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MARCO
POLO
LIBRO DE LAS MARAVILLAS DEl
MUNDO
CXXVI. LA CIUDAD DE MIEN
Pues sabed que cuando se ha cabalgado durante las quince jornadas que digo por lugares tan apartados, se encuentra una ciudad llamada Mien, muy grande y noble, que es la capital del reino. Sus gentes son idólatras y poseen una lengua propia. Están sometidas al Gran Kan.
NOTA DE PAUL D’AMPÈRE: Mien es la actual Pagan, una localidad a orillas del Irrawaddy. Hay allí una escuela de lacado famosa en la región y un monasterio imprenta. Desde el siglo IX es la capital de Birmania. (No en vano, apenas obtenida la independencia en 1950, el país rechazó el nombre de Burma, que antaño recibiera de la administración colonial británica, para rebautizarse Myanmar, nombre derivado de la antigua ciudad de Mien, que en verdad nos resulta menos familiar que el primero, pero es el que representa oficialmente a ese país.)
Pagan aparece citada por primera vez en 1106, en una obra incontestable en China, Estudios archivísticos, V, 332: «En el cincuentenario de Xi Lin, de la dinastía Song, Pagan envió una embajada con un tributo a la corte imperial. Ésta es la consigna que dio el emperador: “Pagan es hoy un reino importante, no un pequeño estado tributario. Merece ser tratado con tanta cortesía como Arabia, Tonkín, etcétera. En adelante, las cartas imperiales dirigidas a su reino deberán estar escritas en una hoja de papel blanco, sobre otra dorada con flores impresas, sellada dentro de un cofre de madera cubierto de placas de oro, cerrado con un candado de plata y envuelto en una tela de seda y satén.”»
Contrariamente a la idea que se tiene del Libro de las maravillas del mundo, es decir, que salvo escasas excepciones se trata de una colección de recuerdos personales del veneciano, lo que nos cuenta del camino que supuestamente lo llevó a Mien, lo leyó u oyó en algún sitio, pues nunca pisó tierra birmana. Un solo detalle basta para delatarlo: el hecho de que, según él, tuviera que cabalgar quince días para llegar a Mien-Pagan, cuando la única vía de acceso todavía hoy, sea cual sea la dirección de la que se proceda, es el río Irrawaddy. Si se leen con atención los capítulos precedentes, en los que Marco Polo afirma que ha estado en Yunnan, a dos pasos de la frontera chino-birmana, es aún más lamentable comprobar que no la atravesó ni tampoco vio con sus propios ojos el Irrawaddy, que descrito por su pluma habría sido espléndido e inolvidable. Su nombre habría dado la vuelta al mundo, o al menos Marco Polo nos habría dejado un testimonio de primera mano al describir el recorrido del río, lo que nos habría permitido responder a las hipótesis de algunos geólogos ingleses, según los cuales antaño pasaba por el valle del Sittang, otro río extraordinariamente ancho que recorre Birmania de centro a sur. Si fuera así, su gran afluente occidental, el Chindwin, y el Irrawaddy superior habrían servido de desembocadura al Brahmaputra, y sin duda la historia del Tíbet, China, Birmania, la India y Bengala, que el Brahmaputra cruza, debería escribirse de otro modo.
NOTA DE TUMCHUQ: ¡Qué difícil es empezar! No porque se trate de una nota a una nota, sino porque no sé cómo llamar al autor de la nota en cuestión, cuyo apellido, compuesto de siete letras, un apóstrofo y un acento grave, habría podido ser el mío. (La primera vez que vi ese nombre, recuerdo que tenía doce años y estaba en un reformatorio a causa del incidente de la Ciudad Prohibida, donde había estado a punto de matar a mi mejor amigo en una jaula de estrangulamiento. Un guardia me condujo al despacho en que me permitían recibir las visitas de mi madre. Ella escribió ese nombre en un trozo de papel, sin despegar los labios. El niño que era entonces se quedó mirando aquellas extrañas letras con signos gráficos sobre las vocales, y aunque me era imposible pronunciarlas, como si fueran letras muertas, sabía que formaban tu apellido. Mi madre trató de decirlo varias veces, hasta que lo consiguió sin que su voz quedara totalmente ahogada por los sollozos. La palabra, pronunciada con reticencia, apenas era audible, como un eco lejano, y yo estaba perplejo, tanto por su extraña sonoridad como por su halo dramático, con un deje trágico.)
Hoy, intentando redactar esta breve nota, mientras mi mente da vueltas en círculo y mi estilo vacila, acude a mi memoria el texto del Satyasiddhi-Sutra. Es una obra del siglo IV editada por el monasterio imprenta de Pagan hacia el siglo XII, cuyos fragmentos en pali fueron hallados entre las ruinas de una estupa de Pagan, guardados con tanto celo como los sagrados huesos de un santo, o sus dientes, su manto, su cuenco para las limosnas, y comprados por un rey a un precio astronómico para meterlos en un relicario, sepultarlos profundamente en la tierra y mandar construir encima una estupa tan extraordinaria como una pirámide. He meditado muchas veces la tesis de Harivarman, autor del Satyasiddhi-Sutra, que había sido brahmán antes de convertirse al budismo, una tesis contenida en esencia en esta frase: «Puesto que nada ha tenido lugar realmente, lo único real es el nombre, y basta con darse cuenta de eso para conseguir la salvación.»
Como el viejo budista que eres desde hace décadas, no me sorprendería que hubieras leído ese texto en su versión original sánscrita, y a buen seguro en su traducción al pali. Sin duda, también conoces la versión china, con la que he querido llevar a cabo una lectura comparada y que es infinitamente más larga, porque incluye las interpretaciones personales de su eminente autor, Kumarajiva, introductor del Gran Vehículo en China y traductor de unos cuarenta sutras de esa escuela. El hecho de que trabajara sobre un texto del Pequeño Vehículo poco antes de su muerte y el milagro de su lengua, que quedó intacta en la incineración, contribuyeron a aumentar la fama de esa obra magistral. Ésta es su traducción: «Las cosas no existen realmente, como no existe el conocimiento, ni la posesión de las cosas, ni la forma, el cuerpo, la representación de un individuo; pero lo que tiene una existencia real es el nombre que denota su unidad abstracta, porque de hecho el nombre es lo absoluto presente en lo más íntimo del hombre, como lo está en el centro del universo. Y no hay más que darse cuenta para conseguir la salvación. Aquel que, dándose cuenta, utiliza como punto de apoyo la absoluta inteligencia de los Bodhisattva, se libera de su nombre; a partir de entonces, está libre no sólo de su propio cuerpo, sino también del orden del tiempo; alcanza la extinción definitiva y, en consecuencia, es, por así decirlo, un buda plenamente “despierto”.»
Lo que, por cierto, me recuerda tu última voluntad, esa especie de adiós que me comunicaste cuando, poseído por un último destello de energía, saliste de repente del coma en que te habías sumido tras el linchamiento a manos de los presos del campo. «Escucha —me dijiste—. No quiero nada en mi tumba; sólo un blanco, un vacío, sin mi nombre ni ninguna fecha.»
¿Por qué ese rechazo de tu nombre? Me parece tanto un gesto de protesta como un principio filosófico en virtud del cual negabas el mundo que dejabas atrás; ya no era más que lo que quedaba en tu memoria, es decir, sólo un nombre, el tuyo, el último pálido reflejo de un proceso acabado, y tú, al borrarlo, como afirma la versión china del Satyasiddhi-Sutra, superabas el pasado y, en definitiva, el orden del tiempo.
Para volver a la redacción de esa nota, en el sentido académico del término, lo que me anima a tomarme esa libertad es que la existencia en Pagan de un monasterio imprenta (una denominación seguramente acuñada por ti para la ocasión, porque el convento se llama «templo en el que los monjes imprimen los sutras budistas») es incontestable. Allí se imprimen libros desde el siglo XI, como indica la fecha de conclusión del Satyasiddhi-Sutra impresa en la cubierta: el quincuagésimo año del reinado de Anawratha (Aniruddha). También me gustaría precisar que el relicario en que se encontró la obra citada y comentada más arriba es de madera lacada y se halla en excelente estado de conservación, y que la tradición de ese arte particular de la laca se remonta al menos a la época del rey Anawratha.
Permíteme hacer un comentario sobre la laca, porque siento un orgullo inmenso cuando pienso que soy el único que conoce la secreta pasión que te inspiraba una caja lacada china, con personajes y paisajes tallados, que te había regalado tu abuela por Navidad cuando contabas diez años. Como tú mismo me contaste en el locutorio del campo, no podías apartar los ojos de aquella nueva amiga, y el menor arañazo en su superficie te habría partido el corazón. Después me recitaste un poema de Rimbaud que tú mismo habías vertido al tumchuq, en una traducción de la que estabas tan descontento que aseguraste estropeaba el recuerdo tan querido que acababas de compartir conmigo. Y te fuiste. La escena me vino a la memoria hace poco, cuando encontré ese poema, «El aguinaldo de los huérfanos», mientras aprendía francés por mi cuenta en un libro que me regalaron:
¡Ah, qué mañana tan bella, esta del aguinaldo!
Cada uno, esa noche, con el suyo ha soñado
un extraño sueño en el que veía juguetes,
dulces vestidos de oro, cual joyas relucientes
que interpretaban, girando, una sonora danza…
Buda nos enseña que todo es como si no fuera, salvo como pura inactividad, sin que por eso las acciones de un ser resulten en ningún caso efectos del azar. Muy al contrario, se inscriben en un gran plan al que creo que tu predilección por la laca china no pudo escapar. Era una especie de señal del destino, que repartía las cartas; sólo tenías que utilizarlas. Zhuangzi fue el primero que comparó la vida de un sabio con la del elegante árbol de la laca, el Rhus vernicifera, que alcanza los veinte metros de altura, pero de los ocho a los cuarenta años, el crepúsculo de su vida, es explotado, entallado y regularmente sangrado para obtener su preciosa savia, espesa, aromática y blanca como leche cuajada que rezuma lentamente de la monstruosa herida abierta en su tronco. Luego se recoge, se filtra, se purifica, se colorea, se aplica capa a capa sobre madera u otro soporte y se convierte en una obra de arte, símbolo del refinamiento.
El relicario de Pagan en cuestión lleva una larga inscripción que detalla el nombre de los artesanos y los controladores del taller, así como la fecha de fabricación, y da fe del cuidado y el tiempo requeridos para convertir un simple objeto en un tesoro único: la laca fue aplicada en finas capas, secadas y lijadas individualmente antes de extender la siguiente. Como esa exquisita sustancia sólo puede solidificarse en una atmósfera húmeda, su secado se llevó a cabo en el Irrawaddy, en una barca que sacaron al río cincuenta veces, el número exacto de capas de laca necesarias para la realización de ese objeto único. Luego se esculpió el tríptico de la escena de la Extinción de Buda, tallada en el grosor de las capas: primero, en medio de una atmósfera sobrecogedora, la pira alzada por los Mallas se niega a prender hasta que Kasyapa, el discípulo más fiel, llega para besar por última vez los pies de su maestro. A continuación, en una escena de extraordinaria intensidad, Kasyapa, que casi se desmaya de dolor, se despide de Buda mientras otro discípulo lo sostiene por el brazo. Por último, Kasyapa, que preside el funeral, y la pira, que se enciende sola. Cada vez que pienso en esa escena esculpida en laca, recuerdo otra de funeral, la del tuyo a la orilla del río Lu, cuyo murmullo sigue resonando en mis oídos. Es una imagen borrosa, casi sin sustancia salvo por tus pies, que toqué con la frente y besé de manera instintiva, sin conocer la tradición budista. Me pareció que todavía estaban tibios.
En esa ciudad —prosigue Marco Polo— hay algo muy noble, que os diré. Porque antaño hubo allí un rey en verdad rico y poderoso. Cuando sintió que se aproximaba la muerte, ordenó que en su tumba, dicho de otro modo, en su monumento, se erigieran dos torres, una de oro y la otra de plata, de la manera que os diré. Una de las torres era de hermosas piedras cubiertas de oro, un oro de un dedo de espesor, y la torre estaba tan bien recubierta de ese oro que parecía hecha enteramente de él. Tenía diez pasos de altura y una anchura proporcionada. Era redonda por arriba y, alrededor del redondel, estaba cubierta de campanillas doradas que sonaban cada vez que el viento pasaba entre ellas. Y la otra torre de la que os hablaba más arriba era de plata y en todo semejante a la de oro, y hecha de la misma materia, con la misma altura y de la misma manera. Asimismo, la tumba estaba cubierta en parte por láminas de oro y en parte por láminas de plata. Y el rey mandó hacer eso por su honor y por su alma. Y os digo que, en viéndolas, eran las torres más hermosas del mundo, y de un inmenso valor. Y cuando el sol las toca, resplandecen y se ven desde muy lejos.
NOTA DE PAUL D’AMPÈRE: Los reyes constructores jalonan la historia de Pagan entre el siglo XI y el XIII, hasta la invasión mongola. Anawratha, su fundador, y las dos generaciones que lo sucedieron son famosos por haber mandado construir monumentos budistas de proporciones titánicas, de los que se conservan más de ochocientos en un área de cuatrocientos kilómetros, sin contar los que cayeron en ruinas, lo que convierte a Pagan en una gigantesca ciudad santa que nada tiene que envidiar a Angkor, en territorio jemer. El célebre templo de Ananda, por no citar más que un ejemplo, ciclópeo santuario en forma de campanilla con un largo mango colocado sobre una enorme pirámide de pisos, parece una colina totalmente blanca, un bloque macizo y resplandeciente rodeado por dos deambulatorios en cuya cima se alza una punta brillante de altura casi aterradora, que se eleva más y más en el cielo hasta casi desaparecer entre las nubes. Ese monumento raya en lo maravilloso, pero, para acabar, mis investigaciones sólo sirvieron para sacar a la luz una verdad en el fondo conocida por todos, a saber: que Marco Polo nunca había estado en Birmania y por tanto no podía saber que en una ciudad santa del budismo como Pagan no hay ningún edificio que no sea religioso, y menos aún una tumba real. Centrémonos en lo que se conoce como la torre de Shwedagon, encargada por el primer rey, Anawratha, en 1059 y acabada por su hijo, o supuesto hijo, el rey Kyanzittha: es un inmenso zócalo compuesto por sucesivas plataformas escalonadas sobre un plano cuadrado con esquinas entrantes y rematado por una torre plateada y redondeada, sobre la que se alza otra torre dorada en forma de campana, cuyo tejado, según dicen, estaba cubierto de diamantes auténticos que acabaron, si damos crédito a los archivos coloniales, en las cajas fuertes del Banco de Inglaterra. Esa estupa, y no una tumba real como cree el veneciano, desempeña un importante papel en el país y sigue siendo en la actualidad el santuario nacional de Birmania, pues es en ese lugar donde se depositó una réplica del famoso diente de Buda conservado en Kandy y enviado por el rey de Ceilán Vijayabahu (1059-1114).
NOTA DE TUMCHUQ: En 1975, año del Mono, Pagan padeció el mayor seísmo de su historia. Los edificios mencionados más arriba, esas antiquísimas obras maestras de la arquitectura rayanas en lo maravilloso, ofrecieron el aspecto de un desastre total: la estupa de Shwedagon se vino abajo, y sigue yaciendo en la actualidad a orillas del Irrawaddy; sobre otras, semienterradas o sumergidas en el río, todavía se cierne el patético caos del día siguiente de un bombardeo. Un astro que dejó de ser favorable, un revés de la historia. Del famoso templo de Ananda, cuya belleza describes en la nota precedente, antaño de 56 metros de alto y 60 de ancho, sólo queda un puñado de polvo, un solar donde, entre restos de ladrillos en los que apenas se adivina el nicho que la albergó durante casi ochocientos años, se alza la estatua decapitada de Sanakavasa, el discípulo gigante de Ananda. Extrañamente, en esa atmósfera espectral, el tronco de nueve metros de altura de la estatua de sándalo blanco permanece intacto; el paso del tiempo sólo ha hecho desaparecer el color ocre del hábito del monje, pero en algunos puntos todavía se aprecia el esmero del escultor en representar de forma realista lo que en sánscrito se conoce como samghati, un hábito de sucios trapos de cáñamo, el atuendo obligado de un monje tanto si visita el palacio de un rey como si mendiga por las calles o predica ante un público. Según la leyenda, Sanakavasa nació con un cuerpo desproporcionado, ya envuelto en un trozo de tela, que fue ensanchándose a medida que se convertía en un verdadero gigante, hasta tomar la forma de un samghati tras su conversión por Ananda. En el momento de su Extinción, hizo el voto de que su hábito de harapos siguiera en el mundo para recordarnos el poder milagroso de su fe y no se convirtiera en polvo hasta que la ley de Buda dejara de ser útil en la tierra.
En cuanto a mí, todavía guardo como una reliquia inestimable tu samghati personal, los trapos que envolvían las patillas de tus gafas, cuya montura y cuyas lentes destruyeron tus asesinos.
Las ruinas de Pagan me apasionan, porque para mí son un recuerdo de 1975, el año que te conocí en el campo. En esa época, la gran sala dividida en dos por una reja de madera aún no existía, pues había pocos prisioneros que recibieran visitas. Me condujeron a un despacho, donde me senté, o más bien me encaramé, a un taburete de madera tan alto que no llegaba al suelo con los pies, frente a otro increíblemente bajo, el sitio de un enemigo del pueblo, en el que tendrías que tomar asiento tú para mirarme desde abajo. Esperé una eternidad, hasta que se abrió la puerta y entonces, olvidándome de las normas de la visita, salté del taburete y me dirigí a la puerta, medio en un sueño, medio despierto. Ni siquiera oía a los vigilantes gritándome que volviera a sentarme. Entonces todavía no eras porquerizo, y acababas de salir de un pozo de gemas; estabas tan enlodado, molido y desconcertado que te tomé por un chino, y casi te confundo con el viejo matón de paisano que te custodiaba. En vez de «papá», lo que salió de mi boca, resonó en el despacho y dejó petrificados a los vigilantes fue otra cosa: «Señor Liu.» Ese apellido no se correspondía ni con tu nombre chino, Baolo, transcripción de Paul, ni con el de mi madre, y por tanto mío, que es Zhong. Al principio, ninguno de los dos reaccionamos. Nos sentamos en los sitios que nos correspondían e intercambiamos algunas banalidades sobre mi viaje.
—¿Cómo me has llamado? —me preguntaste de pronto en perfecto dialecto sechuanés.
Apenas pronunciaste esa frase, ambos nos echamos a reír con tantas ganas que, pese a la intervención de los vigilantes, caí del taburete —el sitio del pueblo— sin poder aguantarme la risa. En cuanto a ti, reías de tal modo que se te saltaron las lágrimas y los trapos sucios de tus gafas se soltaron y quedaron colgando de las patillas, balanceándose al ritmo de las sacudidas de tu cabeza.
Por respeto a la tradición de la jerarquía generacional, nunca me había atrevido a preguntarle a mamá por las circunstancias de tu detención, y menos aún por las razones de la pena a perpetuidad a que te había condenado China. Pero aquel día, el de nuestro encuentro, dudé más que nunca de que aquel pobre diablo sentado frente a mí en un taburete bajo hubiera cambiado a su mujer por un manuscrito.
E incluso, si estabas más enamorado de un texto que de una mujer, ¿sabías en el momento de la transacción que se hallaba encinta?
Puede que no. Al menos, eso espero.
Curiosamente, años después seguí tus pasos; yo también dejé a una mujer a la que amo por un texto, el mismo texto. ¿De tal palo tal astilla? ¿Dos auténticos cabrones?
(Mientras escribo estas frases, una pregunta me asalta de lleno, y me sorprende no haber pensado en eso hasta ahora: ¿no me fui de Pekín cuando…? Como tú, quizá sin saberlo… No tengo ni fuerzas ni valor para formular la pregunta, la de mi progenitura… ¿Otro Tumchuq, otro buscador del manuscrito?)
Estas notas, que continuaban las de Paul d’Ampère, eran apenas un borrador escrito en chino en un cuaderno cuadriculado de colegial birmano, con una estilográfica cuya punta se deslizaba de izquierda a derecha y aceleraba de vez en cuando, como si corriera detrás de su sombra, de recuerdos fugaces o de una escena inesperada que había que fijar a toda prisa, sin releer. Ese puñado de notas, ¿era el inicio de un proyecto literario o sólo el esbozo de una introducción a los frecuentes y secretos diálogos que mantenía cara a cara con el difunto señor Liu, error que había reiterado, por lo que sé, a lo largo de los años durante los que había visitado a su padre en el campo sechuanés? Cuando llegué a Pagan descubrí ese cuaderno escolar entre los libros y papeles que atestaban una mesita baja, en la casa del superior del monasterio imprenta, un edificio de bambú de dos niveles, aupado sobre pilotes en la ladera de una abrupta colina, protegida por las altas montañas de Achan y abierta por delante a la espejeante extensión del Irrawaddy, que atravesaba la llanura, regaba los arrozales y se alejaba por el valle. El superior del monasterio se hallaba de viaje en el extranjero; la habitación principal, que usaba también como despacho, salón de lectura y dormitorio, era espaciosa pero carecía de muebles, y más que sobria, austera. Para andar por el refrescante suelo de bambú trenzado, que temblaba bajo los pies, había que descalzarse, y para tomar el té, sentarse en una esterilla de juncos sobre el suelo. Al fondo de la habitación, colgada del techo, estaba la cama, una simple estera, limpia pero vieja, agujereada y remendada con trozos de descolorida tela azul. Encima de la hamaca pendían una túnica ocre con una sola manga muy larga que colgaba hasta el suelo, y una camisa de dormir blanca. Ni la una ni la otra, según el segundo del monasterio, que me recibió con gran amabilidad, eran un samghati, un hábito de harapos, porque el maestro se había llevado el suyo. Y según tradujo Min (mi intérprete, una joven mestiza chino-birmana), añadió que, de todos los maestros que habían dirigido aquel monasterio, el actual, aunque todavía joven, era el más reputado por su gran erudición, y que monjes y adeptos acudían de todos los rincones del país para asistir a sus enseñanzas. Un día había recibido la visita de una delegación de monjes japoneses, que habían quedado tan impresionados con él que, en cuanto regresaron a su país, lo habían invitado a Kioto para que presidiera un coloquio internacional, lo que explicaba su ausencia. Dejé el vaso de té en la mesita baja y me disponía a pedirle que me mostrara la estela en cuatro lenguas que me había conducido hasta Pagan, cuando, por pura casualidad y sin razón aparente, pensé de pronto en Tumchuq por primera vez en muchísimo tiempo. Mientras el monje seguía con el elogio de su maestro, hojeé el cuaderno escolar que había visto en la mesita. El resto ya lo conocéis. Aún no comprendía lo que estaba leyendo cuando se produjo el seísmo: las palabras bailaban ante mis ojos, las hojas del cuaderno se estremecían y yo temblaba de pies a cabeza. «¡Qué camino he recorrido —me dije— para vivir este instante, que da al fin un sentido a mi vida, a esos largos años de andanzas entre lenguas y continentes! Gracias, Dios mío.»