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Las campanas de la catedral acababan de tocar las once cuando los dos hombres separaron sus caminos en la plaza de San Jaime. Reigosa enfiló la bajada de la Prisión con el paso resignado de quien tiene todavía varias horas de trabajo por delante, coronado por su sombrero de inspector del Cuerpo de Vigilancia y enfundado en una levita negra cuyo paño, grueso y ya fatigado, resultaba a todas luces excesivo para una noche de principios de agosto como aquella.
Palafox, por su parte, atravesó la plaza desierta y tomó la calle de la Ciudad sumido en sus propios pensamientos. No reparó en los dos niños que dormían abrazados debajo de una carreta en la plaza del Regomir, a la sombra de la torre del viejo castillo, ni vio tampoco las luces encendidas en el último piso de un edificio cuya puerta lucía una cruz negra pintada con tinta fresca. Una anciana vestida con decoro acariciaba el lomo de un perro negro bajo el arco de un callejón cubierto, pero ni su mirada perdida ni la botella que tenía entre las piernas atrajeron la atención de Palafox.
Cuando su mano derecha introdujo la llave en la cerradura de la casa en la que llevaba viviendo toda su vida, en el número trece de la calle del Regomir, la imaginación del anatomista seguía vagando sin rumbo por los pasadizos subterráneos del convento de Santa Clara.
Como siempre que salía de noche, Adela, su criada, lo aguardaba con cara de pocos amigos en lo alto de la escalinata que daba acceso a la planta noble del edificio.
Las cenizas que flotaban en el aire habían cubierto el suelo del patio como una fina capa de nieve gris, y su rastro se advertía incluso sobre la humilde tela del vestido de la muchacha.
—Te había dicho que no me esperaras despierta —dijo Palafox—. Has visto que me he ido con el inspector Reigosa.
—Pero no ha vuelto con él.
—Me ha acompañado hasta la plaza. Tenía que ir al puerto.
Los ojos de la criada se iluminaron al instante.
—Dicen que ya han ardido cinco barcos extranjeros —anunció, pronunciando aquella última palabra con una cierta reverencia—. Y que han prendido fuego a varios almacenes.
Palafox subió los últimos peldaños de la escalinata y comprobó que las cenizas habían alfombrado también el suelo de la galería cubierta. La niebla comenzaba a levantarse, pero los contornos de la realidad seguían emborronados por una especie de lente distorsionadora que aplicaba un filtro de distancia y de misterio incluso al rostro familiar de Adela.
—Y eso te lo ha dicho…
—Han venido dos repartidores mientras usted estaba fuera. Y los dos habían estado husmeando por el puerto. —La muchacha se adelantó para abrirle a Palafox la puerta del piso—. Dicen que aquello era como una fiesta con fuegos artificiales.
Palafox dejó el maletín en el suelo y aguardó a que su criada le retirara la levita.
Él mismo se aflojó el corbatón y los puños de la camisa.
—Extraños repartidores eran esos, trabajando de noche y con toque de queda —observó.
En el rostro de la muchacha aleteó la sombra de una sonrisa traviesa.
—A mí también me ha parecido raro —murmuró—. ¿Qué quería el inspector?
Palafox agitó la cabeza de izquierda a derecha.
—Un asunto oficial. Nada que pueda contarte.
—Ya. —Adela colgó la levita en una percha y fue a encender los tres brazos de la lámpara de aceite que presidía la mesa del salón. Al pasar junto al único sillón que había en el mismo, lanzó al aire una patada que apenas mereció un cortés ronroneo por parte del gato que dormía arrellanado sobre él—. ¿Interesante?
—No puedo hablar de ello.
—Entonces no ha sido interesante.
Palafox tomó asiento en una de las cuatro sillas que había dispuestas en torno a la mesa. Observó cómo la muchacha terminaba de encender la lámpara, y aguardó a que le acercara acto seguido el servicio de licores y le ofreciera una copa de anís.
—Ha sido muy interesante —dijo por fin, tras humedecerse los labios en el licor—. El inspector Reigosa no se molesta en llamarme si no tiene algo original entre manos.
—Yo pensaba que ya solo le llamaba si había sotanas de por medio…
Palafox ignoró parejamente el tono de voz de la criada y la expresión burlona de su rostro.
—Mis buenas relaciones con el obispo han resultado de utilidad para el inspector en más de una ocasión —concedió—. Como lo han sido también mis conocimientos de anatomía.
La muchacha desapareció en las profundidades de la casa y reapareció al cabo de un par de minutos cargada con una bandeja llena de platos de porcelana y cubiertos de plata. Para entonces, Palafox había apurado ya su copa de anís y se había servido otra de un vino recién llegado aquella misma mañana de Burdeos. Un regalo inesperado de su último cliente satisfecho: un criador de caballos francés aficionado a los relojes de factura oriental y a los autómatas prusianos, y rendido ya también, para fortuna suya, a los ecos de una fama que no dejaba de extenderse por los ambientes adecuados del continente.
—¿Un muerto o una muerta? —preguntó Adela, mientras disponía ante su amo una colorida selección de fiambres y varias rebanadas de pan untado con tomate y aceite.
—¿Piensas que voy a hablarte de esto mientras ceno?
Adela frunció el ceño y ladeó la cabeza.
—Una muerta, ¿verdad? Una mujer asesinada. —La muchacha lo afirmó con admirable seguridad—. ¿Era muy joven?
No por primera vez desde que la tenía a su servicio, Palafox miró a su criada con una mezcla de respeto e inquietud involuntarios. A sus trece años, aquella muchacha criada en las peores calles de Barcelona y desprovista de cualquier clase de educación digna de tal nombre poseía, sin embargo, ciertas facultades de observación y razonamiento que él mismo, cumplidos ya los veinticinco, con sus antecedentes familiares impecables y sus estudios de primer orden, era incapaz de advertir sin asombro.
—Era muy joven —confirmó, recogiendo el tenedor que la muchacha le ofrecía y pescando con él una loncha de chorizo rojo como el solideo de un cardenal—. Pero no sabemos si la han asesinado.
Adela retrocedió algunos pasos hacia la chimenea apagada y miró a Palafox con los ojos brillantes de expectación.
—Cuéntemelo, jefe —ordenó.
El anatomista masticó el chorizo junto con un bocado de pan y miró al gato que dormía en su sillón. Una gorda bola de pelo amarillento que la criada había recogido de a saber qué alcantarilla hacía algunos meses, y que había tomado posesión del piso noble de la casa familiar de los Palafox con la misma naturalidad con que la propia Adela se había adueñado de la planta inferior.
—Te lo cuento si retiras ese gato de mi sillón.
Adela cogió al gato en brazos y lo depositó cuidadosamente junto a la chimenea.
Luego tomó asiento ella misma en el sillón y miró a su amo con expectación.
—Cuéntemelo —repitió.
Así que Palafox vació de un trago su copa de vino, se reacomodó los anteojos sobre el puente de la nariz y procedió a relatarle a la criada su primer encuentro con la Dama del Pozo.
Tras despedirse de su colega en la bajada de la Prisión, el inspector Reigosa emprendió el camino hacia el puerto meditando la mejor manera de afrontar aquel absurdo misterio que acababa de ofrecérsele en Santa Clara. Una joven enterrada dentro de un sarcófago de piedra, ataviada con una túnica de factura antigua, con los ojos y los labios sellados por relucientes monedas romanas y la frente ceñida por una guirnalda de flores muertas. Una elaborada pantomima dispuesta para sugerir la presencia de un milagro cuyos ecos, en cualquier caso, no habrían de traspasar siquiera los muros del convento que acababan de abandonar. Dentro de unas horas, aquella muchacha sin nombre recibiría sepultura en suelo consagrado y nadie sabría que había existido, más allá de un puñado de humildes clarisas educadas en la credulidad y la superstición y de unos cuantos altos cargos de la Iglesia católica cuya fe, cabía esperar, no requería de falsos milagros como aquel para fortalecerse.
—Buenas noches, inspector. Parece que haya visto usted un fantasma.
Reigosa respondió con un gruñido al saludo del militar que custodiaba la entrada a la plaza del Ángel.
—No se creería usted lo que he visto esta noche.
—Esta noche podría creerme cualquier cosa. —El militar alzó la punta de su sable hacia el cielo rojizo que los cubría—. ¿Va a ver el incendio?
—Eso me temo. ¿La noche está tranquila?
La cabeza del militar se agitó con firmeza.
—El toque de queda se está respetando debidamente —informó—. Parece que por fin la gente se ha cansado de esos obreros revoltosos.
—Eso es bueno. —El inspector alzó la vista hacia la hornacina del viejo ángel que presidía la plaza y comprobó que la estatua relucía con intensidad bajo la luz reflejada del incendio—. Ojalá sea cierto.
Reigosa cruzó la plaza en diagonal y embocó la calle de la Argentería. Los arcos de acceso a los callejones que se abrían sobre la estrecha avenida parecían aquella noche, en efecto, extrañamente desiertos. Algunas ventanas encendidas, varios perros callejeros, la carreta de una burra de la leche aguardando el amanecer en la plaza de Basea y bajo ella, entre las ruedas de madera, un niño abrazado a un muñeco de trapo: eso era todo. Las formas imponentes de Santa María del Mar brillaban también con un extraño fulgor rojizo, pero Reigosa apenas reparó en ello. La imagen de aquella muchacha tendida en el sarcófago de piedra había vuelto a ocupar por completo la mente del inspector, y su figura rubia y azulada no se desvaneció de su imaginación hasta que un nuevo militar se cuadró a su paso ante el Portal del Mar.
Como todas las noches, la muralla que fortificaba la ciudad permanecía abierta en aquel punto, pero el retén habitual de soldados que vigilaban el paso a los muelles se había multiplicado hasta alcanzar las proporciones de un pequeño batallón de combate.
También la expresión de los rostros de los soldados se antojaba menos relajada que de costumbre. En aquel punto, el olor del incendio resultaba tan intenso que dificultaba incluso el respirar con normalidad.
—Inspector Octavio Reigosa —anunció cuando el primer sable se alzó a su paso—. Cuerpo de Vigilancia de Su Majestad.
Al otro lado de la muralla, la Barceloneta parecía una pequeña ciudad extranjera colgada al borde del mar. Las calles bullían de animación, las luces de las casas estaban encendidas y por todas partes se oían risas, gritos y canciones, como si el toque de queda que regía en toda la ciudad no fuera de aplicación en aquel territorio extramuros. Decenas de hombres y mujeres no uniformados hormigueaban por los muelles, ajenos a las columnas de humo que se alzaban de los barcos incendiados y a todos los bomberos, militares y policías que trataban de hacer su trabajo a la sombra de los almacenes portuarios, mientras grupos de mocosos con las caras ennegrecidas corrían sin rumbo entre gritos de entusiasmo, como pequeños animales entregados a un festín inesperado.
—Bienvenido al paraíso, inspector —lo saludó uno de sus hombres, el agente Lafita, emergiendo de uno de los almacenes que se habían librado de las iras de los obreros en huelga—. Una noche preciosa para ver el mar, ¿verdad?
Reigosa no se molestó en responder. Aquella noche, su sentido del humor había quedado enterrado a unas cuantas varas de profundidad bajo la plaza del Rey.
—Quiero un informe completo de lo sucedido, agente.
El policía borró al instante la sonrisa de su cara y se cuadró a la manera de los auténticos militares. Era un hombre pequeño y muy delgado, de unos treinta años, que tenía el rostro picado de viruela y cultivaba con admirable tenacidad un bigotillo apenas perceptible en la distancia. Llevaba algo más de un año trabajando a las órdenes de Reigosa, y en ese tiempo el inspector había sido incapaz de decidir qué opinaba de él. Algunos días, Lafita le parecía el único hombre útil en un cuerpo integrado en su totalidad por idiotas y por incompetentes. Otros días, en cambio, le parecía un aldeano barbilampiño indigno de andar armado por una ciudad como Barcelona.
—Han ardido seis barcos, tres almacenes y parte del embarcadero de la Aduana, inspector —comenzó a recitar—. No ha habido ningún herido, y todos los incendios están ya apagados. Tenemos a siete detenidos, todos obreros sin cualificar, y conocemos varios nombres más que están a punto de caer también. Tres de los barcos quemados eran ingleses, otros dos eran franceses y el sexto había llegado de Cuba esta misma mañana. Todos traían suministros para las fábricas atacadas esta semana, salvo el barco cubano, que parece que ha ardido por error. Los militares están decididos a quedarse con el asunto —añadió el policía en tono molesto—. Hemos tratado de defender la posición del Cuerpo, pero donde hay patrón no manda marinero. El capitán Alcaraz ya le ha hecho saber al inspector Ollero que ni el Cuerpo de Vigilancia ni el de Seguridad tienen jurisdicción sobre los asuntos portuarios.
El sonido de los dos apellidos que el agente Lafita acababa de pronunciar chirrió en los oídos de Reigosa como las púas de un tenedor arañando un plato de cobre. El capitán Alcaraz y el inspector Ollero.
Sobre estos dos caballeros Reigosa sí tenía una opinión formada.
—Eso es cierto —concedió—. Los cuerpos civiles no tenemos jurisdicción sobre los asuntos portuarios. Pero sí la tenemos sobre los asuntos de desorden ciudadano. Y esto —añadió Reigosa, abarcando con un movimiento de su mano enguantada el humeante paisaje que los rodeaba— es un desorden ciudadano de primera magnitud, le guste o no al capitán Alcaraz. ¿Dónde está?
El agente Lafita frunció los labios en un gesto de abierto desprecio.
—Durmiendo en Capitanía, imagino —respondió—. Los mandos se han marchado de aquí antes de que anocheciera. En cuanto han visto que la Ciudadela no peligraba, han decidido que su presencia no era necesaria. No creo que encuentre ya despierto a nadie con un rango superior al de sargento.
Reigosa volvió la vista hacia el norte y trató de distinguir, entre el humo y la niebla, las formas de la torre de San Juan de la Ciudadela. No lo consiguió. Todo lo que vio fueron los techos bajos de las casas de la Barceloneta, y tras ellas, como un amago de metáfora imperfecta, el gran muro de sombra de la muralla penetrando en el baluarte del Mediodía.
—¿La Ciudadela no peligra? —preguntó.
—No lo parece. No esta noche, al menos. —El agente Lafita siguió la dirección de la mirada de su superior y reprimió una sonrisa—. Pero cualquiera sabe. Esta ciudad se ha vuelto loca, inspector. Y los locos son impredecibles.
El inspector Reigosa se sopló un rastro de ceniza de la manga izquierda de su levita y asintió pensativo.
—Empiezan quemando un par de telares, y al cabo de una semana ya están quemando barcos enteros. Si las cosas no van más allá, podemos darnos por satisfechos.
—Aún hay muchas cosas que quemar en Barcelona, inspector. Empezando por las iglesias y los conventos. —El agente se santiguó después de pronunciar estas palabras—. Por suerte, esta vez los vándalos parecen temerosos de Dios.
Reigosa agitó de nuevo la cabeza y recordó por un momento los viejos días de 1835, el año de la quema de conventos, cuando él mismo era un joven obrero empleado en una fábrica textil y no podía imaginar que un día habría de vestir las ropas de la misma autoridad que por aquel entonces despreciaba. La imagen de una lengua de fuego avanzando por la Rambla como un río desbordado, desde las torres de Canaletas hasta el cuartel de las Atarazanas, devorando iglesias y conventos y consumiendo en un suspiro siglos de historia a su paso, le provocó un pequeño escalofrío y le hizo pensar también, inevitablemente, en su amigo Andreu Palafox.
No debía de ser fácil vivir dentro de la cabeza de aquel muchacho, se dijo una vez más.
No debía de ser fácil sentirse asediado continuamente por los rostros y las voces del pasado.
—El puerto no está bajo nuestra jurisdicción —dijo por fin—. Pero lo que sucede en el interior de las murallas sí lo está. Quiero saber a quién se detiene por estos incendios, bajo qué cargos concretos y con qué fin. Quiero saber qué tienen en mente esos obreros y cuál va a ser su próximo objetivo. Si el capitán Alcaraz no nos considera dignos de colaborar con su cuerpo, tendremos que trabajar por nuestra cuenta y riesgo.
El agente Lafita se estiró un poco más todavía.
—Como usted diga, inspector.
—Le hago a usted responsable, agente Lafita, de mantener a nuestra comandancia informada de todo aquello que pueda resultar relevante para el control de esta rebelión obrera. Considérenos al inspector Ollero y a mí sus únicos superiores a este respecto.
¿Dónde está, por cierto?
El agente señaló con una mano dubitativa el almacén de carga del que él mismo había salido cinco minutos antes.
—¿Quiere que vaya a…?
Reigosa lo interrumpió con una simple mirada.
—Mañana nos reuniremos en mi despacho para ponernos al día y organizar la estrategia a seguir —dijo—. El inspector Ollero, usted y yo. Y ahora, si me disculpa…
El inspector Reigosa se llevó dos dedos al ala del sombrero, giró sobre sí mismo y emprendió con decisión el camino de regreso al Portal del Mar, dejando al agente Lafita aún cuadrado como un soldadito de plomo y con los ojos brillantes de asombro ante aquella promoción inesperada.
El mismo coche oficial que los había llevado a Palafox y a él hasta el convento de Santa Clara aguardaba ahora estacionado en la plaza del Palacio. Antes de montar en él, Reigosa procedió al pequeño gesto inútil de convocar una flema a su garganta y escupirla con fuerza en el suelo, en un intento de librarse del mal sabor de boca que le había quedado al pronunciar el apellido de su colega, el inspector Ollero. Luego se acomodó en el interior de la cabina, cerró los ojos y dejó que el carruaje lo llevara por fin de vuelta a casa.