Continuación de mi diario íntimo

Febrero-marzo de 1979

8 de febrero

Ya de niña, inclinada sobre mis libretas escolares, con un lápiz de punta blanda bien afilada, me gustaba recrear personajes, vidas, historias leídas u oídas, en mi diario o mi cuaderno de notas, celosamente guardados con llave en un cajón. Me encantaba ver la monda curva de madera que giraba alrededor del lápiz, se alargaba, suspendida en el aire, y acababa cayendo en espiral sobre una hoja de papel en blanco, donde brillaba una minúscula pirámide de fino polvo negro. Era mi rito privado. Mi oración cotidiana, una especie de confesión. Para que ese ejercicio fuera aún más sagrado, me había impuesto una regla: dar por finalizada la escritura del día cuando la punta se gastara y no afilarla por segunda vez pasara lo que pasase. Muchos años después, cuando los diarios sustituyeron a mis cuadernos escolares, seguí aplicando la regla de mi infancia al pie de la letra, fiel a los esbozos breves, fragmentarios, tomados aprisa, a los que ponía fin tanto el estado del lápiz como una especie de lasitud. Es la primera vez que escribo tantas páginas seguidas, y me asombra.

No quiero releer esas notas fragmentarias, por temor no a su novelesca longitud sino a reencontrarme con la angustia, oculta tras las palabras de una chica de apenas veinte años cuyos primeros síntomas de embarazo se manifestaron al día siguiente de la marcha de Tumchuq, poco antes de escribir esas anotaciones. Todavía era de noche cuando me despertó la afluencia de una sustancia ácida, ligeramente picante, que subía del fondo de mi garganta. Un corte de luz convirtió mi perplejidad en pánico. No tardé en levantarme para encender a tientas las velas que guardaba en previsión de esos apagones. Reprimiendo las ganas de vomitar, saqué mi diario y me puse a escribir, al principio a vuelapluma, a la oscilante luz de las velas, empeñadas en no aguantarse de pie. Al final, una de ellas cayó al suelo, y al recogerla me sentí sacudida por un torrente cálido que quería escapar de mi boca; fue tan violento que todas las velas temblaron y se apagaron una tras otra. Estaba de rodillas, en medio de una oscuridad como si me hubiera quedado ciega, aferrada con ambas manos al borde de la mesa, esforzándome en carraspear hasta hacerme daño, pero, curiosamente, no vomité. El torrente ácido había refluido. Sólo era un aviso. Mas me dejó una huella tan desagradable que, para librarme de ella, por ridículo que parezca, me lancé sin pensarlo a escribir recuerdos, que se hilvanaron muy deprisa en larga retahíla, en río de palabras francesas, dulces como el aliento materno. No me atrevía a parar, ni siquiera para fumar, por miedo a que volviera a asaltarme aquel misterioso flujo ácido, o simplemente para huir de la realidad. Guiada por ese impulso, me prometí no olvidar el menor detalle y no levanté los ojos del cuaderno más que para sacar punta a los lápices, que disminuían a una velocidad asombrosa a medida que pasaban las páginas. El temido síntoma no se repitió en dos semanas. Seguí escribiendo, sin descansar más que para comer algo y dormir un rato, porque deseaba permanecer en el universo de Tumchuq, mantener el contacto con él —llevaba fuera tres semanas, veintiún días sin dar noticias—, hacerle compañía día y noche, estuviera donde estuviese.

El 28 del pasado mes, la víspera del Año Nuevo chino, que Tumchuq debía celebrar con su padre, ascendido tras la muerte de Mao a la categoría de porquero y eximido al fin del trabajo en los pozos de gemas, rechacé, por razones que ignoro, las invitaciones a las veladas organizadas por mi universidad y la embajada francesa. Cené sola en compañía de mi diario, encerrada en mi habitación, por muda solidaridad con aquel «hijo piadoso». Inclinada sobre el papel para escribir sobre Tumchuq, su padre y su colonia penitenciaria, me daba la impresión de estar con ellos en aquella parte de China, prohibida a los extranjeros.

¡Porquerizo! Qué ironía para el eminente sabio orientalista, que debía ocupar un sillón en el Colegio de Francia o haber sido nombrado académico hacía mucho tiempo… Estoy segura de que Paul d’Ampère habría preferido que lo hicieran pastor (que yo sepa, en el firmamento no brilla ninguna estrella del Porquerizo). En la palabra «porquerizo» no hay el menor rastro de la nobleza del pastor, del rey, del guía de rebaños. Más bien hace pensar en un niño pobre y flaco que avanza con sigilo entre las temblorosas masas de carne de los cerdos, mientras ellos lo miran con sus ojillos desconfiados revolcándose en el barro, para robarles parte de la sucia y maloliente comida en que hunden entre gruñidos los embarrados hocicos, y que se traga de un tirón, contento de tener algo con que matar el hambre atroz que le devora las tripas. Pero, para los prisioneros que excavan en los pozos, el trabajo de porquero, después del de cocinero de la cantina, es el más codiciado, por sus ventajas alimentarias. Tal vez sea resultado de su fe en el budismo, que respeta a todas las criaturas, o de su alegría por haber dejado su antiguo grupo, sinónimo de tinieblas, si no de muerte, pero lo cierto es que, según Tumchuq, hasta el más envidioso de sus nuevos compañeros de prisión reconoce que Paul d’Ampère es el mejor porquerizo que ha tenido el campo del río Lu. Por la mañana temprano, pica hierba con un cuchillo, aire soñador y ritmo regular e inquebrantable, como un monje golpeando su instrumento de oración. Luego enciende fuego y hierve largo rato las hierbas cuidadosamente picadas en una enorme olla de hierro. Mientras cuecen, limpia centímetro a centímetro el suelo de la pocilga con el agua que coge del río Lu; después, llama a uno de los cerdos por el nombre tumchuq con que lo ha bautizado, y el animal, gruñendo y empujando con la cabeza a sus compañeros, se abre camino fuera del corral, como un soldado que obedece a su comandante. Acto seguido, Paul d’Ampère lo lava con tanta habilidad como si no hubiera hecho otra cosa en toda su vida. Le vierte el agua sobre la piel y se la restriega hasta que brilla como seda negra. Aplica el mismo tratamiento a todos, y luego aparece la hembra, una marrana sólida, enorme, majestuosamente redonda, con cerdas oscuras en el lomo y claras en el vientre, y gruesas ubres cuando tiene crías, que la dirección regala a las familias de los vigilantes. Balanceándose y resoplando, disfruta el privilegio de bañarse en el río Lu, en cuyo lodo hunde las cortas patas, mientras agita el hocico para salpicarse de agua, antes de volver junto al porquerizo para su aseo matinal, olisqueando, gruñendo, dando la impresión de que todo su cuerpo se esponja en una voluptuosa relajación. Paul d’Am­père siente verdadera congoja cuando se acerca una fiesta y hay que sacrificar uno o varios cerdos para el banquete de los vigilantes. Cuando ve que el director de la cantina y una decena de prisioneros convertidos en carniceros se acercan a la pocilga, le entran ganas de huir, de esconderse tan lejos como pueda, para no asistir a la escena. Pero ha de quedarse junto a sus animales, que parecen contener la respiración, sin gruñir ni hacer ruido, para oír la discusión de los visitantes. Y cuando por fin el director señala a la víctima, ésta retrocede sola hasta el fondo de la pocilga, como si hubiera adivinado su suerte en las palabras pronunciadas. Los matarifes se dirigen a ese rincón y se apoderan del animal, que araña la tierra con sus puntiagudas pezuñas y suelta penetrantes chillidos, semejantes a los lamentos de un hombre agonizante, unas quejas que se prolongan interminablemente, hasta destrozar los tímpanos del pobre porquerizo. Los chillidos se hacen aún más desgarradores en el momento del degüello, que a veces tiene lugar en la cocina de la cantina.

«Puede que nunca haya sido realmente sensible a los sonidos, a excepción de la voz humana —le confió Paul d’Ampère a su hijo—. Pero, en cuanto empiezan a chillar, me parece que me piden socorro en tumchuq, siento que un dolor me oprime el pecho y ya no sé si el cuchillo del matarife se hunde en la garganta de mi cerdo o en la mía.»

10 de febrero

Ayer sentí una inquietud creciente, o más bien tuve un presentimiento. Han pasado más de diez días desde el Año Nuevo, y Tumchuq lleva una semana de retraso sobre la fecha prevista para su regreso. Salí de casa sin saber adónde ir, andando con un paso tan cansino que al rato me di cuenta de que iba por la calle encorvada como una vieja: me pesaba ese presentimiento. Era de noche, y la calle de la Pequeña India parecía haberse convertido en un túnel sin fin. En las muestras de los comercios que seguían iluminados, me pareció leer —pura ilusión— el nombre de las ciudades que jalonan el camino de Tumchuq hasta el río Lu: Chengdú, Xin Jin, Qiong Le, Ya’an, Yong Jin y la última parte del trayecto, el puerto del Volador Inmortal. Los espectrales ideogramas giraban ante mis ojos y se adueñaban de mi mente, incluso tras el cierre de las tiendas, que iban bajando una tras otra las persianas metálicas. La última en cerrar fue la farmacia tradicional. Un hombre de unos sesenta años, sentado junto a una lámpara de porcelana, envuelto en una luz aterciopelada y un olor peculiar, trituraba hierbas secas y cortezas de árbol. Estuve unos diez minutos dudando en preguntarle si, como la mayoría de sus colegas, sabía echar la buenaventura y si podía consultarle sobre la suerte de Tumchuq, al que, por supuesto, le habría cambiado el nombre, porque el farmacéutico seguro que lo conocía debido a la proximidad de esa tienda a la verdulería. Lo observé mientras mezclaba el polvo vegetal con alcohol, majaba y dosificaba, como para descubrir algún buen augurio en sus lentos y cuidadosos gestos. Cuando cogió un pincel y preparó tinta, sin duda para escribir el nombre del remedio en una etiqueta, levantó los ojos y me lanzó una mirada que parecía llena de estupefacción y en la que, por un par de segundos, creí leer —¿imaginaciones mías?— que conocía mi destino personal, el de Tumchuq y el del feto oculto en mi útero. Pero me marché sin abrir la boca, porque me daba vergüenza hacerle confidencias y miedo oír aunque sólo fuera una palabra que confirmara mi presentimiento. Delante de la verdulería, cerrada desde hacía rato, me faltó poco para enloquecer; no paré de patear la persiana de metal roñoso, que resonaba con un ruido seco y ahogado, hasta hacerme daño. Luego la emprendí con los cubos de basura rebosantes de hojas de col, calabazas, calabacines, berenjenas, endivias, zanahorias y pepinos podridos, y los volqué en la acera. De pronto, un hombre apareció al final de la calle y avanzó en mi dirección con una carreta. Era un vendedor ambulante de gorriones fritos, que deben su sabor tan especial a los granos de nuez moscada, su alimento principal, y que a Tumchuq le encantan. Compré cuanto quedaba en el tenderete, en previsión de un regreso milagroso de Tumchuq en plena noche. Después tomé el camino del campus y esperé en la cama hasta el amanecer, sin poder dormir.

Nuestro hijo, si el Cielo nos lo concedía, por usar una expresión china, ¿sería pelirrojo?, me preguntaba durante mi duermevela. Cuando me levanté para preparar té, el suelo crujió ligeramente bajo mi peso y la aurora, como en un poema de Du Fu, mi poeta favorito, que también era sechuanés, vino a acariciar mi tetera por primera vez en mucho tiempo. Sin razón aparente y sin avisar, las lágrimas brotaron de mis ojos y vomité al fin, dos veces seguidas.

16 de febrero

¿Dónde estás?

21 de febrero

He visitado a la madre de Tumchuq en su casa. No le importa mucho. Desconfianza recíproca.

5 de marzo

Dentro de un sobre con un matasellos de una pequeña ciudad de la frontera chino-birmana, he encontrado esta carta en chino:

«Paul d’Ampère ha muerto. El porquerizo ha muerto. El francés ha muerto. Mi padre ha muerto. El río ha muerto. Las montañas han muerto. China ha muerto. El cielo ha muerto. Todo ha muerto. El 26 de enero, dos días antes de mi llegada al campo, unos prisioneros hicieron correr la voz de que había nacido un lechón con pelos rojos, y mi padre, acusado de haber violado a la cerda, una aberración totalmente inventada, pereció a consecuencia de los golpes de una caterva de presos sobreexcitados, en un auténtico linchamiento. Estoy de luto por él y lo estaré toda la vida. Me he jurado no volver jamás a Pekín, la capital del país que ha asesinado a mi padre, ni siquiera para verte. Es la última vez que utilizo la lengua de esos asesinos para escribirte. De mi boca no volverá a salir una palabra en chino. Prefiero morir. Si de momento no renuncio a todo y aún no he recurrido al suicidio como último gesto de protesta, es sólo porque la fábula que cuenta Buda en el rollo en tumchuq aún se halla incompleta. Estoy dispuesto a recorrer Birmania, Vietnam, Laos, Camboya, Sri Lanka, Nepal… porque mi padre, que no consiguió encontrar ese texto en el canon budista chino, estaba convencido de que en el canon de la escuela del Pequeño Vehículo existía la fábula completa. ¡Oh, Buda, qué vivos y sinceros son mis votos! Sólo tu poder podrá ayudarme a cumplirlos y hacer que a mi padre le sea concedido un sueño dulce y apacible, por la ofrenda final de su hijo.

»Lo he enterrado a la orilla del Lu. Me habría gustado erigirle un panteón con bóveda de catedral gótica, pero su condición de preso y mis escasos recursos económicos de tendero sólo me permitieron añadir una tumba corriente a las que ya existían en la inmensa y desolada necrópolis que bordea el río al pie de los acantilados a lo largo de varios kilómetros, una extensión desigual, recubierta de zarzas amarillentas y sembrada de sepulturas sin estela ni nombre en su mayoría, ruinas que se superponen medio hundidas en la tierra. Por el momento, la suya es nueva, pero no tardarán en invadirla las malas hierbas, esos relojes de la Muerte, y se inscribirá como las demás, sin excepción, en la topografía general. Si en unos años esa parte de China se abre a los extranjeros y quieres peregrinar a la tumba antes de que se derrumbe, no vengas en la época de lluvias, sino en la estación seca, cuando el agua que inunda la necrópolis se ha retirado. Reconocerás la lápida de mi padre porque no tiene nada grabado, según su última voluntad, que me hizo jurar que respetaría; nada, ni una palabra, ni su nombre ni una fecha: una simple losa blanca y áspera cuyo reflejo oscila en la superficie del agua, acompañado por el de las nubes, el cielo y los árboles, como en un sueño.»

30 de marzo

Han pasado semanas, pero la última carta de Tumchuq sigue haciéndome sufrir, porque además sus palabras están unidas al olor de los medicamentos, del formol, de los desinfectantes, del aliento del ginecólogo y las enfermeras; al olor del hospital donde, tras su marcha, sufrí un aborto durante el cual, entre las frases de su carta, que no paraba de recitarme a mí misma, los chasquidos de los guantes de goma, el entrechocar de las tijeras, los bisturíes y demás instrumentos metálicos, oí, o eso creí, gemir al feto, la conmovedora y contradictoria excrecencia de nuestro difunto amor extirpada de mi cuerpo. Cada vez que resurge el recuerdo de ese gemido trato de convencerme de que fue una simple alucinación provocada por el dolor físico, pero, por probable que resulte esa tranquilizadora hipótesis y por mucho que atenúe mi sufrimiento, algunas noches todavía me parece oír esa queja ahogada.

Debido a una hemorragia, el ginecólogo me tuvo varios días en el hospital, donde compartí habitación con siete chinas, todas con la frente ceñida por un apretado turbante, que, según sus tradiciones, las protegía del pérfido ataque de las malas energías posparto, capaces de provocarles jaquecas crónicas e incurables. Se abría la puerta de la habitación, y una de las recién paridas recibía la visita de sus parientes. Y cuando al fin se iban, la puerta volvía a abrirse para dar entrada a los compañeros de trabajo de otra paciente. Las incesantes visitas, que jalonaban nuestras jornadas hasta una hora tardía, me conmovían profundamente, no por el calor humano o la solidaridad familiar que demostraban, sino por la exhibición del recién nacido, una escena que, como adrede, se repetía hasta el infinito y hacía que los ojos se me humedecieran y temblara de envidia. Bastaba que el bebé, sin necesidad de que fuera en especial guapo o risueño, me mirara y pareciera regocijarse, para que en mí aflorara un maligno sentimiento de celos, unos celos que ni Tumchuq ni ningún otro hombre de los que lo precedieron o puedan sucederlo ha conseguido ni conseguirá jamás despertar en mí. Habría sufrido menos en la celda de una cárcel que en aquella habitación, en la que un muestrario social de mujeres casadas, corrientes por no decir idiotas, tenía ya un pie en el Cielo. Aquella habitación era su paraíso, pero un infierno para mí.

Recuerdo una anécdota que me contó mi padre: afectado durante mucho tiempo por un tumor en la próstata, no había soñado mientras duró la enfermedad, pero una semana después de la operación, bastante afortunada, tuvo al fin un sueño. Yo también supe que empezaba a restablecerme la tercera noche de mi hospitalización, cuando soñé por primera vez desde la marcha de Tumchuq. Fue un sueño que ya había tenido unos meses antes en la verdulería de la calle de la Pequeña India, y sin embargo no lo reconocí de inmediato. El sendero de la montaña estaba envuelto en una espesa niebla, en la que apenas se distinguía un resplandor vacilante, que fue aumentando a medida que se acercaba a mí y resultó ser una antorcha de tallos de bambú, como en el sueño anterior. Pero esta vez quien la sostenía era yo. Atraía una nube de mariposas nocturnas, invisibles hasta ese momento, que surgían de todas partes para danzar, cautivadas por ese único foco de luz en la montaña, describiendo mil trayectorias a mi alrededor. Algunas eran enormes y tenían formas extraordinarias, o colores tan fantásticos que enturbiaban mi vista, considerablemente debilitada ya por la niebla, en la que apenas podía distinguir los bordes del sendero. Aunque estaba sonámbula, experimentaba una vaga sensación de déjà-vu, una especie de reminiscencia, como cuando uno toca una sonata de Beethoven que ya ha oído interpretada por otros. Las emociones se multiplican, cada nota suena distinta bajo nuestros dedos y nos provoca algo similar a un trance. Conocía el escenario del sueño y sabía que me acechaba una caída; no obstante, mi esmerada atención y las precauciones que tomé resultaron inútiles, y no pude evitar lo inevitable: el paso en falso. Mi mano soltó la antorcha, y me agarré a una mata de hierba que crecía al margen del sendero para no perecer en el fondo del abismo. Las mariposas nocturnas, invisibles de nuevo, zumbaban junto a mis oídos, me rozaban la nariz con sus alas y me pasaban por los labios, como si quisieran adentrarse en mi boca. Recuerdo que al despertar sentí una especie de euforia, como cuando un amigo íntimo, casi olvidado debido a la distancia, reaparece súbitamente. Aquel rollo desgarrado era el único bien que me había legado Tumchuq. En ese instante experimenté más ternura por aquella fábula, que se había entregado completamente a mí, que por Tumchuq, que era quien me había iniciado en ella y había decidido alejarse, prohibiéndome compartir su sufrimiento.

Después del sueño, abandoné la habitación del hospital y bajé la escalera como una fugitiva. En el vestíbulo del ala de Ginecología no encontré a nadie, pero un agresivo olor a leche y a cuna hizo que me tambaleara de asco.

Crucé el aparcamiento de bicicletas y luego un enorme patio desierto. El vigilante dormía. Me encontré en una calle gris, oscura y helada. Un barrendero de uniforme azul, armado con una larga escoba con mango de bambú, recogía hojas secas y desperdicios. El gélido viento me hacía tiritar y cada paso me provocaba un ligero dolor en el bajo vientre, pero me lancé a un largo y solitario paseo, alentada en parte por una energía que despertaba en mí y en parte por razones difusas. De pronto, dado el peculiar olor de la calle por la que caminaba, comprendí que me encontraba en el corazón del barrio musulmán de Pekín. Las tiendas permanecían cerradas, pero la calle desierta estaba impregnada de un olor secular a carne de cordero y buey. Pasé ante la mezquita y bordeé el muro que rodea la antaño famosa Universidad Budista, que había formado a monjes de alto nivel pero estaba cerrada desde el comienzo de la Revolución Cultural, y así permanecería, incluso después de la muerte de Mao. Por las grietas de la pared en ruinas veía de vez en cuando edificios en construcción y andamios de bambú, que la luz de unos focos hacía relucir como si fueran de hielo. Dejando atrás la universidad, pasé ante la sede de la Asociación de Budistas Chinos, considerada en el país como la autoridad suprema de esa confesión. Todavía estaba oscuro. Mi paseo nocturno, bastante emotivo, me sumió en una especie de melancolía: el frío de Pekín, su luz crepuscular… No tardaría en abandonarlos, lo sabía, por amor a Tumchuq. «Haré lo mismo que él», fue la firme decisión que había tomado durante mi hospitalización.

Percibí un aroma leve pero exquisito, que al principio no conseguí identificar, mas a fuerza de olisquear acabé reconociéndolo como incienso. Como una especie de aperitivo de lo que me esperaba, aquellos deliciosos efluvios que ahora colmaban las calles me guiaron hasta el templo de la Fuente de la Verdad. Dudé ante la puerta doble, custodiada por dos leones de piedra, pero apenas posé la mano en ella se abrió silenciosamente ante mí, y al instante me sentí envuelta por tal calor, por la luz de tantas velas, por tal aroma a crisantemos e incienso, que permanecí en el umbral por un instante, con la sensación de que la gracia me acariciaba la frente con su aliento. Unos monjes —¿cuántos, treinta, cincuenta?— entraron en la sala principal, se arrodillaron y entonaron un cántico de súplica tan hermoso que me puse a rogar con ellos, a cantar, no como ellos en chino, sino en francés, primero por el alma de mi hijo, o por su fantasma; luego por la de su abuelo, Paul d’Ampère; por su padre, Tumchuq, y también por mí.

Aún hoy no sé si en esa época (¡ah, la juventud, tan desconcertante e indefinible!), tras el atroz linchamiento de Paul d’Ampère y la inapelable marcha de Tumchuq, tenía otra salida que las dos decisiones que tomé a toda prisa y que, como las de Tumchuq, eran más una protesta, un grito del corazón, que una elección propiamente dicha: abandonar aquel país y no volver a hablar su idioma. ¿Me detuve un momento a pensar que ese acto decisivo significaba echar por la borda largos años de estudio y esfuerzo destinados a conseguir un doctorado, así como provocar el enfado y la decepción de mi familia, que me había ayudado? Ya no lo recuerdo. Lo único que sigue grabado en mi memoria es la preparación del equipaje y la inmensa pena que sentí por tener que abandonar mis libros chinos, como exigía mi compromiso. Dudé largo tiempo sobre su suerte y estuve horas contemplándolos inmóvil, sobre todo los que había comprado con Tumchuq en el mercadillo del jardín de la familia Pan, que sólo abría al amanecer y donde los buscadores de tesoros removían montañas de papel a la débil luz de las farolas, una vaga y quimérica claridad en la que danzaba el polvo. El patio de la residencia se hallaba en silencio y desierto. Como una ladrona, abrí una obra cosida con hilos renegridos que en otros tiempos habían sido blancos y la hojeé por última vez: se trataba de las notas de un erudito de la dinastía Qing sobre los libros antiguos que había leído. El papel era fino, un papel de cáñamo en que los ideogramas, alineados verticalmente e impresos, no mediante caracteres de plomo como en la actualidad, sino con planchas de madera grabadas en relieve y humedecidas con tinta negra, parecían tener vida propia. Las páginas temblaban entre mis dedos como si el erudito les hubiera transmitido su alma. Las palabras —lo sentía— la habían preservado celosamente hasta entonces y ahora la destilaban en mí. A punto de abandonar mi decisión radical de ruptura con el chino, me incliné hacia ellas para leerlas, pero, para mi sorpresa, aunque entendía perfectamente la articulación, la puntuación, los dobles sentidos, la ordenación sintáctica, etcétera, no pude pronunciarlas. Mi lengua estaba rígida, mis labios se negaban a moverse, de mi boca no salía el menor sonido… Ante mis ojos, incrédulos frente a aquella experiencia inquietante, casi de pesadilla, las frases se deshacían en signos aislados, dislocados, en los que no veía más que los insultos y gritos de regocijo proferidos por los prisioneros que mataban a Paul d’Ampère. Palabras asesinas. De nuevo, imaginario o no, oí el gemido ahogado del feto, que me llenó de vergüenza y horror, y, en un arrebato de histeria, derramando lágrimas tan incontrolables como liberadoras, con gestos bruscos, casi masculinos, amplificados por el frío, encendí una hoguera en el patio desierto de la residencia y fui arrojando en ella todos mis libros. Lamidas por las llamas, las valiosas obras se tornaron rojas, amarillas, negras y acabaron carbonizadas. Ante el espectáculo de los copos de negra ceniza que, ligeros como oscuras plumas, se elevaban, flotaban en el aire, se perdían en la oscuridad y volvían a caer sobre mi cabeza, comprendí lo enamorada que estaba de Tumchuq y hasta qué punto me identificaba con él. «Tumchuq soy yo», me dije.