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Irreal; la concatenación de los hechos, que hoy no puedo reconstruir más que a grandes rasgos porque la detención y el encarcelamiento de Tumchuq me dejaron aturdida, me pareció totalmente irreal. La blanca bruma en que estaba perdida mi mente se mezclaba con la azulada neblina del Irrawaddy, que ceñía el pie del muro exterior del monasterio. No conservo ningún recuerdo de cómo nos marchamos, ni del barco que nos condujo a Mandalay, y menos aún de nuestras primeras gestiones ante el gobierno birmano con vistas a la liberación de Tumchuq. Sólo estoy casi segura de que enseguida decidimos luchar en dos frentes: el laosiano y el chino; el segundo del monasterio fue directamente a Laos para movilizar a los monjes del país, mientras yo tomaba el primer vuelo a Pekín, donde debía ver a la madre de Tumchuq y recuperar los documentos oficiales que acreditaran la identidad de su hijo.

Habían pasado once años desde mi huida de Pekín. La luz de la ciudad, tan particular a media tarde, no era la misma, y tampoco el olor. El tráfico era cien veces más denso que antaño, a tal punto que, tras abandonar la autopista que une el aeropuerto con el centro de la ciudad, mi taxi quedó atrapado en una interminable procesión de vehículos que protestaban y, apenas arrancaban, volvían a inmovilizarse. La fisonomía de automovilistas y viandantes también se me antojaba distinta. Su ropa era más vistosa, sus rostros más sombríos y tensos, y su mirada impresionaba. Todos me observaban sin curiosidad. Ya no eran los ojos inquisitivos del policía, sino los del comerciante experimentado, sumamente meticuloso en sus cuentas, que conoce la naturaleza de cada cliente en cuanto cruza su puerta. Unos ojos profesionales e interesados. Sin embargo, reconocí al viejo Pekín en un detalle: el conductor del taxi, exasperado por el embotellamiento, bajó la ventanilla, carraspeó, escupió con fuerza al exterior y siguió con expresión orgullosa la trayectoria de su escupitajo, que aterrizó en medio de la calzada, sin que pensara en excusarse ni por asomo.

Decidí alojarme en el hotel Cui Min Zhuang, no por su proximidad a la calle Wang Fujing, una especie de Campos Elíseos pekineses, sino porque está junto a la Puerta Este de la Ciudad Prohibida, a unos cientos de metros de la residencia de los empleados del museo, donde la madre de Tumchuq ocupaba las dos habitaciones de una casa de ladrillos de un piso, con un patio tradicional en cuyo centro, si la memoria no me falla, se alzaba un exuberante caqui con la negra corteza surcada de grietas; sus frondosas ramas sobresalían por la tapia en verano y se inclinaban tanto bajo el peso de los frutos que amenazaban con desplomarse sobre la cubierta de tejas. Sin olvidar el grifo de agua corriente, del que Tumchuq me había hablado tanto que tenía la sensación de haberlo visto.

—Un día —me había contado—, después de una noche de tormenta, estaba mirando por la ventana y vi que mi madre salía. Sus botas rojas imprimieron huellas en el blanco y resplandeciente manto de nieve hasta el centro del patio, donde abrió el grifo para lavar unas verduras. Cortó unos nabos blancos en daditos, los puso en una fuente y les echó una fina capa de sal, de una blancura nívea. La fuente era de esmalte también blanco, se había descascarillado en algunos sitios y tenía una peonía roja pintada en el fondo.

El sol se había puesto hacía rato, aunque yo no había perdido ni un minuto en la habitación del hotel, situada en la quinta planta y desde cuya ventana se abarcaba un mar de modernos y gigantescos rascacielos sobre los que parpadeaban anuncios luminosos. A unos metros del hotel, la vaga silueta de un paso elevado sobre una arteria de circulación se alzaba sobre las techumbres de tejas finas, minúsculas, a menudo rotas, de un grupo de casas bajas de sinuosas líneas. Un gato blanco, quizá un persa, corría por los tejados, saltaba y trepaba a un solitario y melancólico muro en medio de casas demolidas y el rugido de los bulldozer, invisibles por el momento. Cuando salí del hotel y torcí en la primera calle transversal, los faros de las máquinas que iban y venían por el solar de la demolición avanzaron hacia mí, increíblemente lentos, cegándome. Quedaban algunas viejas casas tradicionales, que esperaban su turno para el derribo. Las lámparas que seguían encendidas en sus puertas parecían míseras velas casi consumidas que exhalaban su última luz, su último soplo de calor, mientras los faros de los bulldozer las escrutaban como monstruos que examinan a sus víctimas, paralizadas por el terror, antes de saltarles encima.

Durante mucho tiempo, aquel barrio había sido mi sitio favorito, no sólo por el vínculo sentimental con Tumchuq y la proximidad a la Ciudad Prohibida, sino también porque a lo largo de dos mil años había representado el auténtico Pekín, del que Tumchuq tenía un viejo plano colgado de una pared en la verdulería para aprender, noche tras noche, palabra a palabra, los caracteres chinos más utilizados en la vida corriente, que componen los nombres de las calles de esta ciudad y a veces son los más hermosos. Era una litografía a vista de pájaro del conjunto de la Ciudad Imperial (que rodea a la Ciudad Prohibida) con sus cuatro puertas y Tiananmen en medio. Sobre el fondo negro del plano, la caótica profusión de hutong, las callejuelas de Pekín, estaba representada con líneas blancas que formaban una telaraña de una precisión digna de los mejores grabados. Las líneas, a menudo rectas, se cruzaban y multiplicaban de este a oeste y de norte a sur. A veces se convertían en una flexible cinta que serpenteaba alrededor de los lagos, manchas blancas diseminadas aquí y allá como románticas perlas de nácar. En otras ocasiones, las líneas se hallaban cortadas por puentes, villas y residencias aristocráticas, o se fundían con terrenos pantanosos. Sobre cada trazo blanco que representaba un hutong figuraba un nombre con la caligrafía de la época y siempre impregnado de gran nobleza. Tumchuq me hacía leerlos con él en voz alta, calle a calle, barrio a barrio. Algunos nombres, por la composición de sus ideogramas, brillaban con una elegancia de exquisitos matices, otros me hechizaban por su sonoridad sutil, sensual, exuberante a veces, sobre todo cuando quien los pronunciaba era él, mi Tumchuq, con su precioso acento pekinés. Aunque el método Tumchuq era elemental, desde un punto de vista pedagógico resultaba muy eficaz: en esa época, yo era capaz de encontrar cualquier calleja del centro de la ciudad por minúscula que fuera, cualquier camino, hasta los más tortuosos, como si mi profesor me hubiera grabado el plano en la cabeza.

Decidí ir a pie a casa de la madre de Tumchuq, pero debería haber imaginado que tal decisión no me conduciría más que a la decepción, si no a una situación de pesadilla. Cuanto más andaba, más me sorprendía la ausencia de los pequeños vendedores ambulantes que antaño se sucedían de la mañana a la noche, en sus bicicletas cargadas de pesadas bolsas de alimentos que sobresalían a ambos lados de los portaequipajes. Tumchuq imitaba de maravilla los gritos de los vendedores de boniatos asados, de carne amarilla tirando a roja, mucho más sabrosos que los marrones, o de melocotones ácidos y dulces que hacían salivar en verano, o de tortas fritas en aceite, calientes y crujientes, o de cangrejos salpimentados, o de zanahorias secas cubiertas de guindillas, o de bollos al vapor, o de maloliente queso de soja, así como los de los vendedores de plantas afrodisíacas, famosas porque hacían orinar más alto que un poste de la luz… Ahora, en cambio, sólo se oía el ruido de los bulldozer atronando en el sofocante aire de la noche y los largos, nerviosos, agresivos toques de claxon. Cincuenta metros más adelante, me detuve un momento bajo una flamante farola cuya alta lámpara iluminaba la placa metálica del nombre de la calle; pero donde esperaba leer «calle de la Puerta del Este» ponía otra cosa, un nombre desconocido, el de una espectral impostora que se hacía llamar «calle de la Alegría del Este». Contrariada por el cambio, que al principio achaqué a un fallo de mi memoria, pregunté a un transeúnte si conocía la calle de la Puerta del Este, pero me miró como si estuviera loca y se marchó sin responder. Pese a todo, me adentré en ella, pero los pequeños restaurantes donde antaño desayunaba un tazón de leche de soja caliente y un bollo al vapor habían desaparecido sin dejar rastro, como los hutong. La calle se había vuelto uniforme, impersonal; ahora era ancha y estaba flanqueada por edificios de hormigón de diez o veinte pisos, algunos todavía en construcción. Luego, venía una tierra de nadie de tiendas de lujo, Gucci, Dior, Chanel, Lacoste, L’Oréal, con banderas en la entrada y escaparates iluminados donde se exhibían maniquíes de tipo occidental, mujeres rubias de ojos azules o verdes, hermosos atletas negros y fornidos, relucientes fotos a tamaño natural de Zidane, Beckham, Ronaldo… Y de pronto, lo comprendí.

¡Adiós, mundo del viejo plano de la litografía! ¡Adiós, telaraña de las callejuelas que formaron la carne y los huesos de Pekín desde la dinastía Yuan, en la época de Marco Polo! En aquel barrio de la nueva era, me pregunté si alguien sabría cuántos hutong habían desaparecido. ¿Mil? ¿Dos mil? ¡Qué pena, aunque no fuera más que por sus nombres, tan ricos en consonantes palatales, que sólo los nativos de Pekín podían pronunciar, tan ricos en diptongos y otros sonidos exquisitos! Sin saber lo que hacía, me lancé a una carrera desesperada, que no tardó en convertirse en enloquecida galopada. La de una niña perdida. Una carrera de exorcismo. Coches que me precedían, que se cruzaban conmigo, luces posteriores rubí, faros cegadores… Me costaba respirar. Las piernas escapaban a mi control, desobedecían a mi voluntad de huir, a veces incluso se negaban a seguir la dirección que elegía… Me dejé llevar por ellas a través de aquel mundo de rótulos luminosos de tiendas, grupos financieros, sociedades inmobiliarias, clínicas de cirugía estética que agrandaban pechos, levantaban narices, desbridaban párpados, peluquerías con sospechosas luces rojas, salones de masaje tailandés o indio, saunas finlandesas, baños turcos, asadores brasileños, anuncios de baños de pies a base de cuarenta hierbas tibetanas, tiendas de afrodisíacos que invariablemente aseguraban vender «productos anticonceptivos y para la salud de los adultos», sex-shops que ofrecían chismes más reales que la naturaleza, acupuntores que prometían curar la tartamudez, restaurantes con acuarios iluminados por luces rebuscadas, donde nadaban cangrejos de largas pinzas, tortugas blandas con virtudes curativas, extrañas langostas…

Al llegar al puente de la Puerta Norte de la Ciudad Pro­hibida, no vi la casa baja con patio cuadrado donde vivía la madre de Tumchuq. ¿Parálisis de la memoria, pérdida de la razón? Escruté el lugar con fuerzas renovadas. No. Ya no estaba. Había desaparecido. La casa se había esfumado, como toda la manzana de viviendas que había detrás, formando una calleja llamada hutong del Higo, que empezaba precisamente donde las murallas del palacio tuercen hacia el este, en una esquina con una torre de vigilancia de madera esculpida. El hutong discurría entre los fosos y el alto muro imperial, que seguía a lo largo de un kilómetro, hasta la calle del Estanque del Sur. Éste también había desaparecido: borrado del mapa. Lo mismo que el llamado «rincón de los enamorados», una discreta franja de terreno arbolado que bordeaba los fosos desde la Puerta Norte hasta el comienzo del Hutong del Higo y que, durante tres décadas, de los años cincuenta a los ochenta, fuera el paraíso secreto del amor. En aquel lugar no había farolas, de modo que todas las tardes, cuando el reflejo del crepúsculo había desaparecido de la oscura superficie de los fosos, las parejas de enamorados pekineses, hombres y mujeres, chicos y chicas, solteros domiciliados en dormitorios colectivos, se adentraban en el bosquecillo y se cobijaban bajo el exuberante follaje para intercambiar en la penumbra el primer beso, fogosos abrazos, caricias enloquecedoras; en una palabra, toda la panoplia de los placeres sensuales procurados por la carne del otro. Ese paraíso terrenal tampoco se había librado de la muerte súbita: lo había reemplazado un aséptico parque, con una pista de autos de choque.

De regreso al Cui Min Zhuang, mi hotel, acabé encontrando reposo después de darme una agitada ducha en un plato protegido por una cortina de plástico llena de desgarrones y con unos grifos que exigían una regulación constante, porque la temperatura del agua era caprichosa e imprevisible: tan pronto me escaldaba como tiritaba bajo un chorro glacial en cuanto otro cliente abría su oxidado grifo, fuera encima, debajo o en la misma planta. La ducha sometió mis nervios a semejante prueba que salí de ella rendida. Me quedé dormida al instante, sin fuerzas para apagar la luz.

Pese a la buena apariencia del establecimiento, pese al bonito color esmeralda de las tejas que cubrían los tejados hasta el muro exterior y, aunque en un pasado lejano aquel edificio había sido la segunda residencia de Mei Lan Fang, el mejor cantante de ópera de Pekín de todos los tiempos, las habitaciones estaban mal insonorizadas. Sin embargo, nada habría podido arrancarme del sueño, en el que mi cuerpo se daba por muerto: ni los ruidos de la habitación vecina, ni los de debajo, donde el agua gorgoteaba en las cañerías y un hombre cantaba en la ducha. En plena noche, o quizá poco antes del amanecer, una cisterna bramó como una cascada al caer de un acantilado justo encima de mi cabeza, y el estruendo me despertó. Las viejas grietas del techo temblaron, se agrandaron y se transformaron en heridas abiertas de las que llovían partículas de cal, polvo, telarañas, hollín… «En el Cui Min Zhuang hay un ruido horroroso...», me dije, y antes de acabar la frase mi cuerpo volvió a sumergirse en el sueño, pero no así mi mente, pues me llegaron voces que en un primer momento parecían proceder del televisor, que seguramente habría olvidado apagar, ya que me daba la impresión de oír el chisporroteo de los altavoces, similar a una fina lluvia de arena precipitándose pared abajo. Muerta de cansancio, no pude levantarme para apagarlo. De pronto, las voces, discretas al principio, se volvieron muy nítidas, cambio que atribuí al televisor, probablemente tan caprichoso como las duchas del hotel. Como en sueños, oía charlar a dos hombres. El primero contaba a su interlocutor lo que había pasado en el Museo de la Ciudad Prohibida, durante un cursillo de valoración de cuadros antiguos, poco remunerado pero instructivo y plagado de anécdotas, que el hombre narraba con un estilo exento de subjetividad y énfasis, rayano en la sequedad, pero muy preciso. El hecho había ocurrido dos años antes, en el despacho del señor Xu, una eminencia en materia de valoraciones, que ya tenía setenta y dos años y a quien el Museo de la Ciudad Prohibida pagaba todos los meses un jugoso sueldo para que retrasara su paso a la jubilación. Desde hacía algunos años, el anciano transmitía sus conocimientos a jóvenes colegas llegados de diversos museos del país. Una simple frase del maestro sobre una caligrafía o un cuadro valía oro. Gracias a su ojo clínico, su conocimiento de las obras y su prodigiosa memoria se había ganado un lugar de privilegio en China y la fama internacional, porque los medios científicos occidentales, como se percata cualquiera leyendo ensayos sobre arte chino, son incapaces de realizar la datación precisa de una obra, y menos aún de identificar a su autor. La escena se desarrollaba en la segunda mitad de agosto, hacia las seis y media de la tarde, al final de una larga jornada de trabajo. La mayoría de los despachos se hallaban cerrados, cuando uno de los guardias de la Gran Puerta apareció en el del señor Xu acompañado de un joven manchú de unos veinte años, que se presentó como un estudiante que había aprobado el examen de ingreso en una importante universidad de Shangai y al que la falta de dinero para pagarse los estudios obligaba a vender una colección de cuadros antiguos, propiedad de su familia durante generaciones. El servicio de adquisiciones del museo estaba cerrado, y al joven le urgía tomar el tren hacia Shangai, porque no tenía dinero para pagar una noche de hotel, razón por la que el guardia lo había acompañado al despacho del señor Xu. Éste sonrió y confió a los alumnos del cursillo la valoración de las obras. Había una treintena, atadas con cuerdas, caligrafías y cuadros relativamente recientes, sin gran valor, a excepción de uno, que atrajo la atención de los expertos. Era la mitad de un rollo de seda desgarrado, una seda muy antigua, probablemente de la dinastía Han, una seda cruda, amarillenta, cubierta de sellos de coleccionista de varios emperadores, incluido el de Huizong, de la dinastía Song, cuyo color rojo se había ennegrecido con el tiempo. En ese instante, la voz se interrumpió, y una cisterna rugió en algún lugar del hotel. Contuve la respiración, sin atreverme a abrir los ojos, como si moviéndome un centímetro me arriesgara a despertar del sueño, si es que estaba soñando, y poner fin al relato de aquel hombre, del que no quería perderme una palabra. La escritura del rollo no era china; utilizaba unos extraños signos de una lengua desconocida, un idioma antiguo de una civilización probablemente desaparecida, dos líneas horizontales escritas de derecha a izquierda. Por extraño que resulte, el señor Xu paseó deprisa la punta de los dedos por todas las obras, sin detener su mirada ni un segundo más sobre el rollo desgarrado, como si todos valieran lo mismo. Esbozaba esa sonrisilla amable que le era tan propia, nada más, mientras el joven estudiante ya casi se disponía a marcharse con sus cuadros. Pero las cosas sucedieron de otro modo. El anciano pidió al joven que lo acompañara a Contabilidad, donde solicitó que le entregaran una suma que todavía hoy parece astronómica, veinte mil yuans por el lote entero, lo que superaba en mucho las expectativas del chico.

—En cuanto el chico salió de Contabilidad, el maestro me pidió que acompañara al chico a la estación, pretextando que me quedaba de camino, e intentara averiguar su dirección en Shangai, y sobre todo de dónde procedía el trozo de seda desgarrada. De camino en el autobús ciento trece, el joven me contó que, en los años treinta, un día en que su abuelo, un campesino manchú y el único hombre un poco instruido de su pueblo, trabajaba en su campo de sorgo rojo, un pequeño avión militar japonés había sobrevolado la zona y dejado caer un trozo de seda, que descendió flotando en el aire entre los rayos de un sol deslumbrante y fue a parar a unos cien metros de donde él estaba. Cuando repetí esas palabras al maestro, su pasmo y su alegría fueron indescriptibles. «¡Eso es lo que quería oír! ¡Un trozo de seda caído del cielo!», exclamó tres veces con los ojos humedecidos, y nos explicó que no se había atrevido a ofrecerle más dinero al chico por miedo a despertar en él alguna sospecha que pusiera en peligro la venta. «Esa mitad de rollo tiene un valor incalculable», añadió. «Mañana me encargaré de que el museo le entregue otros cien mil yuans, como muestra de gratitud. También pediré una recompensa de mil yuans para el guardia, pues sin él la oportunidad de adquirir ese tesoro habría pasado de largo por delante de nuestra puerta para no volver a presentarse jamás. Se trata de la adquisición más valiosa de nuestro museo en cincuenta años, porque, si la memoria no me falla, poseemos la otra mitad, obtenida en su época por medios más reprobables, ya que condenaron a su dueño, un francés nacionalizado chino, a reclusión a perpetuidad a fin de que nunca pudiera reclamar la restitución de su propiedad.»

No miré el televisor hasta el final de la historia, pero la programación debía de haber acabado hacía rato, porque la pantalla estaba surcada de líneas regulares. Reinaba el silencio; no se oía ningún chisporroteo ni el gotear de agua en ningún sitio. En esos instantes no comprendía la importancia de lo que acababa de oír; aún no estaba segura de no haberlo soñado, ya que no había sido la televisión. «Solamente en los sueños tienen algunas cosas ese modo de surgir de improviso.» Ese proverbio chino fue lo primero que pensé, y luego, recordando cada frase del relato, volví a poner los pies en la realidad lentamente. De pronto oí un portazo. Eran los hombres de la habitación de al lado, que se iban. Estuvieron unos instantes en el pasillo buscando algo, y la voz de uno no me dejó lugar a dudas: se trataba del narrador de la historia. Era evidente que no lo había soñado, porque volví a oírlo con meridiana claridad:

—Por increíble que pueda parecer, yo conocí a la mujer de ese francés, en el Departamento de Archivos Imperiales. Una mujer guapa, elegante, de aspecto aristocrático, que se había encerrado en una especie de eterna viudez por un sentimiento de culpa respecto a su marido, a quien las autoridades la habían obligado a denunciar. Según el señor Xu, le dieron a elegir entre acusarlo de un delito que no había cometido o perder al hijo que esperaba.

A la mañana siguiente, fui uno de los primeros visitantes que entró en la Ciudad Prohibida. La aurora acariciaba apenas aque­llas olas doradas, petrificadas, en las que alternaban los senos y las crestas de un océano que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Los reflejos del sol se multiplicaban sobre los tejados de los edificios como sobre espejos de oro mate. Y cuando el enorme disco rojo se ocultó parcialmente detrás de unas gruesas nubes, sobre los tejados sus réplicas adquirieron formas de berenjena, cuyos bordes inferiores no tardaron en retorcerse como otras tantas monstruosas serpientes, antes de transformarse en largas y relucientes anguilas. Por fin, el sol derramó sobre los tejados de los palacios un deslumbrante fluido, un lavado de oro, una tornasolada veladura. Miles de cuervos, de una elegancia fabulosa, agitaban las alas teñidas de rosicler, planeando en lentas bandadas sobre las murallas, los palacios, los pabellones, las explanadas de mármol blanco y los patios enlosados, que se extendían hasta el infinito. Según cuentan los viejos pekineses, los cuervos tenían de generación en generación el privilegio de reproducirse y crecer allí, alimentados y alojados por la familia imperial, hacia la que mostraban una fidelidad inquebrantable. Tras el derrumbe de la última dinastía y la huida del último emperador, Puyi, los cuervos, negándose a ver a los usurpadores en el lugar de sus antiguos señores, abandonaban el palacio poco después del amanecer para no regresar hasta el anuncio de la noche, con una regularidad y una precisión tales que, cada tarde, sus graznidos eran la alegre señal del final de la jornada para el microcosmos formado por los empleados del museo.

Tras rodear los principales edificios, crucé los innumerables patios de la zona antaño reservada a las emperatrices viudas, que hoy alberga las dependencias del museo, vetadas al público y por las que pululan dos mil empleados. Pasé ante el edificio de Archivos Imperiales, donde la madre de Tumchuq había trabajado durante tres décadas y media, transcribiendo en notas y neumas de la notación contemporánea las antiguas composiciones musicales, a menudo en forma abreviada. A esas horas de la mañana, no encontré a nadie; puede que ya se hubiera jubilado. Decidí volver más tarde para pedir su nueva dirección. Ante el edificio se alzaba el árbol bodhi del que me hablara Tumchuq. A menudo los domingos por la mañana, su madre lo llevaba de niño a coger la fruta del árbol, cuando en realidad lo que a él le interesaba eran los nidos de los cuervos, encaramados en lo alto y vacíos a esas horas de la mañana. Según Tumchuq, su madre irradiaba una juventud volcánica, de volcán dormido del que, de vez en cuando, brotaba lava, en contraste con su moño de mujer casada y su estricto atuendo, impuesto por la época: una amplia chaqueta negra de pana, unos pantalones anchos de color beis y zapatos de lona sin tacón. En el árbol sagrado, se lo pasaba en grande con su hijo. Profiriendo agudos chillidos de niña en un patio de recreo, desaparecía misteriosamente para reaparecer encima de Tumchuq, en medio del tupido follaje, agarrada a una rama y con los pies en otra. Con el moño deshecho y la cara arrebolada, lo bombardeaba con frutos duros como piedras, se echaba a reír, retrocedía un poco y, trepando aún más arriba, avanzaba por una rama a cuatro patas, se sentaba a horcajadas en el extremo, que se inclinaba bajo su peso, y desafiaba a su hijo a atraparla con traviesa ternura. La mañana del domingo estaba marcada por sus risas. Desde entonces han pasado treinta años. El fruto que cogí yo tenía la piel finamente surcada de hilillos dorados; era tan bonito que me lo guardé en el bolso y decidí llevarlo conmigo hasta la prisión donde estaba encerrado Tumchuq, en Laos.

En la zona de las Exposiciones del Patrimonio, cercana a la gran sala dedicada al emperador Huizong de la dinastía Song, descubrí la Sala Tumchuq, más modesta, donde se exponían las «cartas de Renat», olvidadas durante dos siglos en un archivo y descubiertas por Strindberg, que antes de convertirse en escritor había trabajado en la Biblioteca Real de Estocolmo, donde estudió chino para inventariar una colección de libros escritos en esa lengua. El sargento de artillería sueco Johan Gustav Renat había sido hecho prisionero de guerra por los rusos tras la derrota de Suecia en Poltava, en 1709. Pasó siete años en Siberia, cerca de la frontera china, antes de ser capturado por un grupo de calmucos, los dzúngaros, cuyo soberano Tsewang Raddan (1665-1727), famoso por su carácter violento y su ambición de crear un inmenso imperio mongol entre Rusia y China, celebró ese regalo del cielo: un artillero conocedor del secreto de la fabricación de cañones. Entre el tirano y el prisionero occidental se inició una tormentosa relación de diez años, hecha de amenazas de muerte, desconfianza recíproca y una extraña amistad. Renat regresó a Suecia tras la muerte de Tsewang Raddan, que le había regalado dos mapas geográficos, uno de ellos dibujado por él sobre un grueso papel amarillento de textura irregular, cuya fluida y fina grafía representaba las montañas en verde, los lagos en azul, su propia residencia con las columnas púrpura y las inmaculadas tiendas de puertas rojas, inscripciones en calmuco, el vasto territorio de Ili, la Mongolia Occidental, sin olvidar el desierto de Gobi, coloreado de marrón claro, en cuyo centro aparecía un oasis verde azulado, de nombre Tumchuq, representado bajo un templo de estilo tibetano y tejado plano, sobre el que se alzaban tridentes plateados, encargados de ahuyentar los malos espíritus. Era el único templo del mapa. Según los biógrafos de Strindberg, el joven bibliotecario y futuro gran escritor se pasaba las horas muertas inclinado sobre aquel mapa, fascinado por el templo de Tumchuq: ¿por qué lo había dibujado Tsewang Raddan? Se mencionaba la posibilidad de que Renat hubiera peregrinado a dicho templo con el propósito de obtener protección espiritual para su hijo, fruto de su amor con una de las hijas del rey, porque el niño era albino, signo nefasto para los nativos, y corría el riesgo de ser asesinado en cualquier momento.

Tras esta presentación geográfica, la exposición estaba consagrada al origen del reino de Tumchuq, especialmente mediante la exhibición de páginas enteras de un manuscrito tibetano descubierto en la gruta 1.656 de Dunhuang y conservado en la Biblioteca de Pekín, en el que Kanghan Zanbu, un monje viajero del siglo XII, cuenta el origen del reino, sepultado bajo la arena ya en su época: un día, el jefe de una tribu de nómadas encontró en medio del desierto de Gobi a una diosa bajada del cielo, con la que se casó. Poco después de la boda, se marchó a la guerra, y durante su ausencia su mujer vivió una aventura con un viajero extranjero y quedó encinta, pero consiguió ocultar su estado y escondió bajo un árbol al niño que había traído al mundo, como había convenido con su amante. Cuando éste fue a buscarlo, durante una noche sin estrellas, todas las mariposas nocturnas del bosque se abalanzaron sobre las llamas de su antorcha, bailando, revoloteando, arremolinándose y formando una espesa nube a su alrededor. Algunas, empujadas por las otras, se quemaron las alas y murieron. La extraña procesión duró toda la noche. A la mañana siguiente, cuando el bebé despertó, tenía pegada a la frente una mariposa muy bella, llamada Thum-Suk debido a los vistosos motivos en forma de pico de pájaro dibujados en sus alas. Así que el padre llamó al niño Thum-Suk Blung (blung significa «niebla» en mongol). Pasadas unas décadas, Thum-Suk Blung se convirtió en el primer soberano de aquel rincón del mundo y bautizó su reino con su propio nombre, suprimiendo la palabra «niebla», para no conservar más que el hermoso nombre de «pico de pájaro», que, palatalizándose poco a poco, se transformó en Tumchuq. Su reinado, que fomentó y desarrolló la sericicultura, produjo tejidos de seda y satén cuya belleza rivalizaba con las finas escamas de las alas de las mariposas y el plumaje de los pájaros. La historia del primer rey también había dado origen a una arraigada costumbre, respetada por todos los habitantes: la de bautizar a los recién nacidos con el nombre de la primera cosa que había visto la madre tras dar a luz.

Después de una sala dedicada por entero a objetos descubiertos en excavaciones arqueológicas, entré en el último espacio de la exposición, una sala de conferencias muy pequeña con tres hileras de sillas de plástico rosa. Un silencioso fantasma —un hombre de edad indefinida con la bata gris oscuro de los empleados del museo— apagó la luz y corrió las cortinas de las ventanas, y la habitación se sumió en la oscuridad. El rollo mutilado, llamado «Sutra de Tumchuq», era tan valioso y estaba en tan mal estado que los visitantes sólo podían verlo en diapositivas, que no tardaron en hacer su tímida aparición en el halo de luz, oscilando ligeramente sobre la pantalla, montada en un marco de madera, mientras el proyector, manejado por el empleado de la bata gris, empezaba a ronronear como un gato al que se acaricia. El rollo, a la vez extraño y familiar, apareció primero en su conjunto, ya restaurado y sin el menor rastro visible de desgarro, al menos en la foto. La escritura era demasiado pequeña para poder leerla. Tuve que esperar armada de paciencia las sucesivas apariciones de varios primeros planos para ver el rollo mutilado, amputado, su estado durante ocho decenios, antes de que la otra parte, dada por desaparecida desde 1932, volviera a la luz. Algunas letras, casi borradas, se adivinaban a duras penas. Una de las imágenes recordaba una foto de la Sábana Santa de Turín tomada un siglo antes, en la que se percibía la huella apenas visible de un cuerpo.

Mientras aquellas tomas profesionales, detalladas, de una nitidez irreprochable, aparecían proyectadas sobre la pantalla, volví a ver la imagen de Tumchuq, que me había iniciado en aquel texto sagrado, y no pude evitar recitar como él, palabra a palabra, el desciframiento de su padre:

Una noche sin luna, un viajero solitario avanza por un largo sendero que se confunde con la montaña, como la montaña con el cielo; pero en medio del camino, en un recodo, da un paso en falso. En su caída, se agarra a una mata de hierba que retrasa momentáneamente el fatal desenlace. Mas sus manos no tardan en quedarse sin fuerzas y, como un condenado a muerte en el instante supremo, lanza una última mirada abajo, donde no ve más que la profundidad de las insondables tinieblas…

Tras una pausa de unos segundos que se me hizo eterna, el proyector volvió a encenderse, las motas de reluciente polvo revolotearon en el haz de luz y la parte extraviada del rollo, la razón de mi presencia allí, apareció en primer plano. Yo temblaba de pies a cabeza, como si tuviera delante a un resucitado. Sin saber lo que hacía, me levanté de la silla y avancé hacia la pantalla, donde la proyección de mi sombra vaciló, a punto de caer, siguió avanzando y se inmovilizó. Llorando, toqué las letras, una tras otra, acariciando la textura de la tela, que me recordaba el hábito de monje de Tumchuq y los trapos en las patillas de las gafas de Paul d’Ampère, mientras el ronroneo del proyector despertaba en mí una vaga y lejana reminiscencia sonora, el canto de las dunas que me había descrito Tumchuq: primero es un murmullo sordo, confuso, lejano, como el zumbido de un ejército de mosquitos invisibles encerrados en algún sitio y buscando la salida. El rumor de una corriente bajo la arena, el dulce susurro de una fuente mítica. El íntimo rugido de un río que corre entre las dunas. Luego, el zumbido se acerca: un zumbido de abejas, o más bien de un enjambre de avispas y moscas azules que se arremolinan, locas de rabia. Y se detiene. Un eco apenas audible. Una pausa de unos segundos, tras la que el zumbido comienza de nuevo, aumenta, se convierte en amenazadora vibración, como si unos espíritus ancestrales tocaran juntos el tambor bajo nuestros pies, cantando mantras; la vibración se infla, hasta parecerse al zumbido de un avión en el aire o al fragor de un trueno a ras de suelo.

—Lo que oíste un día en Manchuria —le había contado a Tumchuq su madre— es el canto de las dunas. No todas las dunas manchúes cantan; sólo algunas, al otro lado de la Puerta Oeste de la pequeña ciudad donde estaba exiliado tu abuelo Setenta y Uno. El primer día del año acudía todo el mundo: hombres, mujeres, niños, viejos, ricos y pobres, vestidos con su mejor ropa. La única vez que te llevé a mi tierra natal tenías cuatro años. Era la primera fiesta a la que ibas. Estabas nervioso desde la víspera. Temías que nos olvidáramos de ti, o que llegáramos tarde. Nos levantamos a las cinco de la mañana y salimos en ayunas, pero llevábamos provisiones. Te vestí como a un verdadero príncipe… ¿Recuerdas el traje de peonías? ¿No? Era de satén berenjena acolchado, con forro de seda y bordados de peonías, las flores del Año Nuevo, con grandes pétalos rojos, blancos y azules, y hojas verdes, y mariposas tumchuq que volaban en pareja o en pequeños grupos sobre las flores, bordadas tan finamente que se veía que cada una tenía los ojos de un color. Un vestido que se cerraba por el costado derecho, a la antigua moda imperial, con una larga abertura lateral adornada con bordados de brocado gris perla; era recta hasta la cintura y luego subía en diagonal hasta el cuello redondo, decorado con tres cintas de seda azul, con pequeños signos bordados que significaban «felicidad». Tenía unas mangas de satén negro muy anchas, anchísimas, y tan cortas como las de una camiseta, bajo las que asomaban las mangas amarillas de tu chaqueta acolchada. Era muy bonito, y tú estabas muy orgulloso. Todos lo estábamos. Y de las botas de seda, ¿te acuerdas? ¡Qué preciosidad, cuando caminabas por la arena! Las suelas eran de seda blanca; el pie, de seda azul oscuro, y la caña, de seda amarilla, un amarillo luminoso, vivo, adamascado con dibujos de nubes, como exigía el rango de nuestra familia. Tu bisabuelo las había calzado. La parte de arriba era curva, y el ribete estaba adornado con un galón de brocado azul, con bordados de dragones dorados que bailaban sobre unas olitas multicolores. No querías que te llevaran las criadas. Brincabas y subías con los demás hasta la cima de una duna bastante empinada. El sol, que apenas había salido, se ocultaba detrás de las nubes, pero la gente se aglomeraba. Sentados en la arena, comimos bolas de sésamo fritas. La gente se dejaba caer por las pendientes de las dunas, en medio del guirigay de risas y gritos. Unos corrían y se hundían en la arena hasta las rodillas. Otros rodaban pendiente abajo. Sí, hay que moverse, correr, empujarse, si no las dunas no cantan. En determinado momento, el sol hizo brillar miles de agujas de oro, y la duna se movió bajo los pliegues de arena. Cedió. En una primera avalancha, las masas de arena se soltaron y se deslizaron por la pendiente en que la gente había corrido. Las placas de arena, bastante compactas al principio, se separaban, se movían, se desmoronaban, caían por todas partes entre nubes de polvo, de las que se elevaban unos extraños zumbidos que todos escuchábamos conteniendo la respiración. En las dunas vecinas se repetía el fenómeno. El ruido provocado por las avalanchas de arena fue en aumento, y al fin se oyó una explosión, que parecía un trueno. Te asustaste tanto que gritabas «mamá, mamá» tapándote los oídos con las manos.

A mí también me parecía oír ese canto de la arena mientras descifraba la parte extraviada del rollo, el final del sutra:

En sus oídos suena una voz: «Suéltate, la tierra está ahí, bajo tus pies.» El viajero, confiado, obedece y aterriza sano y salvo en un sendero que se encuentra a menos de treinta centímetros bajo él.