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Llamémosla reliquia mutilada: un breve fragmento de un texto sagrado escrito en una lengua ya desaparecida sobre un rollo de seda que, víctima de un violento ataque de locura, fue rasgado en dos, no por unas manos, un cuchillo o unas tijeras, sino por los mismísimos dientes de un emperador furioso.

Mi encuentro fortuito en un salón de reuniones del Hotel de Pekín, a mediados de julio de 1978, con el profesor Tang Li y lo que me reveló respecto a ese tesoro aún destellan como un pequeño rectángulo de luz en el brumoso y cambiante laberinto en que se han convertido mis recuerdos de China.

Por primera vez en mi vida trabajaba como intérprete remunerada, en una reunión consultiva organizada por una productora de Hollywood en relación con el guión de El último emperador, destinado a convertirse en la gran obra cinematográfica que todo el mundo conoce, premiada con nueve o diez Oscar y un taquillaje astronómico. Gracias al acuerdo con la Universidad de Pekín, donde estaba matriculada como estudiante extranjera en el Departamento de Literatura China, y provista de una libreta comprada para la ocasión el día anterior, me presenté en el Hotel de Pekín a primera hora de una tarde de verano en que el calor lo transformaba todo en vapor y convertía la ciudad en un horno donde te asabas a fuego lento. Chirriando agónicamente, mi bicicleta hundía las ruedas en el pegajoso asfalto reblandecido por la canícula, del que se alzaban finas espirales de humo azulado. En la entrada del enorme hotel de ocho plantas, el único rascacielos de la ciudad en aquella época, reinaba una expectación febril. En esos momentos, un ruidoso grupo de cincuenta, cien, doscientas personas —no habría sabido decirlo—, estaba tomando al asalto la puerta giratoria de cristal. A juzgar por la diversidad de acentos, procedían de todos los rincones de China. Padres cargados con bolsas de comida y niños con estuches de violín a la espalda, vestidos, pese al bochorno, con chaqueta occidental, camisa blanca abotonada hasta el cuello y corbata o pajarita, aunque algunos apenas contaban seis o siete años. Cada vez que un niño aparecía en el vestíbulo, acompañado de su padre o su madre, el revuelo era instantáneo; los demás corrían hacia ellos, se arremolinaban alrededor y los acribillaban a preguntas, se impacientaban, discutían con expresión preocupada… Parecían una muchedumbre de refugiados angustiados empujándose a la entrada de una embajada. Acabé enterándome de que todos esperaban una audición privada con Yehudi Menuhin, que visitaba China anualmente en misión tanto artística como caritativa, no exenta de cierta campaña de promoción personal: descubrir uno o dos niños prodigio, un nuevo Mozart chino. Para los aprendices de violinista representaba una ocasión de oro, la oportunidad única de viajar a Estados Unidos e ingresar en una escuela de música dirigida por el propio maestro.

El ascensor estaba averiado, y la subida a la octava planta, donde se celebraría la reunión, me exigió un esfuerzo considerable, sobre todo porque la escalera era un hervidero de violinistas sentados o tumbados en los peldaños, los rellanos y las repisas de las ventanas. Agotada, entré por fin en el salón de reuniones, que casualmente se hallaba al lado de la sala de audiciones de los concertistas en ciernes, cuya puerta permanecía cerrada.

Me invitaron a unirme a un grupo formado por un representante del director italiano, una ayudante de producción, otro intérprete y una decena de eminentes historiadores chinos, alrededor de una mesa rectangular cubierta con un mantel blanco y repleta de botellas de Coca-Cola, tazas de té, ceniceros y floreros con rosas de plástico y papel, en cuyo centro destacaba un magnetófono profesional. Una de las paredes se adornaba con una ampliación de una fotografía en blanco y negro de Puyi, el último emperador, vestido a la occidental, con gafas de cristales redondos sin montura, rostro inexpresivo y mirada sombría, tomada en la Ciudad Prohibida un día particularmente desapacible del invierno de 1920. Mi vacilante traducción del chino a un inglés con marcado acento francés acompañó los intercambios de saludos y los apretones de manos, mientras el otro intérprete, no mucho más hábil que yo, traducía del inglés al chino; el protocolo se respetaba con gran rigor. Llamó mi atención un chino de unos sesenta años que desentonaba con sus compatriotas, uniformemente vestidos con camisas de manga corta; él llevaba el atuendo tradicional: un traje de satén azul marino con botones laterales largo hasta los pies que, en esa época del año, le daba un aire absurdo pero conmovedor. Fue el único que se inclinó para saludar a los anfitriones de la reunión, pero sin servilismo; de vez en cuando levantaba una de sus elegantes manos y, con un gesto de una lentitud anticuada, se acariciaba la larga barba blanca, que el aire del ventilador del techo hacía oscilar ligeramente. Parecía que el tiempo se hubiera detenido en él, que encarnaba por sí solo una época en su conjunto, un universo aparte. Cuando pronunció las dos sílabas de su nombre, me sorprendieron por su sencillez y familiaridad, que en mi mente se asociaban a… Busqué y busqué, mientras escrutaba su rostro, pero fue inútil: el recuerdo siguió oculto en algún pliegue de mi memoria, embotada por el nerviosismo de hallarme ante mi primera experiencia profesional. Cuando traduje el sobrenombre que le daban sus colegas chinos, Diccionario Viviente de la Ciudad Prohibida, el representante del director se echó a reír y, en tono condescendiente, prometió contratar a aquel «señor» como figurante, o incluso ofrecerle un pequeño papel. Los otros chinos se indignaron, pero él no. Se oía el zumbido de los mosquitos que el viento artificial del ventilador hacía danzar en las franjas de luz que penetraban en la sala. Al otro lado de la pared, el sonido de un violín, una sonata o un concierto de Mendelssohn, suave y un tanto melifluo, servía de música de fondo a la reunión.

Pasaron dos o tres horas antes de que volviera a dirigir la mirada hacia el anciano del traje tradicional. La reunión, durante la cual él había permanecido en silencio, tocaba a su fin. Los anfitriones ya estaban mirando impacientes sus relojes, cuando de pronto tomó la palabra con una voz rota, trémula, como ahogada:

—Si aún dispongo de unos minutos, querría pedir humildemente, tan humildemente como exige mi cultura, que se respete la verdad.

En una fracción de segundo, mientras traducía sus palabras, creí recordar lo que me evocaba su nombre. Era… En ese instante, un enorme mosquito pegado a la reluciente frente del representante del director atrajo mi atención. Lo vi alzar el vuelo, evolucionar en el aire, volver y aterrizar con precisión en la punta de su nariz, a buen seguro menos grasienta. Me vino a la mente un verso de un poeta cuya traducción acababa de leer: «El mosquito alzaba plácidamente su pequeño vientre rubí.» Era justo eso. En cuanto a la identidad del anciano chino, mis reminiscencias se esfumaron apenas surgidas.

—Suplico al director y los guionistas —continuó el anciano—, por mediación de usted o de ese magnetófono del que mis eminentes colegas no apartan los ojos, que arrojen el guión, o al menos esta versión, a un cubo de basura del hotel, donde, pese a su prestigio, habita una numerosa colonia subterránea de la raza ratonil, como la llamaba La Fontaine, que lo roerá, espero, página a página, porque no hace la menor justicia a la auténtica personalidad de Puyi, que, al contrario de lo que da a entender la falaz biografía en que se basa este guión, era un ser patológicamente complejo, y no me refiero a su homosexualidad, pues antes de él hubo otros emperadores con tendencias idénticas. Lo importante no es eso, sino su sádica crueldad y sus frecuentes delirios, tan imprevisibles como incontrolables, típicos de un esquizofrénico en el sentido médico del término.

En el silencio general, de la sala contigua llegaban las notas sueltas del motivo que inicia el allegro de un concierto de Beethoven. De pronto sonó una bofetada, que el representante del director se había propinado a sí mismo. El mosquito, que yo ya no veía, debía de haber huido tras esquivar el golpe.

—¡Qué asco! —Lanzando ese indignado grito, el representante se levantó de un salto, aplastó al insecto entre las manos y arrojó su sanguinolento cadáver al cenicero, donde lo calcinó con la punta del cigarrillo—. ¿Qué hacía aquí este mosquito? —gruñó—. ¿Es que también quería actuar? —Y soltando una carcajada dio por concluida la reunión. Pero antes de salir se volvió hacia mí—: Dígale al viejo que tal vez sea la verdad, pero se trata de una verdad demasiado negativa, demasiado siniestra, que no interesa al público occidental ni aporta nada al cine. No le importa a nadie, y menos a un director mundialmente famoso, cuyo objetivo se resume en una palabra: Oscar.

Y acto seguido se fue. Mientras yo traducía, buscando penosamente giros y palabras atenuantes, el Diccionario Viviente de la Ciudad Prohibida me miraba con ojos desorbitados y la barba y el pelo canos erizados por la cólera.

Sólo cuando su silueta ataviada de azul franqueó con paso vacilante la puerta y desapareció, cerré aliviada mi cuaderno lleno de garabatos. Entonces me vino a la cabeza, sin ayuda de la memoria, lo que antes no había conseguido recordar. ¡Pues claro! ¡Tang Li! El autor de La biografía secreta de Cixi. Me precipité hacia la puerta, eché a correr por el pasillo y, tras chocar con alguien, me lancé escaleras abajo, zigzagueando entre los futuros Mozart por los pisos del hotel. La gente, mortificada por la espera y la ansiedad, con los nervios a flor de piel, volvió a animarse como si estuviera ante el portador de la Buena Nueva. Mis prisas, mi libreta de intérprete, mi físico occidental… Detalles sin duda insignificantes, que sin embargo bastaron para alterar los ánimos y provocar oleadas de excitación que me persiguieron hasta la planta baja en forma de preguntas, súplicas y temores en cuanto a la decisión del rey del violín, de quien me creían la poderosa ayudante que programaba en la sombra las audiciones a puerta cerrada. Pese a mis explicaciones, durante las que no paraba de jurar en vano por el cine y pronunciar el nombre de otro rey, el de la cámara, los padres de los jóvenes artistas se empeñaban en perseguirme, Dios sabe por qué; una madre de unos treinta años con permanente, gibosa y la cara empapada en sudor, se recogió la falda barata, agarró a su retoño del brazo y, seguida por su marido calvo, se lanzó en mi persecución como una depredadora y bajó la escalera con el empuje de un valiente soldado, siguiéndome a un palmo de distancia. Pero debió de tropezar en un peldaño, porque dejó caer la bolsa de provisiones, de la que escaparon latas, sándwiches, botellas de agua y una manzana roja, que bajó rodando de peldaño en peldaño hasta el rellano siguiente.

Fuera casi había anochecido. Tuve que dejar la bicicleta en el aparcamiento y, haciendo arriesgadas acrobacias, atravesar las densas avalanchas, no de coches, que en esa época eran objetos raros, sino de bicicletas que avanzaban inexorablemente, para dar alcance al anciano del traje azul en la parada del tranvía, al otro lado del paseo más ancho de China, construido durante los delirios de grandeza de los años cincuenta, a imitación de la plaza Roja de Moscú. No perdí el tranvía por un par de segundos. El conductor se dispuso a arrancar, pero la sensación de alivio se esfumó cuando vi llegar jadeando al padre, al hijo y el estuche del violín, aunque no a la madre. Me aparté de la puerta, que temblaba con los puñetazos del padre y que acabó abriéndose. Una vez más, me vi sometida a una dura prueba; les expliqué quién era con la ayuda del viejo historiador, que acudió en mi rescate y cuya hostilidad parecía haberse disipado en aquella imponente y gris avenida, famosa en el mundo por los desfiles militares, las concurridas manifestaciones supuestamente populares y, años más tarde, por la matanza de estudiantes. El padre, desconcertado por los nombres de Menuhin, Bertolucci y Puyi, acabó dándose por vencido, y el ímpetu de un grupo de escolares que se precipitaron hacia la puerta lo arrastró, desamparado, junto con su hijo.

Más que los ojos fijos, inmóviles, casi desorbitados del viejo historiador, lo que recuerdo es aquel hilillo de voz trémula, rota, muy suave, ahogada la mayor parte del tiempo por el estruendo del tranvía; su voz y su forma de carraspear cuando una ola de tristeza o indignación lo inundaba. De pie entre los demás viajeros, agarrado a una correa de cuero con ambas manos, sin hacer el menor comentario sobre los virajes que amenazaban con arrojarlo al suelo constantemente y sin mirarme, retomó el tema de Puyi en el punto que lo había dejado, como si entretanto no hubiera ocurrido nada y la reunión continuara de forma natural en el polvoriento tranvía.

—La historia nos enseña que los dos emperadores niños, Guangxú y Puyi, nombrados de manera sucesiva por su tía, la emperatriz Cixi, con treinta años de intervalo, padecieron de forma similar el mismo mal misterioso: la impotencia, que ponía fin a toda esperanza de perpetuar la dinastía. El caso de Puyi es aún más trágico, pues, si consideramos su condición de último emperador, el fenómeno adquiere una dimensión casi metafísica que sobrepasa su destino personal. Nervioso ya de niño, su fragilidad se vio agravada con el paso de los años por la ingestión de innumerables medicamentos chinos y occidentales, por las inyecciones en grandes dosis, las oraciones, los rituales y todo tipo de curas, fumigaciones aromáticas, afrodisíacos obtenidos de los testículos de diversas especies terrestres, aéreas o marinas. Entre aquéllos el más famoso es sin duda la «hierba de gusano» tibetana, un pequeño gusano aplastado, un platelminto del orden de los Peziza de dos o tres centímetros de longitud, parecido al gusano de seda gris ceniza, llamado Bombyx mori. Este gusano debe su nombre al hecho de que en invierno, una vez muerto y sepultado por la nieve del Himalaya, su cadáver se transforma en una hierba que acaba despuntando bajo el manto nevado y crece en primavera, llevando a partir de ese momento una vida exclusivamente vegetal. No obstante, las dosis masivas de este poderoso afrodisíaco, famoso por su eficacia, no consiguieron arrancar de su letargo al miembro imperial. Y lo que es peor, provocaron ataques de pánico extremo al emperador; crisis durante las cuales se creía presa de criaturas diminutas que pululaban en su estómago, le invadían el hígado y subían hasta el corazón y el cerebro, pretendiendo unas veces que eran orugas gris perla que lo roían, lo devoraban y copulaban hasta morir en su interior, y otras, puntiagudos brotes de bambú, cuyas verdes irisaciones creía ver brotar por todo el cuerpo, que se enfriaba de forma paulatina, como un campo después de una batalla perdida, como un iceberg a la deriva. Así que se entregó en cuerpo y alma a la caligrafía, un verdadero arte en la época, que sigue siéndolo en la actualidad. De la noche a la mañana empezó a copiar la obra de otro emperador, Huizong (1082-1135), de la dinastía Song, genio artístico pero muy mediocre gestor, que también padeció un largo período de esterilidad y efectuó un penoso recorrido repleto de obstáculos hasta el tardío nacimiento de su primer hijo, que le llegó después de haber mandado levantar una montaña artificial al norte de la capital siguiendo los consejos de un adivino. Al final de su reinado, el país se hallaba en la ruina, y perdió la guerra. Cuando los «bárbaros del Norte», los Jin, se dirigieron hacia la capital, siguiendo los consejos de otro adivino ordenó abrir las puertas de la ciudad, convencido de que un ejército celestial acudiría en su ayuda. Como Puyi después, vivió sus últimos años en cautividad, en el absoluto silencio del Gran Norte, a ocho mil kilómetros de su palacio, que ya sólo podía visitar en sueños. En el mundo quedaron tan pocas obras suyas que cualquiera de ellas, aunque sólo fuera un fragmento de carta, adquirió un valor inestimable. Eran de una importancia primordial en la colección de la familia imperial, y Puyi, su único heredero, experimentó la dicha, no sólo de admirarlas, sino también de copiarlas. Extendía sobre su mesa una de esas obras maestras, escritas a menudo en un trozo de papel de cáñamo teñido de amarillo mediante una decocción de pulpa vegetal para protegerlo de gusanos e insectos, un tipo de papel utilizado sólo para transcribir los sutras y que adquiría con el tiempo una bella y cálida pátina gris. Luego, ponía encima una fina hoja de papel translúcido cubierta con una delgada capa de cera, que permitía un trabajo de calco perfecto. Mandó fabricar pinceles parecidos a los empleados por su predecesor, con las cerdas agrupadas alrededor de una punta central de largos pelos de turón, conocidos por su rigidez, cuyo dominio exige años de práctica continuada, pero ofrecen una resistencia elástica y confieren al trazo una fuerza acerada, traduciendo hasta los matices más sutiles de la personalidad del calígrafo. En la Ciudad Prohibida todavía existe el cementerio de los pinceles de pelo de turón utilizados por Puyi. Cada uno dispone de su tumba, una estela y un epitafio redactado por el propio emperador, con el nombre del fabricante, las fechas de su primera y última utilización, etcétera. Durante las largas sesiones cotidianas de copia, Puyi sentía al gigante de la caligrafía china guiando su mano, confiándole el secreto oculto en cada trazo, en cada carácter. Si hemos de dar crédito al diagnóstico emitido años después por los médicos de la corte, dicha actividad creó una relación hipnótica, afectiva, amorosa, entre copiado y copista, en quien hizo brotar esa forma de autodestrucción etiquetada con la extraña denominación de «transferencia de personalidad». El joven emperador experimentaba la sensación de meterse en la piel del otro soberano cautivo. Cuando sumergía el pincel y el haz de cerdas se hinchaba, se empapaba con una cantidad de tinta cuya precisión era propia de Huizong, Puyi se reencontraba en un campo de prisioneros, ochocientos años antes, mirando la nieve que todo lo cubría, las tiendas de los guardias y las de los detenidos, la inmensa llanura y las cimas de las lejanas colinas. Contenía la respiración, y su mano ejercía una delicada presión que concentraba todo el refinamiento y la elegancia estilística de Huizong. Obedeciendo a esa presión, la punta de pelos de turón vertía sobre el papel la cantidad exacta de tinta, o más bien lo que se derramaba era la personalidad de Puyi, o la del propio Huizong, como solía decir el primero. Poco a poco, los trazos de tinta se confundían ante sus ojos con los regueros de orina que habían trazado un surco en la gruesa capa de nieve que cubría el suelo de la tienda de Huizong, durante una noche de tormenta. El desdichado prisionero, mortificado por una enfermedad de la próstata, se había levantado en plena noche, pero no había logrado llegar a las letrinas del campo. A veces, mientras copiaba, a Puyi se le escapaban las lágrimas, que caían sobre el papel de calco encerado; todavía hoy, en una de esas obras de Huizong, conservada en el museo de Tokio, pueden verse las huellas de esas lágrimas en el papel de cáñamo amarillo. Esas crisis nerviosas lo asaltaban cuando no conseguía dominar un gesto esencial, que no era exclusivo de Huizong, sino común a otros grandes calígrafos, y que consiste en trabajar siempre con la mano alzada, sin apoyarla en la mesa ni tampoco el codo, para, mediante esa suspensión del brazo, regular la presión ejercida por la punta del pincel sobre el papel, de tal manera que los movimientos alcen el vuelo con entera libertad y creen la secuencia rítmica de trazos gruesos y finos. En cuanto la levantaba, la muñeca dejaba de obedecerle: temblaba como una hoja, lo que le provocaba una rabia de una vehemencia paroxística. Dada su perversidad, sólo conseguía calmarse con el sufrimiento ajeno: con la mano enguantada, azotaba o le aplastaba el cráneo a uno o varios eunucos, testigos de su fracaso, inventando innobles torturas al compás de una inspiración sádica, por el simple placer de oírlos llorar, aullar de dolor y suplicar.

»A comienzos de abril de 1925, trece años después de la caída del Imperio, Puyi fue liberado de su prisión dorada, la Ciudad Prohibida, custodiada por el ejército de la naciente República, tras sufrir una especie de ataque epiléptico que lo había sumido en un profundo letargo y dejado más muerto que vivo. Lo trasladaron a la concesión japonesa de Tianjín, al sur de Pekín. Guardó cama durante semanas y no recuperó la sonrisa hasta la llegada de una caravana de dos kilómetros de largo formada por porteadores con enormes y vacilantes cofres sobre los desollados hombros. Eran tres mil, todos repletos de objetos preciosos coleccionados por sus antecesores. Sin embargo, a ojos de Puyi el más valioso de esos cofres rebosantes de tesoros nacionales, de lluvias de perlas, de ríos de diamantes, de cascadas de jade, de oro, de porcelanas, de cobres, de esculturas, de pinturas, de caligrafías, etcétera, era el reservado a las obras del emperador Huizong. Tras la convalecencia, volvió a sumirse en las obras de su maestro, esta vez para copiar sus pinturas, ámbito en que Huizong había destacado más aún, si cabe, que en el de la caligrafía, y ocupaba un lugar equiparable al de Modigliani o Degas en la pintura occidental. No podemos saber con total certeza a qué cabe atribuir el restablecimiento de Puyi: ¿a las pinturas de Huizong o al sumo japonés, de nombre Yamata, tan enorme que su minúscula cabeza parecía hundida entre los caídos hombros y que cumplía un papel indispensable en la vida cotidiana del emperador? Hacia mediodía, Puyi anunciaba su despertar tocando una campanilla, y el sumo, desnudo como vino al mundo, se acercaba a él desplazándose como una silenciosa montaña y, en la tibieza de sus brazos, tan suaves como los de una mujer, lo transportaba a la sala de baño y depositaba en una bañera de mármol, cuya temperatura controlaba escrupulosamente mediante un termómetro alemán el propio sumo, que sabía por experiencia que el menor cambio en ella provocaría un nuevo acceso nervioso a su maniático señor. Luego, en un entresueño (como le contó un día Puyi a su primo, ante quien siempre utilizaba, al igual que ante todo el mundo, la tercera persona y el término «emperador» para referirse a sí mismo) —precisó el profesor—, el emperador oía crujir y gemir su osamenta, dilatada por el calor del agua, mientras se dejaba arrullar por la voz de una joven virgen, que, sentada junto a la bañera, le leía una novela elegida por Puyi el día anterior. Casi siempre se trataba de un fragmento del Jin Ping Mei, que leían muchachas chinas a cuál más hermosa, aunque a veces, aconsejado por el sumo, el emperador pedía una novela erótica japonesa. Entonces, la lectura corría a cargo de una nipona desconocida y, aunque el emperador no sabía una palabra de esa lengua, la voz de la chica, aliada con la nube de vapor, lo hechizaba, y cuando durante una fracción de segundo conseguía abrir los ojos creía ver una sirena, porque la falda de satén gris perla de la muchacha relucía en la sauna como la cola de un pez, cuyas escamas, según la leyenda, se desprenden a puñados ante la mirada de un hombre. Unas escamas que al emperador se le antojaban flotando en la superficie del agua, brillando como láminas de plata alrededor de su cuerpo abandonado a sí mismo. Volvía a tocar la campanilla para anunciar el final del baño, y el sumo entraba, lo sacaba de la bañera, lo llevaba en brazos a su habitación, lo depositaba en la cama y, por último, lo envolvía en grandes toallas gruesas y suaves, impregnadas de un perfume penetrante. El emperador permanecía largo rato en la oscuridad más absoluta, sin ver ni oír nada, aspirando esos exquisitos aromas de flores, de plantas, de almizcle, hasta fundirse en ellos. El tiempo, que en otros sitios pasa volando, transcurría tan despacio para él que cada minuto parecía una eternidad.

»A media tarde, tras la primera comida del día, si hemos de dar crédito a las memorias de su primo —puntualizó el profesor—, el emperador se encerraba en su despacho, con las ventanas siempre cubiertas por cortinas de color burdeos que el sol no podía atravesar, y, ante una mesa iluminada por una lámpara de tulipa azul, como un alumno que hiciera sus deberes, copiaba un pájaro encaramado en una rama desnuda pintado sobre seda por Huizong. Éste fue el precursor de ese género pictórico eminentemente cortesano, súmmum del refinamiento y la elegancia del espíritu chino, en que predomina una pureza particular, despojada, espectral, siempre ligera pero cargada de sentido. La vulgaridad de las realidades terrenales estaba tan ausente de la obra que era imposible saber si el pájaro se hallaba en un cielo paradisíaco, un mundo submarino o un oscuro acuario. Ni que decir tiene que el emperador mostraba especial predilección por ese género pictórico. El sumo le preparaba la tinta y desplegaba una pieza de seda especialmente confeccionada para él por un taller de Suzhou, que reproducía a la perfección la empleada por Huizong ochocientos años antes: una seda de trama gruesa y apretada e hilos de doble cadena. Utilizando una técnica de la época de los Song, los artesanos untaban la seda cruda con una mezcla de cola y alumbre, primero con una brocha y luego mediante presión, batido y pulimento, para que se prestara mejor a recibir las múltiples capas de aguada aplicadas de manera sucesiva, técnica de la que Huizong era inventor y maestro absoluto. El emperador permanecía sentado e inmóvil durante horas, contemplando el pájaro que iba a copiar, tratando de descubrir el secreto de su ceniciento plumaje, hecho de líneas yuxtapuestas que disimulaban, si se miraba con mayor atención, una exquisita precisión bajo un temblor continuo; el misterio de aquellos vapores rojos, a modo de hojas sin forma ni identidad metamorfoseándose en pétalo, estambre, pistilo, alrededor de la cola carmín del pájaro; y aquel pico negro, cuya única línea, muy fina, dibujaba el contorno, cristalizado en una forma fluida que atravesaba una invisible vibración; sobre todo el milagro del ojo, que, de manera aún más desconcertante, constituía un enigma que ni el emperador ni nadie supo resolver jamás: cómo había conseguido el pintor dotarlo de un brillo y una fuerza tales que parecía (lo que a priori era materialmente imposible) que te observara, franqueando una frontera invisible. A veces, el emperador suponía que Huizong no había empleado un pincel, sino la uña, sobre la que había depositado una gota de tinta negra, que había proyectado a un metro de distancia y que, por casualidad o como resultado de un movimiento muy estudiado, había aterrizado en el cuadro, justo donde debía. La cabeza del pájaro, pintada en colores transparentes, con sombras delicadamente degradadas, constituía una reproducción anatómica detallada y natural. Aquella cabeza frágil, vibrante, impregnada de una profunda soledad, devolvía al emperador su propia imagen de niño de tres años encaramado en un trono de oro afiligranado, sostenido por cuatro dragones entrelazados, que se alzaba a una altura que los ojos de un infante a duras penas podían alcanzar; un trono sobre el que le parecía que su cuerpo ingrávido se transformaba en el de un pajarillo acurrucado en un nido muy alto, en aquella sala de audiencias donde reinaban un frío glacial y, por extraño que pueda parecer, un silencio sepulcral, y donde los ensordecedores gritos de los miles de cortesanos que se postraban ante él resonaban como en un enorme pozo, para confundirse en largos, lúgubres y atemorizadores ecos.

»Lo que Puyi no reveló a su primo —prosiguió el profesor— es que, pese a sus interminables contemplaciones, nunca consiguió esbozar un trazo, la mínima mancha de tinta, el menor garabato en la seda. Las obras de Huizong sólo acabaron inspirándole una profunda repugnancia hacia sí mismo. Al final de cada sesión, el sumo guardaba en un cajón los pinceles, cuya punta no había llegado a sumergirse en la tinta, que poco a poco había ido espesándose, coagulándose, volviéndose opaca. Luego, cogía del fondo del cesto las piezas de seda virgen, rasgadas y desechadas por Puyi, y las enterraba en el patio bajo una capa de tierra y hojas podridas. Ese período de “meditación sobre la pintura”, como lo denominaba Puyi, finalizó con un episodio espectacular no exento de comicidad: a finales de noviembre de 1926, tras una noche de nevada, pudo verse con horror a la mortecina luz de la mañana al endeble Puyi, que por entonces contaba veinte años, desnudo bajo una larga boa de plumas blancas y negras, tiritando sobre la rama de un olmo, como el pájaro pintado ochocientos años antes por Huizong. Ningún criado se atrevió a ir a buscarlo, excepto el sumo, la única persona autorizada a entrar en su despacho, cerrado a todo el mundo, para echar leña a la chimenea en invierno y agitar un silencioso abanico detrás de su señor en verano. Nunca sabremos el grado de intimidad que unía al joven emperador caído en desgracia y al sumo japonés, pero, si hemos de dar crédito a las memorias de uno de los últimos eunucos de Tianjín, cada vez que, tras una crisis nerviosa, Puyi se sumía en uno de sus profundos letargos, el sumo se metía en su cama y, tumbado junto a él, lo mantenía abrazado día y noche. Mas aquella mañana, cuando el sumo llegó junto a su señor y se dispuso a tomarlo en brazos, la rama del olmo, que ya se había doblado considerablemente bajo el peso de Puyi, cedió con un ruidoso crujido y ambos rodaron por el suelo, el uno en brazos del otro, aunque, gracias al manto de nieve del patio, sin mayores consecuencias.

»Otra cosa interesante es que Huizong, además de pintor y calígrafo, era un gran coleccionista, si no el mayor conocido, afición que sin duda requiere una inmensa riqueza, pero también sensibilidad para el arte, es decir, gusto. Hasta yo, que no soy artista —comentó el profesor—, he leído, y releo una vez al año, los catálogos de la colección de Huizong, que relacionan seis mil trescientas obras, con el título, la descripción, la biografía de los pintores y, sobre todo, el comentario del propio emperador, que reconstruye la génesis de cada creación. Hoy, casi todas esas obras han desaparecido, pero la lectura de los catálogos produce la misma satisfacción que contemplar un viejo plano de una ciudad o un barrio, por los que paseas entre vestigios imaginarios, descubriendo un cruce de calles, perdiéndote en un mercado, caminando junto a un foso, observando su oscilación a lo largo de la sinuosa línea de las murallas, que desaparece en el preciso instante en que crees haberlo atrapado. Así que comprenderá que sintiera un enorme estremecimiento de alegría cuando, en una ampliación fotográfica de la etiqueta del cofre consagrado a Huizong que poseía nuestro último emperador, descubrí los títulos de dos obras pertenecientes a ese mítico catálogo.

»La primera obra era una caligrafía de Li Po, el gran poeta de la dinastía Tang, una transcripción autógrafa sobre papel de cáñamo de su poema “La terraza del sol”. A Li Po y Huizong los separan tres siglos, pero en la época de éste, como aún en la actualidad, los amantes de la literatura se dividían en dos campos: el de los admiradores de Li Po y el de los partidarios de Du Fu, otro gran poeta de la dinastía Tang y amigo íntimo de Li Po. Sin duda, Huizong pertenecía al primer grupo, puesto que, según el catálogo de su colección, poseía seis autógrafos caligrafiados por Li Po, seis poemas de su autoría, dos en estilo semicursivo, ejecutados en palacio, ante su emperador, que se los había encargado, y los otros cuatro en una cursiva totalmente desmandada; todos eran elogios del alcohol improvisados en plena embriaguez, que Huizong, en un arranque que desbordaba su papel de experto, comentaba así: “Li Po y el alcohol, corriendo el uno al encuentro del otro, se confundían hasta desvanecerse y formar una sola criatura compacta e indistinta, única en el mundo.”

»No pude resistir la tentación de investigar sobre ese poema titulado “La terraza del sol” —me confió el profesor—. ¡Qué camino no habría recorrido, a través de las mutaciones políticas, de los nacimientos y naufragios de las dinastías! Tras el exilio de Huizong, la obra había desaparecido, para reaparecer en la época de la dinastía Yuan, primero con Yan Qin y más tarde con Ou Yangxuan (1274-1358), célebre maestro de los archivos imperiales. Luego, había vuelto a desaparecer y reaparecido de nuevo trescientos años después, durante la dinastía Ming, en el catálogo del famoso coleccionista Xiang Zijing, antes de convertirse en propiedad de los emperadores Qing, antepasados de Puyi, a finales del siglo dieciséis. Ciertamente, la caligrafía no es más que la forma artística de otra forma, la de los ideogramas que componen el poema; no obstante, no sólo refleja la personalidad y el temperamento del artista; también permite entrever, créame, su ritmo cardíaco, su respiración, su aliento cargado de alcohol, lo que procura al aficionado una euforia comparable a la del melómano apasionado que descubriera o, mejor dicho, se apropiara de la grabación de una sonata para piano de Beethoven tocada por el propio autor doscientos años antes.

»Psicológicamente, el efecto hipnótico de una caligrafía o un cuadro, que según los médicos resultaba ya algo milagroso en el caso de Puyi, posee, como toda sugestión artística, una duración limitada, que, dada la patología del emperador, no podía bastar para mantener su equilibrio mental, aunque fuera precario. Sin embargo, equilibrio es lo que le proporcionaba, si no me equivoco, el segundo tesoro de la colección de Huizong: un rollo manuscrito sobre seda, en una lengua entonces desconocida, que apreciaba más que ninguna otra cosa en el mundo. Era tal el poder hipnótico que ejercía sobre Puyi, que había ordenado colgar el autógrafo de Li Po junto a su cama, pero casi nunca lo miraba, incapaz de apartar la vista del rollo manuscrito.

»Por su mirada deduzco el gran interés que ese rollo despierta en usted —aseguró el profesor—, y me considero en la obligación de ponerla en guardia, antes de que tome un cariz más apasionado, como ocurrió con cuantos lo tuvieron cerca. Debo confesar que también en mí provocó un poderoso entusiasmo, cuando me interesé por su historia, hasta agotar todas las fuentes accesibles, algunas de las cuales no inspiran confianza por estar estrechamente ligadas a leyendas. Pero me parecía que, reconstruyendo su recorrido, por sinuoso que fuera, podría hablar con más conocimiento de los emperadores en quienes dejó huella, recomponer los fragmentos perdidos de la vida de nobles caídos en desgracia, como Setenta y Uno, a quien menciono en el libro que usted ha leído. En muchos aspectos, lamento que, cuando se publicó, su compatriota Paul d’Ampère aún no hubiera venido a China, que los caminos de ese noble loco y de ese manuscrito todavía no se hubieran cruzado, privando así a mi libro de su capítulo más sugestivo.

»Ese valioso rollo está compuesto por dos piezas de seda cosidas con pequeñas puntadas. La primera, teñida de amarillo anaranjado, contiene el texto en la lengua desconocida. No está datada, pero, gracias a un examen científico del tejido, sabemos que ese tinte se extrae de la decocción de la corteza del árbol huangbo, típica de la dinastía Han, y el análisis de la tinta, de una calidad excepcional, que ha mantenido intacta toda la intensidad de su profundo color negro, sugiere que esta misteriosa obra data con toda probabilidad del siglo dos o tres de nuestra era, lo que convierte a ese rollo en el más antiguo conservado hasta ahora.

»En la segunda pieza, de una seda de mayor calidad teñida de azul pálido, figura un largo colofón de treinta columnas de ideogramas chinos de color marfil, caligrafiados por Huizong con polvo de oro, que todavía brilla aquí y allí, mezclado con cola, una técnica utilizada en los templos budistas para copiar los textos sagrados. (¿Tenía Huizong un presentimiento acerca de la naturaleza de ese texto escrito en una lengua desconocida?)

»El colofón comienza con una breve biografía de An Shigao, el primer traductor de sutras budistas al chino, príncipe heredero de Partia, en Asia occidental, que se convirtió al budismo, se hizo monje y, a la muerte de su padre, renunció a sus prerrogativas en favor de su tío. Abandonando la región indoiraní, siguió la ruta de los oasis de Asia central, Khotan, Kucha, Turfan… hasta el Gansu, tras atravesar las cosmopolitas ciudades de Dunhuang, Zangye y Wuwei. Penetró en el valle del río Amarillo, en China del Norte, donde está atestiguada su presencia en la capital, Luoyang, a mediados del siglo dos, en el año 148 exactamente. A su reputación de genio lingüístico (hablaba una veintena de lenguas) se añadía una vasta erudición histórica, y no pasaba un solo día sin que dedicara varias horas a sus tareas de traducción. Pasó diez años en su habitación, vertiendo al chino los numerosos sutras recogidos en sus viajes; sus traducciones, habitualmente en verso y de una sobriedad despojada de cualquier vestigio que recordara su vida anterior como príncipe parto, y más aún de toda pretensión personal, resultan emocionantes, ya que el chino que empleaba en la vida cotidiana era dubitativo, marcado por un fuerte acento y salpicado de errores gramaticales. Un día, durante una estancia en Xi’an, la antigua capital china, a la que había acudido para predicar en el barrio de Fufeng, a medianoche vio en un descampado, como más tarde le contó al emperador, unos haces de luz que surgían a ras de tierra e iluminaban el lugar, como en las visiones místicas que representan algunas pinturas religiosas. Según el informe que presentó en la corte en el año 480 antes de nuestra era, cuando el Buda Shakyamuni entró en la insondable paz del Parinirvana, sus discípulos se repartieron sus reliquias y, divididos en grupos, partieron en distintas direcciones para difundir su palabra por el mundo. Los que llegaron a China, donde la guerra causaba estragos, se enfrentaron a dificultades insuperables y fueron sucumbiendo uno tras otro. El último de ellos, muy anciano, murió al llegar al valle del Wei, un afluente del río Amarillo, donde tuvo que enterrar las reliquias de Buda, que se manifestaron a An Shigao mediante esos haces de luz divina que atravesaban la tierra. Era la primera vez que la corte oía el nombre de Buda, el cual hizo sonreír a todo el mundo. No obstante, obedeciendo órdenes del emperador, el ejército realizó excavaciones y en el fondo de una zanja encontró unos relucientes cristaloides en forma de dientes y falanges de dedos, de un tamaño superior al normal y color dorado translúcido. Así fue como An Shigao logró convertir al emperador de China, que, en memoria de ese milagro que señalaba el triunfo del budismo, ordenó erigir en aquel mismo lugar una resplandeciente estupa, un alto edificio de madera y ladrillos pintado de blanco, en cuya cripta se depositaron las reliquias de Buda. Junto a ella mandó construir una casa en la que An Shigao pasó el resto de sus días orando, meditando, traduciendo y enseñando, y que, tras su terrible muerte (fue asesinado durante una de sus numerosas peregrinaciones religiosas), se convirtió en el primer templo budista chino: el Templo de la Puerta de la Ley.

»Transcurrieron casi mil años, prosigue el colofón escrito por Huizong, y a mediados de agosto de 1128, en una noche de tormenta agitada por truenos, granizadas y lluvia torrencial, el superior del Templo de la Puerta de la Ley tuvo la extraña sensación de que un rayo desgarraba el cielo, y la alucinante visión de la estupa, que, desafiando las leyes de la gravedad, flotaba a medio metro sobre el suelo, hasta que súbitamente se deshizo en humo. Despertó a los doscientos monjes del templo, les contó su visión y les pidió que rezaran con él toda la noche por el tránsito de la estupa hacia la paz eterna del Parinirvana. Al rayar el alba, la lluvia amainó y las nubes negras se inmovilizaron. De pronto cayó un rayo, produciendo tal descarga eléctrica que el cielo pareció explotar, y la tierra, desintegrarse. La estructura del templo crujió, vaciló y, en una fracción de segundo, la mitad izquierda de la estupa, fulminada, se desplomó, mientras la derecha, intacta, seguía irguiendo bajo la lluvia su maltrecha silueta, recorrida por una resquebrajadura muy nítida que descendía desde el remate hasta el suelo, recortándose contra el cielo como un fragmento arrancado de un plano arquitectónico. Al día siguiente, al pie de la estupa, entre los ladrillos y los trozos de madera ennegrecidos por el rayo, los monjes encontraron unas hojas húmedas del Avatasaka Sutra (el sutra de la Ornamentación Floral de Buda) extendidas en círculos concéntricos sobre la tierra empapada. El hallazgo no les sorprendió, porque la tradición, desde un pasado lejano, permitía que los fieles donantes acaudalados depositaran en el interior de los gruesos muros ofrendas de rollos de seda o papel en los que escribanos remunerados habían copiado textos sagrados. Pero, cuando el superior del monasterio subió a lo alto de la estupa demediada para bajar una imagen de Buda, muy dañada, del vientre de la estatua escapó un manuscrito enrollado alrededor de unas ricas astas de sándalo blanco, jade y marfil. Desconcertado tanto por las circunstancias de su hallazgo como por su desconocimiento de la lengua del rollo, se presentó ante el propio emperador Huizong para hacerle entrega del manuscrito, convencido de que contenía el mensaje de una instancia superior. Lo que sigue da fe de las amplias repercusiones que tuvo su desciframiento, tanto en el destino del país como en el del propio emperador.

»Huizong, soberano debilitado, artista extraviado en un trono, terminó su colofón con una escritura de una maestría tan deslumbrante como de costumbre, pero a la que cada vez faltaba más rigor: “Mi imperial persona, deseosa de descifrar el manuscrito, consagró su erudición y horas de indagaciones, lecturas y reflexiones al menor de sus signos. Pero en vano. Como la pieza parecía remontarse a la época de An Shigao, el emperador pidió al actual rey de Partia, de donde ese genio era originario, que le enviara una delegación de intelectuales y expertos, pero tampoco ellos pudieron identificar la lengua. Recordaron que, según los anales históricos, An Shigao conocía una veintena de lenguas, la mayoría muertas. El misterio sigue siendo impenetrable, pero el emperador está convencido de que, pese a su brevedad, el texto es un sutra, puesto que fue colocado en lo alto del relicario, en el interior de la estatua más sagrada. A esta hipótesis se añade la de Su Dongpo, el poeta predilecto del emperador, con marcada inclinación por el budismo: recordando que An Shigao fue asesinado, Su se pregunta si ese crimen guarda alguna secreta relación con el rollo, en el que quizá An Shigao hiciera alguna revelación sobre la autenticidad de las reliquias.”

»En cuanto a Puyi —prosiguió el profesor tras contemplar unos instantes las calles que desfilaban en silencio al otro lado de la ventanilla del tranvía—, su fascinación por el manuscrito dio un vuelco imprevisible. Hacia finales de los años veinte, antes del comienzo de la guerra chino-japonesa, Puyi, que contaba entonces veinticinco años, se vio ante al dilema de comportarse como un patriota, a riesgo de jamás recuperar el trono, o colaborar con los japoneses, que un día podían restablecerlo en sus funciones imperiales, aun al precio de su honor. Fue entonces cuando, como si esperara hallar en aquella lengua desconocida un mensaje capaz de resolver su dilema, se enfrascó en su desciframiento, primero por capricho y más tarde con un ansia que acabó absorbiéndolo por entero. Los libros traducidos por An Shigao invadieron su despacho, su comedor, su habitación, su cama y, en definitiva, su vida entera. La mayor parte de esas obras, consagradas a diversas técnicas de meditación dhyâna, o a categorías numéricas, le provocaban vértigo, mareos y dolores de cabeza que nublaban sus redondos ojillos y hacían bailar imaginarias polvaredas en su campo visual. Pero se esforzó en aplicar un plan concebido por uno de sus antiguos preceptores, cuyo objetivo era acceder, dando grandes rodeos, a una palabra o frase que, en un momento de distracción, habría surgido del pincel del gran traductor, traicionando el secreto de la laberíntica construcción de aquella lengua desconocida. Un día, leyendo el decimonoveno volumen de una de las siete versiones (el número de páginas y el contenido de cada versión varían, cuando no se contradicen, según la fecha de su redacción, dando lugar a grandes controversias) del Buddhanusmri Tisamadhi-Sutra (sutra de Meditación y Evocación de los Budas), llegó a la convicción de que todas las traducciones de An Shigao pertenecían a los clásicos del Pequeño Vehículo, escuela conocida por su rigurosa disciplina, desaparecida en China hacía mucho, pero que estaba, y sigue estándolo, muy extendida en Birmania, Sikkim, Nepal, Sri Lanka, Camboya, etcétera. Así que, persuadido de hallarse en el buen camino, Puyi marcó con tinta roja el nombre de esos países y envió a sus jefes de Estado o sus tutores británicos cartas oficiales que en esencia solicitaban su ayuda para descifrar los signos. En un primer momento, las cartas no obtuvieron respuesta, sin que ello inquietara a Puyi lo más mínimo, porque entonces ya había orientado sus pesquisas hacia un nuevo campo de investigación: el del origen de la escritura china. Su objetivo era encontrar los signos glípticos más antiguos que guardaran alguna relación con los del manuscrito y que un genio lingüístico como An Shigao habría sido capaz de escribir. Sin duda, Puyi nunca se habría embarcado en semejante empresa si hubiera tenido la menor idea de la complejidad de la tarea y de la extraordinaria erudición que requería. Para algunos historiadores, esa larga marcha hasta los orígenes de la lengua china representa el postrer impulso patriótico del último emperador, pero, según estos mismos historiadores, acabó por perderse en él, lo que, en mi humilde opinión, no es del todo cierto, porque a veces un hombre mentalmente torturado está en mejores condiciones de acercarse a la verdad que los sabios. De sus tres mil cofres de tesoros nacionales, Puyi extrajo en primer lugar unos vasos de bronce para alcohol bastante pequeños y de finas paredes de la época de los Zhou (finales del siglo XI a. C. a 256 a. C.), cuyas minúsculas inscripciones estudió con lupa, sin encontrar el menor rastro de la lengua desconocida. Sin embargo, gracias a ello dedujo que los signos que los adivinos habían mandado grabar en esos delicados y solemnes objetos constituían una lengua ritual aparte, que poco tenía que ver con la escritura china. Esa intuición quedó reforzada por su estudio de otra lengua glíptica todavía más antigua, utilizada por los adivinos unos dos mil años antes de nuestra era. La descubrió en su colección de antigüedades raras, que no habían pertenecido a los emperadores que lo precedieron, sino que habían sido un regalo de un coleccionista privado a comienzos del siglo XX: inscripciones sobre caparazones de tortuga que servían para la adivinación mediante la lectura de la forma de las fisuras, especie de diagramas que los adivinos obtenían quemando los caparazones. La interpretación, fasta o nefasta, de esos diagramas, la fecha, el nombre del solicitante y el motivo del sacrificio se grababan a continuación sobre los caparazones, parecidos a hojas tan delgadas y frágiles que apenas se atreve uno a tocarlos con la yema de los dedos por miedo a que se desintegren. Durante ese período, los médicos de Puyi, preocupados porque lo veían siempre riendo sin motivo aparente, temieron por su salud mental. Yo estoy convencido de que, mientras con los caparazones de tortuga ante sí, paseaba por los senderos de un jardín de signos tan alejados de la escritura china como la lengua desconocida del manuscrito, disfrutaba al fin de un breve instante de felicidad, que le hacía olvidar el mundo exterior, su dilema político, su impotencia... A ojos de Puyi, esos signos no pertenecían a ninguna lengua, sino a un sistema de meros símbolos gráficos sin la menor regla gramatical o articulación sintáctica. Era la lengua que siempre había buscado, una lengua que sólo había conocido en sueños, o durante su infancia, sin verbos, compuesta únicamente de nombres, nombres y más nombres que, como me gusta imaginar, podría haber convertido en su divisa, trazada en gruesos caracteres en los muros de su residencia: “Sin verbos ni preocupaciones.”

»Tras las inscripciones sobre caparazones de tortuga, Puyi siguió ampliando su campo de investigación, inspirado por motivos que evocaban una especie de escritura primitiva, pintados o grabados en dos piezas de cerámica en su poder, un expositor con calados y una jarra de boca estrecha. Consiguió fotografías y copias de grabados prehistóricos hallados en las profundidades de cuevas legendarias, en remotas provincias. En 1980, uno de sus primos lejanos publicó Glifos y grabados rupestres reunidos por Puyi en dos volúmenes.

»“Poco a poco”, dice el autor en su prefacio, “a fuerza de dibujarlos una y otra vez, Puyi consiguió oír el diálogo entre esos motivos de soles, huesos humanos, pájaros, ranas, peces, plantas e insectos, semejantes a los jeroglíficos egipcios. Como se pasaba semanas sin hablar con nadie, a excepción del sumo japonés, esos coloquios sin palabras que sonaban en su cerebro constituían sus únicas conversaciones. En una agenda de 1930 de cuero color burdeos (sin duda un regalo de su preceptor inglés) que se conserva en el Museo de Historia Contemporánea, encontramos anotaciones breves pero bastante explícitas para comprender que en su mente esos glifos y grabados rupestres se asociaban a imágenes del paraíso, que acabaron poblando sus sueños. Por ejemplo, en la página del 8 de noviembre, escribe: ‘Sueño de Banpo, una jirafa.’ Banpo es conocido por sus pictogramas, de la segunda mitad del segundo milenio antes de nuestra era”.

»Un día —prosiguió el profesor—, recibió una carta de Borneo, una isla indonesia cuyo gobernador holandés había mandado fijar los alfabetos de varias lenguas utilizadas en el pasado por los indígenas, en los que se encontraba una letra del alfabeto fenicio que había llamado la atención de Puyi por su parecido con un signo del manuscrito. Extrañamente, en lugar de saltar de alegría, echó un simple vistazo a un mapamundi, localizó con el índice aquella región perdida en medio de un océano que en la época de An Shigao todavía nadie había surcado y exclamó: “¡Oh, no, eso sí que no!” Luego, volvió a alzar el índice y ordenó que guardaran la carta en los archivos, que seguían recibiendo el nombre de Archivos de la Corte Imperial, para olvidarla.

»A mediados de octubre de 1930 llegó otra carta, de un grosor sorprendente y con el sobre cubierto de sellos extranjeros y tampones postales, a la residencia de Puyi en Tianjín, donde, un mes antes de la invasión japonesa de Manchuria, reinaba un silencio lúgubre. El sumo entró en la habitación y dejó la carta junto a la cabecera del emperador, que estaba acurrucado en la cama helada, mortificado por la jaqueca y la angustia y obsesionado por la idea de que iba a convertirse en la marioneta de los japoneses, que lo nombrarían emperador de Manchuria, cubriendo de ignominia a todos los chinos. Ese mismo día, el único sabio chino que conocía la lengua sagrada de la India, el sánscrito, fue convocado ante Puyi para leer dicha misiva. La consulta sólo permitió dilucidar que el autor de la carta era el jefe de una región antaño perteneciente a la antigua India y ahora integrante de Nepal, cuyo distrito de Kapilavastu había visto nacer a Buda dos mil quinientos años antes. Obedeciendo la orden de su superior el gobernador, un británico que en su juventud había luchado contra los bóxers en Pekín, enviaba a Puyi un ejemplar del Hitopadesa, una recopilación de fábulas escritas en una lengua local hablada por los nómadas, el newari, mezcla del sánscrito y un dialecto del norte del Himalaya. La carta provocó el enamoramiento fulminante de Puyi respecto al sánscrito, cuya gramática, según se la explicó el sabio, lo conquistó, aunque fue más bien un punto esencial de ésta lo único que atrajo su atención: en aquella lengua tan rica, tan precisa, sólo existen verbos en la forma pasiva. En consecuencia, no se dice “El cocinero prepara el arroz”, sino “El arroz es preparado por el cocinero”. Atormentado por una sensación de fracaso y por la idea de que pronto dejaría su residencia para convertirse en un emperador fantoche en cautividad, Puyi escuchaba cada frase que salía de la boca del sabio como si fuera una dulce fórmula mágica, cuyas palabras le abrían, sólo a él, una nueva puerta por la que tocaba las nubes en compañía de su mago. En el transcurso de una tarde, pobló su mente un mundo ideal donde los verbos (las acciones) se reducían a su forma pasiva y todas las amenazas desaparecían. En él, ningún gesto o movimiento tenía sentido si no era para sufrir, como una hoja virgen que se dejaba imprimir en toda su superficie y, a veces, penetrar en su espesor. De noche, el sabio, agotado por el entusiasmo de su nuevo alumno, se retiró apenas terminada la cena para descansar en una de las numerosas habitaciones vacías. Por su parte, Puyi, como contó más tarde, incapaz de conciliar el sueño se dedicó a memorizar el alfabeto y varias decenas de palabras del sánscrito, perdiéndose en la oposición de las vocales largas y breves, en su solemne gravedad, en su alternancia, en la armadura consonántica de sordas, sonoras, aspiradas y sordas aspiradas. Incluso intentó construir una frase (su primera frase en sánscrito), para sentir el placer de la experiencia pasiva, del deseo pasivo. Lo consiguió, y fue hermoso. Luego descubrió (y fue aún más hermoso) la expresión de la desesperación en la forma pasiva y, mejor aún, en participio pasado pasivo. ¡Ah, la fuerza de la pasividad! No cerró los ojos hasta el amanecer, cuando vio, en duermevela y durante una inasible fracción de segundo, a dos desconocidos inclinados sobre él. Uno era alto, vestía de monje y su barba llegaba hasta los pómulos, y el otro, menudo y bajo, era todavía joven, pero tenía una perilla canosa en el puntiagudo mentón. Desaparecieron como habían aparecido, sin decir palabra. Más tarde, Puyi reconoció en sus visitantes a An Shigao y Huizong, pese a que este último no portaba la cofia imperial. Mandó que les alzaran dos altares votivos en una gran sala, en agradecimiento por esa primera visita, que consideró un excelente augurio, un silencioso bautismo en la lengua sagrada. Durante los últimos días buenos del otoño (que también serían, aunque eso él aún no lo sabía, los últimos buenos de su apolítica vida de emperador), para poder sumergirse en cualquier momento y lugar en la lengua a la que acababa de convertirse, en su despacho, en el comedor, en el aseo, en el retrete, en los largos y oscuros pasillos, en el salón de baile abandonado o en el patio desierto, pidió a su huésped, el profesor, que escribiera en unas fichas el nombre en sánscrito de casi todos los objetos. Así, como en el pueblo poseído por la amnesia de Cien años de soledad, sus servidores copiaron las etiquetas con cal en letras enormes por el suelo, las paredes, las puertas, las ventanas, los sillones, las camas… Incluso el sumo clavó con un alfiler un rótulo que rezaba “raja purusa” (servidor del emperador) en su amplia camisa. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, volvió a oírse la risa de Puyi, sí, reía de verdad, ciertamente con su tono de falsete, pero también con una alegría que inundaba la lúgubre mansión. Una mañana, encontró a su sabio invitado en un pasillo y lo saludó en sánscrito, pero, en vez de decir “Buenos días”, usó, con toda la ceremonia requerida, el tratamiento de cortesía reservado en exclusiva a la persona del emperador, ignorando que se equivocaba. Su huésped se inclinó para agradecérselo y, a continuación, se dispuso a hacer su maleta. Entonces, sólo cuando entró con ella en el despacho del emperador y simplemente le dijo “Adiós”, Puyi tuvo una revelación y comprendió su absurdo error y, exultante de alegría, rió hasta llorar. Del mismo modo, también se quedó extático cuando su mujer, la hija de un general con quien se había casado seis años antes, sin conocer realmente ni su dulce rostro ni su tierno cuerpo, y a la que profesaba un amor platónico, entró en su despacho disfrazada de joven príncipe indio, se sentó en sus rodillas y, cubriéndole las mejillas de besos, le murmuró al oído “Sa bharya ya pativrata”, una frase en sánscrito que le había obligado a aprender de memoria en su habitación, fría como una tumba e impregnada de un intenso olor a opio, y que se podría traducir por “Yo, esposa fiel de mi marido”.

»Pero a Puyi le quedaba muy poco tiempo para que las palabras de aquella lengua sagrada aprendida a toda prisa, con tanta ansia, pudieran servirle como eficaz arma de defensa. Los acontecimientos tomaron un cariz irónico cuando dos oficiales japoneses vestidos de civil fueron a buscarlo para conducirlo hasta un coche aparcado a la entrada de su residencia (toda su vida recordaría el chirrido de los frenos de aquel vehículo y el furtivo ruido de los pasos, o más bien la ausencia de ruido, de aquellos dos fantasmas). Puyi se esforzó en mantener la sangre fría y, con la dignidad de un jefe de Estado, en respuesta al saludo militar de los oficiales pronunció sílaba a sílaba la frase en sánscrito más larga que había memorizado: “Brahmanah kalaham asahamano bharyavatsalyat svakutumbam parityajya brahmanya saha desantaram gatah” (“Después de que su casa fuera abandonada, el brahmán, incapaz de soportar la discordia, por amor a su mujer se fue con ella a un país extranjero”). Tras semejante proeza, Puyi, sorprendido de sí mismo y radiante de alegría, sintió por última vez en su vida un orgullo patriótico tanto más desmesurado cuanto que, mientras decía la interminable frase, los dos fantasmas del país del Sol Naciente, pese a no entender nada, se inclinaron tres veces ante él. Sin embargo, en el momento de despedirse de su sabio invitado, volvió a emplear una fórmula sánscrita inapropiada sin darse cuenta. Por integridad intelectual, su interlocutor, apurado, le recordó que en aquel caso debería haber utilizado la expresión que significaba “Adiós” en lugar de la de “Buenos días”. Puyi, que gracias al sánscrito había mantenido a raya su locura hasta entonces, sufrió un violento ataque de nervios y, temblando como una hoja, lo cubrió de insultos, convirtiendo la separación en una escena de pesadilla. Su cólera se aplacó una hora después, en el aeródromo, cuando el sumo, la única persona autorizada a viajar con él, apareció con dos cofres de metal cromado cerrados con candado que despedían reflejos sobre la vieja carlinga, carente de cualquier comodidad. Los colocó frente al emperador, en un asiento de hierro con la pintura verde oscuro descascarillada. Esos dos cofres, uno lleno de obras de arte que figuraban entre los tesoros más valiosos de China, si no del mundo, y el otro, de un valor inestimable, antaño propiedad de Huizong y ahora de Puyi, fueron citados años después como pruebas de cargo por un tribunal internacional para demostrar que Puyi no era inocente, que había preparado su partida y subido al avión japonés como traidor. Un delito tanto más vergonzoso cuanto que era premeditado.

»Las otras seis personas que iban en el aparato, un piloto, dos copilotos, los dos oficiales y el sumo, murieron durante la guerra, sin dejar testimonio sobre el incidente ocurrido en el interior del avión, cuando Puyi, víctima de un ataque de locura, abrió en pleno vuelo la puerta de la carlinga y empezó a arrojar al vacío jirones de obras de arte.

»El emperador, que nunca había montado en avión, observa Li Ping, especialista en la guerra chino-japonesa, en un artículo publicado en el número veintitrés de la revista Historia, había sido conducido a un pequeño aparato estrecho y sucio destinado al transporte de mercancías y elegido ex profeso por los generales japoneses por su lamentable aspecto y más aún por su pésimo funcionamiento, a fin de engañar a la administración china, como revelaron los escasos documentos relativos a la marcha subrepticia del futuro emperador de Manchuria. En las Memorias de un coronel japonés, que tuve la fortuna de adquirir por unas monedas en una librería de viejo de Kioto, el autor cuenta, entre otros recuerdos, y apoyándose en fotografías, el nerviosismo de que fue presa el día en que había tenido que subir a uno de esos aviones reservados a las misiones secretas para abandonar Mongolia. El despegue se retrasó y el piloto se vio obligado a bajar, buscar una escalera de bambú lo bastante larga, apoyarla en el morro del avión y, subido a ella, limpiar con trapos el parabrisas de la cabina, demasiado sucio para emprender un trayecto largo. Nadie sabe si Puyi sufrió parecidas contrariedades, pero el estado del aparato, no me cabe duda, agravó su miedo y ejerció sobre su mente, ya de por sí inestable, una presión que desencadenó la crisis nerviosa. Según Li Ping, las violentas sacudidas, que producían la sensación de un seísmo incesante bajo su asiento, y el motor, que aullaba como una sirena anunciando el fin del mundo, unidos a su soledad, a la sensación de ser prisionero de unos individuos brutales que le lanzaban el aliento al rostro, gritaban, jugaban a juegos de niños y se reían de chistes obscenos, en que una palabra se encadenaba a la siguiente, sin que Puyi comprendiera ninguna, todos esos elementos combinados entre sí provocaron su recaída mental.

»Las causas del incidente no originaron ninguna controversia. Algunos colegas de Li Ping lo atribuyeron a un arrebato de orgullo de Puyi, que se sintió humillado viajando en aquel lamentable avión de mercancías, o bien a un último reflejo patriótico, una manifestación de repugnancia hacia sí mismo por no haber sabido rechazar la idea de volver a subir al trono imperial, aunque como simple marioneta de Japón. En diversos coloquios he debatido el asunto con especialistas más escépticos, que consideraban el gesto de Puyi demasiado espectacular, como si hubiera tenido la intención de dejar de sí mismo la imagen de un emperador que, aun en la desgracia, no había colaborado sin rebelarse, favoreciendo doblemente mediante esa actitud a aquellos de quienes era colaborador.

En esos momentos, mientras Tang Li me exponía las opiniones de sus colegas, nos encontrábamos ya en su casa, en una pequeña habitación oscura que hacía las veces de comedor, salón, cocina y despacho. El profesor encendió el gas con un encendedor en forma de pistola y preparó té junto a un fregadero donde se alzaba un iceberg de cacharros grasientos.

—Una de mis antiguas alumnas trabaja en los archivos del Comité Central del Partido, donde, como usted sabe, se guardan todos los documentos clasificados como secretos de Estado. Un día, aquí mismo, mientras hablábamos sobre el consumo de drogas en China, mencionó un expediente relativo a Puyi, con el que se había topado casualmente mientras archivaba papeles. Para mí fue una sorpresa, porque creía que sólo catalogaba documentos relativos al Partido. Me recitó de memoria algunas páginas de un interrogatorio realizado en 1954 en una prisión de Manchuria. Era la primera vez que oía esa versión de los hechos y, mientras tomaba notas, rezaba en silencio para que mi alumna no tuviera ninguna laguna en la memoria. Pero llevó a cabo una auténtica proeza, que le ganó mi respeto. Qué valiosas son esas personas de memoria prodigiosa que pueden grabar en su cerebro una obra de trescientas páginas, como ese libro de Dimitri Shostakovich publicado por uno de sus alumnos, el cual, tras pasarse a Occidente, volvió a encontrar, almacenada en su mente, la ingente cantidad de palabras escritas por su maestro… Voy a leerle un extracto de las notas que tomé aquel día:

Interrogador B: Descríbenos, detenido, el avión que te llevó al escenario de tu traición, y procura no cometer el error del anterior interrogatorio: cuando te refieres a ti, no digas «el emperador caído», en tercera persona, sino simplemente «yo», como todo el mundo.

Detenido: Ya no recuerdo exactamente ni su aspecto exterior ni interior. Tenía la sensación de encontrarme en otro mun­do, no en la tierra, y menos aún en el cielo, sino en un mundo que ignoraba y del que no guardo ningún auténtico recuerdo. Conservo en la memoria algunos sonidos, algunas sensaciones, olores, imágenes, pero pocas de las ideas que me pasaron por la cabeza ese día, y menos aún su ilación. Creo que estuvimos bastante rato en el avión parado; luego empezó a llover. Pero yo no oía los ruidos; era como si estuviera sordo. A través de la puerta abierta de la carlinga veía llover sobre la polvorienta pista y las alas del aparato, cada vez con más fuerza. De pronto, en el borde de la pista apareció una silueta gigantesca, como surgida de la nada, que avanzaba bajo la lluvia sosteniendo en cada mano un cofre envuelto en tela mojada. Se precipitó hacia el avión, y sus pies (calzados con chancletas blancas de suela lisa, nunca lo olvidaré) se volvieron minúsculos en medio de una enorme gota de lluvia de reflejos marfileños que cayó con lentitud y formó ella sola un charco de agua, salpicando silenciosamente su blanca piel y sus chancletas. Uno tras otro, sus pies entraron en otra gota de lluvia tan grande como la anterior, y eso me hizo reír; pero, cuando me levanté para dirigirme a la puerta, la visión desapareció. Los ruidos volvieron a mis oídos. Al pie del avión, el sumo me hacía reverencias y sonreía alzando a pulso ambos cofres, como en un espectáculo ridículo, o para celebrar una victoria, pero yo ya no sabía lo que llevaba ni por qué. Creo que sufría amnesia. El sumo les pasó los dos cofres a los oficiales, en el interior del aparato. Pero no subió de inmediato. Se quedó allí, sin decir palabra, puede que ofendido al ver que yo no lo reconocía. Se trataba de un lapsus momentáneo, mas cuya intensidad lo asustaba, porque sabía por experiencia que a menudo el oscurecimiento de la memoria es un presagio de la muerte. Para no manchar la escalerilla, que no obstante estaba bastante oxidada, se quitó las chancletas y subió los peldaños, que chirriaron bajo su peso. Una vez más, no pude contener la risa al ver sus pies desnudos acercándose a mí, encogidos como dos miniaturas delicadamente talladas en el interior de una gota de lluvia que caía sobre el peldaño. Y aquel chapoteo, chop, chop, chop, que resonaba en la carlinga… De pronto me di cuenta de la gravedad de la situación: esas gotas de lluvia eran las lágrimas que vertía el cielo por los últimos segundos del último emperador de China, una señal de despedida. Entonces, saqué los brazos fuera y las gotas rebotaron en mis manos, palpitantes, cargadas de una tristeza que me heló la sangre.

Interrogador B: ¡Supersticiones! Escúchame bien, detenido: ¡trata de confesarnos tus crímenes sin hacer propaganda de las supersticiones reaccionarias! Han sido erradicadas por el gran pueblo chino.

Detenido: Reconozco mi falta, camaradas interrogadores, y les juro que no reincidiré.

Interrogador A: En tu opinión, la alucinación que nos has descrito, ¿es síntoma de una enfermedad como la esquizofrenia, o efecto de una droga, el opio, por ejemplo?

Detenido: Yo no soy opiómano, señor.

Interrogador A: Puede que te drogaran los japoneses. Que te pincharan con el pretexto de calmarte. Que te dieran alguna pastilla contra el mareo. Di la verdad. Es un detalle que puede atenuar tu culpabilidad.

Detenido: Ni pinchazos ni pastillas… Espere, recuerdo algo… Veo a uno de los oficiales pasándome una botella. Fue en el coche, camino del aeropuerto.

Interrogador A: Una botella… ¿cómo?

Detenido: De cristal mate, muy opaco, llena de un vapor blanco que aspiré con una pajita, como si fuera una bebida.

Interrogador A: Sin duda «cristal», ice, como lo llaman los estadounidenses. Al final de la guerra, los médicos más fanáticos del ejército japonés se lo daban en cantidades astronómicas a los kamikazes, antes de que fueran a estrellarse contra los barcos estadounidenses. Continúa.

Detenido: Dejó de llover poco antes de que despegáramos. Alcanzamos cierta altura, pero luego el piloto no consiguió seguir subiendo; el aparato temblaba con tanta fuerza que creí que iba a explotar, y me agarré al brazo del sumo para mirar abajo, por la ventanilla, la ciudad de Tianjín, que quizá veía por última vez en mi vida. Me dije que las minúsculas manchas negras, más pequeñas que hormigas, que se movían en todas direcciones eran chinos, ahora mis enemigos. Luego seguimos la costa del mar Oriental, antes de virar hacia el norte. En el marco de la ventanilla fueron apareciendo barcos, barcas de pescadores y una o dos islas pequeñas, para desaparecer enseguida. Después nos envolvió una densa niebla que parecía surgida de las profundidades del mar. Pese a la escasa altitud, ya apenas veía nada, salvo las negras figuras de un cortejo fúnebre. No podía distinguir a los músicos, pero a mis oídos llegaban retazos de una melodía, y la nostalgia me humedeció los ojos. Cuando la niebla se disipó, vislumbré la vaga forma de un delta y el lecho de un río invadido por las crecidas, por cuya orilla ondulaba el cortejo fúnebre, que cruzó un puente casi inmaterial, etéreo, que parecía a punto de evaporarse en el aire. El espectáculo reavivó el recuerdo de mis frustradas experiencias pictóricas, pues la pintura me habría permitido asir a toda prisa, con unas cuantas pinceladas, aquella imagen de la muerte que me turbaba, el entierro de mi identidad china, que parecía celebrarse bajo mis ojos. Mucho después de haberse apagado, la melodía fúnebre, estridente y casi vulgar, yo seguía oyéndola, como una obsesión melancólica tan insistente que, cuando el sumo abrió los cofres y pasé revista a las obras maestras más puras de la colección imperial, perdón, de mi colección, que iban a acompañarme a Manchuria, no podía dejar de ver en ellas el cortejo fúnebre con sus banderas negras y blancas ondeando al viento, envueltas en la bruma otoñal. Como la mayoría de los rollos no eran de un formato muy grande, desenrollé yo mismo, sección tras sección, una obra de Huizong elegida al azar. Uno tras otro, los pájaros se desplegaron ante mis ojos, pero de pronto el rollo se me escapó de las manos y cayó. No es que las sacudidas del avión fueran muy violentas, ni que las lágrimas que no pude evitar verter sobre el rollo hubieran aumentado su peso. No. Mas una larga, larguísima serpiente surgida de una nube golpeó el oscuro cristal de la ventanilla en pleno vuelo. Quise verla más de cerca, pero se esfumó; sólo cuando el sol atravesó las nubes que sobrevolábamos, volví a verla, extendida bajo nosotros, muerta, o casi, con su negra cabeza de dragón alzada sobre el espejeante mar, crispada en la rigidez de la agonía, arrastrada por la marea. Asustado, contemplé aquella serpiente cuyo corazón había dejado de latir, pero cuyo cuerpo seguía desplegando toda su sinuosa belleza en una curva que ondulaba entre las montañas, o más bien en mil y una curvas, arcos, espirales, incluso bucles, hasta formar el signo de interrogación más grande y más misterioso del mundo: la Gran Muralla china. El contorno de la muralla temblaba ligeramente, creando la ilusión de que se retorcía, de que sufría, como un reptil cubierto de baba que no podría dormirse hasta que se saciara. Entonces cogí un rollo, un manuscrito en una lengua desconocida, me acerqué a la puerta corredera y la abrí. Una ráfaga de viento me arrancó las gafas. Como no tenía suficiente fuerza en las manos, desgarré el rollo con los dientes, primero en dos trozos; pero antes de que pudiera seguir rompiéndolo, el reptil, cuyos anillos eran más pálidos que hacía un momento, volvió a surgir de las profundidades de una nube, y le arrojé las dos mitades del manuscrito. En el instante que su terrible cabeza se irguió para coger ese alimento sagrado con las fauces abiertas de par en par, distinguí sus dientes grises y encabalgados, unos largos y puntiagudos, otros tan diminutos como los de una sierra. El monstruo se arrojó sobre mí, se enrolló enteramente alrededor de mi cuerpo y me apretó con tanta fuerza que sus glaciales escamas penetraron en mi piel. Cuando recuperé el conocimiento, no sé cuánto tiempo después, seguía temblando, hundido en mi asiento. Ante la implacable mirada de los dos oficiales, el sumo recogía los restos del rollo mutilado, es decir, la pieza de seda que contenía el colofón escrito por Huizong y las preciosas astas de sándalo blanco, jade y marfil.