31

Adela divisó esta vez a Boris mucho antes de que Patricio le señalara su posición con el dedo. La pluma de ganso que el muchacho llevaba prendida aquella mañana en la gorra hacía inconfundible su estampa entre el gentío que volvía a abarrotar la plaza, y el resto de su vestuario no se quedaba atrás en impudicia ni obviedad. Una blusa de color verde, un pantalón corto amarillo, un par de sandalias de pescador y un cinturón de cuero descordado completaban una facha inconfundible de buscón que no pasaba desapercibida entre los ociosos que rondaban las paradas de los encantes de San Sebastián.

—Bonita pluma —lo saludó Patricio, acercándose al muchacho con una mano en alto—. ¿Funciona?

Boris miró a los dos recién llegados sin mostrar sorpresa.

—Una mañana tranquila —respondió—. Hoy la gente no tiene la cabeza para estos negocios. —Y fijando la vista en Adela, preguntó—: ¿Es verdad lo que cuentan?

Después de lo visto en Santa Clara, a la criada de Palafox no le sorprendió que lo ocurrido aquella noche en el patio de la casa de su amo fuera ya de dominio público.

—¿Qué es lo que cuentan exactamente?

—Que tu amo degolló anoche a una monja, y que ahora han vuelto a encerrarlo en un sanatorio para evitar que acabe en la prisión de Amalia. Y que su criada lo vio todo.

Adela sintió que el rostro se le encendía de rabia al escuchar aquello.

—Eso no es cierto —masculló.

—¿No lo viste todo?

—Lo vi todo, pero eso no fue lo que sucedió. Mi amo no ha degollado a nadie.

—Fue el Hombre de Negro —intervino Patricio—. Adela lo vio.

Boris forzó un gesto de desprecio.

—Ya. ¿Viste cómo el Hombre de Negro degollaba a la monja?

Adela se mordió el labio inferior y miró a Boris con el ceño fruncido.

—Lo vi abandonar la casa y huir calle arriba en un carro.

—No te he preguntado eso.

—Vi cómo salía corriendo en cuanto yo aparecí en el patio.

—Pero ¿lo viste degollar a la monja? ¿Lo viste de verdad?

La criada no se permitió vacilar ante aquella pregunta horrible que ella misma, para su vergüenza, había llegado a hacerse también durante las largas horas de insomnio en el caserón de los Urbach.

—Fue el Hombre de Negro —afirmó—. El señor Palafox no hizo nada.

—Ya —repitió Boris, otra vez con ese gesto en la cara—. Y hace tres años tampoco hizo nada. Por eso ahora han vuelto a encerrarlo como entonces.

Llegados a este punto, Adela no pudo seguir controlándose por más tiempo. Con el rostro demudado por la rabia, alzó la mano derecha y le propinó a Boris una bofetada que resonó como un disparo de trabuco bajo los arcos de la plaza de San Sebastián.

—Mi amo es un buen hombre —afirmó, acercando mucho su rostro al del joven—. No es un asesino. Y tampoco está loco. Hace tres años cometió un error por el que no ha dejado de pagar desde entonces. Pero ahora alguien quiere convertirlo en un loco y en un asesino a ojos de toda la ciudad, y ni la señorita Urbach ni yo vamos a permitirlo.

Boris se llevó la mano a la mejilla que Adela le había abofeteado y miró a la muchacha con curiosidad.

—Me has dado un bofetón —observó.

—Tú te lo has buscado.

Patricio escogió ese instante para soltar la carcajada que llevaba reprimiendo desde que Adela había comenzado a poner su cara de las grandes ocasiones.

—¡Hacía años que no te veía abofetear a nadie! —exclamó, poniendo los brazos en jarras y riéndose a mandíbula batiente—. ¡Lo echaba de menos!

Tras una breve vacilación, Adela sonrió también.

—Lo siento —se disculpó, acercando de nuevo la mano a la cara de Boris y acariciándole ahora la mejilla enrojecida—. No tendría que haberte pegado.

El joven agradeció el gesto de Adela con una tímida sonrisa; la primera sonrisa sincera que Patricio y ella le veían desde su encuentro de la mañana anterior.

—No pasa nada. Me lo he buscado yo solo. —Y palpándose la pluma de ganso que coronaba su gorra, preguntó—: ¿Para qué habéis venido?

—Necesito tu ayuda.

—¿Qué quieres?

—Información. Sobre un hombre al que puede que conozcas.

—Conozco a muchos hombres.

—Este es un hombre especial.

Boris tomó a Adela del brazo y la alejó consigo de la creciente atención que los tres muchachos habían comenzado a concitar en la plaza. Como el día anterior, rodearon el convento de San Sebastián por la calle del Consulado y tomaron la callejuela que separaba aquel edificio de la Lonja. Una vez allí, se cobijaron bajo el mismo portón tapiado en el que habían estado charlando veinticuatro horas antes.

—Un hombre especial —repitió entonces el muchacho—. ¿Cómo de especial?

—Un médico. Un alienista. Bajo, gordo, mayor… Dicen que frecuenta desde hace tiempo a las prostitutas de Trentaclaus. No para lo que tú ya sabes, sino para estudiarlas.

Boris soltó una risita procaz.

—Para estudiarlas… Eso es lo que dicen todos los buenos samaritanos que visitan cada noche Trentaclaus.

—¿Hay más de uno? —preguntó Adela.

—Los hay a montones. Médicos, curas, reformadores… Esta ciudad está llena de hombres preocupados por la salud de las prostitutas y por su bienestar espiritual. Pero al final todos buscan lo mismo que cualquier marinero con tres cuartos en el bolsillo. —El joven volvió la cabeza y escupió una flema amarillenta sobre el suelo adoquinado de la calle—. Aunque tu hombre es diferente.

—¿Lo conoces?

—Has dicho que es loquero, ¿no? De esos yo solo conozco a uno, y encaja con tu descripción. Bajo, tripudo y de unos cincuenta años.

Adela sintió que un escalofrío le recorría la espina dorsal. Así pues, la historia de la hermana Martina era cierta. El doctor Carrera, el hombre en cuyas manos estaban la seguridad y la cordura del señor Palafox, no era solo un visitante habitual del convento de Santa Clara: también era alguien conocido en la calle de Trentaclaus.

—¿Qué sabes de él?

—Lo que todo el mundo —respondió Boris—. Que paga a las chicas por sentarse en una habitación con ellas y hacerles preguntas. Y que no se baja los pantalones al final de su inspección. ¿Por qué te interesa?

—Ese tipo es el jefe del sanatorio en el que han encerrado al amo de Adela —se adelantó a responder Patricio.

Boris miró a Adela con las cejas arqueadas. La muchacha asintió con seriedad.

—Es el doctor Carrera —explicó—. El director de Neothermas. Esta mañana nos ha hablado de él una monja de Santa Clara que en su día había frecuentado la parte baja del Raval. El doctor también visita a las monjas en el convento, y hace con ellas lo mismo que tú nos acabas de decir: se sienta con ellas y les hace preguntas.

—¿Qué clase de preguntas?

—Preguntas extrañas. Si son felices con la vida que llevan, si se sienten tristes o nerviosas, si a veces tienen dudas o se arrepienten de haber tomado los hábitos… Y otras cosas como por qué creen en Dios, cómo hablan con Él, qué sienten al ayunar o al hacer penitencia… —Adela hizo aquí una mínima pausa—. Si han tenido alguna vez visiones o han creído escuchar cosas extrañas…

—Si han oído llorar al fantasma del pozo —tradujo Boris. Y añadió—: Preguntas de loquero.

Adela se mordió nuevamente el labio inferior.

«Preguntas de loquero».

Eso mismo había observado Teresa Urbach al salir de Santa Clara, cuando Adela la había instado a regresar de inmediato a Neothermas y sacar de allí al señor Palafox antes de que ese doctor tuviera ocasión de hacerle algo malo a su amigo. Preguntas de alienista, nada más. En opinión de la escritora, no había nada extraño en que un médico del alma se interesara por la salud mental de un grupo de mujeres que vivían encerradas entre cuatro paredes insalubres, sometidas a una rutina estricta de oración, ayuno y penitencia, y respirando a todas horas un ambiente de credulidad y superstición. Si había algún lugar donde un alienista podía encontrar pacientes de interés, ese era un convento femenino de un país como España.

Y sin embargo…

—También les da medicinas —prosiguió Adela—. Siempre lleva consigo un maletín cargado de bebedizos, y los reparte entre las monjas al terminar sus entrevistas.

Según la hermana Martina, las ayudan a calmar los nervios y a dormir mejor. Todas las monjas de Santa Clara los toman. ¿Se comenta algo de eso por Trentaclaus?

Boris asintió vigorosamente con la cabeza.

—Dicen que las muchachas se pelean por sus medicinas. Si las cobrara, el tipo se haría de oro. Pero sabiendo ahora quién es en realidad, ya debe de tener dinero más que suficiente… ¿Cuánto debe de costar pasar una noche en ese sanatorio?

—¿A ellas también les hace preguntas de loquero? —inquirió a su vez Patricio—. A las prostitutas no les mentará demasiado a Dios, ¿no?

—A ellas les pregunta lo que sienten cuando… —Boris hizo aquí un gesto gráfico que incomodó incluso a Patricio—. Por lo visto, le interesa mucho el asunto, aunque nunca se moleste en practicarlo con ellas. —Y entonces, poniéndose serio de repente, el muchacho le formuló a Adela la gran pregunta—: ¿Tú crees que ese loquero conocía a la niña del sarcófago?

Tras pensárselo un momento, Adela enunció la respuesta que llevaba meditando desde que Teresa Urbach y ella se habían despedido en la plaza del Rey.

—No lo sé. Pero si la conocía, me parece que todo empieza a cobrar sentido.

Ni Boris ni Patricio tuvieron ocasión de preguntarle a Adela qué quería decir con aquello. Porque justo en ese instante, un crío entró corriendo en la calle y gritó al pasar junto a ellos:

—¿Ya te has enterado, Boris? ¡La Ahogada de Santa Clara ha vuelto a resucitar!

¡Y acaba de hacer otro milagro!

El crío soltó una risita alegre y repitió las dos últimas palabras, «¡otro milagro!», antes de proseguir su carrera en dirección al paseo de Isabel II.

Adela fue la primera en reaccionar.

—Luego veremos qué milagro es ese —dijo. Y cogiendo a Boris del brazo con inesperada calidez, añadió—: Pero ahora necesito que me cuentes todo lo que sabes sobre la señorita Alicia Ferrer. Sobre ella y sobre su familia. Y también necesito que me digas dónde vive.

Boris miró durante unos segundos los ojos castaños de Adela. Sintiendo el roce áspero de su mano posada en su antebrazo, recordó el bofetón que la criada le había propinado hacía apenas diez minutos. Y el muchacho, entonces, esbozó su segunda sonrisa de la mañana y comenzó a hablar sin hacer más preguntas.