43

Teresa Urbach solo se separó del diván de Palafox cuando el anatomista dejó por fin de hablar y cayó en una especie de sopor tranquilo. Ni sus ojos ni sus labios temblaban ya, pero su piel seguía helada y un sudor espeso le recorría la frente en grandes surcos traslúcidos. Teresa se inclinó sobre él y depositó un beso en su mejilla. Luego sacó un pañuelo y limpió la huella de sangre que sus labios partidos habían dejado sobre la piel mal afeitada.

—Déjeme que le mire esas heridas —dijo entonces Adela—. Tiene usted un aspecto terrible.

Teresa se esforzó en devolverle a la muchacha una mínima sonrisa.

—Tú tampoco estás para irte a pasear por los Campos Elíseos —apuntó, señalando las manchas de sangre que cubrían su vestido.

Adela tomó una jarra de agua de la pila que había en un rincón de la habitación y la dejó sobre la mesa auxiliar, junto al maletín y los demás objetos del doctor Carrera.

El cuerpo del alienista ya no estaba allí: dos celadores lo habían trasladado hacía un rato a un cuarto vecino. También Patricio, Laura y las otras enfermeras se habían marchado en busca de un lugar más adecuado donde suturar la herida del muchacho.

—El señor Palafox se pondrá bien, ¿verdad? —preguntó Adela, humedeciendo con un paño mojado los labios de Teresa y limpiando la sangre seca que manchaba su nariz—. Despertará y volverá a ser el de siempre, ¿verdad?

La novelista no lo dudó un instante.

—Seguro que sí.

Adela sonrió de nuevo. En silencio, siguió limpiando el rostro de Teresa con una concentración y una delicadeza que conmovieron a la mujer.

—Me has salvado la vida, Adela —murmuró—. Si no te hubieras lanzado encima de ese…

La muchacha la interrumpió, poniéndole el paño sobre los labios.

—Usted haga que el señor Palafox sea un hombre feliz —replicó tan solo.

Algunos minutos más tarde, cuando Octavio Reigosa entró de nuevo en la habitación, Teresa estaba hojeando las últimas páginas del cuaderno del doctor Carrera y tenía en la cara una expresión que el inspector no trató de interpretar.

—¿Algún cambio? —preguntó.

Adela estaba sentada a los pies del diván de Palafox con las mejillas arreboladas.

Fue ella la que le respondió.

—Parece dormido. Laura le ha estado mirando las constantes hace un momento y dice que están bien. Le ha dado a respirar no sé qué producto, pero no se despierta.

—¿Ha seguido hablando?

—¿Después de que usted se marchara? —La criada se puso en pie y se aproximó a Reigosa—. Ha hablado todavía un rato más. Pero no ha dicho nada que tuviera sentido, ¿verdad?

Teresa cerró el cuaderno y lo dejó sobre la mesa. En lugar de confirmar las palabras de Adela, se acercó también ella a Reigosa y observó:

—Tiene usted aquí lectura para varias semanas, inspector. El maletín está lleno de informes relacionados con las investigaciones de Carrera. Y el cuaderno, por lo que he llegado a entender, parece un diario particular del caso de Andreu. Las últimas anotaciones son de esta misma mañana. —Luego, reparando en el aspecto del policía, preguntó—: ¿Cuántas costillas tiene rotas?

Reigosa se encogió de hombros sin apartar la vista de Palafox.

—Las suficientes para tomarme unas vacaciones a partir de mañana —murmuró—. Aunque todos sabemos que eso no va a suceder.

Teresa sonrió tristemente y posó una mano cálida en la mejilla del inspector. La retiró enseguida y preguntó:

—¿Lo han atrapado con vida?

Reigosa agitó la cabeza de izquierda a derecha.

—Su disfraz lo ha matado —dijo, y les explicó a Teresa y Adela lo sucedido en el arco de Santa Ana—. Al menos tenemos a Carcasona —concluyó—. Él sí acabará pagando su delito, aunque sea con tres años de retraso.

—El señor Urbach nos ha explicado lo que creen que sucedió —intervino Adela—. El doctor Carrera pagó hace tres años a ese hombre, Carcasona, para que drogara al señor Palafox y lo hiciera cometer un error durante la intervención. Así pudo convertirlo en su paciente y estudiarlo a su antojo durante meses. Fue eso lo que pasó, ¿verdad? —preguntó con cara ansiosa la muchacha—. El señor Palafox no tuvo la culpa de la desgracia que le sucedió a la señorita Ferrer, ¿verdad?

—Eso parece —asintió Reigosa—. Palafox debió de descubrirlo esta mañana. De ahí la nota que escribió. Y de ahí también…

—Que nos salvara la vida pronunciando el nombre de Carcasona cuando el señor Morel estaba a punto de acuchillarnos —completó Adela, mirando a su amo—. Incluso en este estado, supo que él era el Hombre de Negro. Y también supo lo que buscaba.

Supo que el señor Morel era el hombre con el que Alicia Ferrer estaba prometida cuando pasó aquello. Y le recordó que no era de nosotros de quien quería vengarse antes de que todo terminara.

Se hizo un silencio en la habitación.

Una luz radiante iluminaba la estancia e intensificaba poderosamente los colores de todas las cosas: el blanco de las sábanas, el azul de las paredes, el negro del cabello y de los ojos de Teresa Urbach y el rojo espeso, reflectante, de la sangre que manchaba el suelo de la habitación.

El viento ligero que entraba por la ventana traía un olor a incendios lejanos que al inspector se le antojó ahora un tanto fuera de lugar.

—¿Y su padre? —preguntó por fin.

Teresa tardó un par de segundos en regresar de donde fuera que sus pensamientos la habían llevado.

—Ha vuelto a la calle de Montcada con uno de sus agentes. Un celador ha dicho que están ardiendo algunos barcos en el puerto, y quiere asegurarse de que el almacén está a salvo. El ataúd del señor Manning… —La mujer no completó la frase. En lugar de ello, formuló la pregunta que Reigosa llevaba haciéndose a sí mismo desde que había abandonado el arco de Santa Ana—. ¿Llegaremos a saber qué ha sucedido durante estos últimos días, inspector?

El hombre asintió con seguridad.

El rostro desdentado del obispo Riera volvió a materializarse en su imaginación, y su voz pronunció de nuevo las últimas palabras que Reigosa le había escuchado en la torre de Canaletas.

«Suceda lo que suceda durante el día de hoy, recuerde que todo tiene un sentido. Todo lo que sucede en esta ciudad lo tiene… aunque nuestro pobre entendimiento no siempre alcance a comprenderlo».

—Llegaremos a saberlo —aseguró—. Aunque dudo que lleguemos a entenderlo. —Y mirando por última vez el perfil en calma de Palafox, se dio media vuelta y murmuró—: Si me disculpan…

Teresa Urbach se limitó a inclinar la cabeza y sonreírle tristemente; pero algo en su mirada le dijo que sabía adónde se dirigía.

Adela le sonrió también, y su rostro recobró fugazmente ese aire travieso de niña del Raval que Reigosa llevaba lamentando desde que Palafox la había tomado a su servicio. Esta vez, sin embargo, al inspector le reconfortó ver aquella sonrisa. Tal vez el futuro de Adela no pasara por una celda de la prisión de Amalia, después de todo.

Tal vez el olfato y la intuición de Andreu Palafox estuvieran, para algunas cosas, mejor afinados que los suyos propios.

—Pídale a Laura que le mire esas costillas, inspector —la oyó decirle cuando salía de la habitación—. No queremos que se nos muera usted sin habérnoslo explicado todo antes bien…

El pasillo que conducía hasta la habitación de la paciente sin memoria estaba tan vacío como la mañana anterior, cuando Reigosa había hecho ese mismo trayecto en compañía del doctor Carrera. La puerta estaba cerrada, pero se abrió justo cuando el inspector iba a empuñar su picaporte. Laura apareció en el umbral con un montón de trapos y toallas en la mano y con la cabeza cubierta por una tupida redecilla negra.

Su rostro se iluminó agradablemente al ver a Reigosa.

—Menudo día, inspector…

Reigosa emitió un gruñido de asentimiento y, tras una breve vacilación, procedió a tenderle la mano a la enfermera.

—No me has mentido esta mañana —dijo—. Has asegurado que cuidarías del señor Palafox, y así lo has hecho. La señorita Urbach y yo estamos orgullosos de ti.

Las mejillas de la muchacha se encendieron violentamente.

—Gracias, inspector —replicó con un hilo de voz, estrechando la mano de Reigosa. Y volviendo la cabeza de inmediato hacia el interior de la habitación, dijo—: Si quiere verla, acabo de cambiarla de ropa y de darle de comer. La pobre ha estado abandonada toda la mañana.

Laura se hizo a un lado y dejó que Reigosa cruzara el umbral de la puerta. Luego murmuró una despedida y desapareció por el pasillo con paso danzarín.

La mujer estaba sentada en el mismo sillón del día anterior. También su posición era la misma: enfrentada a la ventana con las manos posadas sobre el regazo, la espalda muy recta y la cabeza ligeramente caída hacia atrás. Tenía los labios entreabiertos, y por ellos asomaban unos dientes que parecían apretados con fuerza. Un agradable aroma a jabón y a colonia llenaba la estancia, y el aire que entraba por la ventana agitaba casi imperceptiblemente sus cabellos y la tela ligera del modesto camisón que la cubría.

Sobre la mesa que había junto al sillón, una rosa solitaria asomaba de un vaso de agua.

Los ojos de la mujer eran tan azules y brillantes como el inspector los recordaba.

Hoy también estaban abiertos de par en par, y seguían mirando ciegamente el pedazo de cielo sin nubes que asomaba sobre los tejados del barrio de Santa Ana. Solo que tal vez no era eso lo que miraban, pensó ahora Reigosa, mientras se acuclillaba junto a ella para observar más de cerca el pulso tranquilo de su respiración.

Tal vez los paisajes que esos ojos miraban pertenecían a una ciudad muy distinta de la que sus cuerpos habitaban.

—Un día volverá —murmuró al oído de la mujer—. Un día encontrará el camino de regreso. Yo confío en usted.

Luego se puso en pie, rodeó el sillón y dejó encima de la mesa, junto al vaso con la rosa solitaria, las tres monedas romanas que llevaba en el bolsillo desde su visita a Santa Clara. Y solo entonces salió en busca de alguien que le mirara de una vez aquellas malditas costillas.