevado al sargento Carlos al helicóptero. No podía estar muy malherido. Las balas de AK-47 probablemente habrían perdido la mayor parte de su energía cinética al dar en la pared del reactor o atravesar los sacos de arena medio vacíos antes de darle a él. Ni siquiera recordaba haber sido herido.
Cuando finalmente se despertó después de la operación y de cuatro días de inconsciencia, le dijeron que el enorme portaaviones estaba ahora tan sobrecargado con refugiados que los aviones que iban en cubierta (incluidos los helicópteros de combatey el Sea Stallion que les había salvado) los habían tenido que tirar por la borda al mar, para hacer sitio a los helicópteros que traían a los VIPS de Saigón.
Dar se volvió a dormir. Cuando se despertó de nuevo la ciudad había caído, y Saigón era ahora Ciudad Ho Chi Minh. Los últimos diplomáticos y empleados de la CIA se habían subido al tejado de la embajada de Estados Unidos y habían sido recogidos por pequeños helicópteros mientras miles de aliados vietnamitas eran contenidos por los últimos grupos de marines que quedaban. Luego se llevaron también a los marines bajo nutrido fuego.
La flota de portaaviones volvía a casa. Los políticos sudvietnamitas importantes dormían en la zona de los oficiales que había bajo cubierta, mientras que los centenares de marines desplazados y los marineros dormían tirados en la cubierta, apretujados debajo de los helicópteros y los Intruders A-6 que quedaban, hombres exhaustos que trataban de protegerse de la lluvia que caía sin cesar.
Dar accedió a contarle a Syd lo de Dalat, pero sugirió que cenasen primero.
—La pasta estaba muy buena —dijo Syd cuando terminaron.
Dar asintió.
Syd cogió su taza de café con ambas manos.
—¿Me cuentas ahora lo de Dalat? Sólo conozco los hechos básicos.
—No hay gran cosa que contar —dijo Dar—. Sólo estuve allí durante cuarenta y ocho horas, en 1975. Pero volví hace unos pocos años... en 1997. Hay un viaje organizado de seis días que comienza en Ciudad Ho Chi Minh y acaba en Dalat. No se aconseja a los americanos que viajen por Vietnam, pero tampoco es ilegal. Se puede volar desde Bangkok por sólo doscientos setenta dólares con las Líneas Aéreas Vietnamitas, o por trescientos veinte con las Líneas Aéreas Thai, más confortables. En Dalat se puede alojar uno en una pensión llena de chinches que se hace llamar Hotel Dalat, o en un hotel lleno de pulgas llamado Minh Tam o en una versión vietnamita de un complejo residencial lujoso que se llama Anh Doa. Me alojé en el Anh Doa. Hay hasta piscina
—Pensaba que nunca volabas como pasajero —dijo Syd.
—Aquella fue una rara excepción —concedió Dar—. De todos modos, es un viaje muy bonito. El autobús va por la carrerera nacional número veinte, desde Ciudad Ho Chi Minh, pasa por Bao Loc, Di Linh y Duc Trong (en esa zona sobre todo hay plantaciones de té y de café, muy verdes), y luego sube por el paso de Pren hacia el extremo sur de la llanura de Lang Biang, para llegar hasta la ciudad de Dalat.
Syd escuchaba.
—Dalat es famosa por sus lagos —continuó Dar—. Tienen nombres como Xuan Huong, Than Tho, Da Thien, Van Kiep, Me Linh... nombres muy bonitos, y bonitos lagos también, excepto por un poco de contaminación industrial.
Syd seguía esperando.
—También hay algo de selva —dijo Dar—, pero por encima de la ciudad, lo que hay son sobre todo bosques de pinos. Incluso los bosques y los valles tienen nombres mágicos: Ai An, que significa Bosque de la Pasión, y Tinh Yeu, que significa Valle del Amor.
Syd dejó la copa de café.
—Gracias por la visita turística, Dar, pero me importa un bledo lo bonito que era Dalat en 1997. ¿Me cuentas de una vez qué pasó en 1975? Los expedientes todavía están clasificados, pero sé que saliste de allí con la Estrella de Plata y el Corazón Púrpura.
—Dieron condecoraciones a todos los que se quedaron hasta el final —dijo Dar, y bebió un sorbo de café—. Es lo que suelen hacer los países y los ejércitos cuando son derrotados... repartir medallas a diestro y siniestro.
Syd seguía callada.
—Vale —accedió Dar—. A decir verdad, la misión de Dalat todavía está clasificada, técnicamente, pero ya no es ningún secreto. En enero de 1997 un pequeño periódico llamado Tri-City Herald sacó a la luz la historia, y se reflejó también en las páginas de otros periódicos. Yo no lo vi, pero el hombre de la agencia de viajes me lo dijo cuando estaba reservando una plaza para mí.
Syd bebió un poco de café.
—No hay mucho que contar —repitió Dar. Su voz sonaba ronca, hasta para él mismo. A lo mejor estaba incubando un resfriado—. En los últimos días antes de la gran estampida de Saigón, los sudvietnamitas nos recordaron que les habíamos construido un reactor en Dalat. Allí se guardaba algo de material radiactivo, que incluía ochenta gramos de plutonio, y los funcionarios de Estados Unidos no querían que cayese en manos de los comunistas. Así que reclutaron a dos heroicos científicos llamados Wally y John y los enviaron a Dalat para que recogieran el material antes de que el Vietcong y el Ejército del Norte tomaran aquel sitio. Los científicos tuvieron éxito.
—Y tú fuiste con ellos como tirador de la Marina —dijo Syd—. ¿Y qué más?
—Y nada más, en realidad —dijo Dar—. Wally y John hicieron todo el trabajo, encontraron y extrajeron el material que debían sacar —sonrió débilmente—. Sabían cómo cerrar un reactor nuclear y usaron los mandos a distancia, pero tuvieron que aprender a manejar una carretilla elevadora. En fin, que al final cogimos los isótopos y la lata que llevaba la inscripción de plutonio y salimos corriendo de allí.
—¿Pero hubo lucha? —preguntó Syd.
Dar fue a ponerse más café, se dio cuenta de que la cafetera estaba vacía y se volvió a sentar. Al cabo de un momento dijo:
—Claro. Siempre hay lucha en una guerra. Incluso en una guerra que tenía ya el ala tocada, como aquella en 1975.
—Y tú disparaste tu rifle con rabia —dijo Syd. Era una pregunta.
—No, en realidad no —negó Dar—. Sí que disparé, pero no estaba furioso con nadie, excepto quizás con los gilipollas que se habían olvidado la maldita mierda del reactor. Esa es la pura verdad.
Syd suspiró.
—El doctor Dar Minor, tirador de la Marina... con diecinueve años... No encaja con la persona que yo conozco ahora... bueno, que creo que conozco.
Dar esperó.
—Al menos me contarás por qué te hiciste marine, ¿no? —preguntó Syd—. Y, tirador, nada menos.
—Sí —accedió Dar, notando que el corazón le golpeaba con fuerza en el pecho al darse cuenta de que iba a decir la verdad. Sí, se lo iba a contar. Y aquello era algo mucho más personal que los detalles de Dalat.
Echó un vistazo a su reloj.
—Pero ahora se está haciendo tarde. ¿Podemos dejar para otro momento el relato? Tengo que hacer algunas gestiones antes de volver esta noche.
Syd se mordió el labio y miró hacia la habitación. Ella había cerrado las cortinas y las persianas antes de encender la primera lámpara, pero ahora las sombras eran tan espesas como el anaranjado resplandor de la lámpara. Durante un absurdo momento, Dar pensó que Syd iba a sugerir que pasaran allí la noche, los dos en la cabaña. Todavía notaba el corazón acelerado.
—Bueno —dijo Syd—. Te ayudo a lavar los platos y nos vamos. Pero me tienes que prometer que me contarás pronto por qué te hiciste marine.
—Te lo prometo —dijo Dar, casi sin darse cuenta.
Salieron a la oscuridad, se dirigieron hacia sus respectivos vehículos, y Dar dijo entonces:
—La historia de Dalat tiene una sorpresa final, ¿sabes? Es la razón principal por la que la han mantenido clasificada todo este tiempo, creo. ¿Quieres saberla?
—Claro —dijo Syd.
—¿Recuerdas que te he contado que la misión consistía en recuperar aquellos valiosísimos ochenta gramos de plutonio armamentístico?
—Sí.
Dar hizo tintinear las llaves del coche en la mano derecha. Llevaba la caja con el arma en la izquierda.
—Bueno, Wally y John encontraron la lata forrada de plomo rotulada como plutonio —dijo—. La sacamos de allí. Los federales, con su inmensa sabiduría, la pusieron bajo custodia en la enorme instalación nuclear de Hanford, Idaho, donde fue cuidadosamente almacenada con otros miles de latas semejantes.
—¿Y? —exclamó Syd.
—Bueno, cuatro años después de mi primera visita a Dalat, en 1979, alguien decidió finalmente echarle un vistazo.
Syd esperaba en la oscuridad perfumada por el aroma de los pinos.
—No era plutonio —dijo Dar—. Pasamos todas aquellas fatigas para recuperar ochenta gramos de polonio.
—¿Y qué diferencia hay?
—Con el plutonio se pueden fabricar bombas atómicas y bombas de hidrógeno —dijo Dar—. Con el polonio, en cambio, no.
—¿Y cómo pudieron, Wally y George o como se llamaran, cometer un error semejante?
—Wally y John no se equivocaron. Uno de los técnicos vietnamitas del reactor debió de colocar el símbolo equivocado en la lata.
—¿Y qué pasó con el plutonio entonces?
—De acuerdo con la información que publicó el fiable TriCity Herald el 19 de enero de 1997 —explicó Dar—, el portavoz de la República de Vietnam dijo, y cito textualmente: «El Instituto de Investigación Nuclear de Dalat conserva actualmente una cantidad de plutonio que se dejaron los americanos, por si se requiere para necesidades técnicas».
Dar había dicho aquello con ligereza, pero el silencio de Syd era grave. Finalmente, ella dijo:
—¿O sea que el reactor está funcionando otra vez?
—Los científicos rusos ayudaron a los norvietnamitas a hacerlo operativo un mes después de que ganaran la guerra —contestó él.