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A decir verdad, en esa época no tenía la menor idea de cómo era una lengua africana, y menos aún del funcionamiento de las organizaciones humanitarias. Sin embargo, ingresé como voluntaria en una, apenas un año después de empezar a estudiar el bambara. Sobre el terreno, me metí de cabeza en un proyecto para la fundación de una escuela en el norte de Mali, a trescientos kilómetros de Bamako, cerca de la antigua capital del imperio songhai. Con una ingenuidad que hoy me hace sonreír, me imaginaba ya como maestra de escuela, rodeada de huérfanos de todas las edades, a quienes llevaría después de clase a bañarse en el Níger, donde los vería divertirse, saltar, nadar, jugar al escondite, mientras el gran disco solar iba hundiéndose poco a poco en el río y unas lavanderas, con el torso desnudo y los pies en la corriente, riendo y cantando, golpeaban ropa mojada sobre unas piedras con la ayuda de palos que producían un sonido sordo. (¿Yo habría sabido hacerlo? ¿Basta con haber nacido mujer para tener esa capacidad?) Con una mano, sostendría la chorreante espalda de un bebé y con la otra lo frotaría con jabón. Después le haría doblar las extremidades en todas las direcciones, al ritmo de los alegres cánticos de las lavanderas, o hacer un pequeño ejercicio de flexiones, a la manera de las madres africanas: le juntaría los brazos y las piernas sobre el estómago y se los soltaría de golpe, cubriendo de besos su desnudo y sedoso cuerpecito, como si fuera mi propio pequeño, mi hijo pekinés, que habría cambiado de color al crecer, un fenómeno que se produce a menudo en los sueños, donde no se tienen en cuenta las apariencias físicas, que pueden ser modificadas y a menudo son intercambiables. Cuidando de mis huerfanitos, me limpiaría las últimas manchas que todavía sentía incrustadas en mí y que seguían haciéndome daño. Imaginaba que se disolverían en el Níger, en prismas refractados.
Pocas personas que viven en la angustia permanente de conseguir un puesto en la sociedad pueden permitirse el lujo de curar sus penas de amor en África. Mi suerte era excepcional, y lo sabía. Era una elegida que cada mañana recibía un nuevo favor, que me sonreía como el sol por encima de la bruma de la llanura africana. En contacto con la vida en estado puro (que tanto se echa en falta en las sociedades occidentales, tan bien organizadas como envaradas), la idea, inconcebible para mí hasta hacía poco, de que el amor no es eterno y puede morir ya no me asustaba. Por el contrario, descubría con estupefacción la belleza del amor difunto, una belleza melancólica y liberadora, una especie de danza macabra en la que yo giraba alocadamente. Me arrojaba en brazos de desconocidos, amantes de un día a quienes encontraba en la sabana y los restaurantes kitsch de Bamako, y que siempre acababan adoptando la apariencia de un fantasma conocido, el de mi Tumchuq.
Lo que viví en esa época me hizo mucho bien. ¿No existe en una vida más que un solo y único amor? ¿Todos nuestros amantes, del primero al último, incluido el más efímero, forman parte de ese amor único y cada uno no es más que un aspecto, una variante, una versión particular de él? Del mismo modo que en literatura no hay más que una sola obra maestra, a la que diferentes escritores (Joyce, que escruta con el microscopio de su mirada lo que ocurre a cada segundo en la cabeza de su personaje; Proust, para quien el presente no es más que un recuerdo del pasado; Kafka, que boga en el lindero del sueño y la realidad; el ciego Borges, sin duda el más cercano a mí…) dan una forma particular. Imagino que si se encontraran, se disculparían entre sí por haber ocupado su lugar sobre el escenario común demasiado pronto.
Ni en Mali ni en ningún sitio —por lo visto, es cuestión de carácter— conseguí entablar relaciones tranquilas con mis compatriotas de la familia humanitaria. No podía evitar, es más fuerte que yo, opinar sobre cuanto ocurría a mi alrededor, decir lo que me gustaba y lo que me escandalizaba. Por ejemplo, respecto a los colosales gastos de comunicación de nuestra organización, que igualaban los de nuestras acciones sobre el terreno; a las diferencias de sueldo entre los «gestores» blancos y los empleados negros; a la competencia feroz, digna de empresas privadas, que establecían las diversas organizaciones, etcétera. Así que experimenté un sentimiento de alivio, casi de liberación, cuando al fin pude embarcarme y surcar el Níger, a partir de junio de 1985, fecha en que llegó la primera remesa de material escolar, conseguida tras muchas gestiones, cartas e interminables llamadas intercontinentales a instituciones francesas. El material estaba destinado a Ansongo, en la región de Gao, donde llevaba meses intentando crear una escuela para los songhai. Como la vía férrea sólo llega hasta Bamako, la madera, el forraje, las vasijas de barro, el pescado seco y todas las mercancías imaginables viajan por el Níger a bordo de grandes pinazas de construcción artesanal. Así que encargué la mía: un tablero de diez metros de largo por cinco de ancho, de un grosor impresionante, montado y fijado sobre varias pinazas unidas para formar una especie de plataforma, equipada con un viejo motor que se oía petardear a kilómetros con más fuerza que un martillo neumático. Recluté dos tripulantes, un barquero jubilado y su mujer, que sería la cocinera, y mandé cargar el material, procedente de no sé qué almacén prehistórico: pupitres y bancos de antes de la guerra, si no de la época colonial, dos o tres pizarras con la pintura descascarillada y cajas con cuadernos, tizas, lápices y bolígrafos. Bauticé a mi embarcación como Tumchuq, nombre que escribí con tinta negra y con las misteriosas letras de esa antigua lengua —pese al declive de su encanto en mi corazón, para mí seguían siendo las más hermosas, las más irreemplazables— en una bandera amarilla que planté en el puente de mi barco africano, en medio del montón de pupitres. Cuando me preguntaban por el significado de mi bandera y respondía que era el nombre del mejor verdulero de Pekín, la gente me miraba con recelo, como si me hubiera vuelto loca.
Como Marlow en El corazón de las tinieblas, y como el propio Conrad, pues ambos remontaron el río Congo en un pequeño vapor, descendí el Níger medio a bordo del Tumchuq desde Bamako, pasé una sucesión de rápidos en Satuba y las mesetas mandingas, y atravesé en cuatro días la inmensa llanura de Macina, en la que se entremezclaban brazos y afluentes, lagos y pantanos, y donde a veces mi embarcación se deslizaba, con el motor aullando, entre una ondulada cabellera de hierbas putrefactas. De pie en la proa, mi piloto sondaba el fondo con una pértiga, mientras yo llevaba el timón, que dejaba una estela en el barro y las hierbas y levantaba una fetidez de marisma y enjambres de mosquitos. Pero nada de eso empañó mi buen humor, y después de ese difícil paso volvimos a encontrar el canal principal, sinuoso pero bien trazado. Apagué el motor y todo quedó en calma; no se oía más que el sonido del agua, tan viejo como el mundo. El barquero, agotado, empezó a beber dolo, bebida obtenida por fermentación del mijo. Luego, borracho como una cuba, se durmió sobre el timón y el Tumchuq siguió navegando a la deriva. Qué placer para mí verlo abandonarse al capricho de la corriente, esa noche en que la luna, como en el manuscrito descifrado por Paul d’Ampère, no salía de detrás de unas nubes oscuras y bajas… Ahora ya no navegaba: planeaba sobre aquella placa de ébano, chocaba con la orilla de vez en cuando y continuaba en la dirección correcta. La luna, que asomó pasada medianoche, iluminaba a nuestro paso algunas endebles chozas, viviendas familiares silenciosas y oscuras. Aquí y allí, plantas acuáticas sin nombre, con flores malva, tallos y raíces que se mezclaban con anchas hojas desplegadas y delgadas hierbas. Más adelante, islotes de flores más claras, más rugosas, más fruncidas, flotaban en el agua. Rendida, trepé por las cajas de material escolar, me tumbé en un pupitre, puede que el de mis abuelos, y me dormí sin más. Me despertó un ruido: con paso vacilante y bastante parsimonia, el barquero se dirigía a la popa de nuestro barco cuadrado. Con agilidad casi acrobática y lentitud de sonámbulo, bajó hasta el timón, cuya arista superior desaparecía parcialmente en el agua. Allí, se detuvo, se bajó los pantalones, se acuclilló y permaneció inmóvil en esa postura mientras duró la operación. Cuando, al agacharse a ras de agua para limpiarse el trasero, perdió el equilibrio y estuvo a punto de caerse al río, no pude contener una carcajada.
Después de Mopti, gran centro de comercio con su puerto de pesca, donde el Níger recibe al Bani, uno de sus principales afluentes, el Tumchuq atravesó las mesetas de caliza y arenisca de la región de Bandiagara, en territorio dogón. Los poblados eran cada vez más escasos, y en ocasiones navegábamos durante horas sin ver más rastro de presencia humana que las columnas de humo que se elevaban a lo lejos en la inmensidad de la sabana. Un mediodía oímos el ruido de un motor en el cielo y, como surgido de la nada, sobre nuestras cabezas apareció un estruendoso helicóptero, increíblemente lento y bajo. El vendaval provocado por sus aspas aplastaba contra el suelo los hierbajos de la orilla, y nuestros cuerpos se agitaban con tal fuerza que parecían carentes de sustancia. Pintadas en amarillo en la puerta de la cabina y bajo las palas de la hélice, leí estas palabras: «EMBASSY OF THE U.S.A.» Paralizado, el Tumchuq temblaba de proa a popa, y su bandera salió volando por los aires cuando el monstruo mecánico se alejó refulgiendo bajo el cegador sol. Tres horas después volvimos a encontrarlo, con un equipo de la embajada norteamericana, soldados malienses y policías locales llegados en jeep, en un poblado dogón, ante chozas con altas techumbres redondas cubiertas de paja, rodeados de niños desnudos y de una silenciosa muchedumbre de andrajosos adultos. El cuerpo de un misionero norteamericano, cuya polvorienta cabellera recordaba la de un albino, fue transportado al helicóptero en un carro. Habían encontrado el cadáver en medio de la sabana, a unos diez kilómetros del poblado. Según el policía maliense al que pregunté, sería difícil descubrir al autor de aquel horrible crimen, porque las heridas y marcas de golpes que presentaba eran extrañas y el cadáver se hallaba en avanzado estado de descomposición. Los dogón del poblado aseguraban que el culpable era una jirafa macho que merodeaba por la zona, un animal solitario de seis metros de altura, es decir, un metro más que la media, conocido por su violencia en época de celo.
Seguimos nuestro camino y dos días después alcanzamos la región de Tombuctú, punto de partida de las caravanas saharianas, donde el río, orientado hasta entonces de sudoeste a nordeste, inicia una larga curva hacia el este, trazando un elegante bucle que vuelve a cerrarse en el desfiladero de Tosaye y tuerce hacia el sudeste en Bourem. Al fin llegamos a Gao, antigua capital del imperio songhai, atravesamos el valle del Tilemsi y seguimos descendiendo a través de una sucesión de rápidos hasta el valle de Ansongo. Disfrutando de un momento de descanso, con los ojos de la maestra que iba a pasar allí el resto de su vida contemplé el apacible valle, donde se cultiva arroz, algodón, cacahuete, mijo, sorgo... El Tumchuq fue cordialmente recibido por los songhai y el material escolar descargado, admirado y transportado a uno de los poblados más importantes, con hermosas chozas de techumbre cóncava. Tras dos días de descanso, volví a partir en mi barco africano y remonté el río para recoger otra remesa de material que debía llegar de Francia a Bamako.
Aunque liberado del peso del material, el Tumchuq lo pasó peor durante el trayecto de vuelta y aguantó como pudo las embestidas del río. El agua se colaba en las pinazas que sostenían la plataforma de mi informe embarcación, y teníamos que achicarla constantemente con calabacinos, sin tiempo de intercambiar apenas una palabra. Como empezó a llover y los negros nubarrones hacían presagiar un violento aguacero, decidí hacer escala en el poblado dogón donde nos habíamos topado con el helicóptero estadounidense. Mientras corría bajo la lluvia, a la entrada de la aldea vi un objeto extraño en lo alto de un poste. De lejos y tras la cortina de lluvia parecía pequeño, como esas cajas de caramelos que se cuelgan de una pértiga con motivo de una fiesta o el cumpleaños de un niño; bajo la caja, una forma alargada, tan delgada como una cinta, colgaba hasta el suelo. A medida que me acercaba, la caja aumentó de tamaño más y más: era una jaula de madera, tras cuyos barrotes estaba encerrada la cabeza, no de un hombre como en El corazón de las tinieblas, sino de una jirafa. Tuve que tocar la cinta colgante para comprender que se trataba de las vértebras de aquel animal de altura gigantesca.
Un nativo que hablaba bambara me explicó que, tras la marcha del helicóptero estadounidense, los dogón de toda la región habían organizado la cacería de la jirafa, acusada con razón o sin ella de la muerte del misionero.
—La vida de un blanco no tiene precio —sentenció.
La cacería era vital para los aldeanos, quienes temían a los estadounidenses y habían recibido la amenaza del gobernador de suprimirles todas las ayudas internacionales si no se castigaba al culpable del asesinato. La partida de caza se compuso de un centenar de hombres y dos jeeps de la policía. El chivo expiatorio, perseguido durante dos días por la sabana, se había refugiado en la montaña, pero, acorralado por los hombres, que avanzaban gritando y disparando, había acabado tan extenuado que habría bastado soplarle para derribarlo. Al amanecer, lo habían encontrado agonizando al pie de una pared de blanca piedra caliza. Luego lo habían transportado hasta el poblado, donde un matarife le dio la puntilla.
En la región no había llovido en dos años, y los niños dogón se quedaban bajo la lluvia, que azotaba sus cuerpos desnudos, exteriorizando su alegría a gritos. Chapoteaban en el barro, saltaban, se divertían, reían, bailaban… Uno de ellos echó a correr hacia el poste que sostenía la jaula, pero en plena carrera resbaló y cayó en un charco. Se levantó, y no sé cómo le vino la idea, pero lanzó una mirada aviesa a la jaula, cogió un puñado de barro, hizo una enorme bola que endureció apretándola entre las manos, y la arrojó con todas las fuerzas de sus jóvenes músculos, que vibraban de alegría. El pesado y blando proyectil surcó el aire, directo a la cabeza de la jirafa, pero erró el blanco. La lluvia chorreaba por el pelaje tachonado de manchas oscuras de la cabeza decapitada, tamborileaba sobre las largas orejas, colmaba los pabellones auditivos y resbalaba por la frente, en la que un mechón de pelos inmaculados daba gracia y nobleza a su cara, impregnada de una inocencia de recién nacido.
Calada yo también hasta los huesos, di media vuelta, volví al Tumchuq y me marché. Lamentaba haber ido a aquel poblado, lo lamentaba amargamente, porque un sentimiento de culpabilidad que mi larga estancia en China había adormecido, despertó de pronto y me fulminó como un rayo. Por primera vez en mi vida me sentía culpable de ser blanca, por no decir culpable de pertenecer a la especie humana, culpable de mi presencia en aquel poblado, por no decir en aquel continente. Comprendí que podía hacer todo el esfuerzo del mundo, crear otras cien escuelas para los songhai, los dogón, los malinkés, los bambaras, los bozos, los sarakolés, los khassokés, los senufos, los bobos, los peuls, los tuaregs y los magrebíes, pero jamás me libraría de esa culpabilidad. En eso pensaba mientras el Tumchuq remontaba penosamente el Níger, con el ruido del motor ahogado por la lluvia. Había poca visibilidad. La llanura pantanosa y apenas poblada que se extiende desde Mopti hasta Ségou me parecía aún más vacía, más desolada que a la ida. En el agua del río no se veía nada (y eso que íbamos tan lentos que en una hora no recorríamos ni dos millas), salvo una ocasional agitación circular, un remolino, un islote herboso. Al anochecer dejó de llover y, luchando contra la corriente, el Tumchuq atravesó los bancos de plantas acuáticas que tan magníficos me habían parecido a la ida y tanto me disgustaban ahora. Derivaban rápidamente hacia nosotros, cerrando el paso a la embarcación, y para avanzar teníamos que apartarlos con nuestras largas pértigas, en una lucha sin cuartel. Cuando empezaba a quedarme exhausta, un negro enjambre de mosquitos multiplicados tras la lluvia surgió de las tinieblas, se arrojó sobre mí y me envolvió como si quisiera asfixiarme. Eran auténticos kamikazes, glotones e impertérritos, que se lanzaban como flechas sobre cualquier espacio descubierto de mi cuerpo. Como maté muchos, a veces los demás se olvidaban por un instante de mis venas para succionar los cadáveres de sus compañeros hinchados de sangre, pegados a mi piel como una viscosa costra. A la mañana siguiente era presa de una terrible fiebre; mi cuerpo parecía un horno que ardía a una temperatura insoportable, los párpados me pesaban cada vez más y me zumbaban los oídos, aunque los mosquitos habían desaparecido. Ideas confusas se atropellaban en mi mente. Ovillada, sacudida por glaciales escalofríos, me preguntaba si iba a morir. El fuego, que seguía devorándome desde dentro como un veneno, se extendió al hueco de la mano izquierda, donde sentía una quemazón más intensa y a la vez más sorda, mientras un dolor ascendía a lo largo de la pierna izquierda y el costado de mi cuerpo, en una especie de calambre que intenté mitigar cambiando de sitio. Empecé a trotar por la plataforma, como una jirafa que había visto de niña bajo la carpa de un circo, correteando alrededor de la pista al son de la música bajo una guirnalda de bombillas de colores. En mi agitación febril, ese lejano recuerdo fue el detonante de una proyección que se manifestó por completo cuando el barquero me trajo un cuenco con un brebaje oscuro y amargo, probablemente una infusión de hierbas medicinales, y creí oír de mi boca un chillido animal. La que aullaba no era yo, sino la jirafa agonizante al pie de la pared de caliza, sacrificada por los dogón, que habían puesto su cabeza en la picota. A menos que fuera el grito del viajero del sutra que una noche sin luna se precipitaba al vacío.
¡Níger, interminable Níger! Mi barco africano se deterioraba tan lamentablemente como mi estado físico y moral a cada metro recorrido. Permanecí acostada una semana, durante la que no paré de recitar el texto del manuscrito tumchuq con los ojos fijos en el cielo. Sus sencillas palabras, a menudo monosilábicas, extrañas y conmovedoras, resonaban como un dulce encantamiento, y de pronto me pareció que alzaba el vuelo hacia las nubes, que me zambullía en el agua, que me deslizaba entre plantas acuáticas, donde mi cuerpo se desarticulaba y mi carne se disolvía. A veces, el viejo barquero entonaba un canto maliense y nuestras voces se superponían; nuestras lenguas, igual de antiguas, armonizaban. Me cuidó con sus caldos tradicionales, más o menos eficaces, hasta Ségou, y una vez allí me condujo al hospital, donde se dispuso mi traslado inmediato a Bamako, desde donde me repatriaron a Francia, lo que puso fin a mi fugaz carrera humanitaria. Sin duda, estaba escrito en mi destino.