Cuaderno de notas

Año Nuevo chino, 1979

Ya’an, «paz exquisita», es el nombre de una ciudad de montaña que, pequeña y pobre en la actualidad —apenas sesenta mil habitantes—, conoció un glorioso pasado como capital de provincia, si hemos de dar fe a los anales de la región, con calles animadas, una sala de cine, el palacio del gobernador, dos hoteles decentes, una tienda de opio, un mercado de verduras y especias, donde se exhibían las cabezas de los condenados a muerte por decapitación, y los tibetanos y los lolos, que componen una parte de su población. En 1955, Ya’an fue degradada a capital de una región formada por ocho distritos muy montañosos, es decir, extremadamente pobres. Una zona vetada a los occidentales. En varias décadas, la única vez que el nombre de esa región resonó en la China comunista fue debido al número de muertos, cerca de un millón entre 1959 y 1961, es decir, el cuarenta por ciento de su población, víctimas anónimas de la hambruna que en su mayoría fallecieron tras largos días de agonía, sin fuerzas ya para sostenerse en pie y arrastrándose por el suelo como animales que exhalan el último aliento. Ya’an se convirtió entonces en sinónimo de gigantesca fosa común. Después de ese escándalo no volvió a oírse hablar de la siniestra localidad, la vergonzosa verruga se borró de la memoria colectiva y no quedaron más que campos de prisioneros, diseminados aquí y allí entre las negras siluetas de las altas montañas, extrañamente encorvadas en la niebla. Uno de ellos, el campo de Río Lu, es conocido por los millones de admiradores de Hu Feng, escritor y gran intelectual condenado por Mao en persona, el cual se mostró siempre, nadie sabe por qué, extraordinariamente orgulloso de esa cautividad. (Hu Feng se encuentra allí desde 1955; su reclusión —lo constato con un escalofrío— coincide, con dos años de diferencia, con la del orientalista francés Paul d’Ampère, internado igualmente en el campo de Río Lu.) En sus memorias, publicadas recientemente en Taiwán, la hermana de Feng, Hu Min, describe así el campo:

«Cuando la carretera nacional que parte de Chengdú en dirección al Tíbet llega a Ya’an, continúa su ascensión hacia el oeste durante quince kilómetros y alcanza el puerto del Volador Inmortal, cuyo nombre subraya perfectamente la accidentada topografía y recuerda a los mortales el peligro y la dificultad de franquearlo. Allí, la carretera se bifurca. A la derecha se abre un camino irregular de tierra, por no decir de barro, cubierto de profundos surcos abiertos y reabiertos por las ruedas de camiones cargados de piedras, un tramo de dieciocho kilómetros apenas practicable a lo largo del río Lu, que extiende su curso al pie de altos acantilados y es de hecho un río no navegable, tanto por su escaso caudal como por el infinito número de enormes rocas negras que caen en su lecho desde las cimas montañosas, cuya macabra fealdad, preñada de amenazas, evoca cuerpos deformes de jorobados, enanos, locos sometidos a suplicios desconocidos que aúllan de dolor, debatiéndose, retorciéndose, petrificándose en atormentadas posturas de castigo capital, de muerte por el fuego o el hierro. Desde el punto de vista geográfico, la elección de ese lugar para construir un campo de prisioneros en la ladera de la montaña es una idea genial, porque basta con cerrar el puerto del Volador Inmortal para aislarlo del mundo y condenar al fracaso cualquier intento de evasión.

»El río, cada vez más estrecho, se convierte en arroyo, casi siempre seco, cuando atraviesa una pequeña llanura de un kilómetro de largo por dos de ancho, surgida en el corazón de las montañas, rodeada por las paredes rocosas y cuidadosamente cercada por altas alambradas de espino, jalonadas, cada cincuenta metros, por torres de vigilancia. Guardadas por soldados armados, están provistas de focos que barren día y noche con sus potentes haces todos los rincones del campo, dividido en dos secciones: en la orilla derecha del río Lu, se alzan los edificios administrativos, las residencias del personal penitenciario, la enfermería, el almacén, la cantina de los vigilantes y una extraña estructura de hormigón construida en los años sesenta para albergar a la Dirección Provincial de la Policía en caso de invasión estadounidense. Es una especie de bola irregular parcialmente enterrada, cuya enorme cúpula, camuflada bajo árboles artificiales, reposa sobre un cubo de tres pisos, con las fachadas cubiertas también de lianas y plantas trepadoras, que al menor viento, con la brisa más leve, dan al conjunto un aspecto de monstruoso erizo. Como la invasión de Estados Unidos no se produjo, a principios de los años setenta ocuparon el edificio las familias de los mandos intermedios, que ni en sus días de descanso dejan de lanzar miradas vigilantes a la otra parte del campo, la orilla izquierda del río Lu. Más accidentada, se halla reservada exclusivamente a los detenidos: primero, el campo de trabajo en sí mismo, una mina explotada según un sistema medieval y artesanal, con pozos de gemas señalados por montículos de tierra que se alzan alrededor de una abertura de un par de metros de diámetro, agujeros excavados al azar en la margen del río o justo al borde del lecho. Con el alba, los espectros —¿cuántos son, mil, dos mil?— se deslizan en fila india por la orilla del río en cuadrillas de una veintena de individuos que se dirigen con paso vacilante cada una a un pozo. Poco a poco, una cincuentena de bombillas se enciende a lo largo del río para iluminar otros tantos pozos, ante los que un vigilante pasa lista a los detenidos, alineados como soldados, uniformados y con el cráneo afeitado (sólo los cocineros, los porquerizos y los peluqueros tienen derecho a conservar el pelo), aullando sus números, que resuenan en la montaña. Acto seguido, como cada mañana el vigilante describe el castigo que recibirán a la menor indisciplina, y, uno tras otro, los prisioneros descienden en silencio por una interminable escalera de bambú al fondo del pozo, a unos diez metros bajo tierra, cargados con pesados útiles, paquetes de explosivos y cestos de bambú. Uno de ellos, por lo general el más experimentado, enciende tres velas en el interior de un cesto que luego baja lentamente al fondo del pozo y coloca a la entrada de la galería donde deben excavar. Es la única medida de seguridad de que disponen: si falta oxígeno, las velas se apagan. Un solo prisionero permanece en la superficie —¿quizá un antiguo ingeniero, o un virtuoso cantante de ópera?—; se llena la boca de gasolina y la expulsa en forma de ligera llovizna sobre el carburador. Luego tira de una cuerda y el motor, sacudido por espasmos que hacen temblar la tierra, se pone en marcha. Una bomba escupe el agua negra extraída del fondo de la galería, mientras el bramido de los demás motores se eleva de los pozos circundantes. El estrépito de esos rugientes calderos de hechicera anuncia el comienzo de una larga jornada de trabajo forzado en las tinieblas, donde los miembros de cada cuadrilla permanecen seis horas descalzos en el agua y el barro, excavando de pie o arrodillados en la arcilla, que cae por bloques, tanteando y palpando las paredes con la esperanza de encontrar el rastro de una gema, sabiendo por experiencia que existe una posibilidad entre diez mil de conseguirlo. Echan la arcilla en los cestos y avisan de que están llenos con un toque de silbato que, ahogado por la humedad, parece un largo gemido, una llamada perdida desde una oscura tumba. El hombre que permanece en la superficie tira de la cuerda, sube el cesto, vierte la arcilla en un tamiz y la lava cuidadosamente con el agua de la bomba en busca de piedras preciosas. Es la misma agua sucia, cenagosa, que horas después, al final de la jornada, resbala por el cuerpo desnudo del primer prisionero que sale al aire libre para lavarse el pelo y los hombros, mientras sus compañeros lo siguen trepando por la escalera, al borde del agotamiento. Uno tras otro, hacen una pausa al llegar arriba, tanto para llenarse los pulmones de aire fresco como para habituarse a la luz del día. No es raro que alguno no consiga salir. En tal caso, hay que tirarle de los brazos y empujarlo desde abajo hasta la superficie, donde se derrumba en el suelo y se esfuerza en respirar, más muerto que vivo. Los pozos de gemas no sueltan a sus esclavos una vez acabado el trabajo. Las noches en que la luna aparece rodeada por una especie de halo amarillo y sopla el viento, los pozos siguen obsesionando de otra manera a los prisioneros, tumbados en sus literas en los enormes barracones con tejados de chapa ondulada. A través de las altas y polvorientas ventanas entran unos extraños ruidos procedentes de los pozos —cien, a juzgar por el sobrenombre del campo—, que se transforman en inmensas cajas de resonancia, en profundos abismos donde el viento de la montaña se arremolina, aúlla, lanza gritos quejumbrosos, atormentados, estridentes, desgarradores, que se elevan al cielo, se alejan en torbellino o bien se convierten en exhalaciones sordas y tristes como largos suspiros, que flotan en el aire unos segundos, antes de posarse en un rincón del dormitorio o disolverse en la oscuridad sobre lo que quizá fue la cama de un prisionero a quien se llevó la disentería, el paludismo, la fiebre amarilla, el hambre, el agotamiento… En ocasiones, semejan voces de fantasmas que susurran unos instantes, y uno cree oír su nombre, o los de antiguos compañeros. Las noches de tormentas espantosas, cuando el viento se desencadena en la montaña, esos ruidos se transforman en redobles de tambor, como si un ejército de espíritus vengadores se lanzara al asalto del campo. En las noches serenas, tan serenas que, debido a los cambios de temperatura, se oye contraerse la chapa ondulada, dilatada con el calor diurno, a veces suena un disparo, seguido de otras tres detonaciones casi simultáneas, en el lugar de las ejecuciones sumarias, no muy lejos en el mismo valle. Siempre cuatro tiros, cuatro tonos cercanos pero distintos, sin duda cuatro fusiles, para no dar ninguna oportunidad al evadido al que acaban de detener —uno más—, que maniatado y arrodillado ante el agujero al que su cuerpo debe caer es atravesado por cuatro balas. Los prisioneros del campo pertenecen a dos categorías claramente definidas que jamás se mezclan: los delincuentes comunes y los “criminales del pensamiento”. Cada grupo de veinte internos tiene un jefe que siempre pertenece a la primera categoría, un individuo aún más siniestro y cruel que los vigilantes que lo han elegido, y más peligroso, puesto que de noche los vigilantes descansan, mientras que los jefes, amparados por el título de subvigilante, son los amos absolutos de su grupo, tanto física como psicológicamente, y pueden explotar las debilidades de los demás prisioneros sin tener que rendir cuentas a nadie. Puede ocurrir, por ejemplo, que un jefe de grupo organice inmediatamente después de un fusilamiento una reunión sobre las evasiones. En ella cada hombre debe hacer autocrítica y hurgar en los rincones más recónditos de su cerebro para encontrar la sombra de un deseo de fuga. El jefe tiene derecho a decidir si tal reunión nocturna se celebra con luz o sin ella, y cuando se desarrolla en la oscuridad, suele acabar en sesión de vapuleo de los “criminales del pensamiento” por parte de los presos comunes, porque, en cuanto uno de los primeros toma la palabra, apenas ha pronunciado tres frases sufre la agresión de negras sombras surgidas por doquier. Son sus compañeros de la categoría de presos comunes, que saltan sobre él, le tapan la cabeza con una sábana y, tras molerlo a puñetazos y patadas, se vuelven a su sitio para, gozando de total impunidad, continuar haciendo autocrítica y prometiendo sinceramente enmendarse. Mientras, su víctima gime de dolor y sangra, sabiendo que su sufrimiento no hace más que aumentar el placer de esa barbarie colectiva, mandada o apoyada por el jefe de grupo, es decir, por la totalidad de los vigilantes y por el sistema penitenciario en su conjunto. Los únicos “criminales del pensamiento” que pueden librarse de esa brutalidad y de la esclavitud del trabajo forzado en los pozos de gemas son los que se alojan en otro sector que se distingue a lo lejos, más allá del puerto del Volador Inmortal, las pocas veces que la montaña no se halla envuelta en niebla y el aire es límpido. Se trata de ocho edificios de una blancura deslumbrante, alineados en dos filas en la falda de la montaña, lejos de los dormitorios de la masa. Un pequeño mundo aparte del que sólo se sabe que allí las habitaciones son individuales o dobles, nunca colectivas, y que sus inquilinos, en su mayoría personalidades del Partido que en su día alcanzaron las cimas del poder, disfrutan, pese a su condición de presos, del maravilloso privilegio de leer el Diario del Pueblo, órgano oficial del partido.»

Tumchuq tiene una foto del campo en blanco y negro de principios de los años setenta, en pequeño formato de 8 8, que Ma, su amigo de la infancia, le regaló cuando fue a Pekín, junto con La biografía secreta de Cixi. La desafortunada aventura nocturna que le costó a Tumchuq tres años de reformatorio no había afectado su amistad, muy al contrario, entre otras cosas porque, en el momento del reencuentro, ambos amigos habían recorrido una larga distancia, el uno en el reformatorio y después en una verdulería, y el otro como reeducado, y los dos habían adquirido seguridad en sí mismos y cierta experiencia de la vida. Cuando tomó la fotografía, Ma tenía dieciocho años. Un año antes, el último de escolaridad, el Estado lo había enviado a reeducarse con unos campesinos pobres y revolucionarios a la montaña del Fénix, en el distrito de Yong Jin, uno de los ocho míseros distritos de la región de Ya’an. Gracias a su «pequeño virtuosismo de violinista», como él lo llamaba, cuya fama se había extendido más allá de las montañas, llamó la atención de un grupo de propaganda semiprofesional de la región, que lo tomó «prestado» a su pueblo. Aunque no estaba remunerado —pero la comida y el alojamiento eran gratuitos—, aquel empleo absurdo y temporal le permitió eludir el penoso trabajo de los campos y los arrozales. Durante meses, el grupo viajó en autocar para representar espectáculos revolucionarios por toda la región, y Ma trabó amistad con un pequeño genio de la flauta llamado Chen, hijo de un vigilante y una enfermera del campo de Río Lu. El día que Chen lo invitó a pasar el Año Nuevo de 1973 en casa de sus padres, «no me lo pensé dos veces —contó más tarde a Tum­chuq—. No podía ocultar mi alegría. No porque fuera a visitar ese campo, que me horrorizaba, sino porque intentaría echarle el guante a un tesoro inestimable que quienes frecuentan el mercado negro de libros prohibidos sueñan con conseguir por cualquier medio: un manuscrito titulado Tempestad en el río Lu que habría redactado en secreto Hu Feng durante su larga estancia en la zona de aislamiento; según se rumoreaba, a falta de tinta, había escrito algunos pasajes con sangre, pinchándose los dedos con la pluma».

Era la primera vez que Tumchuq veía la foto del campo, un plano general de Río Lu en pleno invierno, al que la perceptible borrosidad de la imagen, tomada deprisa y a escondidas, daba un aire siberiano de Archipiélago Gulag sechuanés. Vistos desde lo alto, los dormitorios parecían cerillas carbonizadas, huesos negros que trazaban figuras geométricas en la nieve. Los barracones carcelarios formaban patios rectangulares, rodeados por los círculos de los pozos de gemas, donde reinaban el frío y una indiferencia ilimitada. Más arriba se alzaba otro sector habitado, los edificios blancos de los privilegiados, no menos geométricos, pero a los que los reflejos de la nieve, como manchas efímeras, daban aspecto de hospital psiquiátrico dominado por el aburrimiento sin fin, otro mal incurable. Aún más arriba se alzaba una casa solitaria, de la que sólo se veía la inclinada cubierta de tejas, pues lo demás permanecía oculto tras un muro muy alto y, seguramente, también muy liso y grueso, imposible de escalar. Si había que creer al flautista, allí era donde Hu Feng, el «prisionero del emperador», como lo llamaban, permanecía aislado. Sin embargo, la única prueba de su presencia era el oscuro follaje del mandarino que había plantado al comienzo de su reclusión y que, en la época de la fotografía, sobrepasaba el muro con su copa, tan solitario y orgulloso como el hombre que lo plantó.

—Observé el mandarino detenidamente —había explicado Ma a Tumchuq—. Sus hojas monocromas eran de un verde intenso y tornasolado, y sin embargo no sé cuánto hacía que el sol no había atravesado las nubes, ni en una tímida aparición, ni la aurora arrebolado la cima de su follaje. Me pregunté si se posarían en él los pájaros, aunque no fuera más que un humilde gorrión, para hacer compañía al escritor, cuya encarcelación se remonta tanto que parece fuera del tiempo.

Había tomado aquella foto la primera vez que visitó el campo. Pasó horas contemplándolo, hasta memorizar su topografía, mientras imaginaba que burlaba a los centinelas armados y trepaba por el trazo gris, delgado, casi trémulo, que plasmaba en la foto el único sendero que llevaba a la casa aislada. Durante los tres años posteriores a aquella primera visita, y aunque había dejado el grupo de propaganda, cuyo nuevo director consideraba el violín un instrumento condenado a no expresar más que sentimientos burgueses, Ma volvió a visitar Río Lu en varias ocasiones, siempre acariciando la idea de hacerse con la obra maestra secreta de Hu Feng. Se alojaba en casa de los padres de Chen, a quienes cubría de regalos procedentes de la montaña del Fénix: huevos, pollos, plantas medicinales, cazuelas de barro… Pero la casa aislada, con su mandarino, seguía resultándole tan inaccesible como una estrella, la luna, el sol o el castillo de Kafka. Un día, vencido por el desánimo, decidió no volver a poner los pies allí, y poco antes de marcharse confesó su decepción al padre de Chen, que entretanto había ascendido varios escalafones en su larga carrera de vigilante, hasta convertirse en uno de los seis subdirectores del sector de los presos comunes. La despedida tuvo lugar en la cocina.

—Pese a la distancia insalvable que te separa de mí —le dijo a Tumchuq—, sólo tú, y nadie más que tú, tienes esa manera de reaparecer de improviso. Me quedé mudo, estupefacto. Una resurrección no se explica, se constata. Diez minutos después de haberle dicho adiós al padre de Chen, seguía allí, envuelto en el olor a aceite y pimienta, pero no rumiando lo que acababa de oír, sino preguntándome por primera vez desde hacía mucho tiempo dónde estabas. Volví a pensar en aquella noche lejana en la Ciudad Prohibida, en la sala de la exposición de los suplicios.

Según el padre de Chen, la obra secreta de Hu Feng no era más que una leyenda infundada: al comienzo de su condena, el escritor tenía fobia al papel, causante de su desgracia, puesto que lo habían detenido y encarcelado por una carta que había dirigido a Mao. Antes de 1957, en el campo de Río Lu —como en el resto de China en esa época—, había pocos criminales del pensamiento, de modo que las autoridades penitenciarias todavía no tenían mucha experiencia en ese ámbito y se vieron superadas por el caso Hu Feng, al menos durante los dos primeros años de su condena, pues se trataba de un personaje de fama nacional que había marcado la historia del país. Así que autorizaron a su familia para que le llevara libros, incluidas sus propias obras literarias, cuadernos de notas y diario personal. Pero una noche lo quemó todo en el patio de la casa aislada (¿tal vez para simbolizar la muerte de su fe en la literatura, en el momento en que más la necesitaba?, ¿o para castigarse por haber perdido la capacidad de escribir?), y se rumoreaba que ese acto señaló el comienzo de la locura en que acabó sumiéndose. Día y noche se lo veía sosteniendo un diálogo imaginario con Mao, de tú a tú. Un día el vigilante Chen divisó con sus propios ojos al escritor, de pie en medio del patio bajo una intensa lluvia, discutiendo con Mao, gesticulando con la cabeza alzada al cielo, explicándole en detalle sus puntos de vista sobre la democracia, la censura, la educación, la religión. De vez en cuando bajaba la cabeza, doblaba el torso hasta la altura de su joven mandarino y suplicaba al Gran Timonel invisible, sin darse cuenta de que la lluvia arreciaba, la camisa se le pegaba al cuerpo, el viento hacía restallar su pantalón, el agua le chorreaba por el pelo (que su estatus de privilegiado le permitía llevar largo en esa época), le corría por la cara, se le metía en los ojos, se mezclaba con sus lágrimas, le llenaba la boca, de la que seguían brotando palabras, el vaho de su aliento y, al final, gemidos y murmullos, pero nunca una ordinariez o una injuria, hasta que su voz quedó completamente reducida al silencio. Durante ese período se constató el rápido declive de su memoria; era como si su cerebro sufriera una especie de esclerosis. Ya no recordaba hechos recientes, una colada por ejemplo, o sus austeras comidas, que tomaba solo, el nombre de la enfermera… Luego, dejó de reconocer a los vigilantes y al director del campo, hasta el día que, durante una de las escasas visitas autorizadas, su mujer se preguntó si sabía quién era. Cuando, tras suplicarle que pronunciara su nombre, comprobó que era incapaz, que su deteriorado cerebro ya no era más que un espacio lleno de nubes negras, de informes monstruos sin nombre, se echó a llorar. Se vino abajo enseguida, porque nadie conocía mejor que ella la memoria formidable, casi legendaria de su marido. Lo cierto es que en esos momentos, pese a su juventud, el escritor estaba más cerca de hundirse en la demencia senil que de escribir una novela, para lo que no se hallaba capacitado ni física ni intelectualmente. Nunca se supo si fue un arranque de orgullo o un instante de lucidez para abandonar la casa aislada, que se había convertido en su tumba, o un accidente durante una crisis de nervios, pero golpeó a un vigilante y, en consecuencia, lo expulsaron de allí. Le afeitaron la cabeza y lo trasladaron a un barracón colectivo, donde dormía en una litera que chirriaba y llevaba la vida de un vulgar prisionero. Al amanecer, lo conducían junto con todos a los pozos de gemas, a los que bajaba sin saber si volvería a salir sano y salvo. En el fondo de un pozo, su camino se cruzó con el de un individuo en cierto sentido tan loco como él, que desde su primer día en Río Lu no habló otra lengua que la de Buda, una lengua muerta que le impidió cualquier comunicación con el mundo, con la única excepción de una mosca atada con un hilo muy fino a una patilla de sus gafas, que revoloteaba a su alrededor emitiendo un zumbido permanente. Según prueban todos los informes, hacía gala de una calma imperturbable, casi ofensiva, incluso cuando lo agredían sus compañeros de grupo —presos comunes—, un hatajo de canallas, ladrones, pederastas y sádicos que durante las reuniones políticas se arrojaban sobre él en el dormitorio a oscuras y lo molían a palos. Luego se divertían arrancándole los pelos que apenas empezaban a crecerle en el cráneo rapado y los pelos «reaccionarios e imperialistas» de sus partes íntimas, que no eran negros, como los de los chinos, sino rojos.

—De repente se me humedecieron los ojos —dijo Ma a Tumchuq—, incluso antes de que Chen pronunciara la palabra «francés». No sabría decir por qué, pero esos pocos pelos rojos me hicieron llorar como un niño. Un dolor lacerante me atravesó el cráneo, que parecía a punto de estallar en mil pedazos, el mismo dolor, me dije, que había sentido de adolescente en la jaula de estrangulamiento, cuando me torturaste para sonsacarme información sobre tu padre. Y de pronto, ese mismo francés estaba muy cerca de mí, a dos o tres centenares de metros, en el fondo del agujero negro de un pozo de gemas, donde ya había pasado veinte años, durante los cuales se había extendido una red subterránea de tal complejidad que seguramente creía que jamás saldría de ella.

Ma ya no recordaba cómo habían reanudado la conversación en la cocina, pero, de lo que le había contado el viejo vigilante Chen, conservaba en la memoria una imagen negra, donde no veía ni al escritor ni al francés, ni siquiera un cesto; sólo oía el zumbido de una mosca en la oscuridad. Era la primera vez que Hu Feng bajaba a un pozo de gemas. Hacia el mediodía, las velas que servían tanto para iluminar como para alertar de la falta de oxígeno se apagaron, y los prisioneros se precipitaron hacia la escalera de bambú que llevaba a la superficie, saltando sobre los cuerpos de los que caían, lanzando gritos desesperados que resonaban por los túneles, empujándose para ser los primeros. Aun siendo consciente del inminente peligro de asfixia, Hu Feng, como contó más tarde a su mujer, se quedó sentado a la entrada de una galería, convencido, en su locura paranoica, de que aquel pandemónium era en realidad un complot urdido contra él y, pasara lo que pasase, tarde o temprano sería víctima de un intento de asesinato que harían pasar por accidente; por lo tanto, era preferible sucumbir de inmediato. Mientras esperaba la muerte en la total oscuridad, oyó un zumbido surgido de la nada, emitido por una criatura voladora, dadas las circunstancias sin duda un ángel. El ruido, que trazaba círculos a su alrededor, con continuos movimientos de avance y retroceso, pero siempre a una distancia regular, volvía el silencio aún más denso, y Hu Feng se sobresaltó al oír la voz de un hombre que murmuró cerca de él una palabra extraña, de sonoridad desconocida, y aunque no la entendió, adivinó que significaba «mosca». Escudriñó en vano la oscuridad repitiendo esa palabra, como si fuera una clave, y de pronto la pronunciación de aquella única sílaba suave y etérea lo tranquilizó. Comprendió que las velas se habían apagado debido a la creciente humedad y que, si en el aire realmente hubiera faltado oxígeno, la mosca no habría podido ejecutar su danza de ángel o alma en pena, tan leve como el sonido de aquella palabra desconocida con que su dueño la llamaba. Al final de la jornada, cuando una vez liberados volvieron a la superficie, el francés, con la delicadeza de un orfebre, liberó a la mosca del finísimo hilo, casi invisible, con los dedos sucios, ennegrecidos pero mágicos, y orquestando una sinfonía muda para un solo espectador, su nuevo compañero, la soltó al borde del río Lu. Hu Feng la vio agitar suavemente las alas para darse ánimos, antes de alejarse revoloteando. Mucho más tarde, acabó comprendiendo la palabra que el francés repetía a diario durante aquel ritual de liberación, cada vez que volvía a la superficie, para agradecer al insecto que hubiera cumplido a la perfección su papel de ángel guardián, o simplemente para celebrar que habían sobrevivido. Desde el principio, Hu Feng sintió una enorme curiosidad, que se transformó en pasión cada vez más devoradora, por la antigua lengua que hablaba su compañero de grupo. Desde un principio también se mostró asombrosamente dotado para descifrar las palabras pronunciadas o escritas por el francés en las paredes de arcilla del pozo de gemas, que actuaban sobre el escritor como un remedio contra la amnesia y se grababan como por milagro en su cerebro, donde la memoria iniciaba una lenta resurrección. («Cada nueva palabra me produce una extraordinaria sensación de elevación», confió más tarde a su mujer en el locutorio, según el informe de un vigilante.) En un año, acumuló un vocabulario lo bastante amplio para poder iniciarse en el ajedrez tumchuquiano, que los descubrimientos arqueológicos habían sacado a la luz poco antes de la detención del francés.

—Todos los juegos estaban estrictamente prohibidos y acarreaban una prolongación de la pena —había puntualizado el vigilante Chen—. Pero, por muy pendientes que estuvieran de su caso las autoridades del campo, podían hacer muy poco contra ellos, pues jugaban al ajedrez oral o mentalmente, sin piezas, sin dibujar casillas ni tocar nada con las manos. ¿Se trataba de una especie de provocación, de una forma de rebeldía, de una exhibición de su superioridad intelectual, o, pese a su erudición y su talento, no eran más que dos niños con ganas de jugar que se conformaban con poco? En cualquier caso, fueron demasiado lejos.

El objetivo de aquellas partidas disputadas a ciegas, como explicó Hu Feng a su hermana un día de visita, escapaba por completo a los vigilantes ojos de las autoridades: no era ni más ni menos que un ejercicio destinado a reforzar la memoria resucitada del escritor. Se enfrascaban en el juego en cualquier momento, ya fuera en los oscuros subterráneos, donde los oían pronunciar palabras que resonaban en el fondo del pozo con ecos que parecían venir de ultratumba, o en el dormitorio, entre los agudos silbidos de los pozos, los rugidos del viento y los gorgoteos del río Lu, que se transformaba en un auténtico torrente en la época del deshielo, sin duda la mejor para practicar aquel complicado juego. El primero anunciaba el sutil desplazamiento de tal o cual pieza, y, tras un instante de reflexión, su adversario sonreía y respondía pronunciando otra palabra que ocultaba una compleja y madurada estrategia, diferente en cada ocasión. Así, disputaban partidas que se prolongaban hasta el infinito, a veces hasta el amanecer. Y cuando sin darse cuenta perdían esa concentración que otorga vigor al pensamiento y relieve a las palabras, los otros prisioneros de su grupo, con la sangre hirviendo y ojo avizor, trataban de interpretar sus expresiones, la menor inflexión de sus voces, conteniendo la respiración, tensos en extremo, atrapados a su vez por la pasión del juego, un juego aún más clandestino y prosaico, que consistía en apostar quién ganaría la siguiente partida y cuyo resultado anunciaba el escritor de manera impulsiva, o quizá debido a su carácter generoso. (En aquel lugar, donde se sufrían terribles restricciones de alimentos, las apuestas consistían en un trocito de grasa —que por lo general se cambiaba en el mercado negro del campo por un pantalón nuevo—, una migaja de carne, una cucharada de sopa, un trozo de azúcar, unas hojas de verdura; a veces, pero muy pocas, las apuestas alcanzaban cotas fabulosas: un cuenco de arroz.)

Cuando un apostante perdía, naturalmente pagaba lo que debía, fuera cual fuese el precio, pero la derrota podía sentarle tan mal como para despertar en él un odio implacable contra el francés o el escritor. Ése era el caso del jefe de grupo, amo absoluto del barracón, aunque nadie se atreviera a reclamarle su deuda cuando perdía. Cuando el jugador de ajedrez al que había dado por perdedor ganaba la partida, se sentía como si lo hubieran abofeteado, enrojecía, la sangre se le alteraba y ordenaba a sus contrincantes doblar la apuesta en la siguiente partida; pero a menudo el resultado volvía a ser el contrario del que esperaba. Una noche, sus deudas, que jamás pagaba, se multiplicaron hasta tal punto que sospechó que los dos intelectuales se habían confabulado para tomarle el pelo. Su venganza no se hizo esperar: la jornada siguiente, el francés y el escritor se vieron condenados a los trabajos más sucios, duros y peligrosos.

Un día, en un informe, el jefe de grupo comunicó a las autoridades que el escritor había llorado de alegría al efectuar el gesto en apariencia anodino de recoger un trozo de periódico viejo que hacía las veces de empapelado en el dormitorio y que se había despegado de la polvorienta pared y se arrastraba, sucio y arrugado, por el barracón. El escritor —lo confesó más tarde, a toda prisa, en tumchuq— lo utilizaba para apuntar las partidas ganadas y perdidas a su adversario. («De pronto, fui consciente de mi gesto —añadió—, un gesto que suponía el final de la fobia al papel y la escritura. Por ese motivo puramente literario no pude contener las lágrimas de alegría.»)

Aunque el escritor se había apresurado a hacer jirones el trozo de periódico por miedo a dejar rastro de su juego clandestino, el jefe de grupo había recogido los diminutos pedazos y, reconstruyendo esa prueba con paciencia de relojero, la había pegado sobre una hoja de papel. El cuerpo del delito, una hoja llena de signos indescifrables «que se parecen a las cagarrutas de las enormes ratas de Río Lu», había dicho Chen a Ma, seguía en un cajón del padre del flautista.

Esa aplastante victoria, la primera obtenida por cualquier lengua sobre una fobia, fue confirmada por el escritor durante una conversación con su mujer en el locutorio. Según la retranscripción de la grabación, Hu Feng se sentía «en estado de gracia», «enamorado de la lengua tumchuq», sobre todo después de que el francés le hubiera hecho descubrir un texto sagrado del budismo redactado en dicho idioma que había copiado palabra por palabra en el reverso del chaleco de piel de cordero que vestía a diario, en invierno como en verano.

—Esa manera de venerar un texto —le había confiado el escritor a su mujer—, a través de un contacto físico permanente con él, a flor de piel, me emociona aún más viniendo de un francés, que, de creer el tópico, debería ser un perfecto cartesiano. He acariciado con los dedos las palabras escritas en la piel de cordero, y estaban calientes, como seres vivos. Algunos trazos, desfigurados por el sudor del francés, parecían venas sinuosas, palpables, casi palpitantes; algunos puntos se han convertido con el tiempo en minúsculos pétalos de loto, lo que me recuerda, como reza un texto que lleva el nombre de esa flor, que los sutras son reliquias de Buda.

Así fue, más o menos, porque la mala calidad de la cinta de la grabación hace inaudibles algunos pasajes, el primer contacto de Hu Feng con el manuscrito mutilado. El documento sonoro también contiene un largo comentario sobre la interpretación del texto, en que algunas palabras seguían resultándole incomprensibles, pese a sus extraordinarios progresos y su dominio del vocabulario. Su maestro francés, como él lo llamaba, se hallaba sentado en silencio en su litera, arreglándose las gafas con un alambre, limpiando las lentes con los trapos que envolvían las patillas, absorto en sus pensamientos. Él, por el contrario, excitado tanto por el misterio como por la esperanza de descubrir su clave, sentía la emoción de un niño que se interna solo en un inmenso bosque y, exultante de alegría ante el reencuentro con determinados árboles, hierbas y plantas, que se le antojan miembros de su familia, llama a cada uno por su nombre, los toca, acaricia, huele, mientras otros, desconocidos, surgidos de la nada, se interponen tozudamente en su camino, que en consecuencia tiene que desbrozar y allanar, para acabar admitiendo que se ha perdido entre la enmarañada multiplicidad de detalles reales y engañosas apariencias. El escritor se comparaba con esos marinos de antaño que, mientras navegaban por un río en el corazón de un continente desconocido, descubrían afluentes inexplorados llenos de rápidos, sosteniendo un mapa donde los espacios en blanco no estaban designados por topónimos, sino por simples dibujos de animales: un león, un leopardo, una serpiente de anteojos, una jirafa… Noche tras noche, Hu Feng estudiaba esos animales fabulosos, los dibujaba con cuidado, pronunciaba su nombre con reticencia, los analizaba, los disecaba, les hacía la autopsia morfológica y fonética, los comparaba con los que ya conocía. Con el tiempo, experimentó la sensación de que había vivido siempre con ellos, de que había penetrado en la mente de su creador, de que había seguido su transformación como un compañero leal. A veces, soñaba que huía por el andén de una pequeña estación con una decena de niños a quienes había liberado de un vagón de mercancías cerrado con una barra de hierro. Uno de los pobres niños, del que se había olvidado, se iba con el tren, pero el salvador, entusiasmado por el éxito de la huida, no reparaba en los chorros de vapor ni en el arranque del convoy. El tren se alejaba lentamente, adquiría velocidad y penetraba en un túnel. Hu Feng echaba a correr tras él y casi lo alcanzaba… Entonces, el huérfano se le mostraba con su verdadera forma, al igual que los que había conseguido salvar: una palabra en tumchuq con la que se había peleado muchas veces sin conseguir descifrarla, disfrazada de niño deseoso de escapar con él. Mucho después, cuando la palabra había dejado de ser un obstáculo para Hu Feng, que se sabía a la perfección sus formas derivadas y compuestas o su conjugación, todavía recordaba, cada vez que volvía a topársela, aquel sueño, como si cada trazo de esa simple palabra llevara en sí el terror de la mirada del niño abandonado.

—Frase a frase, el texto salió de la oscuridad —había revelado a su mujer—. Cuando lo leí por primera vez de principio a fin, tuve la sensación de hallarme en un avión (¡qué lujo tan maravilloso para un prisionero!) que, después de una insoportable espera en tierra y una traqueteante carrera por la pista, despega al fin. Me elevaba lentamente hacia las silenciosas alturas de la belleza tumchuquiana. Abajo flotaban nubes aisladas, algunas de un gris apagado, otras de un blanco resplandeciente, entre las que identificaba, aquí y allí, una parcela de bosque, una charca helada, un campo de arroz, y no tardó en ocurrírseme la idea, en sí ridícula, de que sobrevolaba los islotes de las lenguas en que había desembarcado en otros tiempos: el chino, el japonés, el ruso, el francés, el inglés… Luego las reconocí: eran mis antiguas obras en chino, en una prosa que camina y que, aunque a veces alce el vuelo, siempre soporta el yugo de la vida social, de los sentimientos banales y, sobre todo, la dictadura de… —palabra inaudible—, mientras que la prosa tumchuquiana danza.

La historia (en este caso, la retranscripción de la grabación en el locutorio) no precisa la reacción de la mujer del escritor. Seguramente fue la propia de una mujer cuyo marido ha sido dado por desaparecido, pero que sin embargo lo espera, acechando los menores signos de su eventual regreso. Ahora que la memoria de su esposo había resucitado, sería un verdadero milagro que la escritura —aunque fuera en una lengua de la que ella no comprendía una palabra— también renaciera, más poderosa, más ambiciosa, más admirada que nunca. Para ella, el tumchuq era el Salvador, un dios cuyo mítico poder se vio aún más reforzado por estas palabras de su marido:

—No puedo contarte lo que dice el texto, no porque le falte el final, sino porque la belleza de esa lengua no puede traducirse. Es casi demasiado hermosa para sobrevivir en este mundo. Creo que ni yo ni ningún escritor chino actual sería capaz de reproducir la mitad de su encanto; sólo obtendría una traducción literal, un esqueleto sin carne ni vida. Aún recuerdo la desafortunada experiencia de mi traducción de Gogol: pese a mis esfuerzos y los elogios que coseché, la belleza del texto original se me escapó entre los dedos. Lloré lágrimas de sangre, y aún pienso en todos los desventurados (y Dios sabe cuántos son) que desconocen el ruso y se morirán sin haber saboreado la belleza de la prosa gogoliana. ¡Qué horror!

Al final, los directores tomaron la decisión unánime de separar al francés y Hu Feng, tras recibir un informe que denunciaba que, la víspera de Navidad, como se comprobó en un calendario occidental, aquellos dos criminales del pensamiento habían llegado tan lejos como para regalarse una especie de banquete bufo y provocador, con el que ponían en solfa las condiciones alimentarias del campo y desafiaban el orden carcelario. Era una noche sin viento, los cien pozos de gemas estaban mudos y en el interior del barracón reinaba el frío. Durante una pausa entre dos partidas de ajedrez jugadas a oscuras, el francés siguió discutiendo con su contrincante. Nadie supo si se trató de una mera improvisación, de un acto premeditado o de palabras pronunciadas en sueños, pero de pronto se oyó la voz del escritor, reconocible por su peculiar timbre, traduciendo las palabras de su compañero, frase por frase. Curioso diálogo, en que el uno hablaba en tumchuq y el otro en chino, como un médium interpretando una voz apenas audible, incomprensible, llegada de lejos, en la oscuridad del barracón.

—Es una receta de los Pirineos Orientales, la tierra de mis gloriosos antepasados, que había probado de niño y olvidado, hasta el día en que la encontré en Marco Polo, en un pasaje donde explica la forma de preparar una pasta que en la época del veneciano los europeos todavía no conocían y a la que hoy se denomina con una palabra tomada del azteca: chocolate.

Como la palabra no existe en tumchuq, la pronunció en inglés, con tanta suavidad que, en el silencioso barracón, pareció fundirse en sus labios. Vibró en los oídos de sus compañeros, pero la mayoría, si no todos, ignoraban qué aspecto tenía el chocolate, y el escritor, conmovido por su incultura, se remontó a sus lejanos recuerdos y, tras un largo silencio, les hizo este relato:

—Cuando era estudiante, en la segunda mitad de los años veinte, por motivos en parte relacionados con mi falta de dinero, pero también con la efervescente vida cultural del barrio, alquilé una habitación en el corazón de la concesión francesa de Shangai.

»En mi calle había una chocolatería belga. Siempre que pasaba ante ella, cerraba los ojos y echaba a correr sin parar ni un segundo, envuelto en los cálidos y perfumados efluvios que salían del interior. Oía mis últimas monedas, con las que tenía que pagar la única comida del día o el alquiler, tintinear en el bolsillo, reclamando salir, engolosinadas por aquellas aromáticas vaharadas a leche, azúcar y cacao tostado que me perseguían hasta el final de la calle, a veces hasta en sueños, durante los que daba vueltas y más vueltas en la asfixiante cama. En ocasiones me levantaba en plena noche, bajaba a la calle desierta y, aunque la chocolatería llevaba horas cerrada, el encantamiento seguía flotando en el aire, la atmósfera parecía haberse espesado con los olores del día, los de un país prohibido para mí, que no tenía un céntimo. Allí me quedaba, fascinado por el escaparate, iluminado y poblado de leones, águilas, palomas, tigres, peces, gallinas, conejos, huevos, todos de chocolate, expuestos entre tazas de plata con sus platillos, cucharillas, mantequeras de porcelana y, de nuevo, pirámides de cajas de chocolate, atadas con hilos dorados o plateados…

La chocolatería belga y su resplandeciente interior provocaron la salivación de los oyentes, pero cuando el francés retomó su discurso, el palacio de Kublai Kan como lo describe Marco Polo los deslumbró, los mantuvo suspendidos en el aire, listos para alzar el vuelo. Negándose a convertirse en narrador, recitó el texto del italiano con tal fluidez que su fiel traductor quedó maravillado tanto de la limpidez de las palabras como de la prodigiosa memoria de su amigo. Había momentos en que Hu Feng se preguntaba si el viajero veneciano había acudido en persona al barracón para informar de su amigo Kublai Kan, o si simplemente el francés sería su reencarnación.

—El Gran Kan tiene, en verdad, una inmensa cuadra de caballos y yeguas blancos como la nieve, sin ningún otro color, en número que supera las diez mil yeguas. Nadie osa beber la leche de esas yeguas blancas a menos que sea del linaje del emperador, es decir, del linaje del Gran Kan. Es cierto que hay otro grupo de gente que puede beberla; los llaman horiat, y ese honor se lo concedió Gengis Kan por una victoria que en otros tiempos obtuvo a su lado.

»En medio de una sala en la que el Gran Kan tiene su mesa, se erige un pedestal muy hermoso, grande y rico con forma de cofre cuadrado, cuyos lados tienen tres pasos de largo y están finamente trabajados, con esculturas hermosísimas de animales dorados. Hueco en su interior, en él hay una preciosa vasija semejante a una jarra de oro fino y llena de leche de yegua blanca, con que se elabora la golosina predilecta del Gran Kan de la siguiente manera: diez partes de leche por una de almizcle, más azúcar, arrayán, lentisco, lavanda, tomillo y otras cosas, que se cuecen en esa jarra a fuego lento…

El preso común autor del informe ya no recordaba en qué momento se había levantado. Tenía las manos crispadas; nunca se había visto tan nervioso: sin duda, le habían afectado las palabras y la voz del francés. Algunas frases habían extraído de la nada la imagen de su mujer: una imagen fugaz de sus caderas en movimiento y su oscura vagina abierta a las caricias de una barra de chocolate le había pasado por la mente varias veces, hasta el punto de hacerle olvidar su estatus de amo absoluto del barracón, a quien le habría bastado con pronunciar una palabra para que todo acabara y el francés fuera castigado sin que él tuviera que mover un dedo. Pero las cosas sucedieron de otro modo. Se acercó de puntillas al rincón de los dos criminales del pensamiento. El suelo reblandecido, elástico, parecía dilatarse bajo su peso, como si pisara queso, una sensación familiar que le recordó aquella lejana noche en que había matado a su mujer, cuyos ojos fijos, oscuros, todavía más hermosos que antes, se mezclaban con las palabras de Marco Polo, creando un efecto hipnótico, un mundo inaccesible donde se concentraba la sal de la tierra, todo lo grande, todo lo bello que el hombre conoce y que nunca podrá gozar. Odió al francés por haberle hecho atisbar ese universo: si hubiera tenido un cuchillo, le habría cortado el cuello para acallarlo.

—Habéis de saber que quienes sirven esa golosina al Gran Kan son unos barones. Y podéis creerme, llevan la boca y la nariz tapadas con hermosos velos de seda y oro para que ni su aliento ni su olor puedan llegar a los alimentos, las bebidas y esa maravillosa…

En el barracón se oyó un grito del francés, un grito de terror, al que siguieron el silencio y los borboteos que salían de su garganta, aferrada por las manos del jefe de grupo. Éste recordó más tarde que oyó a un hombre ladrándole al oído, mientras intentaba separarlo del francés: era Hu Feng. El jefe le propinó un puñetazo en medio del endeble pecho, y el escritor se tambaleó y desplomó. Alguien encendió una bombilla, que se balanceó en el aire arrojando una luz cruda con la que se vio la negra silueta del jefe volviendo a erguirse. Al rememorar de nuevo a su mujer, cubierta de cuchilladas, escupió al rostro del francés, que se retorcía entre estertores sobre su jergón. Varios escupitajos que apuntaban a la nariz del occidental erraron el blanco, y viscosas inmundicias nauseabundas fueron a parar a sus mejillas, ojos, boca y frente, alta y deprimida bajo el corto cabello pelirrojo.

El padre del flautista había acompañado a Ma a un camión estacionado en medio del lecho seco del río Lu, cerca de un pozo de gemas, y pidió al conductor, vestido con el uniforme de los vigilantes, que llevara a casa, a Chengdú, a aquel «futuro gran violinista de la región de Ya’an» amigo de su hijo. El vigilante asintió, sin apartar los ojos de una horda de espectros semidesnudos, embarrados y despavoridos, que cargaban en el vehículo una piedra de un gris azulado que debía de pesar una tonelada y parecía una verruga arrancada de la rugosa espalda de un monstruo. La arrastraban centímetro a centímetro, la levantaban entre gritos con la ayuda de gruesos palos y cuerdas, pero sobre todo con las manos, los hombros, la espalda, los brazos, cubiertos de arañazos, de negros moretones, de profundos cortes, de los espantosos tatuajes que grababa en sus cuerpos la áspera y cruel roca. Ma se acercó a un rostro y después a otro, pero no encontró ni al francés ni al escritor, al que ya había visto en la fotografía de la cubierta de una colección de narraciones comprada en el mercado negro de libros prohibidos. El francés debía de haber descendido al fondo del pozo. En cuanto a Hu Feng, su anfitrión le contó que, tras el incidente de las Navidades, la dirección lo había destinado a otro grupo, deseosa de impedir cualquier contacto entre él y su mentor.

—En mi larga carrera de vigilante, nunca había visto ni oído hablar de una separación tan dura —añadió—. Me pregunto si Hu Feng sufriría tanto cuando lo detuvieron delante de la mujer con la que había vivido durante décadas. En este caso, quedó destrozado. Cada descenso al pozo de gemas, sin la pequeña mosca atada a las gafas de su amigo para velar por su vida, le provocaba un espantoso ataque de locura que aterrorizaba a tal punto a sus compañeros que hubo que recluirlo en la enfermería. Se convocó al reputado doctor Lin, un importante psiquiatra de la Universidad de Medicina de China Occidental, para que realizara un diagnóstico. El médico prescribió un tratamiento de electrochoques, un centenar repartidos durante varias semanas, una terapia cuyo principal objetivo era borrar poco a poco de su cerebro la antigua lengua tumchuq, origen de su perturbación mental. A costa de dolorosas pruebas y a riesgo de provocarle una amnesia total y la pérdida de su personalidad, esta extirpación del tumchuq debía constituir el primer paso hacia la normalidad, hacia una forma de docilidad que se manifestaría en primer lugar mediante un signo inequívoco: pensar en chino. Subieron a Hu Feng a una ambulancia y lo ataron con cuerdas a una camilla, como un prisionero ya muerto al que fueran a arrojar al río. Se marchó con un partidario de los electrodos, un amante de la convulsión de los cuerpos y los rictus de dolor; en definitiva, un adepto de la tortura. No volvimos a verlo.