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Bajando por un sinuoso sendero del bosque cercano al monasterio, descubrí plantas de perpetua, que reconocí por la forma de pájaro de sus flores rojas y amarillas, y también mangos, naranjos y aguacates, bajo los que asomaban unas vainas de cacao. Avanzaba entre la vegetación con pasos todavía indecisos, pero poco a poco recuperé la energía, hasta el punto de que, al pasar ante un samán, un árbol de la lluvia, sin saber por qué me colgué de sus gruesas y flexibles lianas y me balanceé en el aire como una cría. Bajo aquellos frondosos árboles se camuflaban los dormitorios de los monjes, grandes cabañas enlucidas con cal que contenían quince habitaciones, cuyas camas, planchas de madera sobre troncos hundidos en la tierra batida, se veían por las puertas entreabiertas. Delante de cada barracón, hábitos y túnicas monacales todavía húmedos colgaban muy juntos de largas cuerdas de tender. Detrás de los dormitorios, que aparentemente carecían de pozo, vi a unos monjes enfrascados en su aseo matinal alrededor de los toneles colocados bajo los canalones que recogían el agua del tejado. A modo de dentífrico, cortaban una ramita de un árbol cuyo nombre desconozco, una especie de hibisco, y aplastaban uno de los extremos para frotarse los dientes con él. Cuando me vieron, desviaron la mirada, incómodos.

El molino donde se fabricaba el papel en que se imprimían los libros sagrados se hallaba fuera del recinto del monasterio, en un meandro de un río, sin duda un pequeño afluente del Irrawaddy. Era una reliquia intemporal con enormes ruedas que tardé en ver debido a la neblina matinal todavía muy densa, aunque oía su vago ronroneo. De pronto surgió de la calima como un gigante hecho de enormes piedras musgosas que chorreaba agua y parecía venir a mi encuentro con arcaica lentitud, antes de quedar ingrávido, devorado por otra cortina de niebla aún más densa.

Aquella bruma reptaba, se estiraba y se inmovilizaba de vez en cuando, a tal punto que pronto no supe si soñaba o volvía a ser víctima de la fiebre tropical, sobre todo cuando crucé el umbral y penetré en aquella estructura misteriosamente espectral, cuya armazón, ennegrecida por el tiempo, parecía perderse entre las nubes. Por los altos ventanucos se filtraban algunos rayos de luz matutina. En la penumbra, dos monjes, que tan pronto hablaban alto como a media voz, vigilaban la muela y vaciaban sobre el recorrido circular de la piedra cestos llenos de materia prima, cortezas de una especie de abeto local cuya cara interna era blanca. A base de repetidas pasadas, la muela despedazaba las cortezas y las prensaba hasta extraer una savia cruda, inmaculada, que a continuación se mezclaba con agua para transformarse en «pasta de papel de Pagan», que repelía los insectos, según me explicaron. Me agaché y con la punta del dedo toqué aquella materia viscosa y tibia, cuyo olor me recordaba el de los medicamentos chinos. En ese mismo instante creí verlo tras la blanca niebla y me estremecí. «Es él —me dije—, es Tumchuq quien está ahí, en el otro extremo del molino.» Tenía la misma estatura, el mismo modo de inclinarse ante un barreño de agua como antaño se inclinaba hacia los cestos de berenjenas. Estuve a punto de gritar su nombre, a riesgo de poner en entredicho mi salud mental delante de los monjes. La ilusión se disipó a medida que avanzaba hacia ella, pero me quedé estupefacta ante el parecido entre Tumchuq y aquel monje con el torso desnudo que, en ese momento, hundió en un barreño una gran criba de madera llena de pasta de papel mojada. Cuando el agua le llegó a los codos, permaneció en esa postura con tal concentración que, en lugar de una fracción de segundo, su inmovilidad pareció durar una eternidad. Meneó suavemente la criba dentro del barreño con un movimiento apenas perceptible y luego la sacó sin vacilar. La informe masa de pasta se había transformado en una hoja, que el monje parecía haber arrancado de las profundidades de la nada. Sólo quedaba ponerla a secar fuera. Pero cuando el monje levantó los ojos y me vio, su sonrisa dio paso a una expresión de apuro, mezclada con un deje de miedo.

En el taller de xilografía, por el contrario, reinaba un profundo silencio. De lejos parecían pequeñas manchas luminosas, relucientes como los minúsculos halos amarillos que rodean la cabeza de los santos en los frescos religiosos, pero al acercarme comprobé que se trataba de los cráneos rapados de una veintena de monjes sentados unos juntos a otros en una amplia sala, afanados en grabar las planchas de madera destinadas a la impresión de los textos sagrados. La mayoría sostenía una lupa sobre el ojo derecho, pero algunos sobre el izquierdo, y cada uno trabajaba bajo una lámpara cuyo haz iluminaba una superficie precisa. Había que aguzar el oído para percibir el chirrido de la madera mordida por los punzones de los grabadores, a veces un ligero crujido seguido de un suspiro. Sin duda a causa de sus lupas de relojero, tenía la sensación de estar rodeada de toda clase de tictacs de péndulos, despertadores, relojes de pulsera y demás mecanismos del tiempo, de los que la propia xilografía es un perfecto ejemplo.

Primero, una hoja de papel con el texto manuscrito se adhiere en posición invertida a una plancha de madera del tamaño aproximado de un libro, hasta que la tinta penetre en ella y deje una huella nítida de la escritura. A continuación se retira la hoja y, poco a poco, milímetro a milímetro, va vaciándose la plancha de madera (preferiblemente, madera dura) hasta que no queden más que las letras en relieve. El juego del punzón y el lento tallado de las letras eran tan sutiles que, tras estar observando un rato, se me nubló la vista, como si la hubiera tenido clavada en una hormiga que roía un grano de arroz. La talla de una sola letra duraba entre diez y veinte minutos, de forma que apenas se apreciaba el progreso del trazo. Más tarde, me enteré de que un grabador no puede grabar más de dos líneas de texto al día y suele necesitar más de diez para acabar una página —una plancha de madera— de texto en pali de las enseñanzas predicadas por Buda dos mil quinientos años antes. Y un solo segundo de distracción, el menor gesto descuidado, puede obligarlo a empezar de cero.

El sonido de los cinceles, las luces individuales, las lentes de relojero tras las que se ocultaban los ojos, sin duda fijos, inmóviles, un tanto desorbitados y probablemente muy hermosos, un carraspeo, la mano derecha de un grabador que esculpía la madera, con un surtido de punzones de diversos tamaños en la izquierda, bocas que soplaban con suavidad sobre las planchas levantando un polvillo de madera que la luz transformaba en polvo de oro… todo aquello constituía un mundo aparte. Varios monjes reparaban viejas planchas, en algunos casos de ciento cincuenta años de antigüedad, que había que volver a contornear parcialmente, porque el relieve de las letras se había gastado, signo inequívoco de una tirada muy grande. Allí el tiempo permanece inmutable, tan inmutable como el dogma, y de pronto me puse a pensar en los tres años durante los que Tumchuq había trabajado en aquel lugar grabando en relieve, en talla, en reserva, dos líneas al día, sin contar los que había pasado en la cocina y el molino de papel. Seguramente, si hubiera tenido la menor idea de la paciencia que le exigiría aquella Larga Marcha titánica, jamás se habría embarcado en aquella búsqueda de la versión íntegra de un manuscrito desgarrado que tanto sufrimiento había causado ya a su padre. Me resultaba difícil, por no decir imposible, imaginar la mirada de Tumchuq la primera vez que acabó de grabar una plancha, la acercó a la lámpara para comprobar algunos detalles y luego prescindió de la lupa de relojero para apreciar la obra en su conjunto, las solemnes letras, los exquisitos gruesos en lo alto de las astas, el contraste entre la anchura de una vocal y la estrechez de una consonante, entre el grosor de los trazos verticales y la finura de los horizontales, la nitidez de un pequeño signo doble, la seguridad de los trazos, la calidad de los diacríticos… Nadie puede permanecer indiferente ante la belleza de una plancha. Luego, la entregaba al taller de impresión, donde aplicaban una capa de tinta sobre la superficie, le ponían encima una hoja de papel virgen y, mediante un suave cepillado del dorso del papel, imprimían la hoja, que retiraban al instante. Las letras en relieve de la plancha aparecían en negro, brillantes, todavía húmedas, sobre el fondo blanco del papel. Sólo los títulos de capítulo, cuyas letras se graban en talla o en reserva, se imprimen en blanco sobre fondo negro.

El sol se alzaba apenas. El camino de arena cuidadosamente barrida, sin una sola hoja seca, relucía bajo mis pies desnudos y yo sentía cada uno de mis pasos como un acto de meditación. Con su arena y sus piedras, esparcidas al azar como sobre las cenizas apagadas, lisas, acabadas, frías de pasiones, sin una sola ascua que amenazara con reavivarse, el pequeño sendero se asemejaba a la vida de quien lo seguía. Tal vez su creador quería recordarnos de ese modo que nuestras huellas desaparecían como los hermosos días de nuestra existencia, con el primer soplo de viento, sin dejar el menor rastro.

Yo sospechaba que aquel sendero de arena era obra del propio Tumchuq, porque se parecía al «mar de piedras» creado por Paul d’Ampère en el castillo de Saint-Paul-de-Fenouillet, que había visitado siendo una adolescente y cuyo suave chapoteo había descrito a su hijo.

El sendero arenoso me condujo hasta la entrada de la gruta del Tesoro, cuyo guardián, un monje anciano, estaba limpiando una plancha con pasta de sándalo. A mi llegada, encendió un cubito de alcanfor en un plato de cobre y, con aspavientos, me invitó a rozar la llama con la yema de los dedos y a continuación tocarme la frente. Luego, sin decir palabra, abrió la puerta y me dejó entrar. En la enorme gruta, de una profundidad insondable, reinaba la penumbra, casi la oscuridad. La luz del día, que apenas se filtraba por la única abertura horadada en la misma roca y medio oculta por la vegetación, se difuminaba a medio camino y se desvanecía antes de llegar al suelo. En la pálida claridad, que parecía lunar, distinguí la silueta de una estupa gigante con numerosas gradas que se alzaba en el centro de la cueva y en cuya cúspide, de una altura prodigiosa, relucía un tejado dorado. De pronto, como en una alucinación, oí el clic de un interruptor y el edificio, iluminado desde el interior por innumerables lámparas, apareció en todo su esplendor. Su zócalo piramidal y cada uno de sus ocho niveles, sostenidos por pilares, eran de mármol blanco finamente esculpido, pero las paredes consistían en paneles de vidrio que dejaban ver anaqueles escalonados hasta el techo de cada piso, atestados de planchas grabadas, apretadas unas contra otras, como miles y miles de gruesos volúmenes de una enciclopedia, la mayor del mundo; una enciclopedia de madera que atestaba los ocho niveles de la estupa y los anaqueles que se sucedían hasta donde alcanzaba la vista, hasta el infinito, según me parecía. La prisión rocosa la aislaba del exterior, borraba el presente, las estaciones, la lluvia, el calor… Apenas podía distinguirse la noche del día. Las voces, un ruido de pasos, una tos, producían un eco sordo, como el confuso rumor de un río o el fragor de un temblor subterráneo. Las golondrinas, que al principio tomé por murciélagos, surcaban el aire, me rozaban el pelo con las alas y algunas casi se estrellaban contra las paredes de cristal, iluminadas como un palacio de la memoria, un anfiteatro de planchas eternas. Cuando subí la larga y empinada escalera que ascendía hasta el centro de la estupa y accedí a los anaqueles por una escala de bambú, me topé con la primera huella inequívoca de Tumchuq: unas cifras escritas con cúrcuma que adornaban con doradillo las sagradas planchas, sin duda para numerarlas. Eran cifras de trazos conocidos, como las que antaño había visto en la verdulería escritas con tiza en los letreros de los precios, o a lápiz en los libros de cuentas de la tienda. A juzgar por el esmero que había puesto Tumchuq en el último piso, me di cuenta de que era allí donde se encontraba el centro de su atención, hacia el que habían convergido a lo largo de los años sus esfuerzos, por no llamarlos sufrimientos. A la entrada, colgado del dintel, había un cuadro de madera afiligranada donde, en mayúsculas doradas sobre fondo azul, se leía «jataka», el nombre de las obras sagradas que relataban las vidas anteriores de Buda, que constituyen uno de los corpus fundamentales de sutras en lengua pali, y cuyo contenido y estilo narrativo se aproximaban más al texto en tumchuq del rollo mutilado, según Paul d’Ampère. Allí, las planchas grabadas eran muy numerosas, con etiquetas que indicaban los títulos y las resumían en pali y birmano, que, por desgracia, me resultaban indescifrables. Algunas etiquetas iban acompañadas de una sencilla ilustración (¿un capricho del archivista o una ayuda para los monjes iletrados?), en muchos casos, dibujos de los animales en que se encarnara el futuro Buda: búfalo, león, elefante, asno, caballo, camello, ciervo, tigre, y muchos pájaros también: perdiz, gorrión, herrerillo, paloma, cigüeña, tórtola, etcétera. El dibujante parecía sentir predilección por el periquito, y de pronto recordé que su padre había asegurado a Tumchuq que ese volátil era el lingüista más eminente del planeta. Su plumaje de un sedoso gris, su pico negro, el penacho rojo que coronaba su cabeza y, sobre todo, su mirada, estremecedoramente humana… Yo sabía que al dibujarlo recordaba a su padre. Como en la casa, tampoco había muebles, a excepción de una hamaca de tela descolorida que colgaba entre los anaqueles y en cuyas gruesas cuerdas se habían grabado las profundas marcas del tiempo pasado en los postes que la sujetaban. En algunos puntos, la gastada cuerda sólo conservaba fibras retorcidas, enredadas y renegridas, y las esterillas de juncos que cubrían el suelo habían ido desplazándose bajo los pies del amo del lugar. ¿Cuántas idas y venidas hacía en una sola noche de insomnio? ¿Miles? Movida por el deseo de saber, conté el número de planchas grabadas, primero las de aquel piso, y luego, nivel a nivel, las de toda la estupa. La cifra total, por impreciso que pudiera ser mi cálculo, rondaba las doscientas mil, sin considerar las planchas, los iconos, las matrices, los grabados sobre madera estropeados que se amontonaban en gruesos sacos en el sótano. Dado que por término medio un sutra consta de treinta páginas, es decir, treinta planchas grabadas —una hipótesis nada apresurada—, estimé en siete mil el número de textos del canon budista que Tumchuq había examinado con su lupa de relojero. Día y noche, en invierno y verano, año tras año, hasta agotar los inestimables fondos del monasterio. Su vista debía de haberse debilitado y estropeado probablemente sin conseguir el objetivo que se había marcado ante la tumba de su padre once años atrás: hallar el texto íntegro del rollo mutilado, en la lengua que fuera. Mi intuición femenina me decía que su viaje a Japón formaba parte de esa interminable búsqueda, su proyecto inacabado, como un nuevo paso, si no el último. Aquel sutra que se consideraba perdido para siempre podía surgir en cualquier momento, de la nada y contra toda esperanza, en el mercado de libros antiguos de Kioto, en los sótanos de una biblioteca del ejército japonés o de una institución religiosa nipona. Me pregunté si, en su obsesiva búsqueda del sutra, Tumchuq, tan acostumbrado a vivir y contentarse con poco y, como su padre, un aventurero nato, habría resistido la tentación de repetir su experiencia birmana en Japón y desaparecer, para vagar sin identidad ni documento oficial, investigar, aprender la lengua del país y seguir investigando hasta encontrar otro fondo tan inestimable como el del monasterio de Pagan.

La puerta de la gruta se abrió, y, a contraluz, dos siluetas negras, casi dos sombras, se deslizaron silenciosamente dentro: eran el segundo del monasterio y mi intérprete, que venían a invitarme a una gran ceremonia de exorcismo y oración a Buda para que bendijera y protegiera al superior Tumchuq, amenazado por el fantasma del infortunio. Debería haber sospechado que se había producido una desgracia, teniendo en cuenta el apuro de los monjes en cuanto me veían aparecer. Las palabras que salían de la boca de las dos sombras, todavía a contraluz, resonaban en la gruta y el eco les confería tal irrealidad que me costaba entender a mi traductora; pero no necesitaba sus explicaciones para adivinar. Me temblaban las piernas, se me doblaban las rodillas y la estupa parecía querer derrumbarse bajo mis pies. La noticia había llegado dos días antes, mientras la fiebre me tenía postrada. Según el telegrama enviado por la conferencia internacional de los budistas de Kioto, Tumchuq había sido detenido por la policía de aduanas en el aeropuerto, donde el monje japonés que fue a esperarlo había presenciado la escena. Lo acusaban de estar en posesión de un pasaporte laosiano falso.

—Es el primer pasaporte que ha tenido —me explicó el segundo del monasterio—. Días antes de emprender viaje lo compró a un individuo especializado en ese tipo de transacciones, en parte por las prisas y en parte por despreocupación. Desgraciadamente, en lugar de un pasaporte birmano, lo que le entregaron fue un pasaporte de Laos. Uno falso.

Así pues, pese a su hábito de monje y la intervención de sus correligionarios japoneses, Tumchuq había sido conducido a Laos de inmediato y entregado a las autoridades judiciales del país, donde el delito de usurpación de identidad se castigaba con cadena perpetua.